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Cuento Un Viejo Que Leía Novelas De Amor


Enviado por   •  1 de Julio de 2015  •  24.943 Palabras (100 Páginas)  •  317 Visitas

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UN VIEJO QUE LEIA NOVELAS DE AMOR

colección andanzas

Libros de Luis Sepúlveda

en Tusquets Editores

ANDANZAS

Un viejo que leía novelas de amor

Mundo del fin del mundo

Nombre de torero

Patagonia Express

Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar

Desencuentros

LUIS SEPÚLVEDA

UN VIEJO

QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR

1a.edición: febrero 1993

35a. edición: julio 1997

© Luis Sepúlveda, 1989

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S. A. - Cesare Cantu, 8 - 08023 Barcelona

ISBN: 84-7223-655-2

Depósito legal: B. 31. 748-1997

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolá, 13-15 - 08013 Barcelona

Impreso sobre papel Offset-F. Crudo de Leizarán, S. A. - Guipúzcoa

Liberdúplex, S. L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona

Impreso en España

índice

Capítulo primero.......................................................................... 8

Capítulo segundo......................................................................... 13

Capítulo tercero............................................................................ 19

Capítulo cuarto............................................................................. 28

Capítulo quinto............................................................................. 34

Capítulo sexto............................................................................... 38

Capítulo séptimo.......................................................................... 44

Capítulo octavo............................................................................. 52

NOTA DEL AUTOR

Cuando esta novela era leída en Oviedo por los integrantes del jurado que pocos días más tar¬de le otorgaría el Premio Tigre Juan, a muchos mi¬les de kilómetros de distancia e ignominia una banda de asesinos armados y pagados por otros criminales mayores, de los que llevan trajes bien cortados, uñas cuidadas y dicen actuar en nombre del «progreso», terminaba con la vida de uno de los más preclaros defensores de la amazonia, y una de las figuras más destacadas y consecuentes del Movimiento Ecológico Universal.

Esta novela ya nunca llegará a tus manos, Chi¬co Mendes, querido amigo de pocas palabras y muchas acciones, pero el Premio Tigre Juan es también tuyo, y de todos los que continuarán tu camino, nuestro camino colectivo en defensa de este el único mundo que tenemos.

A mi lejano amigo Miguel Tzenke,

síndico shuar de Sumbi en el alto Nangaritza

y gran defensor de la amazonia.

En una noche de narraciones desbordantes de

magia me entregó algunos detalles de su

desconocido mundo verde, los que más tarde, en

otros confines alejados del Edén ecuatorial,

me servirían para construir esta historia

Capítulo primero

El cielo era una inflada panza de burro col¬gando amenazante a escasos palmos de las cabe¬zas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquí¬ticos que adornaban el frontis de la alcaldía.

Los pocos habitantes de El Idilio más un pu¬ñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicun¬do Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolo¬res de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.

—¿Te duele? —preguntaba.

Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares.

Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo.

—¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobier¬no tiene la culpa de que tengas los dientes podri¬dos. El Gobierno es culpable de que te duela.

Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza.

El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A to¬dos y a cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monser¬gas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.

Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes.

Muy cerca, la breve tripulación del Sucre car¬gaba racimos de banano verde y costales de café en grano.

A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal, y las bombonas de gas que temprano habían des-embarcado.

El Sucre zarparía en cuanto el dentista termi¬nase de arreglar quijadas, navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tarde en el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Do¬rado.

El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuer¬zo de dos hombres fornidos que componían la tri-pulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diesel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado.

El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el em¬pleado de Correos, que raramente llevó correspon¬dencia para algún habitante. De su maletín gasta¬do sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.

Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisio¬nes de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al den¬tista lo recibían con alivio, sobre todo los sobre¬vivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca lim¬pia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.

Despotricando contra el Gobierno, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente.

—Bueno, veamos. ¿Cómo te va ésta?

—Me aprieta. No puedo cerrar la boca.

—¡Joder! Qué tipos tan delicados. A ver, prué¬bate otra.

—Me viene suelta. Se me va a caer si estor¬nudo.

—Y para qué te resfrías, pendejo. Abre la boca.

Y le obedecían.

Luego de probarse diferentes dentaduras en¬contraban la más cómoda y discutían el precio, mientras el dentista desinfectaba las restantes sumer-giéndolas en una marmita con cloro hervido.

El sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín era toda una institución para los habitan¬tes de las riberas de los ríos Zamora, Yacuambi y Nangaritza.

En realidad, se trataba de un antiguo sillón de barbero con el pedestal y los bordes esmaltados de blanco. El sillón portátil precisaba de la for¬taleza del patrón y de los tripulantes del Sucre para alzarlo, y se asentaba apernado sobre una ta¬rima de un metro cuadrado que el dentista llamaba «la consulta».

—En la consulta mando yo, carajo. Aquí se hace lo que yo digo. Cuando baje pueden llamar¬me sacamuelas, hurgahocicos, palpalenguas, o como se les antoje, y hasta es posible que les acepte un trago.

Quienes esperaban turno mostraban caras de padecimiento extremo, y los que pasaban por las pinzas extractoras tampoco tenían mejor sem¬blante.

Los únicos personajes sonrientes en las cerca¬nías de la consulta eran los jíbaros mirando acu¬clillados.

Los jíbaros. Indígenas rechazados por su pro¬pio pueblo, el shuar, por considerarlos envileci¬dos y degenerados con las costumbres de los «apa¬ches», de los blancos.

Los jíbaros, vestidos con harapos de blanco, aceptaban sin protestas el mote-nombre endilga¬do por los conquistadores españoles.

Había una enorme diferencia entre un shuar altivo y orgulloso, conocedor de las secretas re¬giones amazónicas, y un jíbaro, como los que se reunían en el muelle de El Idilio esperando por un resto de alcohol.

Los jíbaros sonreían mostrando sus dientes puntudos, afilados con piedras de río.

—¿Y ustedes? ¿Qué diablos miran? Algún día van a caer en mis manos, macacos —los amenaza¬ba el dentista.

Al sentirse aludidos los jíbaros respondían di¬chosos.

—Jíbaro buenos dientes teniendo. Jíbaro mucha carne de mono comiendo.

A veces, un paciente lanzaba un alarido que espantaba los pájaros, y alejaba las pinzas de un manotazo llevando la mano libre hasta la empu¬ñadura del machete.

—Compórtate como hombre, cojudo. Ya sé que duele y te he dicho de quién es la culpa. ¡Qué me vienes a mí con bravatas! Siéntate tranquilo y demuestra que tienes bien puestos los huevos.

—Es que me está sacando el alma, doctor. Dé¬jeme echar un trago primero.

El dentista suspiró luego de atender al último sufriente. Envolvió las prótesis que no encontraron interesados en el tapete cardenalicio, y mientras desinfectaba los instrumentos vio pasar la canoa de un shuar.

El indígena remaba parejo, de pie, en la popa de la delgada embarcación. Al llegar junto al Sucre dio un par de paletadas que lo pegaron al barco.

Por la borda asomó la figura aburrida del pa¬trón. El shuar le explicaba algo gesticulando con todo el cuerpo y escupiendo constantemente.

El dentista terminó de secar los instrumentos y los acomodó en un estuche de cuero. Ensegui¬da tomó el recipiente con los dientes sacados y los arrojó al agua.

El patrón y el shuar pasaron por su lado rumbo a la alcaldía.

—Tenemos que esperar, doctor. Traen a un grin¬go muerto.

No le agradó la nueva. El Sucre era un arma¬toste incómodo, sobre todo durante los viajes de regreso, recargado de banano verde y café tardío, semipodrido, en los costales.

Si se largaba a llover antes de tiempo, cosa que al parecer ocurriría ya que el barco navegaba con una semana de retraso a causa de diversas averías, entonces debían cobijar carga, pasajeros y tripula¬ción bajo una lona, sin espacio para colgar las ha¬macas, y si a todo ello se sumaba un muerto el viaje sería doblemente incómodo.

El dentista ayudó a subir a bordo el sillón por¬tátil y enseguida caminó hasta un extremo del muelle. Ahí lo esperaba Antonio José Bolívar Proaño, un viejo de cuerpo correoso al que parecía no importarle el cargar con tanto nombre de prócer.

—¿Todavía no te mueres, Antonio José Bolívar?

Antes de responder, el viejo se olió los sobacos.

—Parece que no. Todavía no apesto. ¿Y usted?

—¿Cómo van tus dientes?

—Aquí los tengo —respondió el viejo, lleván¬dose una mano al bolsillo. Desenvolvió un pañue¬lo descolorido y le enseñó la prótesis.

—¿Y por qué no los usas, viejo necio?

—Ahorita me los pongo. No estaba ni comien¬do ni hablando. ¿Para qué gastarlos entonces?

El viejo se acomodó la dentadura, chasqueó la lengua, escupió generosamente y le ofreció la bo¬tella de Frontera.

—Venga. Creo que me gané un trago.

—Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca.

—¿Siempre me llevas la cuenta?

—Para eso son los amigos. Para celebrar las gra¬cias del otro. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta?

El doctor Rubicundo Loachamín ladeó la cabe¬za para ordenar los recuerdos, y así llegó la ima¬gen del hombre, no muy joven y vestido a la ma-nera montuvia. Todo de blanco, descalzo, pero con espuelas de plata.

El montuvio llegó hasta la consulta acompa¬ñado de una veintena de individuos, todos muy borrachos. Eran buscadores de oro sin recodo fijo. Peregrinos, los llamaban las gentes, y no les im¬portaba si el oro lo encontraban en los ríos o en las alforjas del prójimo. El montuvio se dejó caer en el sillón y lo miró con expresión estúpida. —Tú dirás.

—Me los saca toditos. De uno en uno, y me los va poniendo aquí, sobre la mesa. —Abre la boca.

El hombre obedeció, y el dentista comprobó que junto a las ruinas molares le quedaban mu¬chos dientes, algunos picados y otros enteros.

—Te queda un buen puñado. ¿Tienes dinero para tantas extracciones?

El hombre abandonó la expresión estúpida. —El caso es, doctor, que los amigos aquí pre¬sentes no me creen cuando les digo que soy muy macho. El caso es que les he dicho que me de¬jo sacar todos los dientes, uno por uno y sin que¬jarme. El caso es que apostamos, y usted y yo nos iremos a medias con las ganancias.

—Al segundo que te saquen vas a estar caga¬do y llamando a tu mamacita —gritó uno del grupo y los demás lo apoyaron con sonoras car¬cajadas.

—Mejor te vas a echar otros tragos y te lo pien¬sas. Yo no me presto para cojudeces —dijo el den¬tista.

—El caso es, doctor, que, si usted no me per¬mite ganar la apuesta, le corto la cabeza con esto que me acompaña.

Al montuvio le brillaron los ojos mientras aca¬riciaba la empuñadura del machete.

De tal manera que corrió la apuesta.

El hombre abrió la boca y el dentista hizo un nuevo recuento. Eran quince dientes, y, al decír¬selo, el desafiante formó una hilera de quince pe¬pitas de oro sobre el tapete cardenalicio de las pró¬tesis. Una por cada diente, y los apostadores, a favor o en contra, cubrieron las apuestas con otras pepitas doradas. El número aumentaba considera¬blemente a partir de la quinta.

El montuvio se dejó sacar los primeros siete dientes sin mover un músculo. No se oía volar una mosca, y al retirar el octavo lo acometió una hemorragia que en segundos le llenó la boca de sangre. El hombre no conseguía hablar, pero le hizo una señal de pausa.

Escupió varias veces formando cuajarones sobre la tarima y se echó un largo trago que le hizo re¬volverse de dolor en el sillón, pero no se quejó, y tras escupir de nuevo, con otra señal le ordenó que continuase.

Al final de la carnicería, desdentado y con la cara hinchada hasta las orejas, el montuvio mos¬tró una expresión de triunfo horripilante al divi¬dir las ganancias con el dentista.

—Sí. Esos eran tiempos —murmuró el doctor Loachamín, echándose un largo trago.

El aguardiente de caña le quemó la garganta y devolvió la botella con una mueca.

—No se me ponga feo, doctor. Esto mata los bichos de las tripas —dijo Antonio José Bolívar, pero no pudo seguir hablando.

Dos canoas se acercaban, y de una de ellas aso¬maba la cabeza yaciente de un hombre rubio.

Capítulo segundo

El alcalde, único funcionario, máxima autori¬dad y representante de un poder demasiado leja¬no como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.

Decían los lugareños que la sudadera le empe¬zó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañue¬los, ganándose el apodo de la Babosa.

Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo.

Sudaba, y su otra ocupación consistía en ad¬ministrar la provisión de cerveza. Estiraba las bo¬tellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la pro¬visión la realidad se tornaría más desesperante.

Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lu¬gareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura.

Desde alguna fecha imprecisa vivía con una in¬dígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.

Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.

Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permi¬sos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolec¬tores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se ne¬gaban a pagar las multas por alteración del orden público.

Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños.

El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y del dentista, pero duró poco en el cargo.

Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos días lo encontra¬ron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por las hormigas.

El Idilio permaneció un par de años sin autoridad que resguardara la soberanía ecuatoriana de aquella selva sin límites posibles, hasta que el poder central mandó al sancionado.

Cada lunes —tenía obsesión por los lunes— lo miraban izar la bandera en un palo del muelle, hasta que una tormenta se llevó el trapo selva adentro, y con él la certeza de los lunes que no importaban a nadie.

El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pa¬ñuelo por la cara y el cuello. Estrujándolo, orde¬nó subir el cadáver.

Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de contextura fuerte.

—¿Dónde lo encontraron?

Los shuar se miraron entre sí, dudando entre responder o no hacerlo.

—¿No entienden castellano estos selváticos? —gruñó el alcalde.

Uno de los indígenas decidió responder.

—Río arriba. A dos días de aquí.

—Déjenme ver la herida —ordenó el alcalde.

El segundo indígena movió la cabeza del muer¬to. Los insectos le habían devorado el ojo derecho y el izquierdo mostraba todavía un brillo azul. Pre-sentaba un desgarro que comenzaba en el mentón y terminaba en el hombro derecho. Por la herida asomaban restos de arterias y algunos gusanos al¬binos.

—Ustedes lo mataron.

Los shuar retrocedieron.

—No. Shuar no matando.

—No mientan. Lo despacharon de un mache¬tazo. Se ve clarito.

El gordo sudoroso sacó el revólver y apuntó a los sorprendidos indígenas.

—No. Shuar no matando —se atrevió a repetir el que había hablado.

El alcalde lo hizo callar propinándole un golpe con la empuñadura del arma.

Un delgado hilillo de sangre brotó de la fren¬te del shuar.

—A mí no me vienen a vender por cojudo. Us¬tedes lo mataron. Andando. En la alcaldía van a decirme los motivos. Muévanse, salvajes. Y usted, capitán, prepárese a llevar dos prisioneros en el barco.

El patrón del Sucre se encogió de hombros por toda respuesta.

—Disculpe. Usted está cagando fuera del ties¬to. Esa no es herida de machete. —Se escuchó la voz de Antonio José Bolívar.

El alcalde estrujó con furia el pañuelo.

—Y tú, ¿qué sabes?

—Yo sé lo que veo.

El viejo se acercó al cadáver, se inclinó, le movió la cabeza y abrió la herida con los dedos.

—¿Ve las carnes abiertas en filas? ¿Ve cómo en la quijada son más profundas y a medida que bajan se vuelven más superficiales? ¿Ve que no es uno, sino cuatro tajos?

—¿Qué diablos quieres decirme con eso?

—Que no hay machetes de cuatro hojas. Zar¬pazo. Es un zarpazo de tigrillo. Un animal adulto lo mató. Venga. Huela.

El alcalde se pasó el pañuelo por la nuca.

—¿Oler? Ya veo que se está pudriendo.

—Agáchese y huela. No tenga miedo del muer¬to ni de los gusanos. Huela la ropa, el pelo, todo.

Venciendo la repugnancia, el gordo se inclinó y olisqueó con ademanes de perro temeroso, sin acercarse demasiado.

—¿A qué huele? —preguntó el viejo.

Otros curiosos se acercaron para oler también los despojos.

—No sé. ¿Cómo voy a saberlo? A sangre, a gu¬sanos —contestó el alcalde.

—Apesta a meados de gato —dijo uno de los curiosos.

—De gata. A meados de gata grande —precisó el viejo.

—Eso no prueba que éstos no lo mataran.

El alcalde intentó recobrar su autoridad, pero la atención de los lugareños se centraba en Anto¬nio José Bolívar.

El viejo volvió a examinar el cadáver.

—Lo mató una hembra. El macho debe de andar por ahí, acaso herido. La hembra lo mató y enseguida lo meó para marcarlo, para que las otras bestias no se lo comieran mientras ella iba en busca del macho.

—Cuentos de vieja. Estos selváticos lo mata¬ron y luego lo rociaron con meados de gato. Us¬tedes se tragan cualquier babosada —declaró el al¬calde.

Los indígenas quisieron replicar, pero el cañón apuntándoles fue una imperativa orden de guar¬dar silencio.

—¿Y por qué habrían de hacerlo? —intervino el dentista.

—¿Por qué? Me extraña su pregunta, doctor. Para robarle. ¿Qué otro motivo tienen? Estos sal¬vajes no se detienen ante nada.

El viejo movió la cabeza molesto y miró al dentista. Este comprendió lo que Antonio José Bo¬lívar perseguía y le ayudó a depositar las perte¬nencias del muerto sobre las tablas del muelle.

Un reloj de pulsera, una brújula, una cartera con dinero, un mechero de bencina, un cuchillo de caza, una cadena de plata con la figura de una cabeza de caballo. El viejo le habló en su idioma a uno de los shuar y el indígena saltó a la ca¬noa para entregarle una mochila de lona verde.

Al abrirla encontraron munición de escopeta y cinco pieles de tigrillos muy pequeños. Pieles de gatos moteados que no medían más de una cuarta. Estaban rociadas de sal y hedían, aunque no tanto como el muerto.

—Bueno, excelencia, me parece que tiene el caso solucionado —dijo el dentista.

El alcalde, sin dejar de sudar, miraba a los shuar, al viejo, a los lugareños, al dentista, y no sabía qué decir.

Los indígenas, apenas vieron las pieles, cruza¬ron entre ellos nerviosas palabras y saltaron a las canoas.

—¡Alto! Ustedes esperan aquí hasta que yo de¬cida otra cosa —ordenó el gordo.

—Déjelos marchar. Tienen buenos motivos para hacerlo. ¿O es que todavía no comprende?

El viejo miraba al alcalde y movía la cabeza. De pronto, tomó una de las pieles y se la lanzó. El sudoroso gordo la recibió con un gesto de asco.

—Piense, excelencia. Tantos años aquí y no ha aprendido nada. Piense. El gringo hijo de puta mató a los cachorros y con toda seguridad hirió al macho. Mire el cielo, está que se larga a llover. Hágase el cuadro. La hembra debió de salir de ca¬cería para llenarse la panza y amamantarlos duran¬te las primeras semanas de lluvia. Los cachorritos no estaban destetados y el macho se quedó cui¬dándolos. Así es entre las bestias, y así ha de ha¬berlos sorprendido el gringo. Ahora la hembra anda por ahí enloquecida de dolor. Ahora anda a la caza del hombre. Debió de resultarle fácil se¬guir la huella del gringo. El infeliz colgaba a su espalda el olor a leche que la hembra rastreó. Ya mató a un hombre. Ya sintió y conoció el sabor de la sangre humana, y para el pequeño cerebro del bicho todos los hombres somos los asesinos de su carnada, todos tenemos el mismo olor para ella.

Deje que los shuar se marchen. Tienen que avisar en su caserío y en los cercanos. Cada día que pase tornará más desesperada y peligrosa a la hembra, y buscará sangre cerca de los poblados. ¡Gringo hijo de la gran puta! Mire las pieles. Pequeñas, in¬servibles. ¡Cazar con las lluvias encima, y con es¬copeta! Mire la de perforaciones que tienen. ¿Se da cuenta? Usted acusando a los shuar, y ahora tenemos que el infractor es gringo. Cazando fuera de temporada, y especies prohibidas. Y si está pen¬sando en el arma, le aseguro que los shuar no la tienen, pues lo encontraron muy lejos del lugar de su muerte. ¿No me cree? Fíjese en las botas. La parte de los talones está desgarrada. Eso quiere decir que la hembra lo arrastró un buen tramo luego de matarlo. Mire los desgarros de la cami¬sa, en el pecho. De ahí lo tomó el animal con los dientes, para jalarlo. Pobre gringo. La muerte tiene que haber sido horrorosa. Mire la herida. Una de las garras le destrozó la yugular. Ha de haber ago¬nizado una media hora mientras la hembra le bebía la sangre manando a borbotones, y después, inte-ligente el animal, lo arrastró hasta la orilla del río para impedir que lo devorasen las hormigas. En¬tonces lo meó, marcándolo, y debió de andar en busca del macho cuando los shuar lo encontraron. Déjelos ir, y pídales que avisen a los buscadores de oro que acampan en la ribera. Una tigrilla en-loquecida de dolor es más peligrosa que veinte ase¬sinos juntos.

El alcalde no respondió ni una palabra y se marchó a escribir el parte para el puesto policial de El Dorado.

El aire se notaba cada vez más caliente y es¬peso. Pegajoso, se adhería a la piel como una molesta película, y traía desde la selva el silencio previo a la tormenta. De un momento a otro se abrirían las esclusas del cielo.

Desde la alcaldía llegaba el lento tipear de una máquina de escribir, en tanto un par de hom¬bres terminaban el cajón para transportar el ca¬dáver que esperaba olvidado sobre las tablas del muelle.

El patrón del Sucre maldecía mirando el cielo pringado y no dejaba de putear al muerto. El mis¬mo se encargó de rellenar el cajón con un lecho de sal, sabiendo que no serviría de mucho.

Lo que debía hacerse era lo acostumbrado con toda persona muerta en la selva, que por absur¬das disposiciones jurídicas no podía ser olvidada en un claro de jungla: abrirle un buen tajo del cuello a la ingle, vaciarle el triperío y rellenar el cuerpo con sal. De esa manera llegaban presen¬tables hasta el final del viaje. Pero, en este caso, se trataba de un condenado gringo y era necesario llevarlo entero, con los gusanos comiéndoselo por dentro, y al desembarcar no sería más que un pes¬tilente saco de humores.

El dentista y el viejo miraban pasar el río sen¬tados sobre bombonas de gas. A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura, de los que no apaga la humedad.

—¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Es¬pero que algún día los jíbaros le metan un dardo.

—Lo matará su mujer. Está juntando odio, pero todavía no reúne el suficiente. Eso lleva tiempo.

—Mira. Con todo el lío del muerto casi lo ol¬vido. Te traje dos libros.

Al viejo se le encendieron los ojos.

—¿De amor?

El dentista asintió.

Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura.

—¿Son tristes? —preguntaba el viejo.

—Para llorar a mares —aseguraba el dentista.

—¿Con gentes que se aman de veras?

—Como nadie ha amado jamás.

—¿Sufren mucho?

—Casi no pude soportarlo —respondía el den¬tista.

Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas.

Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lec¬tura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.

Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: «Deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a cau¬sa del amor, y con final feliz». Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de ma¬nera inesperada en un burdel del malecón.

Al dentista le gustaban las negras, primero por¬que eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama.

Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la có¬moda.

—¿Tú lees? —preguntó.

—Sí. Pero despacito —contestó la mujer.

—¿Y cuáles son los libros que más te gustan?

—Las novelas de amor —respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar.

A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos no-velas que, a su juicio, deparaban mayores sufri¬mientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza fren¬te al río Nangaritza.

El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban.

En ese momento subían el cajón a bordo y el alcalde vigilaba la maniobra. Al ver al dentista, or¬denó a un hombre que se le acercase.

—El alcalde dice que no se olvide de los im¬puestos.

El dentista le entregó los billetes ya prepara¬dos, agregando:

—¿Cómo se le ocurre? Dile que soy un buen ciudadano.

El hombre regresó hasta el alcalde. El gordo recibió los billetes, los hizo desaparecer en un bol¬sillo y saludó al dentista llevándose una mano a la frente.

—Así que también me lo agarró con eso de los impuestos —comentó el viejo.

—Mordiscos. Los Gobiernos viven de las den¬telladas traicioneras que les propinan a los ciuda¬danos. Menos mal que nos las vemos con un perro chico.

Fumaron y bebieron unos tragos más miran¬do pasar la eternidad verde del río.

—Antonio José Bolívar, te veo pensativo. Suelta.

—Tiene razón. No me gusta nada el asunto. Seguro que la Babosa está pensando en una ba¬tida, y me va a llamar. No me gusta. ¿Vio la herida? Un zarpazo limpio. El animal es grande y las garras deben de medir unos cinco centímetros. Un bicho así, por muy hambreado que esté, no deja de ser vigoroso. Además vienen las lluvias. Se borran las huellas, y el hambre los vuelve más astutos.

—Puedes negarte a participar en la cacería. Estás viejo para semejantes trotes.

—No lo crea. A veces me entran ganas de ca¬sarme de nuevo. A lo mejor en una de ésas lo sorprendo pidiéndole que sea mi padrino.

—Entre nosotros, ¿cuántos años tienes, Anto¬nio José Bolívar?

—Demasiados. Unos sesenta, según los papeles, pero, si tomamos en cuenta que me inscribieron cuando ya caminaba, digamos que voy para los setenta.

Las campanadas del Sucre anunciando la parti¬da les obligaron a despedirse.

El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva de río. Entonces decidió que por ese día ya no hablaría con nadie más y se quitó la dentadura postiza, la envolvió en el pañuelo, y, apretando los libros junto al pecho, se dirigió a su choza.

Capítulo tercero

Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.

A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejem¬plo en época de elecciones, pero como tales suce¬sos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.

Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase comple¬ta, y de esa manera se apropiaba de los sentimien¬tos e ideas plasmados en las páginas.

Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara ne¬cesarias para descubrir cuan hermoso podía ser también el lenguaje humano.

Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadu¬ra postiza.

Habitaba una choza de cañas de unos diez me¬tros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sos¬teniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos po¬sible.

Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor.

La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa.

Junto a la puerta colgaba una deshilachada toa¬lla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los ties¬tos de cocina, el cabello y el cuerpo.

En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.

El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, ves¬tía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.

La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rinco-nes porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad.

Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje ve¬getal hacia la espalda. De las orejas pendían zarci¬llos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban va¬rias vueltas de cuentas también doradas.

La parte del pecho presente en el retrato ense¬ñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja.

Se conocieron de niños en San Luis, un po¬blado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.

El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos.

Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insufi¬cientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.

Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la pro¬piedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada pe¬ríodo menstrual aumentaba el aislamiento.

—Nació yerma —decían algunas viejas.

—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —aseguraba otra.

—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.

Antonio José Bolívar Proaño intentaba conso¬larla y viajaban de curandero en curandero pro¬bando toda clase de hierbas y ungüentos de la fer¬tilidad.

Todo era en vano. Mes a mes la mujer se es¬condía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.

Decidieron abandonar la sierra cuando al hom¬bre le propusieron una solución indignante.

—Puede que seas tú quien falla. Tienes que de¬jarla sola en las fiestas de San Luis.

Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borra¬chera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo ti¬rados en el piso de la iglesia, hasta que el aguar¬diente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.

Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonia. El Gobierno prome¬tía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anorma¬lidad padecida por uno de los dos.

Poco antes de las festividades de San Luis reu¬nieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje.

Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminan-do, cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Atahualpa.

Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembros agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de ca¬laminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio.

Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de sel¬va, un par de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la prome¬sa de un apoyo técnico que no llegaría jamás.

La pareja se dio a la tarea de construir preca¬riamente una choza, y enseguida se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las veían crecer de nuevo, con vigor vengativo.

Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas esco¬petas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían burlar-se saltando frente a ellos sin dejarse atrapar.

Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían en la desespera¬ción de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.

Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas desconocidas; otros, ata¬cados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían en la alargada panza de una boa que¬brantahuesos que primero los envolvía, los tritu¬raba, y luego engullía en un prolongado y horren¬do proceso de ingestión.

Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con lle¬varles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del aguacero atacaban con ferocidad impa¬rable, adueñándose de todo el cuerpo, picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad verde, con los animales ham¬brientos que merodeaban en el monte poblán¬dolo de sonidos estremecedores que no deja¬ban conciliar el sueño, hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.

Eran los shuar, que, compadecidos, se acerca¬ban a echarles una mano.

De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a le¬vantar chozas estables y resistentes a los vendava¬les, a reconocer los frutos comestibles y los vene¬nosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva.

Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtién¬doles que todo eso era en vano.

Pese a las palabras de los indígenas, sembra¬ron las primeras semillas, y no les llevó demasia¬do tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y mo¬rían sin florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos.

Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se desliza¬ron ladera abajo con el primer aguacero.

Dolores Encarnación del Santísimo Sacramen¬to Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.

Antonio José Bolívar Proaño supo que no po¬día regresar al poblado serrano. Los pobres lo per¬donan todo, menos el fracaso.

Estaba obligado a quedarse, a permanecer acompañado apenas por recuerdos. Quería vengar¬se de aquella región maldita, de ese infierno verde que le arrebatara el amor y los sueños. Soñaba con un gran fuego convirtiendo la amazonia entera en una pira.

Y en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva como para poder odiarla.

Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Cazaban dantas, guatu¬sas, capibaras, saínos, pequeños jabalíes de car¬ne sabrosísima, monos, aves y reptiles. Apren¬dió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efec¬tiva en la caza, y de la lanza frente a los velo¬ces peces.

Con ellos abandonó sus pudores de campesi¬no católico. Andaba semidesnudo y evitaba el con¬tacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente.

Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando, seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.

Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos, rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambia¬ba de opinión.

Al caer la noche, si deseaba estar solo se tum¬baba bajo una canoa, y si en cambio precisaba compañía buscaba a los shuar.

Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eter¬na fogata de tres palos.

—¿Cómo somos? —le preguntaban.

—Simpáticos como una manada de micos, ha¬bladores como los papagayos borrachos, y grito¬nes como los diablos.

Los shuar recibían las comparaciones con car¬cajadas y soltando sonoros pedos de contento.

—Allá, de donde vienes, ¿cómo es?

—Frío. Las mañanas y las tardes son muy he¬ladas. Hay que usar ponchos largos, de lana, y sombreros.

—Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.

—No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos bañarnos como uste¬des, cuando quieren.

—¿Los monos de ustedes también llevan pon¬cho?

—No hay monos en la sierra. Tampoco saí¬nos. No cazan las gentes de la sierra.

—¿Y qué comen, entonces?

—Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las fiestas. O un cuy en los días de mercado.

—¿Y qué hacen, si no cazan?

—Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta.

—¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar.

A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos parajes. Dos colmillos secre¬tos se encargaron de transmitirle el mensaje.

De los shuar aprendió a desplazarse por la selva pisando con todo el pie, con los ojos y los oídos atentos a todos los murmullos y sin dejar de ba¬lancear el machete en ningún momento. En un instante de descuido lo clavó en el suelo para aco¬modar la carga de frutos, y al intentar asirlo nue¬vamente sintió los colmillos ardientes de una equis entrando en su muñeca derecha.

Alcanzó a ver el reptil, de un metro de largo, alejándose, trazando equis en el suelo —de ahí le viene el nombre— y él actuó con rapidez. Saltó blandiendo el machete en la misma mano ataca¬da y lo cortó en varias lonchas hasta que la nube del veneno le tapó los ojos.

A tientas, buscó la cabeza del reptil, y sintien¬do que se le iba la vida marchó en pos de un ca¬serío shuar.

Los indígenas lo vieron venir tambaleándose. Ya no conseguía hablar, pues la lengua, los miem¬bros, todo el cuerpo, estaba hinchado de forma desmesurada. Parecía que iba a reventar de un mo¬mento a otro, y alcanzó a enseñar la cabeza del reptil antes de perder el conocimiento.

Despertó pasados varios días con el cuerpo to¬davía hinchado y tiritando de pies a cabeza cuan¬do lo abandonaban las fiebres.

Un brujo shuar le devolvió la salud en un lento proceso curativo.

Brebajes de hierbas lo aliviaron del veneno. Baños de ceniza fría atenuaron las fiebres y las pe¬sadillas. Y una dieta de sesos, hígados y riñones de mono le permitió caminar al cabo de tres se¬manas.

Durante la convalecencia le prohibieron alejar¬se del caserío, y las mujeres se mostraron riguro¬sas con el tratamiento para lavar el cuerpo.

—Todavía tienes veneno dentro. Tienes que bo¬tar la mayor parte y dejar sólo la porción que te defenderá de nuevas mordeduras.

Lo atosigaban con frutos jugosos, aguas de hier¬bas y otros brebajes hasta hacerle orinar cuando ya no lo deseaba.

Al verlo totalmente repuesto, los shuar se le acercaron con obsequios. Una nueva cerbatana, un atado de dardos, un collar de perlas de río, un cintillo de plumas de tucán, palmeteándolo hasta hacerle comprender que había pasado por una prueba de aceptación determinada nada más que por el capricho de dioses juguetones, dioses me¬nores, a menudo ocultos entre los escarabajos o entre las candelillas, cuando quieren confundir a los hombres y se visten de estrellas para indicar falsos claros de selva.

Sin dejar de homenajearlo, le pintaron el cuer¬po con los colores tornasolados de la boa y le pi¬dieron que danzara con ellos.

Era uno de los contados sobrevivientes a una mordedura de equis, y eso había que celebrarlo con la Fiesta de la Serpiente.

Al final de la celebración bebió por primera vez la natema, el dulce licor alucinógeno prepara¬do con raíces hervidas de yahuasca, y en el sueño alucinado se vio a sí mismo como parte innega¬ble de esos lugares en perpetuo cambio, como un pelo más de aquel infinito cuerpo verde, pensan¬do y sintiendo como un shuar, y se descubrió de pronto vistiendo los atuendos del cazador exper¬to, siguiendo huellas de un animal inexplicable, sin forma ni tamaño, sin olor y sin sonidos, pero dotado de dos brillantes ojos amarillos.

Fue una señal indescifrable que le ordenó que¬darse, y así lo hizo.

Más tarde tomó un compadre, Nushiño, un shuar llegado también de lejos, tanto que la descripción de su lugar de origen se extraviaba entre los ríos afluentes del Gran Marañón. Nushiño llegó un día con una herida de bala en la espalda, re¬cuerdo de una expedición civilizadora de los mi¬litares peruanos. Llegó sin conocimiento y casi de¬sangrado, luego de penosos días de navegación a la deriva.

Los shuar de Shumbi lo curaron y, una vez repuesto, le permitieron quedarse, pues la herman¬dad de sangre así lo permitía.

Juntos recorrían la espesura. Nushiño era fuer¬te. Dotado de una cintura estrecha y anchos hom¬bros, nadaba desafiando a los delfines de río, y estaba siempre de excelente humor.

Se les veía rastreando una presa grande, medi¬tando acerca del color de las boñigas dejadas por el animal, y al estar seguros de tenerlo, Antonio José Bolívar esperaba en un claro de selva mientras Nushiño sacaba a la presa de la espesura obligándo¬la a marchar al encuentro del dardo envenenado.

A veces cazaban algún saíno para los colonos, y el dinero que recibían de ellos no tenía otro valor que el de cambio por un machete nuevo o por un costal de sal.

Cuando no cazaba en compañía del compa¬dre Nushiño se dedicaba a rastrear serpientes ve¬nenosas.

Sabía rodearlas silbando un tono agudo que las desorientaba hasta acercarse a ellas, hasta te¬nerlas frente a frente. Ahí, repetía con un brazo los movimientos del reptil hasta confundirlo, hasta pasar de la repetición a efectuar él los movimien¬tos que el reptil repetía, hipnotizado. Entonces el otro brazo actuaba certero. La mano cogía por el cuello a la sorprendida serpiente y la obligaba a soltar todas las gotas de veneno enterrando los colmillos en el borde de una calabaza, hueca.

Caída la última gotita, el reptil aflojaba sus ani¬llos, sin fuerzas para seguir odiando, o entendien¬do que su odio era inútil, y Antonio José Bolívar lo arrojaba con desprecio entre el follaje.

Pagaban bien por el veneno. Cada medio año aparecía el agente de un laboratorio, donde prepa¬raban suero antiofídico, a comprar los frascos mor-tales.

Algunas veces el reptil resultó ser más rápi¬do, pero no le importó. Sabía que se hincharía como un sapo y que deliraría de fiebres unos días, pero luego vendría el momento del desquite. Es¬taba inmune, y gustaba de fanfarronear entre los colonos enseñando los brazos cubiertos de cica¬trices.

La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. Era tan buen rastreador como un shuar. Nadaba tan bien como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos.

Por esa razón debía marcharse cada cierto tiempo, porque —le explicaban— era bueno que no fuera uno de ellos. Deseaban verlo, tenerlo, y tam¬bién deseaban sentir su ausencia, la tristeza de no poder hablarle, y el vuelco jubiloso en el corazón al verle aparecer de nuevo.

Las estaciones de lluvias y de bonanza se su¬cedían. Entre estación y estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario ho-menaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos, y acompañando a sus anfitriones entonaba los anents, los poemas cantos de gratitud por el valor transmitido y los de¬seos de una paz duradera.

Compartió el festín generoso ofrecido por los viejos que decidían llegada la hora de «marchar¬se», y cuando éstos se adormecían bajo los efec¬tos de la chicha y de la natema, en medio de feli¬ces visiones alucinadas que les abrían las puertas de futuras existencias ya delineadas, ayudó a lle¬varlos hasta una choza alejada y a cubrir sus cuer¬pos con la dulcísima miel de chonta.

Al día siguiente, entonando anents de saludos hacia aquellas nuevas vidas, ahora con forma de peces, mariposas o animales sabios, participó del reunir huesos blancos, limpísimos, los innece¬sarios despojos de los ancianos transportados a las otras vidas por las mandíbulas implacables de las hormigas añango.

Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo.

No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de sus muje¬res para mayor orgullo de su casta y de su casa.

La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adorna¬ba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún mo¬mento de entonar anents, poemas nasales que des¬cribían la belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la magia de la descripción.

Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.

—Nadie consigue atar un trueno, y nadie con¬sigue apropiarse de los cielos del otro en el mo¬mento del abandono.

Así le explicó una vez el compadre Nushiño.

Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podi¬do pensar que el tiempo esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas len¬guas avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva.

Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad. Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándo¬se de los extraños que aparecían ocupando las ri¬beras del Nangaritza.

Llegaban más colonos, ahora llamados con pro¬mesas de desarrollo ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ri-tual y, por ende, la degeneración de los más débi¬les. Y, sobre todo, aumentaba la peste de los bus¬cadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos los confines sin otro norte que una riqueza rápida.

Los shuar se movían hacia el oriente buscan¬do la intimidad de las selvas impenetrables.

Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que envejecía al errar un tiro de cerbatana. Tam¬bién le llegaba el momento de marcharse.

Tomó la decisión de instalarse en El Idilio y vivir de la caza. Se sabía incapaz de determinar el instante de su propia muerte y dejarse devorar por las hormigas. Además, si lo conseguía, sería una ceremonia triste.

El era como ellos, pero no uno de ellos, así que no tendría ni fiesta ni lejanía alucinada.

Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva, escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que ha¬bría de precipitar su partida.

Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando. Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños que desde la playa les apuntaban con armas de fuego.

Era un grupo integrado por cinco aventureros, quienes, para ganar una vía de corriente, habían volado con dinamita el dique de contención don¬de desovaban los peces.

Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, ner¬viosos ante la llegada de más shuar, dispararon al¬canzando a dos indígenas y emprendieron la fuga en su embarcación.

El supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron presas fáciles para los dardos envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar, nadó hasta la orilla opuesta y se perdió en la espesura.

Recién entonces se preocupó de los shuar caí¬dos.

Uno había muerto con la cabeza destrozada por la perdigonada a corta distancia, y el otro ago¬nizaba con el pecho abierto. Era su compadre Nushiño.

—Mala manera de marcharse —musitó, en una mueca de dolor, Nushiño, y con mano tembloro¬sa le indicó su calabaza de curare—. No me iré tranquilo, compadre. Andaré como un triste pá¬jaro ciego, a choques con los árboles mientras su cabeza no cuelgue de una rama seca. Ayúdame, compadre.

Los shuar lo rodearon. El conocía las costumbres de los blancos, y las débiles palabras de Nu¬shiño le decían que llegaba el momento de pagar la deuda contraída cuando lo salvaron luego de la mordedura de la serpiente.

Le pareció justo pagar la deuda, y armado de una cerbatana cruzó a nado el río, lanzándose por primera vez a la caza del hombre.

No le costó dar con el rastro. El buscador de oro, en su desesperación, dejaba huellas tan níti¬das que ni siquiera precisó buscarlas.

A los pocos minutos lo encontró aterrorizado frente a una boa dormida.

—¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué dispararon?

El hombre le apuntó con su escopeta.

—Los jíbaros. ¿Dónde están los jíbaros?

—Al otro lado. No te siguen.

Aliviado, el buscador de oro bajó el arma y él aprovechó la situación para acertarle un golpe con la cerbatana.

Le dio mal. El buscador de oro vaciló sin lle¬gar a desplomarse, y no tuvo más remedio que echársele encima.

Era un hombre fuerte, pero finalmente, tras forcejear, logró arrebatarle la escopeta.

Nunca antes tuvo un arma de fuego en sus manos, pero al ver cómo el hombre echaba mano al machete intuyó el lugar preciso donde debía poner el dedo y la detonación provocó un revo¬loteo de pájaros asustados.

Asombrado ante la potencia del disparo, se acercó al hombre. Había recibido la doble perdi¬gonada en pleno vientre y se revolcaba de dolor. Sin hacer caso de los alaridos le ató por los tobi¬llos, lo arrastró hasta la orilla del río, y al dar las primeras brazadas sintió que el infeliz ya estaba muerto.

En la ribera opuesta lo esperaban los shuar. Se apresuraron en ayudarle a salir del río, mas al ver el cadáver del buscador de oro irrumpieron en un llanto desconsolado que no atinó a expli¬carse.

No lloraban por el extraño. Lloraban por él y por Nushiño.

El no era uno de ellos, pero era como uno de ellos. En consecuencia, debió ultimarlo con un dardo envenenado, dándole antes la oportunidad de luchar como un valiente; así, al recibir la pará¬lisis del curare, todo su valor permanecería en su expresión, atrapado para siempre en su cabeza re¬ducida, con los párpados, nariz y boca fuertemen¬te cosidos para que no escapase.

¿Cómo reducir aquella cabeza, aquella vida de¬tenida en una mueca de espanto y de dolor?

Por su culpa, Nushiño no se iría. Nushiño permanecería como un papagayo ciego, dándose golpes contra los árboles, ganándose el odio de quienes no lo conocieron al chocar contra sus cuerpos, molestando el sueño de las boas dor¬midas, ahuyentando las presas rastreadas con su revoloteo sin rumbo.

Se había deshonrado, y al hacerlo era respon¬sable de la eterna desdicha de su compadre.

Sin dejar de llorar, le entregaron la mejor ca¬noa. Sin dejar de llorar lo abrazaron, le entrega¬ron provisiones, y le dijeron que desde ese mo¬mento no era más bienvenido. Podría pasar por los caseríos shuar, pero no tenía derecho a dete¬nerse.

Los shuar empujaron la canoa y enseguida borraron sus huellas de la playa.

Capítulo cuarto

Luego de cinco días de navegación, arribó a El Idilio. El lugar estaba cambiado. Una veintena de casas se ordenaba formando una calle frente al río, y al final una construcción algo mayor ense¬ñaba en el frontis un rótulo amarillo con la pala¬bra ALCALDÍA.

Había también un muelle de tablones que An¬tonio José Bolívar evitó, y navegó algunos metros más aguas abajo hasta que el cansancio le indicó un sitio donde levantó la choza.

Al comienzo los lugareños lo rehuyeron mi¬rándolo como a un salvaje al verle internarse en el monte, armado de la escopeta, una Remington del catorce heredada del único hombre que mata¬ra y de manera equivocada, pero pronto descubrie¬ron el valor de tenerlo cerca.

Tanto los colonos como los buscadores de oro cometían toda clase de errores estúpidos en la selva. La depredaban sin consideración, y esto conseguía que algunas bestias se volvieran feroces.

A veces, por ganar unos metros de terreno plano talaban sin orden dejando aislada a una quebrantahuesos, y ésta se desquitaba eliminándoles una acémila, o cometían la torpeza de atacar a los saínos en época de celo, lo que transformaba a los pequeños jabalíes en monstruos agresivos. Y es¬taban también los gringos venidos desde las insta¬laciones petroleras.

Llegaban en grupos bulliciosos portando armas suficientes para equipar a un batallón, y se lanza¬ban monte adentro dispuestos a acabar con todo lo que se moviera. Se ensañaban con los tigrillos, sin diferenciar crías o hembras preñadas, y, más tarde, antes de largarse, se fotografiaban junto a las docenas de pieles estacadas.

Los gringos se iban, las pieles permanecían pu¬driéndose hasta que una mano diligente las arro¬jaba al río, y los tigrillos sobrevivientes se desqui¬taban destripando reses famélicas.

Antonio José Bolívar se ocupaba de mantener¬los a raya, en tanto los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre ci-vilizado: el desierto.

Pero los animales duraron poco. Las especies sobrevivientes se tornaron más astutas, y, siguiendo el ejemplo de los shuar y otras culturas amazóni¬cas, los animales también se internaron selva aden¬tro, en un éxodo imprescindible hacia el oriente.

Antonio José Bolívar Proaño se quedó con todo el tiempo para sí mismo, y descubrió que sabía leer al mismo tiempo que se le pudrían los dientes.

Se preocupó de lo último al sentir cómo la boca expelía un aliento fétido acompañado de per¬sistentes dolores en los maxilares.

Muchas veces presenció la faena del doctor Ru¬bicundo Loachamín en sus viajes semestrales, y nunca se imaginó ocupando el sillón de los pade-cimientos, hasta que un día los dolores se hicie¬ron insoportables y no tuvo más remedio que subir a la consulta.

—Doctor, en pocas palabras, me quedan pocos. Yo mismo me he sacado los que jodian demasia¬do, pero con los de detrás no puedo. Límpieme la boca y discutamos el precio de una de esas pla¬cas tan bonitas.

En esa misma ocasión el Sucre desembarcó a una pareja de funcionarios estatales, quienes al ins¬talarse con una mesa bajo el portal de la alcaldía fueron tomados por recaudadores de algún nuevo impuesto.

El alcalde se vio obligado a usar todo su esca¬so poder de convicción para arrastrar a los es¬curridizos lugareños hasta la mesa gubernamental. Ahí, los dos aburridos, emisarios del poder reco¬gían los sufragios secretos de los habitantes de El Idilio, con motivo de unas elecciones presidencia¬les que habrían de celebrarse un mes más tarde.

Antonio José Bolívar llegó también hasta la mesa.

—¿Sabes leer? —le preguntaron.

—No me acuerdo.

—A ver. ¿Qué dice aquí?

Desconfiado, acercó el rostro hasta el papel que le tendían, y se asombró de ser capaz de des¬cifrar los signos oscuros.

—El se-ñor-señor-can-di-da-to-candidato.

—¿Sabes?, tienes derecho a voto.

—¿Derecho a qué?

—A voto. Al sufragio universal y secreto. A ele¬gir democráticamente entre los tres candidatos que aspiren a la primera magistratura. ¿Entiendes?

—Ni una palabra. ¿Cuánto me cuesta ese de¬recho?

—Nada, hombre. Por algo es un derecho.

—¿Y a quién tengo que votar?

—A quién va a ser. A su excelencia, el candi¬dato del pueblo.

Antonio José Bolívar votó al elegido y, a cam¬bio del ejercicio de su derecho, recibió una bote¬lla de Frontera.

Sabía leer.

Fue el descubrimiento más importante de toda su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto con¬tra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer. Pero no tenía qué leer.

A regañadientes, el alcalde accedió a prestarle unos periódicos viejos que conservaba de manera visible, como pruebas de su innegable vinculación con el poder central, pero a Antonio José Bolívar no le parecieron interesantes.

La reproducción de párrafos de discursos pronunciados en el Congreso, en los que el honora¬ble Bucaram aseguraba que a otro honorable se le aguaban los espermas, o un artículo detallando cómo Artemio Mateluna mató de veinte puñala¬das, pero sin rencor, a su mejor amigo, o la cró¬nica denunciando a la hinchada del Manta por haber capado a un arbitro de fútbol en el estadio, no le parecían alicientes tan grandes como para ejercitar la lectura. Todo eso ocurría en un mundo lejano, sin referencias que lo hicieran entendible y sin invitaciones que lo hicieran imaginable.

Cierto día, junto a las cajas de cerveza y a las bombonas de gas, el Sucre desembarcó a un aburri¬do clérigo, enviado por las autoridades eclesiás¬ticas con la misión de bautizar niños y terminar con los concubinatos. Tres días se quedó el fraile en El Idilio, sin encontrar a nadie dispuesto a lle¬varlo a los caseríos de los colonos. Al fin, aburri¬do ante la indiferencia de la clientela, se sentó en el muelle esperando a que el barco lo sacara de allí. Para matar las horas de canícula sacó un viejo libro de su talego e intentó leer hasta que la vo-luntad del sopor fuese mayor que la suya.

El libro en las manos del cura tuvo un efecto de carnada para los ojos de Antonio José Bolívar. Pacientemente, esperó hasta que el cura, vencido por el sueño, lo dejó caer a un costado.

Era una biografía de san Francisco que revisó furtivamente, sintiendo que al hacerlo cometía un latrocinio deleznable.

Juntaba las sílabas, y a medida que lo hacía las ansias por comprender todo cuanto estaba en esas páginas lo llevaron a repetir a media voz las palabras atrapadas.

El cura despertó y miró divertido a Antonio José Bolívar con la nariz metida en el libro.

—¿Es interesante? —preguntó.

—Disculpe, eminencia. Pero lo vi dormido y no quise molestarlo.

—¿Te interesa? —repitió el cura.

—Parece que habla mucho sobre los animales —contestó tímidamente.

—San Francisco amaba a los animales. A todas las criaturas de Dios.

—Yo también los quiero. A mi manera. ¿Co¬noce usted a san Francisco?

—No. Dios me privó de tal placer. San Francisco murió hace muchísimos años. Es decir, dejó la vida terrenal y ahora vive eternamente junto al Creador.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque he leído el libro. Es uno de mis pre¬feridos.

El cura enfatizaba sus palabras acariciando el gastado empaste. Antonio José Bolívar lo miraba embelesado, sintiendo la comezón de la envidia.

—¿Ha leído muchos libros?

—Unos cuantos. Antes, cuando todavía era joven y no se me cansaban los ojos, devoraba toda obra que llegara a mis manos.

—¿Todos los libros tratan de santos?

—No. En el mundo hay millones y millones de libros. En todos los idiomas y tocan todos los temas, incluso algunos que deberían estar ve¬dados para los hombres.

Antonio José Bolívar no entendió aquella cen¬sura, y seguía con los ojos clavados en las manos del cura, manos regordetas, blancas sobre el em¬paste oscuro.

—¿De qué hablan los otros libros?

—Te lo he dicho. De todos los temas. Los hay de aventuras, de ciencia, historias de seres virtuo¬sos, de técnica, de amor...

Lo último le interesó. Del amor sabía aquello referido en las canciones, especialmente en los pa¬sillos cantados por Julito Jaramillo, cuya voz de guayaquileño pobre escapaba a veces de una radio a pilas tornando taciturnos a los hombres. Según los pasillos, el amor era como la picadura de un tábano invisible, pero buscado por todos.

—¿Cómo son los libros de amor?

—De eso me temo que no puedo hablarte. No he leído más de un par.

—No importa. ¿Cómo son?

—Bueno, cuentan la historia de dos personas que se conocen, se aman y luchan por vencer las dificultades que les impiden ser felices.

El llamado del Sucre anunció el momento de zarpar y no se atrevió a pedirle al cura que le de¬jase el libro. Lo que sí le dejó, a cambio, fueron mayores deseos de leer.

Pasó toda la estación de las lluvias rumiando su desgracia de lector inútil, y por primera vez se vio acosado por el animal de la soledad. Bicho astuto. Atento al menor descuido para apropiarse de su voz condenándolo a largas conferencias huér¬fanas de auditorio.

Tenía que hacerse de lectura y para ello pre¬cisaba salir de El Idilio. Tal vez no fuera necesa¬rio viajar muy lejos, tal vez en El Dorado habría alguien que poseyera libros, y se estrujaba la ca¬beza pensando en cómo hacer para conseguirlos.

Cuando las lluvias amainaron y la selva se pobló de animales nuevos, abandonó la choza y, premunido de la escopeta, varios metros de cuer¬da y el machete convenientemente afilado, se aden¬tró en el monte.

Allí permaneció por casi dos semanas, en los territorios de los animales apreciados por los hom¬bres blancos.

En la región de los micos, región de vegeta¬ción elevada, vació unas docenas de cocos para preparar las trampas. Lo aprendió con los shuar y no era difícil. Bastaba con vaciar los cocos hacién¬doles una abertura de no más de una pulgada de diámetro, hacerles en el otro lado un agujero que permitiera pasar una cuerda y asegurarla por den¬tro mediante un apretado nudo ciego. El otro extremo de la cuerda se ataba a un tronco y final¬mente se metían algunos guijarros en la calabaza. Los micos, observándolo todo desde la altura, apenas esperarían a que se marchara para bajar a com¬probar el contenido de las calabazas. Las toma¬rían, las agitarían, y al escuchar el sonido de so¬najero producido por los guijarros meterían una mano tratando de sacarlos. En cuanto tuvieran una piedrecita en la mano, la empuñarían, los muy avaros, y lucharían inútilmente por sacarla.

Dispuso las trampas, y antes de dejar la re¬gión de los micos buscó un papayo alto, uno de los con razón llamados papayos del mico, tan altos, que solamente ellos conseguían llegar hasta los frutos deliciosamente asoleados y muy dulces.

Meció el tronco hasta que cayeron dos frutos de pulpa fragante, y se encaminó hasta la región de los loros, papagayos y tucanes.

Cargaba los frutos en el morral y caminaba buscando los claros de selva, evitando encuentros con animales no deseados.

Una serie de quebradas lo condujeron hasta una zona de vegetación frondosa, poblada de avis¬peros y panales de abejas laboriosas, veteada de mierda de pájaros por todas partes. En cuanto se in¬ternó en esa espesura se produjo un silencio que duró varias horas, hasta que las aves se acostum¬braron a su presencia.

Con lianas y bejucos fabricó dos jaulas de te¬jido cerrado, y al tenerlas listas buscó plantas de yahuasca.

Entonces desmenuzó las papayas, mezcló la olorosa pulpa amarilla de los frutos con el zumo de las raíces de yahuasca conseguido a golpes de mango de machete, y, fumando, esperó a que la mezcla fermentase. Probó. Sabía dulce y fuerte. Sa¬tisfecho, se alejó hasta un riachuelo, donde acam¬pó hartándose de peces.

Al día siguiente comprobó el éxito obtenido con las trampas.

En la región de los micos encontró a una do¬cena de animales fatigados por el estéril esfuerzo de liberar sus manos empuñadas, atrapadas en las calabazas. Seleccionó tres parejas jóvenes, las metió en una de las jaulas y liberó al resto de los micos.

Más tarde, donde había dejado los frutos fer¬mentados encontró una multitud de loros, papa¬gayos y otras aves durmiendo en las posiciones más inimaginables. Algunos intentaban caminar con pasos vacilantes o trataban de levantar el vue¬lo batiendo las alas sin coordinación.

Metió en una jaula una pareja de guacamayos oro y azul, y otra de loritos shapul, apreciados por habladores, y se despidió de las demás aves de-seándoles un buen despertar. Sabía que la borra¬chera les duraría un par de días.

Con el botín a la espalda regresó a El Idilio, y esperó a que la tripulación del Sucre terminara con las faenas de carga para acercarse al patrón.

—Sucede que tengo que viajar para El Dorado y que no tengo dinero. Usted me conoce. Me lleva, y le pago más allá, en cuanto venda los bichitos.

El patrón echó una mirada a las jaulas y se rascó la barba de varios días antes de responder.

—Con uno de los loritos me doy por pagado. Hace tiempo le prometí uno a mi hijo.

—Entonces le separo una pareja y queda tam¬bién cubierto el pasaje de regreso. Además, estos pajaritos se mueren de tristeza si se les separa.

Durante la travesía charló con el doctor Rubi¬cundo Loachamín y lo puso al tanto de las razones de su viaje. El dentista lo escuchaba divertido.

—Pero, viejo, si querías disponer de unos libros, ¿por qué no me hiciste antes el encargo? De seguro que en Guayaquil te los hubiera conseguido.

—Se le agradece, doctor. El asunto es que to¬davía no sé cuáles libros quiero leer. Pero en cuan¬to lo sepa le cobraré la oferta.

El Dorado no era, en ningún caso, una ciudad grande. Tenía un centenar de viviendas, la mayoría de ellas alineadas frente al río, y su importancia radi-caba en el cuartel de policía, en un par de oficinas del Gobierno, en una iglesia y una escuela pública poco concurrida. Para Antonio José Bolívar, luego de cuarenta años sin abandonar la selva, era regre¬sar al mundo enorme que antaño conociera.

El dentista le presentó a la única persona capaz de ayudarle en sus propósitos, la maestra de es¬cuela, y consiguió también que el viejo pudiera pernoctar en el recinto escolar, una enorme habi¬tación de cañas provistas de cocina, a cambio de ayudar en las tareas domésticas y en la confección de un herbario.

Una vez vendidos los micos y los loros, la maestra le enseñó su biblioteca.

Se emocionó de ver tanto libro junto. La maes¬tra poseía unos cincuenta volúmenes ordenados en un armario de tablas, y se entregó a la placentera tarea de revisarlos ayudado por la lupa recién ad¬quirida.

Fueron cinco meses durante los cuales formó y pulió sus preferencias de lector, al mismo tiem¬po que se llenaba de dudas y respuestas.

Al revisar los textos de geometría se pregun¬taba si verdaderamente valía la pena saber leer, y de esos libros guardó una frase larga que soltaba en los momentos de mal humor: «La hipotenusa es el lado opuesto al ángulo recto en un triángulo rectángulo». Frase que más tarde causaba estu¬por entre los habitantes de El Idilio, y la recibían como un trabalenguas absurdo o una abjuración incontestable.

Los textos de historia le parecieron un corola¬rio de mentiras. ¿Cómo era posible que esos seño¬ritos pálidos, con guantes hasta los codos y apre¬tados calzones de funámbulo, fueran capaces de ganar batallas? Bastaba verlos con los bucles bien cuidados, mecidos por el viento, para darse cuen¬ta de que aquellos tipos no eran capaces de matar una mosca. De tal manera que los episodios his¬tóricos fueron desechados de sus gustos de lector.

Edmundo D'Amicis y Corazón lo mantuvieron ocupado casi la mitad de su estadía en El Dorado. Por ahí marcha el asunto. Ese era un libro que se pegaba a las manos y los ojos le hacían quites al cansancio para seguir leyendo, pero tanto va el cántaro al agua que una tarde se dijo que tanto sufrimiento no podía ser posible y tanta mala pata no entraba en un solo cuerpo. Había de ser muy cabrón para deleitarse haciendo sufrir de esa ma¬nera a un pobre chico como El Pequeño Lombar¬do, y, por fin, luego de revisar toda la biblioteca, encontró aquello que realmente deseaba.

El Rosario, de Florence Barclay, contenía amor, amor por todas partes. Los personajes sufrían y mezclaban la dicha con los padecimientos de una manera tan bella, que la lupa se le empañaba de lágrimas.

La maestra, no del todo conforme con sus pre¬ferencias de lector, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el den¬tista, libros que esperaban insinuantes y horizon¬tales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desor¬denado a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar Proaño prefería no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos para llenarlos con las dichas y los tormentos de amores más prolon-gados que el tiempo.

Capítulo quinto

Con las primeras sombras de la tarde se desa¬tó el diluvio y a los pocos minutos era imposible ver más allá de un brazo extendido. El viejo se tendió en la hamaca esperando la llegada del sueño, mecido por el violento y monocorde murmullo del agua omnipresente.

Antonio José Bolívar Proaño dormía poco. A lo más, cinco horas por la noche y dos a la hora de la siesta. Con eso le bastaba. El resto del tiem¬po lo dedicaba a las novelas, a divagar acerca de los misterios del amor y a imaginarse los lugares donde acontecían las historias.

Al leer acerca de ciudades llamadas París, Lon¬dres o Ginebra, tenía que realizar un enorme es¬fuerzo de concentración para imaginárselas. Una sola vez visitó una ciudad grande, Ibarra, de la que recordaba sin mayor precisión las calles empedra¬das, las manzanas de casas bajas, parejas, todas blancas, y la plaza de Armas repleta de gentes pa¬seándose frente a la catedral.

Esa era su mayor referencia del mundo, y al leer las tramas acontecidas en ciudades de nombres lejanos y serios como Praga o Barcelona, se le antojaba que Ibarra, por su nombre, no era una ciudad apta para amores inmensos.

Durante el viaje a la amazonia, él y Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo pasaron por otras dos ciudades, Loja y Za¬mora, pero las vieron muy fugazmente, de mane¬ra que no podía decir si en ellas el amor encon¬traría territorio.

Pero, sobre todo, le gustaba imaginar la nieve.

También de niño la vio como una piel de cor¬dero puesta a secar en los bordes del volcán Imbabura, y en algunas ocasiones le parecía una extravagancia imperdonable que los personajes de las novelas la pisaran sin preocuparse por si la ensuciaban.

Cuando no llovía, abandonaba la hamaca de noche y bajaba hasta el río para asearse. Ensegui¬da cocinaba las porciones de arroz para el día, freía lonjas de banano verde, y si disponía de carne de mono acompañaba las comidas con unos buenos pedazos.

Los colonos no apreciaban la carne de mono. No entendían que esa carne dura y apretada pro¬veía de muchísimas más proteínas que la carne de los puercos o vacas alimentadas con pasto elefante, pura agua, y que no sabía a nada. Por otra par¬te, la carne de mono requería ser masticada largo tiempo, y en especial a los que no tenían dientes propios les entregaba la sensación de haber comido mucho sin cargar innecesariamente el cuerpo.

Bajaba las comidas con café cerrero tostado en una callana de fierro y molido a piedra, el que endulzaba con panela y fortalecía con unos chorritos de Frontera.

En la estación de las lluvias las noches se pro¬longaban y se daba el gusto de quedarse en la ha¬maca hasta que los deseos de orinar o el hambre lo impulsaban a abandonarla.

Lo mejor de la estación de las lluvias era que bastaba con bajar al río, sumergirse, mover unas piedras, hurgar en el lecho fangoso, y ya se dis¬ponía de una docena de camarones gordos para el desayuno.

Así lo hizo esa mañana. Se desnudó, se ató a la cintura una cuerda cuyo otro extremo estaba firmemente atado a un pilote, no fuera cosa que llegara una crecida súbita o un tronco a la deri¬va, y con el agua en las tetillas se sumergió.

El río corría espeso hasta en el fondo, pero sus manos expertas tantearon el fango luego de mover una piedra, hasta que los camarones se le prendieron de los dedos con sus vigorosas tenazas.

Emergió con un puñado de bichos moviéndo¬se frenéticos, y se aprestaba. a salir del agua cuan¬do escuchó los gritos.

—¡Una canoa! ¡Viene una canoa!

Agudizó la vista tratando de descubrir la em¬barcación, mas la lluvia no permitía ver nada. El manto de agua caía sin descanso perforando la superficie del río, con tal intensidad que ni siquiera alcanzaban a formarse aureolas.

¿Quién podría ser? Sólo un demente se atre¬vería a navegar en medio del aguacero.

Escuchó cómo los gritos se repetían y divisó unas inciertas figuras corriendo hacia el muelle.

Se vistió, dejó los camarones tapados con un tarro a la entrada de la choza y, cubriéndose con un manto de plástico, se dirigió también al lugar.

Los hombres se hicieron a un lado al ver lle¬gar al alcalde. El gordo venía sin camisa y, prote¬gido bajo un amplio paraguas negro, soltaba agua por todo el cuerpo.

—¿Qué demonios pasa? —gritó el alcalde acer¬cándose a la orilla.

Por toda respuesta le indicaron la canoa atada a uno de los pilares. Era una de aquellas embar¬caciones mal construidas por los buscadores de oro. Llegó semisumergida, flotando nada más que por ser de madera. A bordo se mecía el cuerpo de un individuo con la garganta destrozada y los brazos desgarrados. Las manos, asomadas a los costa¬dos de la embarcación, mostraban los dedos mordis¬queados por los peces, y no tenía ojos. Los gallos de peña, esos pequeños y fuertes pájaros rojos, los únicos capaces de volar en medio del diluvio, se habían encargado de quitarle toda expresión.

El alcalde ordenó que subieran el cuerpo, y al tenerlo sobre las tablas del muelle lo reconocie¬ron por la boca.

Era Napoleón Salinas, un buscador de oro al que la tarde anterior había atendido el dentista. Salinas era uno de los pocos individuos que no se sacaban los dientes podridos, y prefería que se los parcharan con pedazos de oro. Tenía la boca llena de oro y ahora enseñaba los dientes en una sonrisa que no provocaba admiración, mientras la lluvia le alisaba los cabellos.

El alcalde buscó al viejo con la mirada.

—¿Y? ¿La gata de nuevo?

Antonio José Bolívar Proaño se inclinó junto al muerto sin dejar de pensar en los camarones que había dejado prisioneros. Abrió la herida del cuello, examinó los desgarros de los brazos, para asentir finalmente con un movimiento de cabeza.

—Qué diablos, uno menos. Tarde o temprano, se lo iba a llevar la parca —comentó el alcalde.

El gordo tenía razón. Durante la época de llu¬vias los buscadores de oro permanecían encerra¬dos en sus chozas mal construidas, esperando por las pocas pausas que no duraban demasiado y eran más bien respiros que se daban las nubes para luego dejar caer su carga con mayores bríos.

Se tomaban muy al pie de la letra aquello de «el tiempo es oro», y si las lluvias no se daban un descanso jugaban a los cuarenta con naipes gra¬sientos, de figuras a menudo irreconocibles, odián¬dose, deseando ser dueños del garrote del rey de bastos, codiciándose mutuamente, y al finalizar el diluvio era normal que varios de ellos desaparecieran, quién sabe si tragados por la corriente o por la voracidad de la selva.

A veces, desde el muelle de El Idilio miraban pasar un cuerpo hinchado entre las ramas y tron¬cos arrastrados por la crecida, y nadie se preocu¬paba de echarle un lazo.

Napoleón Salinas tenía la cabeza colgando y sólo los brazos desgarrados indicaban que trató de defenderse.

El alcalde vació los bolsillos. Encontró un des¬teñido documento identificatorio, algunas mone¬das, restos de tabaco y una bolsita de cuero. La abrió, y contó veinte pepitas de oro, pequeñas como granos de arroz.

—¿Y bien, experto, qué opinas?

—Lo mismo que usted, excelencia. Salió de aquí tarde, bastante borracho, lo sorprendió el aguace¬ro y se arrimó a la orilla para pernoctar. Ahí lo atacó la hembra. Herido y todo, consiguió llegar hasta la canoa, pero se desangró rápidamente.

—Me gusta que estemos de acuerdo —dijo el gordo.

El alcalde ordenó a uno de los reunidos que le sostuviera el paraguas para tener las manos li¬bres, y repartió las pepitas de oro entre los presen¬tes. Tras recobrar el paraguas, empujó al muerto con un pie hasta que cayó de cabeza al agua. El cuerpo se hundió pesadamente y la lluvia impidió Ver dónde volvió a salir a flote.

Satisfecho, el alcalde sacudió el paraguas en ademán de marcharse, pero al ver que ninguno lo secundaba y que todos miraban al viejo, escupió malhumorado.

—Bueno, se acabó la función. ¿Qué esperan?

Los hombres seguían mirando al viejo. Lo obli¬garon a hablar.

—El caso es que si uno navega y lo sorprende la noche, ¿a cuál lado se arrima para pernoctar?

—Al más seguro. Al nuestro —respondió el gordo.

—Usted lo ha dicho, excelencia. Al nuestro. Siempre se busca este lado, porque, si en una de ésas se pierde la canoa, queda el recurso de regre¬sar al poblado abriéndose sendero a machete. Eso mismo pensó el pobre Salinas.

—¿Y? ¿Qué importa ahora?

—Mucho importa. Si lo piensa un poco, des¬cubrirá que el animal también se encuentra a este lado. ¿O cree que los tigrillos se meten al río con este tiempo?

Las palabras del viejo produjeron comentarios nerviosos, y los hombres deseaban oír algo del al¬calde. Después de todo, la autoridad tenía que ser¬vir para algo práctico.

El gordo sentía la espera como una agresión y simulaba meditar encogiendo el obeso cogote bajo el paraguas negro. La lluvia arreció de pronto, y las bolsas plásticas que cubrían a los hombres se les pegaron como una segunda piel.

—El bicho anda lejos. ¿No vieron cómo venía el fiambre? Sin ojos y medio comido por los ani¬males. Eso no ocurre en una hora, ni en cinco. No veo motivos para cagarse en los pantalones —bravuconeó el alcalde.

—Puede ser. Pero también es cierto que el muer¬to no venía del todo tieso, y no apestaba —agregó el viejo.

No dijo nada más ni esperó otro comentario del alcalde. Dio media vuelta y se marchó pen¬sando en si comería los camarones fritos o cocidos.

Al entrar en la choza, por entre la capa de llu¬via pudo ver sobre el muelle la solitaria y obesa silueta del alcalde bajo el paraguas, como un enor¬me y oscuro hongo recién crecido sobre las tablas.

Capítulo sexto

Luego de comer los sabrosos camarones, el viejo limpió prolijamente su placa dental y la guar¬dó envuelta en el pañuelo. Acto seguido, despejó la mesa, arrojó los restos de comida por la venta¬na, abrió una botella de Frontera y se decidió por una de las novelas.

Lo rodeaba la lluvia por todas partes y el día le entregaba una intimidad inigualable.

La novela empezaba bien.

«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondo¬lero, cómplice de las aventuras de su amigo, simu¬laba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos. »

Leyó el pasaje varias veces, en voz alta.

¿Qué demonios serían las góndolas?

Se deslizaban por los canales. Debía tratarse de botes o canoas, y, en cuanto a Paul, quedaba claro que no se trataba de un tipo decente, ya que besaba «ardorosamente» a la niña en presencia de un amigo, y cómplice por añadidura.

Le gustó el comienzo.

Le pareció muy acertado que el autor definiera a los malos con claridad desde el principio. De esa manera se evitaban complicaciones y simpatías inmerecidas.

Y en cuanto a besar, ¿cómo decía? «Ardorosa¬mente. » ¿Cómo diablos se haría eso?

Recordó haber besado muy pocas veces a Do¬lores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. A lo mejor en una de esas con¬tadas ocasiones lo hizo así, ardorosamente, como el Paul de la novela, pero sin saberlo. En todo caso, fueron muy pocos besos porque la mujer, o respondía con ataques de risa, o señalaba que podía ser pecado.

Besar ardorosamente. Besar. Recién descubrió que lo había hecho muy pocas veces y nada más que con su mujer, porque entre los shuar besar era una costumbre desconocida.

Entre hombres y mujeres existían las caricias, por todo el cuerpo, y no les importaba si había otras personas. En el momento del amor tampo¬co besaban. Las mujeres preferían sentarse encima del hombre argumentando que en esa posición sentían más el amor, y por lo tanto los anents que acompañaban el acto resultaban mucho más sen¬tidos.

No. Los shuar no besaban.

Recordó también cómo, en una oportunidad, vio a un buscador de oro tumbando a una jíbara, una pobre mujer que deambulaba entre los colonos y los aventureros implorando por un buche de aguardiente. El que tuviera ganas la arrincona¬ba y la poseía. La pobre mujer, embrutecida por el alcohol, no se daba cuenta de lo que hacían con ella. Esa vez, el aventurero la montó sobre la arena y le buscó la boca con la suya.

La mujer reaccionó como una bestia. Desmon¬tó al hombre, le lanzó un puñado de arena a los ojos y se largó a vomitar con un asco indisimulable.

Si en eso consistía besar ardorosamente, enton¬ces el Paul de la novela no era más que un puerco.

Al caer la hora de la siesta había leído y re¬flexionado unas cuatro páginas, y estaba molesto ante su incapacidad de imaginar Venecia con los rasgos adjudicados a otras ciudades también des¬cubiertas en novelas.

Al parecer, en Venecia las calles estaban ane¬gadas y, por eso, las gentes precisaban movilizar¬se en góndolas.

Las góndolas. La palabra «góndola» consiguió seducirlo finalmente, y pensó en llamar así a su canoa. La Góndola del Nangaritza.

En medio de tales pensamientos lo envolvió el sopor de las dos de la tarde y se tendió en la hamaca sonriendo socarronamente al imaginar per¬sonas que abrían las puertas de sus casas y caían a un río apenas daban el primer paso.

Por la tarde, luego de darse una nueva panza¬da de camarones, se dispuso a continuar la lectura, y se aprestaba a hacerlo cuando un griterío lo distrajo obligándolo a asomar la cabeza al aguacero.

Por el sendero corría una acémila enloquecida entre estremecedores rebuznos, y lanzando coces a quienes intentaban detenerla. Picado por la cu-riosidad, se echó un manto de plástico sobre los hombros y salió a ver qué ocurría.

Tras un gran esfuerzo, los hombres consiguie¬ron rodear al esquivo animal y, evitando las pata¬das, fueron cerrando el cerco. Algunos caían para levantarse cubiertos de lodo, hasta que por fin lo¬graron tomar el animal por las bridas e inmovili¬zarlo.

La acémila mostraba profundas heridas a los costados y sangraba copiosamente por un des¬garro que empezaba en la cabeza y terminaba en el pecho de pelambre rala.

El alcalde, esta vez sin paraguas, ordenó que la tumbaran y le despachó el tiro de gracia. El ani¬mal recibió el impacto, lanzó un par de patadas al aire y se quedó quieto.

—Es la acémila de Alkasetzer Miranda —dijo al¬guien.

Los demás asintieron. Miranda era un colono afincado a unos siete kilómetros de El Idilio. Ya no cultivaba sus tierras arrebatadas por el monte y regentaba un miserable puesto de venta de aguar¬diente, tabaco, sal y alkasetzer —de ahí le venía el mote—, en el que se proveían los buscadores de oro cuando no querían llegar hasta el poblado.

La acémila llegó ensillada, y eso aseguraba que el jinete debía estar en alguna parte.

El alcalde ordenó prepararse para salir al otro día temprano hasta el puesto de Miranda, y en¬cargó a dos hombres que faenaran el animal.

Los machetes actuaron certeros bajo la lluvia. Entraban en las carnes famélicas, salían ensangren¬tados y, al disponerse a caer de nuevo, venciendo la resistencia de algún hueso, estaban impecable¬mente lavados por el aguacero.

La carne troceada fue llevada hasta el portal de la alcaldía y el gordo la repartió entre los pre¬sentes.

—Tú. ¿Qué parte quieres, viejo?

Antonio José Bolívar respondió que sólo un trozo de hígado, entendiendo que la gentileza del gordo lo inscribía en la partida.

Con el pedazo de hígado caliente en la mano regresó a la choza, seguido por los hombres que car¬gaban la cabeza y otras partes indeseadas del ani¬mal para botarlas al río. Ya oscurecía, y entre el rumor de la lluvia se escuchaba el ladrido de los perros disputándose las enlodadas tripas de la nueva víctima.

Mientras freía el hígado tirándole palitos de romero, maldijo el incidente que lo sacaba de su tranquilidad. Ya no podría concentrarse en la lec¬tura, obligado a pensar en el alcalde como cabeza de expedición al otro día.

Todos sabían que el alcalde le tenía ojeriza, y con seguridad la bronca había aumentado luego del incidente con los shuar y el gringo muerto.

El gordo podría causarle problemas, y se lo había hecho saber antes.

Malhumorado, se puso la dentadura postiza y masticó los secos pedazos de hígado. Muchas veces escuchó decir que con los años llega la sabiduría, y él esperó, confiando en que tal sabiduría le en¬tregara lo que más deseaba: ser capaz de guiar el rumbo de los recuerdos y no caer en las trampas que éstos tendían a menudo.

Pero, una vez más, cayó en la trampa y dejó de sentir el rumor monótono del aguacero.

Hacía varios años desde la mañana en que al muelle de El Idilio arribó una embarcación nunca antes vista. Una lancha plana de motor que per¬mitía viajar cómodamente a unas ocho personas, sentadas de dos en dos, no como en la entumece-dora fila india de los viajes en canoa.

En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permane-cieron adulando y atosigando de whisky al alcal¬de varios días, hasta que el gordo, muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor conocedor de la amazonia.

El gordo apestaba a trago y no dejaba de nom¬brarlo su amigo y colaborador, mientras los grin¬gos los fotografiaban, y no sólo a ellos, a todo lo que se pusiera frente a sus cámaras.

Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió en com¬prar el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió a descolgar el retra¬to y lo metió en su mochila, dejándole a cambio un puñado de billetes encima de la mesa.

Le costó sobreponerse a la bronca y sacar el habla.

—Dígale al hijo de puta que, como no deje el retrato en donde estaba, le meto los dos cartu¬chos de la escopeta y le vuelo los huevos. Y conste que siempre la tengo cargada.

Los intrusos entendían castellano, y no preci¬saron que el gordo les detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, argüyó que los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los ecuatorianos, y especial¬mente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y que si se trataba de llevarse buenos recuerdos él mismo se encargaría de proporcionárselos.

En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.

—Viejo pendejo. Me estás haciendo perder un gran negocio. Los dos estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿Qué más quie-res?

—Que se marchen. No hago negocios con quie¬nes no saben respetar la casa ajena.

El alcalde quiso agregar algo, mas al ver cómo los visitantes hacían un mohín de desprecio antes de emprender el regreso, se enfureció.

—El que se va a marchar eres tú, viejo de mierda.

—Yo estoy en mi casa.

—¿Ah, sí? ¿Nunca te has preguntado a quién pertenece el suelo en donde levantas tu inmunda covacha?

Antonio José Bolívar se sintió verdaderamen¬te sorprendido con la pregunta. Alguna vez tuvo un papel membreteado que lo acreditaba como poseedor de dos hectáreas de tierra, pero estaban varias leguas río arriba.

—Esto no es de nadie. No tiene dueño.

El alcalde rió triunfante.

—Pues te equivocas. Todas las tierras junto al río, desde la orilla hasta los cien metros tierra adentro, pertenecen al Estado. Y, por si se te ol¬vida, aquí el Estado soy yo. Ya hablaremos. De ésta que me hiciste no me olvido, y yo no soy de los que perdonan.

Sintió deseos de oprimir los gatillos y des¬cargarle la escopeta. Incluso imaginó la doble perdigonada entrándole por la voluminosa barri¬ga, impulsándolo hacia atrás al tiempo que la descarga salía llevándose el triperío y parte de la espalda.

El gordo, al ver los ojos encendidos del viejo, optó por alejarse rápido y al trote alcanzó al grupo de norteamericanos.

Al día siguiente la embarcación plana dejó el muelle con tripulación aumentada. A los cuatro norteamericanos se agregaron un colono y un jí¬baro recomendados por el alcalde como conoce¬dores de la selva.

Antonio José Bolívar Proaño se quedó espe¬rando la visita del gordo con la escopeta preparada.

Pero el gordo no se acercó a la choza. Quien sí lo hizo fue Onecen Salmudio, un octogenario oriundo de Vilcabamba. El anciano le prodigaba simpatía por el hecho de ser ambos serranos.

—¿Qué hubo, paisano? —saludó Onecen Sal¬mudio.

—Nada, paisano. ¿Qué va a haber?

—Yo sé que hay algo, paisano. La Babosa se me acercó también pidiéndome que acompañara a los gringos monte adentro. Apenas logré con-vencerlo de que a mis años no llego muy lejos. Cómo me aduló la Babosa. Me repetía a cada rato que los gringos se sentirían felices conmigo, con¬siderando que también tengo nombre de gringo.

—¿Cómo así, paisano?

—Pero sí. Onecen es el nombre de un santo de los gringos. Aparece en sus moneditas y se es¬cribe separado con una letra «te» al final. One cent.

—Algo me dice que no vino para hablarme de su nombre, paisano.

—No. Vengo a decirle que tenga cuidado. La Babosa le agarró tirria. Delante mío les pidió a los gringos que cuando vuelvan a El Dorado hablen con el comisario para que éste le mande una pa¬reja de rurales. Piensa botarle la casa, paisano.

—Tengo munición para todos —aseguró sin con¬vencimiento. Y en las noches siguientes no conci¬lio el sueño.

El bálsamo contra el insomnio le llegó una se¬mana más tarde al ver aparecer la embarcación plana. No fue un arribo elegante el que hicieron. Chocaron contra los pilotes del muelle y ni se preocuparon de subir la carga. Venían sólo tres norteamericanos, y apenas saltaron a tierra partie¬ron disparados en busca del alcalde.

Al poco rato lo visitó el gordo, en son de paz.

—Mira, viejo, hablando se entienden los cris¬tianos. Lo que te dije es cierto. Tu casa se levanta en terrenos del Estado y no tienes derecho a se¬guir aquí. Es más, yo debería detenerte por ocu¬pación ilegal, pero somos amigos, y, así como una mano lava la otra y las dos lavan el culo, tene¬mos que ayudarnos.

—¿Y qué quiere ahora de mí?

—En primer lugar, que me escuches. Voy a contarte lo ocurrido. A la segunda acampada se les arrancó el jíbaro con un par de botellas de whisky. Tú sabes cómo son los salvajes. No pien¬san más que en robar. Y, bueno, el colono les dijo que no importaba. Los gringos querían llegar bien adentro y fotografiar a los shuar. No sé qué les gusta tanto de esos indios en pelotas. El asunto es que el colono los guió sin problemas hasta las inmediaciones de la cordillera del Yacuambi, y dicen que ahí los atacaron los monos. No les en¬tendí todo, porque vienen histéricos y todos hablan al mismo tiempo. Dicen que los monos mataron al colono y a uno de ellos. No puedo creerlo. ¿Cuán¬do se ha visto que los micos maten a las perso¬nas? Además, de una sola patada se despacha a una docena. No puedo entenderlo. Para mí que fueron los jíbaros. ¿Qué opinas?

—Usted sabe que los shuar evitan meterse en problemas. Seguro que no vieron ni a uno. Si, como dicen, el colono los llevó hasta la cordille¬ra del Yacuambi, sepa que hace tiempo que los shuar se marcharon de ahí. Y sepa también que los monos atacan. Es cierto que son pequeños, pero mil de ellos destrozan un caballo.

—No lo entiendo. Los gringos no iban de ca¬cería. Ni siquiera llevaban armas.

—Hay demasiadas cosas que usted no entien¬de, y yo tengo muchos años de monte. Escuche. ¿Sabe cómo hacen los shuar para entrar al terri¬torio de los monos? Primero dejan todos los adornos, no portan nada que pueda picarles la cu¬riosidad, y los machetes los empavonan con corte¬za de palmera quemada. Piense. Los gringos, con sus máquinas fotográficas, con sus relojes, con sus cadenas de plata, con sus hebillas, cuchillos platea¬dos, fueron una provocación brillante para la cu¬riosidad de los monos. Conozco sus regiones y sé cómo actúan. Puedo decirle que si a uno se le olvida un detalle, si lleva consigo algo, cualquier cosa que atraiga la curiosidad de un mico y éste baja de los árboles para tomarlo, ese algo, lo que sea, es mejor dejárselo. Si por el contrario uno pre¬senta resistencia, el mico se largará a chillar y en cosa de segundos caerán del cielo cientos, miles de pequeños demonios peludos y furiosos.

El gordo escucha, secándose el sudor.

—Te creo. Pero tú tienes la culpa por haberte negado a acompañarles, a servirles de guía. Con¬tigo no les hubiera pasado nada. Y traían una carta de recomendación del gobernador. Estoy metido hasta el cogote en el lío y tienes que ayudarme a salir.

—A mí tampoco me hubieran hecho caso. Los gringos se las saben siempre todas. Pero hasta ahora no me dice qué quiere de mí.

El alcalde sacó del bolsillo una botella culera de whisky y le ofreció un trago. El viejo aceptó nada más que por conocer el sabor, y se avergon¬zó enseguida de esa curiosidad de mico.

—Quieren que alguien vaya a recoger los res¬tos del compañero. Te juro que nos pagan un buen precio por hacerlo, y tú eres el único capaz de conseguirlo.

—Está bien. Pero yo no me meto en sus nego¬cios. Le traigo lo que quede del gringo y usted me deja en paz.

—Desde luego, viejo. Como dije, hablando se entienden los cristianos.

No le significó un gran esfuerzo llegar hasta el lugar donde los norteamericanos habían acam¬pado la primera noche, y abriéndose camino a ma¬chete alcanzó la cordillera del Yacuambi, la selva alta, rica en frutos silvestres en la que varias colo¬nias de monos establecían su territorio. Ahí, ni siquiera hubo de buscar un rastro. Los norteameri¬canos dejaron tal cantidad de objetos abandona¬dos en su fuga, que le bastó con seguirlos para encontrar los restos de los desdichados.

Primero encontró al colono. Lo reconoció por la calavera desdentada, y a los pocos metros al norteamericano. Las hormigas realizaron su traba¬jo de manera impecable dejando huesos mondos que parecían de yeso. El esqueleto del norteameri¬cano recibía la última atención de las hormigas. Trasladaban su cabellera pajiza de pelo en pelo, como diminutas leñadoras de árboles cobrizos, para fortalecer con ellos el cono de entrada del hormiguero.

Moviéndose lentamente, encendió un cigarro y fumó mirando la labor de los insectos, indiferen¬tes a su presencia. Al escuchar un ruido prove¬niente de la altura, no pudo evitar una carcajada. Un mico pequeñito cayó de un árbol arrastrado por el peso de una cámara fotográfica que insistía en cargar.

Terminó el cigarro. Con el machete ayudó a las hormigas rapando la calavera, y metió los hue¬sos en un costal.

Un solo objeto del infortunado norteameri¬cano logró llevar consigo: el cinturón de hebilla plateada en forma de herradura que los micos no consiguieron desabrochar.

Regresó a El Idilio, entregó los restos, y el al¬calde lo dejó en paz, en esa paz que debía cuidar porque de ella dependían los momentos placente¬ros frente al río, de pie ante la mesa alta, leyendo pausadamente las novelas de amor.

Y esa paz se veía de nuevo amenazada por el alcalde que lo obligaría a participar de la expedi¬ción, y por unas afiladas garras ocultas en algún lugar de la espesura.

Capítulo séptimo

El grupo de hombres se reunió con las prime¬ras difusas luces del alba adivinada sobre los nu¬barrones. De uno en uno llegaron dando saltos por el sendero enlodado, descalzos y con los pan¬talones subidos hasta las rodillas.

El alcalde ordenó a su mujer servirles café y patacones de banano verde, en tanto él repartía cartuchos para las escopetas. Tres cargas dobles para cada uno, además de un atado de cigarros, cerillas y una botella de Frontera por nuca.

—Todo esto es con cargo al Estado. Al regreso me tienen que firmar un recibo.

Los hombres comían y se echaban los prime¬ros tragos del día entre pecho y espalda.

Antonio José Bolívar Proaño permanecía algo alejado del grupo y sin tocar el plato de hoja¬lata.

Había desayunado temprano y sabía de los in¬convenientes de cazar con el cuerpo pesado. El cazador ha de ir siempre un poco hambriento, pues el hambre agudiza los sentidos. Le daba pie¬dra al machete escupiendo a ratos sobre la hoja, y luego, mirando con un solo ojo, comprobaba la perfección del acero afilado.

—¿Tiene un plan? —preguntó uno.

—Primero iremos hasta lo de Miranda. Ense¬guida, ya se verá.

El gordo no era, por cierto, un gran estrate¬ga. Tras comprobar aparatosamente la carga de su Smith and Wesson, «mitigüeso» para los lugare-ños, se enfundó en un impermeable de hule azul que resaltaba su cuerpo amorfo.

Ninguno de los cuatro hombres hizo el menor comentario. Gozaban viéndolo sudar como a un oxidado grifo interminable.

«Ya verás, Babosa. Ya verás qué tibiecito es el impermeable. Se te van a cocer hasta los huevos ahí dentro. »

Exceptuando al alcalde, iban todos descalzos. Habían forrado los sombreros de paja con bolsas plásticas, y en morrales de lona engomada pro-tegían los cigarros, las municiones y las cerillas. Las escopetas descargadas viajaban terciadas a la espalda.

—Si me permite. Las botas de goma le van a estorbar la marcha —apuntó uno.

El gordo simuló no haber oído y dio la orden de partir.

Abandonaron la última casa de El Idilio y se internaron en la selva. Adentro llovía menos pero caían chorros más gruesos. La lluvia no conseguía traspasar el tupido techo vegetal. Se acumulaba en las hojas y al ceder las ramas bajo el peso se pre¬cipitaba aromatizada por todas las especias.

Caminaban lento a causa del lodazal, de las ramas y plantas que cubrían con renovadas fuer¬zas el estrecho sendero.

Para avanzar mejor se dividieron. Adelante, dos hombres abrían brecha a machete, en medio iba el alcalde respirando agitadamente, mojado por dentro y por fuera, y detrás los dos hombres res¬tantes cerraban la marcha desmochando los vegeta¬les escapados a los macheteros de vanguardia.

Antonio José Bolívar era uno de los que viaja¬ban detrás del alcalde.

—Monten las escopetas. Más vale andar prepa¬rados —ordenó el gordo.

—¿Para qué? Es mejor llevar los cartuchos secos en las bolsas.

—Yo doy las órdenes aquí.

—A su orden, excelencia. Total, los cartuchos son del Estado.

Los hombres simularon cargar las escopetas.

A las cinco horas de caminata habían avanza¬do algo más de un kilómetro. La marcha se in¬terrumpió repetidamente por causa de las botas del gordo. Cada cierto tiempo, hundía los pies en el lodazal burbujeante y parecía que el fango se tra¬gara aquel cuerpo obeso. Enseguida venía la lucha por sacar los pies moviéndose con tal torpeza que sólo lograba hundirse más. Los hombres lo saca¬ban jalándolo de los sobacos, y unos cuantos pasos más adelante otra vez estaba el alcalde hundido hasta las rodillas.

De pronto, el gordo perdió una de las botas. El pie libre apareció blanco y liviano, pero, para conservar el equilibrio, lo hundió de inmediato junto al hueco donde había desaparecido la bota.

El viejo y su compañero lo ayudaron a salir.

—La bota. Búsquenme la bota —mandó.

—Le dijimos que iban a estorbarle. Ya no apare¬ce más. Camine como nosotros, pisando las ramas caídas. Descalzo va mucho más cómodo y avan-zamos mejor.

El alcalde, furioso, se hincó y trató de apartar porciones de lodo con las manos. Tarea inútil. Apartaba un puñado de crema oscura y chorrean¬te sin conseguir alterar la superficie.

—En su lugar, no haría eso. Vaya uno a saber qué bicharracos estarán durmiendo felices allá abajo —comentó uno.

—Cierto. Escorpiones, por ejemplo. Se entierran hasta que pasan las lluvias y no les gusta ser mo¬lestados. Tienen un humor de la gran puta —agre-gó el viejo.

El alcalde, hincado, los miraba con odio.

—¿Se creen que me trago esas pendejadas? ¿Me quieren asustar con cuentos de vieja?

—No, excelencia. Espere un resto.

El viejo cortó una rama, le abrió una punta en horquilla y la hundió repetidas veces en el lodo burbujeante. Al fin la retiró, la limpió cuidadosamente con el machete, y al suelo cayó un escor¬pión adulto. Venía cubierto de lodo, pero aun así dejaba ver su ponzoñosa cola levantada.

—¿Ve? Y usted, que traspira tanto, todo saladito, es una invitación para estos bichos.

El alcalde no respondió. Con la mirada perdi¬da en el escorpión tratando de sumergirse de nuevo en la tranquilidad del lodazal, sacó el revólver y lo descargó disparando los seis tiros sobre el bi¬cho. Entonces se quitó la otra bota y la arrojó entre el follaje.

Con el gordo descalzo, la marcha se hizo un poco más ágil, pero siempre perdían tiempo en las subidas. Todos trepaban sin dificultades y se de¬tenían para mirar al alcalde a cuatro patas, avanzan¬do un par de metros y retrocediendo cuatro.

—Pise con el culo, excelencia. Fíjese cómo lo hacemos nosotros. Abra bien las piernas antes de posar la pata. Usted las abre no más de las rodi¬llas para abajo. Eso es caminar como monja pa¬sando frente a una gallera. Ábralas bien y pise con el culo —le gritaban.

El gordo, con los ojos enrojecidos de furia, in¬tentaba subir a su manera, pero su cuerpo amor¬fo lo traicionaba una y otra vez, hasta que los hombres formaban una cadena de brazos y tira¬ban de él hasta la altura.

Los descensos eran rápidos. El alcalde los hacía sentado, de espaldas o boca abajo. Llegaba siem¬pre primero, envuelto en barro y restos de plantas.

A media tarde nuevos y gruesos nubarrones se condensaron en el cielo. No podían verlos, pero los adivinaban en la oscuridad, que volvía impe-netrable la selva.

—No podemos seguir. No se ve nada —dijo el alcalde.

—Eso suena sensato —respondió el viejo.

—Bueno, entonces aquí nos quedamos —orde¬nó el alcalde.

—Ustedes se quedan. Voy a buscar un lugar se¬guro. No me tardo. Fumen para orientarme el re¬greso —dijo el viejo, y le entregó su escopeta a uno de los hombres.

El viejo desapareció tragado por la oscuridad y los hombres se quedaron fumando sus cigarros de hoja dura, protegiéndolos con las manos ahue¬cadas.

No le llevó mucho tiempo dar con un terre¬no plano. Lo recorrió midiéndolo por pasos y con la hoja del machete palpó la textura de las vegeta-ciones. De pronto, el machete le devolvió un so¬nido metálico y el viejo respiró satisfecho. Regre¬só hasta el grupo orientándose por el olor a tabaco y les comunicó que había encontrado un lugar para pasar la noche.

El grupo llegó al terreno plano y dos hom¬bres se dieron a la tarea de cortar hojas de bana¬nos silvestres. Con ellas alfombraron el suelo y se sentaron satisfechos a echarse un merecido trago de Frontera.

—Lástima no poder hacer una fogata. Estaría¬mos más seguros junto a un buen fuego —se quejó el alcalde.

—Es mejor así —opinó uno de los hombres.

—No me gusta esto. No me gusta la oscuridad. Hasta los salvajes se protegen con el fuego —alegó el gordo.

—Mire, excelencia, estamos en un lugar segu¬ro. Nosotros no podemos ver a la bestia, si es que anda cerca, y ella no puede vernos a nosotros. Si encendemos una fogata le estaríamos regalando la ocasión de vernos, y nosotros no la veríamos a ella porque el fuego nos encandilaría. Quéde¬se tranquilo y trate de dormir. A todos nos hace falta echar un sueño. ¡Ah!, y, sobre todo, evite¬mos hablar.

Los hombres secundaron las palabras del viejo y, tras una breve consulta, acordaron los turnos de guardia. El viejo haría el primero y se encarga¬ría de despertar a su relevo.

El cansancio de la caminata se adueñó pronto de los hombres. Dormían encogidos, abrazándose las piernas y cubriéndose los rostros con sombre¬ros. Sus respiraciones tranquilas no interrumpían el ruido de la lluvia.

Antonio José Bolívar estaba sentado, con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en un tron¬co. Acariciaba a ratos la hoja del machete y reci¬bía, atento, los sonidos de la selva. Los repetidos golpes de algo voluminoso cayendo en el agua le indicaron que estaban cerca de un brazo de río o de un arroyo crecido. En las épocas de lluvia el aguacero arrastraba miles de insectos desde las ramas y los peces se daban festines. Saltaban de felicidad, ahitos y satisfechos.

Recordó la primera vez que vio un verdadero pez de río. Hacía ya muchos años de aquello. Fue cuando todavía era un aprendiz en la selva.

Una tarde de cacería, sintió que el cuerpo le hedía ácido de tanto sudar y al llegar a un arroyo se aprestó a darse un chapuzón. Quiso la suerte que un shuar lo viera a tiempo y le lanzara el grito de advertencia.

—No te metas. Es peligroso.

—¿Pirañas?

El shuar le indicó que no. Las pirañas se agru¬pan en las aguas mansas y profundas, jamás en las cerrentosas. Son peces torpes y adquieren ve¬locidad solamente impulsados por el hambre o el olor a sangre. Nunca tuvo problemas con las pi¬rañas. De los shuar aprendió que basta con un¬tarse el cuerpo con leche de caucho para ahuyen¬tarlas. La leche de caucho pica, arde, amenaza con levantar la piel, pero la comezón se marcha al en¬trar en contacto con el agua fresca y las pirañas huyen apenas sienten el olor.

—Peor que las pirañas —dijo el shuar, y le hizo seguir el movimiento de su mano indicando la su¬perficie del arroyo. Vio una mancha oscura de más de un metro de largo deslizándose rápida.

—¿Qué es?

—Un bagre guacamayo.

Un pez enorme. Más tarde, pescó algunos ejem¬plares que alcanzaban los dos metros, superando los setenta kilos de peso, y también supo que eran inofensivos pero mortalmente amistosos.

Al ver a un ser humano en el agua se acerca¬ban para jugar, propinando tales coletazos de apre¬cio que fácilmente partían un espinazo.

Oía repetirse los golpes pesados en el agua. Tal vez se trataba de un bagre guacamayo hartándose de comejenes, catza machos, palitos vivientes, lan¬gostas, grillos, arañas, o delgadas culebras volado¬ras arrastradas por el aguacero.

Era un ruido vital en medio de la oscuridad. Era como dicen los shuar: «De día, es el hombre y la selva. De noche, el hombre es selva».

Lo escuchó complacido hasta que dejó de re¬petirse.

El relevo se le adelantó. El hombre hizo sonar los huesos al estirarse y se le acercó.

—Ya dormí suficiente. Anda, tiéndete en mi cama. Te la dejé tibiecita.

—No estoy cansado. Prefiero dormir cuando aclare.

—Algo saltaba en el agua, ¿no?

El viejo se disponía a hablarle de los peces, pero lo interrumpió un ruido nuevo llegando desde la espesura.

-¿Oíste?

—Callado. Callado.

—¿Qué será?

—No sé. Pero es bastante pesado. Despierta a los otros sin hacer ruido.

El hombre no alcanzó a levantarse y ambos se vieron atacados por un destello de plata que hería la vegetación húmeda aumentando el efecto enceguecedor.

Era el alcalde, alarmado por el ruido, y se acer¬caba con la linterna encendida.

—Apague eso —ordenó enérgico el viejo sin alzar la voz.

—¿Por qué? Hay algo ahí y quiero ver de qué se trata —respondió el gordo, moviendo el chorro de luz en todas direcciones y accionando al mismo tiempo el martillo del revólver.

—Le dije que apague esa mierda. —El viejo le botó la linterna de un manotazo.

—Qué te has creído...

Las palabras del gordo fueron ahogadas por un intenso batir de alas y una cascada fétida cayó sobre el grupo.

—Buena la hizo. Tenemos que marcharnos aho¬ra mismo o las hormigas vendrán a disputarnos la mierda fresca.

El alcalde no supo cómo reaccionar. A tien¬tas buscó la linterna, y a tientas siguió al gru¬po desplazándose del lugar donde habían pernoc¬tado.

Los hombres maldecían la necedad del gordo con palabras masticadas para que no percibiera la magnitud de los insultos.

Caminaron hasta un claro de selva y allí reci¬bieron con plenitud el aguacero.

—¿Qué pasó? ¿Qué fue eso? —preguntó el gor¬do al detenerse.

—Mierda. ¿No huele?

—Ya sé que es mierda. ¿Estábamos bajo una manada de monos?

Una tenue luminosidad hizo visibles las silue¬tas de los hombres y los contornos selváticos.

—Por si le sirve de algo, excelencia, cuando se pernocta en la jungla hay que arrimarse a un árbol quemado o petrificado. Ahí cuelgan los murciéla¬gos, la mejor señal de alarma con que se puede contar. Los bichos se preparaban para volar en di¬rección contraria al ruido que escuchamos y hu¬biéramos sabido dónde estaba. Pero usted, con su lucecita y sus gritos, los espantó y nos lanzaron la chorrera de mierda. Como todos los roedores, son muy sensibles y a la menor señal de peligro sueltan todo lo que tienen adentro para volverse livianos. Ande, frótese bien la cabeza si no quiere que se lo coman los mosquitos.

El alcalde imitó al resto del grupo sacándose los apestosos excrementos. Al terminar, ya tenían luminosidad suficiente para continuar la marcha.

Caminaron tres horas, siempre hacia el orien¬te, sorteando riachuelos crecidos, quebradas, cla¬ros de selva que cruzaban mirando al cielo con la boca abierta para recibir el agua fresca, y al arri¬bar a una laguna hicieron alto para comer algo.

Reunieron frutos y camarones que el gordo se negó a comer crudos. El gordo, enfundado en el impermeable de hule azul, tintaba de frío y con¬tinuaba lamentándose de no poder encender una fogata.

—Estamos cerca —dijo uno.

—Sí. Pero haremos un rodeo para llegar por atrás. Sería fácil bordear el río y llegar de frente, pero se me ocurre que el bicho es inteligente y podría darnos una sorpresa —señaló el viejo.

Los hombres manifestaron su acuerdo y baja¬ron la comida con unos buches de Frontera.

Al ver cómo el gordo se alejaba, no demasia¬do, y se perdía oculto tras un arbusto, se dieron codazos.

—Su señoría no quiere mostrarnos el culo.

—Es tan cojudo que va a sentarse en un hor¬miguero creyendo que es una letrina.

—Apuesto que pide papel para limpiarse —soltó otro entre risas.

Se divertían a espaldas de la Babosa, como siempre lo nombraban en su ausencia. Las risas fueron cortadas, primero por el grito aterrorizado del gordo, y enseguida por la serie de disparos apurados. Seis tiros del revólver, vaciado con ge¬nerosidad.

El alcalde apareció subiéndose los pantalones y llamándolos a gritos.

—¡Vengan! ¡Vengan! La he visto. Estaba detrás mío punto de atacarme, y parece que le metí un par de balas. ¡Vengan! ¡Todos a buscarla!

Prepararon las escopetas y se lanzaron a buscar en la dirección que el gordo les indicara. Siguien¬do un notorio rastro de sangre que aumentaba la euforia del alcalde, llegaron hasta un hermoso ani¬mal de hocico alargado dando los últimos ester¬tores. La bella piel amarilla moteada se teñía de sangre y lodo. El animal los miraba con los ojos muy abiertos y desde su hocico de trompeta esca¬paba un débil jadeo.

—Es un oso mielero. ¿Por qué no mira antes de disparar con su maldito juguete? Trae mala suerte matar a un oso mielero. Eso lo saben todos, hasta los tontos. No existe otro animal más ino¬fensivo en toda la selva.

Los hombres movían la cabeza conmovidos por la suerte del animal, y el gordo recargaba su arma sin atinar a pronunciar nada en su defensa.

Pasado el mediodía, vieron el desteñido letrero de Alkasetzer identificando el puesto de Miranda. Era un rectángulo de latón azul con caracteres casi ilegibles que el puestero había clavado muy arriba del árbol junto al que se elevaba su choza.

Al colono lo encontraron a escasos metros de la entrada. Presentaba la espalda abierta en dos zar¬pazos que comenzaban en los omóplatos y se pro-longaban hasta la cintura. El cuello espantosamen¬te abierto dejaba ver la cervical.

El muerto estaba de bruces y todavía empu¬ñaba un machete.

Ignorando la maestría arquitectónica de las hor¬migas, que durante la noche construyeron un puen¬te de hojas y ramitas para faenar el cadáver, los hombres lo arrastraron hasta el puesto. Adentro ardía débilmente una lámpara de carburo y apes¬taba a grasa quemada.

Al acercarse a la hornilla de queroseno descu¬brieron la fuente del olor. El artefacto estaba aún tibio. Había consumido la última gota de com¬bustible y luego chamuscó las mechas. En una sar¬tén quedaban dos colas de iguanas carbonizadas.

El alcalde miraba el cadáver.

—No lo entiendo. Miranda era veterano aquí y en ningún caso puede hablarse de él como de un hombre miedoso, pero parece que sintió tal pá¬nico, que ni siquiera se preocupó de apagar la co¬cinilla. ¿Por qué no se encerró al escuchar a la tigrilla? Ahí está colgada la escopeta. ¿Por qué no la usó?

Los demás se hacían preguntas similares.

El alcalde se despojó del impermeable de hule y una cascada de sudor contenido le mojó hasta los pies. Mirando al muerto, fumaron, bebieron, uno se entregó a la reparación de la hornilla, y, autori¬zados por el gordo, abrieron unas latas de sardinas.

—No era un mal tipo —dijo uno.

—Desde que lo dejó la mujer vivía más solo que bastón de ciego —agregó otro.

—¿Tenía parientes? —preguntó el alcalde.

—No. Llegó con su hermano, pero se murió de malaria hace varios años. La mujer se le fue con un fotógrafo ambulante y dicen que ahora vive en Zamora. Tal vez el patrón del barco sepa su paradero.

—Supongo que el puesto le dejaba alguna ga¬nancia. ¿Saben qué hacía con el dinero? —inter¬vino de nuevo el gordo.

—¿Dinero? Se lo jugaba a los naipes, dejando apenas lo necesario para reponer las mercancías. Aquí es así, por si todavía no lo sabe. Es la sel¬va que se nos mete adentro. Si no tenemos un punto fijo al que queremos llegar, damos vueltas y vueltas.

Los hombres asintieron con una especie de or¬gullo perverso. En eso entró el viejo.

—Afuera hay otro fiambre.

Salieron apresuradamente y, bañados por la llu¬via, encontraron al segundo muerto. Estaba de es¬paldas y con los pantalones abajo. Mostraba las huellas de las garras en los hombros y la garganta abierta con características que empezaban a hacer¬se familiares. Junto al cadáver, el machete en¬terrado a poca distancia decía -que no alcanzó a ser utilizado.

—Creo entenderlo —dijo el viejo.

Rodeaban el cuerpo, y en la mirada del alcal¬de veían cómo el gordo buscaba febrilmente lle¬gar a la misma explicación.

—El muerto es Plascencio Punan, un tipo que no se dejaba ver mucho, y parece que se apres¬taban a comer juntos. ¿Vio las colas de iguana chamuscadas? Las trajo Plascencio. No hay tales bichos por aquí y debió de cazarlas a varias jorna¬das monte adentro. Usted no lo conoció. Era un picapiedras. No andaba tras oro como la mayoría de los dementes que se acercan a estas tierras, y aseguraba que muy adentro se podía encontrar es-meraldas. Recuerdo haberle escuchado hablar de Colombia y de las piedras verdes, grandes como una mano empuñada. Pobre tipo. En algún mo¬mento sintió ganas de vaciar el cuerpo y salió a hacerlo. Así lo pilló la bestia. Acuclillado y afir¬mado en el machete. Se nota que lo atacó de fren¬te, le hundió las garras en los hombros y le zampó los colmillos en el gaznate. Miranda ha de haber escuchado los gritos y debió de presenciar la peor parte de todo, entonces se preocupó nada más que de ensillar a la acémila y largarse. No llegó muy lejos, como hemos visto.

Uno de los hombres dio vuelta al cadáver. Tenía restos de excrementos pegados a la espalda.

—Menos mal que alcanzó a pegarse la cagada —dijo el hombre, y dejaron el cadáver boca abajo, para que la lluvia implacable lavase los vestigios de su último acto en este mundo.

Capítulo octavo

El resto de la tarde lo ocuparon con los muer¬tos.

Los envolvieron en la hamaca de Miranda, frente a frente, para evitarles entrar a la eternidad como extraños, luego cosieron la mortaja y le ata¬ron cuatro grandes piedras a las puntas.

Arrastraron el bulto hasta una ciénaga cerca¬na, lo alzaron, lo mecieron tomando impulso y lo lanzaron entre los juncos y rosas de pantano. El bulto se hundió entre gorgoteos, arrastrando ve¬getales y sorprendidos sapos en su descenso.

Regresaron al puesto cuando la oscuridad se adueñó de la selva y el gordo dispuso las guardias.

Dos hombres se mantendrían en vela, para ser relevados a las cuatro horas por el otro par. El dormiría sin interrupciones hasta el amanecer.

Antes de dormir cocinaron arroz con lonjas de banano, y luego de cenar Antonio José Bolívar limpió su dentadura postiza antes de guardarla en el pañuelo. Sus acompañantes le vieron dudar un momento, y se sorprendieron al verlo acomo¬dándose la placa nuevamente.

Como formaba parte del primer turno, el viejo se apropió de la lámpara de carburo.

Su compañero de vigilia lo miraba, perplejo, re¬correr con la lupa los signos ordenados en el libro.

—¿Verdad que sabes leer, compadre?

-Algo.

—¿Y qué estás leyendo?

—Una novela. Pero quédate callado. Si hablas se mueve la llama, y a mí se me mueven las letras.

El otro se alejó para no estorbar, mas era tal la atención que el viejo dispensaba al libro, que no soportó quedar al margen.

—¿De qué trata?

—Del amor.

Ante la respuesta del viejo, el otro se acercó con renovado interés.

—No jodas. ¿Con hembras ricas, calentonas?

El viejo cerró de sopetón el libro haciendo va¬cilar la llama de la lámpara.

—No. Se trata del otro amor. Del que duele.

El hombre se sintió decepcionado. Encogió los hombros y se alejó. Con ostentación se echó un largo trago, encendió un cigarro y comenzó a afilar la hoja del machete.

Pasada la piedra, escupía sobre el metal, repa¬saba y medía el filo con la yema de un dedo.

El viejo seguía en lo suyo, sin dejarse impor¬tunar por el ruido áspero de la piedra contra el acero, musitando palabras como si rezara.

—Anda, lee un poquito más alto.

—¿En serio? ¿Te interesa? —Vaya que sí. Una vez fui al cine, en Loja, y vi una película mexicana, de amor. Para qué le cuento, compadre. La de lágrimas que solté.

—Entonces, tengo que leerte desde el comien¬zo, para que sepas quiénes son los buenos y quié¬nes los malos.

Antonio José Bolívar regresó a la primera pá¬gina del libro. La había leído varias veces y se la sabía de memoria.

«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondo¬lero, cómplice de las aventuras de su amigo, simu¬laba mirar en otra dirección, y la góndola, provis¬ta de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos. »

—No tan rápido, compadre —dijo una voz. El viejo levantó la vista. Lo rodeaban los tres hombres. El alcalde reposaba alejado, tendido sobre un hato de costales.

—Hay palabras que no conozco —señaló el que había hablado.

—¿Tú las entiendes todas? —preguntó otro. El viejo se entregó entonces a una explicación, a su manera, de los términos desconocidos.

Lo de gondolero, góndola, y aquello de besar ardorosamente quedó semiaclarado tras un par de horas de intercambio de opiniones salpicadas de anécdotas picantes. Pero el misterio de una ciu¬dad en la que las gentes precisaban de botes para moverse no lo entendían de ninguna manera.

—Vaya uno a saber si no tendrán mucha lluvia.

—O ríos que se salen de madre.

—Han de vivir más mojados que nosotros.

—Imagínese. Uno se echa sus tragos, se le ocurre salir a desaguar fuera de casa, ¿y qué ve? A los ve¬cinos mirándolo con caras de pescado.

Los hombres reían, fumaban, bebían. El alcal¬de se revolvió molesto en su lecho.

—Para que sepan, Venecia es una ciudad cons¬truida en una laguna. Y está en Italia —bramó desde su rincón de insomne.

—¡Vaya! O sea que las casas flotan como bal¬sas —acotó uno.

—Si es así, entonces, ¿para qué los botes? Pue¬den viajar con las casas, como barcos —opinó otro.

—¡Si serán cojudos! Son casas firmes. Hay hasta palacios, catedrales, castillos, puentes, calles para la gente. Todos los edificios tienen cimientos de piedra —declaró el gordo.

—¿Y cómo lo sabe? ¿Ha estado allá? —pregun¬tó el viejo.

—No. Pero soy instruido. Por algo soy alcalde.

La explicación del gordo complicaba las cosas.

—Si lo he entendido bien, excelencia, esa gente tiene piedras que flotan, como las piedras pómez han de ser, pero, así y todo, si uno construye una casa con piedras pómez no flota, no señor. Segu¬ro que le meten tablones por debajo.

El alcalde se agarró la cabeza con las manos.

—¡Si serán cojudos! ¡Ay, si serán cojudos! Piensen lo que quieran. A ustedes se les ha contagia¬do la mentalidad selvática. A ustedes no los saca ni Cristo de sus cojudeces. Ah, una cosa: la van a cortar con eso de llamarme excelencia. Desde que escucharon al dentista se agarraron de la palabrita.

—¿Y cómo quiere que lo llamemos? Al juez hay que decirle usía; al cura, eminencia, y a usted tenemos que llamarlo de alguna manera, exce¬lencia.

El gordo quiso agregar algo, pero un gesto del viejo lo detuvo. Los hombres comprendieron, echa¬ron mano a las armas, apagaron las lámparas y es¬peraron.

De afuera llegó el tenue ruido de un cuer¬po moviéndose con sigilo. Las pisadas no produ¬cían sonidos, pero aquel cuerpo se pegaba a los ar¬bustos bajos y a las plantas. Al hacerlo detenía el chorrear del agua, y cuando avanzaba, el agua de¬tenida caía con renovada abundancia.

El cuerpo en movimiento trazaba un semi¬círculo en torno a la choza del puestero. El alcalde se acercó a gatas hasta el viejo.

—¿El bicho?

—Sí. Y nos ha olido.

El gordo se incorporó súbitamente. Pese a la oscuridad, alcanzó la puerta y vació el revólver, disparando a ciegas contra la espesura.

Los hombres encendieron la lámpara. Movían las cabezas sin proferir comentarios y miraban al alcalde recargando el arma.

—Por culpa de ustedes se me fue. Por pasarse la noche hablando cojudeces como maricas en vez de cumplir con los turnos de guardia.

—Cómo se nota que usted es instruido, exce¬lencia. El bicho las tenía todas en contra. Era cues¬tión de dejarlo pasear hasta calcular a qué distan¬cia estaba. Dos paseos más y lo hubiéramos tenido a tiro.

—Ya. Ustedes se las saben todas. A lo mejor le di —se justificó el gordo.

—Vaya a ver, si quiere. Y si lo ataca un mos¬quito no lo mate a tiros porque nos va a espantar el sueño.

Al amanecer, aprovechando la mortecina luz filtrada por el techo selvático, salieron a rastrear las proximidades. La lluvia no borraba el rastro de plantas aplastadas dejado por el animal. No se veían muestras de sangre en el follaje, y las hue¬llas se perdían en la espesura del monte.

Regresaron a la choza y bebieron café negro.

—Lo que menos me gusta es que el bicho anda rondando a menos de cinco kilómetros de El Idilio. ¿Cuánto tarda un tigrillo en hacer esa distancia? —preguntó el alcalde.

—Menos que nosotros. Tiene cuatro patas, sabe saltar sobre los charcos y no calza botas —con¬testó el viejo.

El alcalde comprendió que ya se había desa¬creditado demasiado frente a los hombres. Perma¬necer más tiempo junto al viejo envalentonado

por sus sarcasmos sólo conseguiría aumentar su fama de inútil, y acaso de cobarde.

Encontró una salida que sonaba lógica y de paso le cubría la espalda.

—Hagamos un trato, Antonio José Bolívar. Tú eres el más veterano en el monte. Lo conoces mejor que a ti mismo. Nosotros sólo te servimos de estorbo, viejo. Rastréala y mátala. El Estado te pagará cinco mil sucres si lo consigues. Te quedas aquí y lo haces como te dé la gana. Entretanto, nosotros nos regresamos a proteger el poblado. Cinco mil sucres. ¿Qué me dices?

El viejo escuchó sin parpadear la propuesta del gordo.

En realidad, lo único verdaderamente sensato que cabía hacer era regresar a El Idilio. El animal, a la caza del hombre, no tardaría en dirigirse al poblado, y allá sería fácil tenderle una trampa. Ne¬cesariamente la hembra buscaría nuevas víctimas y resultaba estúpido pretender disputarle su pro¬pio territorio.

El alcalde deseaba zafarse de él. Con sus res¬puestas agudas hería sus principios de animal au¬toritario, y había dado con una fórmula elegante de quitárselo de encima.

Al viejo no le importaba mayormente lo que pensara el gordo sudoroso. Tampoco le importa¬ba la recompensa ofrecida. Otras ideas viajaban por su mente.

Algo le decía que el animal no estaba lejos.

Tal vez los miraba en esos momentos, y recién empezaba a preguntarse por qué ninguna de las víctimas le molestaba. Posiblemente su vida pasa¬da entre los shuar le permitía ver un acto de jus¬ticia en esas muertes. Un cruento, pero ineludi¬ble, ojo por ojo.

El gringo le había asesinado las crías y quién sabe si también el macho. Por otra parte, la con¬ducta del animal le permitía intuir que buscaba la muerte acercándose peligrosamente a los hombres, como lo hiciera la última noche, y antes, al ulti¬mar a Plascencio y a Miranda.

Un mandato desconocido le dictaba que ma¬tarla era un imprescindible acto de piedad, pero no de aquella piedad prodigada por quienes están en condiciones de perdonar y regalarla. La bestia buscaba la ocasión de morir frente a frente, en un duelo que ni el alcalde ni ninguno de los hom¬bres podrían comprender.

—¿Qué me respondes, viejo? —repitió el alcalde.

—Conforme. Pero me dejan cigarros, cerillas y otra porción de cartuchos.

El alcalde respiró aliviado al oír la aceptación y le entregó lo pedido.

El grupo no tardó demasiado en preparar los detalles del regreso. Se despidieron, y Antonio José Bolívar se dio a la tarea de asegurar la puerta y la ventana de la choza.

A media tarde oscureció, y bajo la luz tacitur¬na de la lámpara retomó la lectura mientras esperaba rodeado por los ruidos del agua deslizándo¬se entre el follaje.

El viejo repasaba las páginas desde el comienzo.

Estaba molesto de no conseguir apropiarse del argumento. Repasaba las frases memorizadas y sa¬lían de su boca carentes de sentido. Sus pensa¬mientos viajaban en todas direcciones buscando un punto determinado en el cual detenerse.

—A lo mejor tengo miedo.

Pensó en un proverbio shuar que aconsejaba esconderse del miedo, y apagó la lámpara. En la oscuridad se tendió sobre los costales con la es¬copeta preparada descansando encima del pecho, y dejó que los pensamientos se aquietaran como las piedras al tocar el lecho del río.

Vamos viendo, Antonio José Bolívar. ¿Qué te pasa?

No es la primera vez que te enfrentas a una bestia enloquecida. ¿Qué es lo que te impacienta? ¿La espera? ¿Preferirías verla aparecer ahora mismo derribando la puerta y tener un desenlace rápido? No ocurrirá. Sabes que ningún animal es tan necio como para invadir una guarida extraña. ¿Y por qué estás tan seguro de que la hembra te buscará a ti, precisamente? ¿No piensas que la bestia, con toda la inteligencia que ha demostrado, puede decidir¬se por el grupo de hombres? Puede seguirlos y eli¬minarlos uno por uno antes de que lleguen a El Idilio. Sabes que puede hacerlo y debiste advertír¬selo, decirles: «No se separen ni un metro. No duerman, pernocten despiertos y siempre a la ori¬lla del río». Sabes que aun así para la bestia sería fácil emboscarlos, dar el salto, uno al suelo con el gaznate abierto, y antes de que los demás se repongan del pánico ella estará oculta, preparan¬do el siguiente ataque. ¿Crees que la tigrilla te siente un ser igual? No seas vanidoso, Antonio José Bolívar. Recuerda que no eres un cazador, porque tú mismo has rechazado siempre ese cali¬ficativo, y los felinos siguen al verdadero cazador, al olor a miedo y a verga parada que los cazadores auténticos emanan. Tú no eres un cazador. Mu¬chas veces los habitantes de El Idilio hablan de ti llamándote el Cazador, y les respondes que eso no es cierto, porque los cazadores matan para ven¬cer un miedo que los enloquece y los pudre por dentro. ¿Cuántas veces has visto aparecer grupos de individuos afiebrados, bien armados, internán¬dose en la selva? A las pocas semanas reaparecen con fardos de pieles de osos hormigueros, nutrias, mieleros, boas, lagartos, pequeños gatos de monte, pero jamás con los restos de un verdadero con¬trincante como la hembra que esperas. Tú los has visto emborracharse junto a los hatos de pieles para disimular el miedo que les inspira la certeza de saber que el enemigo digno los vio, los olió y los despreció en la inmensidad selvática. Es cierto que los cazadores son cada día menos porque los animales se han internado hacia el oriente cruzan¬do cordilleras imposibles, lejos, tan lejos que la última anaconda vista habita en territorio brasile¬ño. Pero tú viste y cazaste anacondas no lejos de aquí.

La primera fue un acto de justicia o de ven¬ganza. Por más que le das vueltas no llegas a la diferencia. El reptil había sorprendido al hijo de un colono mientras se bañaba. Tú estimabas al chico. No pasaba de los doce años y la anaconda lo dejó blando como una bolsa de agua. ¿Te acuer¬das, viejo? En canoa seguiste el rastro hasta des¬cubrir la playa donde se soleaba. Entonces dejaste varias nutrias muertas como cebo y esperaste. En ese tiempo eras joven, ágil, y sabías que de esa agilidad dependía no convertirte en otro banque¬te para la diosa del agua. Fue un buen salto. El machete en la mano. El corte limpio. La cabeza de la serpiente cayendo a la arena, y antes de que la tocara tú saltabas a protegerte entre la vegeta¬ción baja, mientras el reptil se revolcaba azotan¬do su cuerpo vigoroso una y otra vez. Once o doce metros de odio. Once o doce metros de piel oliva pardo con anillos negros intentando matar cuando ya estaba muerta.

La segunda fue un homenaje de gratitud al brujo shuar que te salvó la vida. ¿Lo recuerdas? Repetiste el truco de dejar carnada en la playa y esperaste arriba de un árbol hasta verla salir del río. Esa vez fue sin odio. La mirabas engullir los roedores mientras preparabas el dardo, envolvien¬do la aguda punta en telaraña, untándolo en el curare, introduciéndolo en la boquilla de la cer¬batana, y apuntaste buscando la base del cráneo.

El reptil recibió el dardo, se irguió elevando casi tres cuartas partes del cuerpo, y desde el árbol donde te emboscabas viste sus ojos amarillos, sus pupilas verticales buscándote con una mirada que no te alcanzó porque el curare actúa rápido.

Luego vino la ceremonia de deshollar, cami¬nar quince, veinte pasos, en tanto el machete la abría y su carne fría y rosada se impregnaba de arena.

¿Lo recuerdas, viejo? Al entregar la piel, los shuar declararon que no eras de ellos, pero que eras de ahí.

Y los tigrillos tampoco te son extraños, salvo que jamás diste muerte a un cachorro, ni de tigri¬llo ni de otra especie. Sólo ejemplares adultos, como indica la ley shuar. Sabes que los tigrillos son animales extraños, de comportamiento impredecible. No son tan fuertes como los jaguares, pero en cambio dan muestras de una inteligencia refinada.

«Si el rastreo es demasiado fácil y te hace sen¬tir confiado, quiere decir que el tigrillo te está mi¬rando la nuca», dicen los shuar, y es cierto.

Una vez, requerido por los colonos, pudiste medir la astucia del gran gato moteado. Un ejem¬plar muy fuerte se cebaba con las vacas y las acémilas, y te pidieron echarles una mano. Fue un rastreo difícil. Primero, el animal se dejó seguir, guiándote hasta los contrafuertes de la cordillera del Cóndor, tierras de vegetación baja, ideales para la emboscada a ras del suelo. Al verte metido en una trampa trataste de salir de ahí para regresar a la espesura, y el tigrillo te cortaba el paso mos¬trándose, pero sin darte tiempo a que te echaras la escopeta a los ojos. Disparaste dos o tres veces sin alcanzarlo, hasta entender que el felino quería cansarte antes del ataque definitivo. Te comunicó que sabía esperar, y acaso también que tus muni¬ciones eran pocas.

Fue una lucha digna. ¿Lo recuerdas, viejo? Es¬perabas sin mover un músculo, dándote manota¬zos de vez en cuando para ahuyentar el sueño. Tres días de espera, hasta que el tigrillo se sintió seguro y se lanzó al ataque. Fue un buen truco ése de esperar tendido en el suelo y con el arma percutada.

¿Por qué recuerdas todo esto? ¿Por qué la hem¬bra te llena los pensamientos? ¿Tal vez porque ambos saben que están parejos? Luego de cuatro asesinatos sabe mucho de los hombres, tanto como tú de los tigrillos. O tal vez tú sabes menos. Los shuar no cazan tigrillos. La carne no es comesti¬ble y la piel de uno sólo alcanza para hacer cien¬tos de adornos que duran generaciones. Los shuar; ¿te gustaría tener a uno de ellos contigo? Desde luego, a tu compadre Nushiño.

—Compadre, ¿me sigues el rastro?

El shuar se negará. Escupiendo muchas veces para que sepas que dice la verdad, te indicará des¬interés. No es su asunto. Tú eres el cazador de los blancos, el que tiene una escopeta, el que viola la muerte emponzoñándola de dolor. Tu compa¬dre Nushiño te dirá que los shuar sólo buscan matar a los perezosos tzanzas.

—¿Y por qué, compadre? Los tzanzas no hacen más que dormir colgando de los árboles.

Antes de responder, tu compadre Nushiño se largará un sonoro pedo para que ningún perezo¬so tzanza lo escuche, y te dirá que hace mucho tiempo un jefe shuar se volvió malo y sanguina¬rio. Mataba a buenos shuar sin tener motivos y los ancianos determinaron su muerte. Tñaupi, el jefe sanguinario, al verse acorralado, se dio a la fuga transformado en perezoso tzanza, y como los micos son tan parecidos es imposible saber cuál de ellos esconde al shuar condenado. Por eso hay que matarlos a todos.

—Así dicen que ha sido —dirá escupiendo por última vez el compadre Nushiño antes de mar¬charse, porque los shuar se alejan al finalizar una historia, evitando las preguntas engendradoras de mentiras.

¿De dónde vienen todos estos pensamientos? Vamos, Antonio José Bolívar. Viejo. ¿Bajo qué planta se esconden y atacan? ¿Será que el miedo te ha encontrado y ya nada puedes hacer para esconderte? Si es así, entonces los ojos del miedo pueden verte, de la misma manera como tú ves las luces del amanecer entrando por los resquicios de caña.

Luego de beber varios tazones de café negro, se entregó a los preparativos. Derritió unas velas y sumergió los cartuchos en el sebo licuado. En¬seguida les permitió gotear hasta que estuvieran cubiertos por una fina película. De esa manera se conservarían secos aunque cayeran al agua.

El resto del sebo derretido se lo aplicó en la frente cubriendo especialmente las cejas hasta for¬mar una suerte de visera. Con ello el agua no le estorbaría la vista en caso de enfrentar al animal en un claro de selva.

Finalmente, comprobó el filo del machete y se echó a la selva en busca de rastros.

Comenzó trazando un radio de doscientos pasos contados desde la choza en dirección orien¬te, siguiendo las huellas encontradas el día anterior.

Al llegar al punto propuesto inició una variante semicircular en pos del suroeste.

Descubrió un lote de plantas aplastadas, con los tallos enterrados en el lodo. Ahí se agazapó el animal antes de avanzar hacia la choza, y las formaciones de vegetales humillados se repetían cada ciertos pasos desapareciendo en una ladera de monte.

Olvidó esas huellas antiguas y siguió buscando.

Al hacerlo bajo grandes hojas de banano sil¬vestre encontró estampadas las patas del animal. Eran patas grandes, tal vez como puños de hom¬bre adulto, y junto al rastro de pisadas encontró otros detalles que le hablaron de la conducta del animal.

La hembra no cazaba. Tallos quebrados a los costados de las huellas de las patas contradecían el estilo de caza de cualquier felino. La hembra movía el rabo, frenética hasta el descuido, excita¬da ante la cercanía de las víctimas. No, no caza¬ba. Se movía con la seguridad de saberse enfren¬tada a especies menos dotadas.

La imaginó ahí mismo, el cuerpo flaco, la res¬piración agitada, ansiosa, los ojos fijos, pétreos, todos los músculos tensos, y batiendo la cola con sensualidad.

—Bueno, bicho, ya sé cómo te mueves. Ahora me falta saber dónde estás.

Le habló a la selva recibiendo la única respues¬ta del aguacero.

Ampliando el radio de acción se alejó de la choza del puestero hasta alcanzar una leve eleva¬ción de terreno, que pese a la lluvia le permitía un buen punto de observación de todo lo recorri¬do. La vegetación se volvía baja y espesa, en con¬traste con los árboles altos que lo protegían de un ataque a ras del suelo. Decidió abandonar la lomita avanzando en línea recta hacia el poniente, en pos del río Yacuambi que corría no muy lejos.

Poco antes del mediodía cesó de llover y se alarmó. Tenía que seguir lloviendo, de otra ma¬nera comenzaría la evaporación y la selva se su¬miría en una niebla densa que le impediría respi¬rar y ver más allá de su nariz.

De pronto, millones de agujas plateadas per¬foraron el techo selvático iluminando intensa¬mente los lugares donde caían. Estaba justo bajo un claro de nubes, encandilado con los refle¬jos del sol cayendo sobre las plantas húmedas. Se frotó los ojos maldiciendo y, rodeado por cientos de efímeros arco iris, se apresuró en sa¬lir de allí antes que comenzara la temida eva¬poración.

Entonces la vio.

Alertado por un ruido de agua caída de im¬proviso, se volvió, y pudo verla moviéndose hacia el sur, a unos cincuenta metros de distancia.

Se movía con lentitud, con el hocico abierto y azotándose los costados con el rabo. Calculó que de cabeza a rabo medía sus buenos dos metros, y que parada sobre dos patas superaba la estatu¬ra de un perro pastor.

El animal desapareció tras un arbusto y casi enseguida se dejó ver nuevamente. Esta vez se movía en dirección norte.

—Ese truco lo conozco. Si me quieres aquí, bueno, me quedo. Entre la nube de vapor tú tampoco vas a ver nada —le gritó, y se parapetó apo¬yando la espalda en un tronco.

La pausa de lluvia convocó de inmediato a los mosquitos. Atacaron buscando labios, párpados, rasmilladuras. Las diminutas arenillas se metían en los orificios nasales, en las orejas, entre el pelo. Rápidamente se metió un cigarro en la boca, lo masticó, deshizo, y se aplicó la pasta salivosa en el rostro y en los brazos.

Por fortuna, la pausa duró poco y se largó a llover con renovada intensidad. Con ello regresó la calma y sólo se escuchaba el ruido del agua pe-netrando entre el follaje.

La hembra se dejó ver varias veces, siempre moviéndose en una trayectoria norte-sur.

El viejo la miraba estudiándola. Seguía los mo¬vimientos del animal para descubrir en qué punto de la espesura realizaba el giro que le permitía vol¬ver al mismo punto del norte a recomenzar el paseo provocativo.

—Aquí me tienes. Yo soy Antonio José Bolí¬var Proaño y lo único que me sobra es paciencia. Eres un animal extraño, no hay dudas de eso. Me pregunto si tu conducta es inteligente o desespe¬rada. ¿Por qué no me rodeas e intentas simula¬cros de ataque? ¿Por qué no te metes hacia el oriente, para seguirte? Te mueves de norte a sur, giras al poniente y retomas el camino. ¿Me tomas por un cojudo? Me estás cortando el camino al río. Ese es tu plan. Quieres verme huir selva adentro y seguirme. No soy tan cojudo, amiga. Y tú no eres tan inteligente como supuse.

La miraba moverse y en algunas ocasiones es¬tuvo a punto de disparar, pero no lo hizo. Sabía que el tiro debía ser definitivo y certero. Si sola¬mente la hería, la hembra no le daría tiempo para recargar el arma, y por una falla de los percutores se le iban los dos cartuchos al mismo tiempo.

Las horas pasaron y cuando la luz disminuyó supo que el juego del animal no consistía en em¬pujarlo hacia el oriente. Lo quería ahí, en ese sitio, y esperaba la oscuridad para atacarlo.

El viejo calculó que disponía de una hora de luz, y en ese tiempo debía largarse, alcanzar la ori¬lla del río y buscar un lugar seguro.

Esperó a que la hembra terminase con uno de los desplazamientos hacia el sur y diera el rodeo que la regresaba al punto de partida. Entonces, a toda carrera se lanzó en pos del río.

Llegó a un antiguo terreno desbrozado que le permitió ganar tiempo y lo atravesó con la es¬copeta apretada contra el pecho. Con suerte alcan¬zaría la orilla del río antes que la hembra descu¬briese su maniobra evasoria. Sabía que no lejos de allí encontraría un campamento abandonado de buscadores de oro en el que podría refugiarse.

Se alegró al escuchar la crecida. El río estaba cerca. No le quedaba más que bajar una pen¬diente de unos quince metros cubierta de heléchos para alcanzar la ribera, cuando el animal atacó.

La hembra debió de moverse con tal velocidad y sigilo, al descubrir el intento de fuga, que consi¬guió correr paralela sin que lo notase, hasta situar¬se a un costado del viejo.

Recibió el empujón propinado con las patas delanteras y rodó dando volteretas pendiente abajo. Mareado, se hincó blandiendo el machete con las dos manos y esperó el ataque final.

Arriba, al borde de la pendiente, la hembra movía el rabo frenética. Las pequeñas orejas vi¬braban captando todos los ruidos de la selva, pero no atacaba.

Sorprendido, el viejo se movió lentamente hasta recuperar la escopeta.

—¿Por qué no atacas? ¿Qué juego es éste? Abrió los martillos percutores y se echó el arma a los ojos. A esa distancia no podía fallar.

Arriba, el animal no le despegaba los ojos de encima. De improviso, rugió, triste y cansada, y se echó sobre las patas.

La débil respuesta del macho le llegó muy cerca y no le costó encontrarlo.

Era más pequeño que la hembra y estaba ten¬dido al amparo de un tronco hueco. Presentaba la piel pegada al esqueleto y un muslo casi arran¬cado del cuerpo por una perdigonada. El animal apenas respiraba, y la agonía se veía dolorosísima. —¿Eso buscabas? ¿Que le diera el tiro de gra¬cia? —gritó el viejo hacia la altura, y la hembra se ocultó entre las plantas.

Se acercó al macho herido y le palmoteo la ca¬beza. El animal apenas alzó un párpado, y al exa¬minar con detención la herida vio que se lo empe¬zaban a comer las hormigas.

Puso los dos cañones en el pecho del animal.

—Lo siento, compañero. Ese gringo hijo de la gran puta nos jodio la vida a todos. —Y disparó.

No veía a la hembra pero la adivinaba arriba, oculta, entregada a lamentos acaso parecidos a los humanos.

Cargó el arma y caminó despreocupado hasta alcanzar la deseada ribera. Había sacado unos cien metros de distancia cuando vio a la hembra ba¬jando al encuentro del macho muerto.

Al llegar al puesto abandonado de los busca¬dores de oro estaba casi oscuro, y encontró que el aguacero había derribado la construcción de cañas. Dio un rápido vistazo al lugar y se alegró de en¬contrar una canoa de vientre rasgado volcada sobre la playa.

Encontró también un costal con lonjas de ba¬nano seco, se llenó los bolsillos y se metió bajo el vientre de la canoa. Las piedras del suelo esta¬ban secas. Suspiró aliviado al tenderse boca arri¬ba, con las piernas estiradas y seguro.

—Tuvimos suerte, Antonio José Bolívar. La caí¬da era para romperse más de un hueso. Suerte lo del colchón de helechos.

Dispuso el arma y el machete a sus costados. El vientre de la canoa ofrecía altura suficiente para ponerse a horcajadas si deseaba avanzar o retroce¬der. La canoa medía unos nueve metros de largo y mostraba varias rasgaduras producidas por las afi¬ladas piedras de los rápidos.

Acomodado, comió unos puñados de banano seco y encendió un cigarro que fumó con verda¬dero deleite. Estaba muy cansado y no tardó en quedarse dormido.

Lo acometió un sueño curioso. Se veía a sí mismo con el cuerpo pintado con los tonos tor¬nasolados de la boa, y sentado frente al río para recibir los efectos de la natema.

Frente a él, algo se movía en el aire, en el follaje, sobre la superficie del agua quieta, en el fondo mis¬mo del río. Algo que parecía tener todas las formas, y nutrirse al mismo tiempo de todas ellas. Cambiaba incesantemente, sin permitir que los ojos alucina¬dos se acostumbrasen a una. De pronto asumía el volumen de un papagayo, pasaba a ser un bagre guacamayo saltando con la boca abierta y se traga¬ba la luna, y al caer al agua lo hacía con la brutali¬dad de una quebrantahuesos desplomándose sobre un hombre. Ese algo carecía de forma precisa, defi¬nible, y tomara lo que tomara siempre permane¬cían en él los inalterables brillantes ojos amarillos.

—Es tu propia muerte disfrazándose para sor¬prenderte. Si lo hace, es porque todavía no te llega el momento de marcharte. Cázala —le ordenaba el brujo shuar, masajeando su aterrado cuerpo con puñados de ceniza fría.

Y la forma de ojos amarillos se movía en todas direcciones. Se alejaba hasta ser tragada por la di¬fusa y siempre cercana línea verde del horizonte, y al hacerlo los pájaros volvían a revolotear con sus mensajes de bienestar y plenitud. Pero pasado un tiempo reaparecía en una nube negra bajan¬do rauda, y una lluvia de inalterables ojos amarillos caía sobre la selva prendiéndose de los ramajes y las lianas, encendiendo la jungla con una tonali¬dad amarilla incandescente que lo arrastraba de nuevo al frenesí del miedo y de las fiebres. El que¬ría gritar, pero los roedores del pánico le destro¬zaban a dentelladas la lengua. El quería correr, pero las delgadas serpientes voladoras le ataban las piernas. El quería llegar a su choza y meterse en el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encar¬nación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo y abandonar esos parajes de ferocidad. Pero los ojos amarillos estaban en todas partes cortán¬dole el camino, en todas partes al mismo tiempo, como ahora, que los sentía arriba de la canoa, y ésta se movía, oscilaba con el peso de aquel cuer¬po caminando sobre su epidermis de madera.

Contuvo la respiración para saber qué ocurría.

No. No permanecía en el mundo de los sue¬ños. La hembra estaba efectivamente arriba, paseán¬dose, y como la madera era muy lisa, pulida por el agua incesante, el animal se valía de las garras para sujetarse caminando de proa a popa, entregándole el cercano sonido de su respiración ansiosa.

El paso del río, la lluvia y el paseo del animal eran toda su referencia del universo. La nueva ac¬titud del animal lo obligaba a pensar acelerada¬mente. La hembra había demostrado ser demasia¬do inteligente como para pretender que él aceptara el desafío y saliera a enfrentarla en plena oscu¬ridad.

¿Qué nueva treta era ésa? ¿Tal vez era cierto lo que decían los shuar respecto del olfato de los felinos? «El tigrillo capta el olor a muerto que muchos hombres emanan sin saberlo. »

Algunas gotas y luego unos chorros pestilen¬tes se mezclaron con el agua que entraba por las rasgaduras de la canoa.

El viejo entendió que el animal estaba enlo¬quecido. Lo meaba. Lo marcaba como su presa, considerándolo muerto antes de enfrentarlo.

Así pasaron largas y densas horas, hasta que una débil claridad se invitó a pasar hasta el refugio.

El, abajo, comprobando de espaldas la carga de la escopeta, y arriba la hembra, en un paseo incansable que se tornaba más corto y nervioso.

Por la luz dedujo que era cerca del mediodía cuando sintió bajar al animal. Atento, esperó por los nuevos movimientos, hasta que un ruido a un costado le advirtió que la hembra cavaba entre las piedras sobre las que se asentaba la embarcación.

La hembra decidía entrar a su escondite ya que él no respondía al desafío.

Arrastrando el cuerpo de espaldas, retrocedió hasta el otro extremo de la canoa, justo a tiempo para evitar la garra aparecida lanzando zarpazos a ciegas.

Alzó la cabeza con la escopeta pegada al pecho y disparó.

Pudo ver la sangre saltando de la pata del ani¬mal, al mismo tiempo que un intenso dolor en el pie derecho le indicaba que calculó mal la abertu¬ra de las piernas, y varios perdigones le habían pe¬netrado en el empeine.

Estaban iguales. Los dos heridos.

La escuchó alejarse, y ayudado por el mache¬te levantó un poco la canoa, el espacio suficiente para verla, a unos cien metros, lamiéndose la pata herida.

Entonces, recargó el arma y con un movimien¬to dio vuelta a la canoa.

Al incorporarse, la herida le produjo un dolor enorme, y el animal, sorprendido, se tendió sobre las piedras calculando el ataque.

—Aquí estoy. Terminemos este maldito juego de una vez por todas.

Se escuchó gritando con una voz desconoci¬da, y sin estar seguro de haberlo hecho en shuar o en castellano, la vio correr por la playa como una saeta moteada, sin hacer caso de la pata herida.

El viejo se hincó, y el animal, unos cinco me¬tros antes del choque, dio el prodigioso salto mos¬trando las garras y los colmillos.

Una fuerza desconocida le obligó a esperar a que la hembra alcanzara la cumbre de su vuelo. Entonces apretó los gatillos y el animal se de¬tuvo en el aire, quebró el cuerpo a un costado y cayó pesadamente con el pecho abierto por la do¬ble perdigonada.

Antonio José Bolívar Proaño se incorporó len¬tamente. Se acercó al animal muerto y se estre¬meció al ver que la doble carga la había destroza¬do. El pecho era un cardenal gigantesco y por la espalda asomaban restos de tripas y pulmones des¬hechos.

Era más grande de lo que había pensado al verla por primera vez. Flaca y todo, era un ani¬mal soberbio, hermoso, una obra maestra de ga¬llardía imposible de reproducir ni con el pensa¬miento.

El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.

Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rá¬pidos donde sería destrozado por puñales de pie¬dra, a salvo para siempre de las indignas alimañas.

Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.

Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su ama¬zonia, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idi¬lio, de su choza, y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.

Artatore, Yugoslavia, 1987 Hamburgo, Alemania, 1988

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