Cuentos Hans Christian
Rocio14109 de Abril de 2013
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Abuelita
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
-Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.
FIN
¡Baila, baila, muñequita!
-Sí, es una canción para las niñas muy pequeñas -aseguró tía Malle-. Yo, con la mejor voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!» -Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle.
Venía a la casa un estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y la cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella.
¡Baila, baila, muñequita,
qué fina es la señorita!
Y también el caballero
con sus guantes y sombrero,
calzón blanco y frac planchado
y muy brillante calzado.
Son bien finos, a fe mía.
Baila, muñequita mía.
Ahí está Lisa, que es muy vieja,
aunque ahora no semeja,
con la cera que le han dado,
que sea del año pasado.
Como nueva está y entera.
Baila con tu compañera,
serán tres para bailar.
¡Bien nos vamos a alegrar!
Baila, baila, muñequita,
pie hacia fuera, tan bonita.
Da el primer paso, garbosa,
siempre esbelta y tan graciosa.
Gira y salta sin parar,
que muy sano es el saltar.
¡Vaya baile delicioso!
¡Son un grupo primoroso!
Y las muñecas comprendían la canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no estaba ya para niñerías.
-¡Es una bobada! -decía. Pero Amalita no es boba, y la canta. Por ella es por quien la sabemos.
FIN
Chácharas de niños
En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.
Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.
-¡Soy camarera del Rey! -decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.
-Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» -prosiguió-, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.
Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:
-Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?
-Mi padre -intervino la hija de un escritor- puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.
Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.
En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación.
...