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El Abeto Autor: Hans Christian Andersen

juan9298Informe18 de Octubre de 2013

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El Abeto

Autor: Hans Christian Andersen

Allá en el bosque crecía un joven abeto. Tenía un buen sitio y disponía

de sol y aire más que suficientes. En torno suyo crecían muchos

compañeros mayores, abetos y pinos. Pero el pequeño abeto tenía

mucha prisa por crecer. No pensaba en el sol tibio ni en el aire fresco,

ni atendía a los niños de la aldea cuando pasaban charlando en busca

de fresas o frambuesas. A veces venían con un canasto lleno o con

fresas ensartadas en un junco, y se sentaban junto al arbolito y

decían:

-¡Ah, qué bonito es!

Pero el árbol no quería oír nada de aquello.

Al año siguiente había crecido un buen tramo y al siguiente uno mayor

aún; -y así siempre se puede saber los años que tiene un abeto si se

cuentan sus tramos.

-¡Ah, si fuera grande como los otros árboles -suspiraba el arbolito-, y

pudiera extender las ramas en torno mío y divisar con la copa el ancho

mundo! Los pájaros anidarían en mis ramas y, cuando soplase el

viento, movería mi copa con tanta solemnidad como ellos.

No disfrutaba con los rayos del sol, ni con los pájaros ni con las nubes

rojas, que al amanecer y en el ocaso del día circulaban sobre él.

Cuando llegó el invierno y la blanca nieve centelleaba a su alrededor,

venía corriendo con frecuencia una liebre y daba saltos sobre el

arbolito; ¡oh, era tan fastidioso! Pero pasaron dos inviernos y al

tercero, el árbol era tan grande que la liebre tuvo que correr alrededor

suyo. Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo era el único placer de

este mundo, pensaba el árbol.

En otoño venían siempre los leñadores y cortaban algunos de los

árboles más grandes. Pasaba cada año, y el joven abeto, que ya había

crecido mucho, se estremecía al verlo, porque los grandes, espléndidos

árboles, caían a tierra con un estrepitoso crujido. Les cortaban las

ramas y parecían desnudos, largos y delgados; apenas si se les

reconocía, pero eran colocados en los carros y los caballos los sacaban

del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué destino les esperaba?

En primavera, cuando llegan la golondrina y la cigüeña, les preguntó el

árbol:

-¿Sabéis adónde los llevan? ¿Os los habéis encontrado?

Las golondrinas no sabían nada, pero la cigüeña se quedó pensativa,

afirmó con la cabeza y dijo:

-Sí, creo que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba

a Egipto. Tenían magníficos mástiles; yo diría que eran ellos, olían a

abeto. Puedo felicitarte efusivamente, pues... ¡con qué majestad se

alzaban!

-¡Ah, si yo fuese lo suficientemente grande para volar sobre el mar!

¿Cómo es el mar? ¿A qué se parece?

-¡Bueno, es tan difícil de explicar! -dijo la cigüeña, y se marchó.

-Goza de tu juventud -dijeron los rayos del sol-. ¡Alégrate de tu nueva

estatura, de la vida joven que hay en ti!

Y el viento besó el árbol y derramó lágrimas sobre él, pero el abeto no

entendía.

Cuando se aproximaba la Navidad fueron cortados muchos árboles

jóvenes, árboles que con frecuencia no eran mayores ni de más edad

que este abeto, que no tenía paz ni sosiego sino que siempre quería

marcharse. Estos jóvenes árboles, que eran precisamente los más

hermosos, conservaban siempre sus ramas, eran colocados en los

carros y los caballos los sacaban del bosque.

-¿Adónde irán? -se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo,

incluso hay uno que es más pequeño. ¿Por qué conservan todas sus

ramas? ¿Adónde los llevan?

-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-.

Hemos estado mirando por las ventanas allá en la ciudad. ¡Nosotros

sabemos dónde los llevan! ¡Oh!, les espera el esplendor y la gloria

mayores que pueda imaginarse. Hemos mirado por las ventanas y

hemos visto que los colocan en medio de confortables salones y los

adornan con las cosas más preciosas, como manzanas doradas, bollos

de miel, juguetes y cientos de luces.

-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando con todas sus ramas-. ¿Y

después? ¿Qué ocurre después?

-En realidad no hemos visto más, pero era maravilloso.

-¿Me tocará ir por este deslumbrante camino? -se regocijaba el árbol-.

¡Es mejor aún que cruzar el mar! Me muero de ganas de que llegue la

Navidad. Ahora soy alto y ancho como los otros que se llevaron el año

pasado. ¡Oh, si estuviera en el carro! ¡Si me encontrara ya en el

confortable salón con toda brillantez y honor! ¿Y después? Sí, debe

haber algo mejor, algo más hermoso, porque si no... ¿para qué

habrían de adornarme de esta manera? Tiene que ocurrir algo más

grande, más espléndoroso. ¿Pero qué? ¡Oh, cómo lo deseo! ¡Cómo lo

ansío! Ni yo mismo sé lo que me ocurre.

-Disfrútame -dijeron el aire y el sol-. ¡Alégrate con tu fresca juventud

al aire libre!

Pero no gozaba de nada; crecía y crecía, invierno y verano se

mantenía verde, verde oscuro. Al verlo, la gente decía:

-¡Qué árbol más hermoso!

Y en Navidad fue el primero que cortaron. El hacha se hincó hondo en

la madera. El árbol cayó a tierra con un gemido. Sintió un pesar, un

desmayo, y dejó de tener pensamientos felices. Sintió pena de ser

arrancado de su hogar, del lugar donde había crecido. Sabía que

nunca volvería a ver a sus queridos compañeros, ni a los pequeños

arbustos y flores que crecían en derredor suyo, y quizás ni siquiera a

los pájaros. La marcha no tenía nada de agradable.

El árbol no volvió en sí hasta que, en el patio, descargado con los otros

árboles, oyó decir a un hombre:

-¡Es espléndido! Elegimos éste. Después vinieron unos criados

totalmente uniformados y llevaron el abeto a un hermoso salón. En

torno a sus paredes colgaban retratos, y junto a la gran estufa de

porcelana había grandes jarrones chinos con leones en las tapas.

Había mecedoras, sofás forrados de seda, grandes mesas llenas de

libros con láminas y con juguetes por valor de cientos de coronas -por

lo menos, así lo decían los niños-. Y el abeto fue plantado en una gran

cuba llena de arena; pero nadie podía ver que era una cuba, porque la

forraron con una tela verde y estaba colocada sobre una gran alfombra

persa. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué iría a ocurrir? Tanto los criados

como las señoritas de la casa vinieron a adornarlo. De las ramas

colgaron pequeñas redes, recortadas de papel de colores; cada red

estaba llena de caramelos; manzanas y nueces doradas colgaban

como si hubiesen crecido allí y más de cien velitas rojas, azules y

blancas fueron fijadas en las ramas. Muñecas que parecían vivas como

si fueran personas -el árbol no había visto nunca nada igual- pendían

de las ramas, y justo en la cima fue colocada una gran estrella de

papel dorado. Todo aquello era esplendoroso.

-¡Esta noche! -decían todos-. ¡Esta noche estará deslumbrante!

«¡Oh -pensó el árbol-, ojalá fuese ya de noche y las luces estuvieran

encendidas! ¿Y qué ocurrirá? ¿Vendrán los árboles del bosque a

verme? ¿Vendrán volando los gorriones a la ventana? ¿Echaré raíces

aquí y seguiré estando adornado durante el invierno y el verano?»

Ignoraba bastantes cosas, ¿no os parece? Y tenía verdadero dolor de

corteza de pura ansiedad, y el dolor de corteza es tan malo para un

árbol como el dolor de cabeza para nosotros.

Por fin encendieron las velas. Qué brillo, qué resplandor. El árbol

temblaba con todas sus ramas, tanto que una de las velas prendió

fuego a una de ellas. ¡Uf, lo que dolía!

-¡Dios mío! -gritaron las señoritas, y lo apagaron con rapidez.

Entonces el árbol ya no se atrevió a mover una hoja. ¡Oh, era horrible!

Tenía tanto miedo de perder algo de su esplendor; estaba aturdido de

tanto brillo y... de pronto, la puerta del salón se abrió de par en par y

una multitud de niños se precipitó sobre él como si fuesen a derribarlo.

Las personas mayores venían muy serias detrás; los pequeños

estuvieron callados, pero sólo un instante, porque en seguida

comenzaron a armar ruido de nuevo. Bailaron en torno al árbol y

arrancaron un regalo tras otro.

«¿Qué es lo que están haciendo? -pensó el árbol-. ¿Qué va a ocurrir?»

Y las velas se gastaron hasta llegar a las ramas y fueron apagadas

cuando se consumieron, y entonces los niños obtuvieron permiso para

despojar al árbol. ¡Ah!, se precipitaron sobre él, de modo que crujieron

todas sus ramas; de no haber estado sujeto por la cima y la estrella de

oro al techo, lo hubieran derribado.

Los niños bailaron alrededor con sus bonitos juguetes. Nadie se fijó

más en el árbol excepto la vieja niñera, que fue a mirar entre las

ramas, pero sólo para ver si no se había quedado olvidado algún higo

o alguna manzana.

-¡Un cuento, un cuento! -gritaron los niños, empujando a un

hombrecillo obeso hacia el árbol. Se sentó

...

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