ELIZABETH NOBLE Cosas que me gustaría que supieran mis hijas
Johana MuEnsayo27 de Marzo de 2016
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ELIZABETH NOBLE
Cosas que me gustaría que supieran mis hijas
Things I Want My Daughters To Know (2008)
ARGUMENTO:
¿Cómo se puede seguir adelante en la vida sin la compañía de una madre? ¿Qué nos habría gustado que nos hubiese dicho antes de marcharse? ¿Y qué nos gustaría contar a nuestras hijas?
Cuando Bárbara se da cuenta de que se le acaba el tiempo, decide escribir una carta a cada una de sus cuatro hijas, sabiendo que en el futuro todas deberán enfrentarse a situaciones difíciles sin tenerla a su lado. Pero ¿cómo van a arreglárselas sin ella cuando todavía tienen tanto que aprender? Por ejemplo, su hija mayor, Lisa, va camino de los cuarenta y es incapaz de comprometerse. Por no hablar de Jennifer, atrapada en un matrimonio convencional y tan contenida que parece a punto de estallar; o de Amanda, siempre de viaje, intentando poner kilómetros entre ella y sus hermanas, a las que adora sin saberlo; o, por último, de Hannah, todavía una adolescente y obligada a despedirse de la madre a la que tanto quiere. Cuando lean las cartas de Bárbara, las cuatro hermanas aprenderán a soportar el dolor de su pérdida. Pero ¿podrán también aprender a tomar sus propias decisiones? Una novela sobre la familia, la amistad, las increíbles oportunidades que ofrece la vida y, por supuesto, sobre madres e hijas, cualesquiera que sea su relación.
Los mensajes que deja Bárbara en su diario y en sus cartas no son nuevos, pero su voz genuina y directa es un hermoso complemento a las historias de sus cuatro hijas y a cómo éstas afrontan su pérdida.
SOBRE LA AUTORA:
[pic 3]Elizabeth Noble nació en High Wycombe, Bucks (Inglaterra), en 1968. Estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford y, antes de dedicarse a escribir, desarrolló su carrera profesional en el mundo editorial. El grupo de lectura fue su primera novela. Además ha publicado las siguientes novelas: Cosas que me gustaría que supieran mis hijas, Círculo de amigas y Juegos de letras. Todas han ocupado los primeros puestos de las listas de los libros más vendidos del Sunday Times.
Actualmente vive en Nueva York con su marido y sus dos hijas.
12 de junio
Queridas mías:
A pesar de mi vena controladora, con respecto al funeral no hay demasiadas reglas. Hacedlo lo antes que podáis, ¿de acuerdo? Es mejor quitárselo de encima cuanto antes. Lisa ya sabe qué música poner y espero que podáis soportar la que he elegido. Ya hemos hablado del entierro; ya sabéis que sólo quiero que estéis vosotros y estáis al tanto del tipo de ataúd y del fabuloso atuendo que he escogido. Me apetece este, poema, que, dicho sea de paso, me encanta. Debo dar gracias a Dios por el insomnio y la existencia de Internet... si no jamás lo habría encontrado y os habría tocado leer cualquier cosa espantosa. Que lo lea quien sienta que es capaz de hacerlo sin llorar. Ésa es mi principal regla: nada de lágrimas, por favor. Si podéis. Ah, y nada de negro. Poneos la ropa más alegre que tengáis. Ya sé que son tópicos, pero mejor algo con colorido que apagado. Y a ver si lográis que brille el sol (aunque ya sé que esto último no depende exactamente de vosotras). En esta carta no entro en el terreno lacrimógeno —voy al grano y punto—, porque creo poder afirmar que habrá otras cartas. Tengo más cosas que decir —qué amenazador suena esto—, si es que duro lo bastante como para escribirlas... (¿No es una delicia el humor de los enfermos terminales?).
Siento que tengáis que hacer todo esto, de verdad.
Con todo mi infinito cariño, como siempre...
Mamá
No te pares a llorar ante mi tumba.
No estoy ahí ni duermo,
soy los mil vientos que soplan,
soy la luz diamantina en la nieve,
soy el sol que ilumina el trigo maduro,
soy la lluvia plácida del otoño.
En la quietud del amanecer,
soy el veloz enjambre de silenciosos pájaros
volando en círculos en pos de la luz,
soy el tenue resplandor de las estrellas.
No te pares a llorar ante mi tumba.
No estoy ahí, no he muerto.
(No me digáis que no es perfecto para un funeral en el campo.)
Lisa
Lisa se recostó con cuidado en su profundo baño de burbujas aromaterapéutico y observó la foto de 20 x 25 que había cogido de encima del piano del piso de abajo. La había apoyado detrás de los grifos, para poder verla bien mientras estaba sumergida en el agua humeante, y ahora procuraba no salpicarla. Era una foto en blanco y negro de su madre, Bárbara, del día de la boda de su hermana, ocho años atrás. Mamá estaba elegante a más no poder, con su peinado de peluquería y un atuendo deliberadamente natural. Con ella no valían aquellos vestiditos color melocotón con sombrero a juego típicos de las madres de las novias. Lisa recordaba el sombrero: era de paja color café, tenía el ala caída y medía casi un metro de ancho. Nadie que estuviera sentado en las cuatro filas de detrás de su banco, logró ver nada de la ceremonia. No se sabía por qué, y Lisa ya no se acordaba, pero mamá estaba riendo con sus enormes y sonoras carcajadas. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, ya hacía rato que había abandonado su extravagante sombrero, y las ondas caoba de su cabello mecidas por la brisa veraniega revoloteaban desordenadamente sobre su cara. Su boca, grande y expresiva, estaba muy abierta, por lo que se le veía un empaste en los dientes superiores, y las arrugas de su rostro ocultaban prácticamente sus ojos color avellana. Era una foto realmente buena, aunque Bárbara siempre había sido fotogénica. Al mirarla, Lisa casi podía oír las carcajadas, profundas y guturales y muy, muy vivas. Lo que más echaría de menos sería la risa escandalosa de su madre, además del perfume de Fracas.
Pensó en la última vez que se habían reído juntas con ganas. Fue el día que Lisa ayudó a su madre a preparar su funeral. Le había dicho que no se sentía con ánimos de hacerlo con Mark. Él no dejaría de llorar y ella quería evitar las lágrimas a toda costa. A medida que se acercaba el final, estaba casi obsesionada con lo de no llorar. Hannah era demasiado joven, claro. Amanda no andaba por ahí, estaba fuera, con sus cosas. Y Jennifer... hombre, Jenny Wren no era precisamente la primera persona que te venía a la cabeza para esa clase de quehaceres, le dijo, al tiempo que hacía una mueca tonta y ponía los ojos en blanco. Pues no, Lisa estaba de acuerdo. Por un lado, se horrorizó; por el otro, se sintió halagada, por supuesto.
No esperaba que fuera tan divertido, pero ahora, al pensarlo, no entendía por qué no. Desde que Lisa tenía uso de razón, las dos se habían dado buenos hartones de reír. Esa semana mamá se había encontrado bastante bien. Estaba delgada y tenía un color algo raro —como un azul claro translúcido—, pero aún podía moverse y casi rebosaba energía. Tenía un montón de folletos y listados de ordenador esparcidos encima de la mesa del comedor. Féretros, coches fúnebres, coronas... Siempre decía que la vida estaba llena de chollos y ahora también la muerte, claro. La última gran fiesta a la que debes asistir, decían, si la preparas bien. Los primeros veinte minutos fueron macabros y extraños, pero luego las dos se pusieron a hacer el tonto; así era más fácil. Mamá tenía precios hasta de esos trastos tirados por caballos, pero les pareció que la gente no estaba del todo preparada para una despedida atiborrada de terciopelo lila, al más puro estilo Corleone. Eso sí, ya había previsto la ropa. Quería llevar el vestido de fiesta que se había puesto en la Nochevieja del fin del milenio, aunque ahora le quedaba algo grande. Lo que constituía un motivo secundario de celebración y casi justificaba una ceremonia con el féretro abierto. Al fin y al cabo, para poder embutirse en el vestido el 31 de diciembre de 1999, se había pasado una semana a base de sopa de col y se había envuelto en uno de esos ridículos chismes linfáticos y desde el 1 de enero de 2000, cuando se le salió la faja y la celulitis volvió a hacer acto de presencia, no lo había vuelto a tocar. Lisa recordaba el vestido: era verde esmeralda satinado y ligero, y a su madre le quedaba imponente. Con esa belleza que casi pone un poco celosas a las hijas adultas. El tema de la ropa interior había traído cola... Lisa había logrado que su madre se pusiera el primer y el último tanga de su vida, tras convencerla de que con ese vestido era la única alternativa aceptable, a menos que fuera sin ropa interior. Mamá le había llamado el día de Año Nuevo, contándole que era tan incómodo que se lo había quitado al cabo de más o menos una hora y que había recibido el Año Nuevo sin bragas, con un juez de paz y un director de escuela sentados a la mesa, faltaría más. Más carcajadas.
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