Ensayo El Carnero
javier564017 de Octubre de 2011
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Llama poderosamente la atención toda la escenografía y la trama pasional del caso de las Hinojosa dentro del contexto colonial de la época, como simiente de lo que siglos después se denominó como la crónica roja de pasquín, la narración negra urbana o el relato erótico de fotonovela. Todos ellos estigmatizados tradicionalmente como literatura de segunda clase dentro del canon formal. Las anteriores aproximaciones nominales caben dentro de los Estudios Culturales y la Posmodernidad que permiten una apertura hacia una controversia que cuestiona cualquier tipo de relación del individuo con la realidad que lo rodea. Es decir, las voces marginales y periféricas están ahora dentro de una nueva pluralidad de discursos más liberales.
Este trabajo entonces, desea unir ciertos puntos de contacto entre una narración del siglo XVI con características específicas como camino o semilla potencial de un estilo narrativo contemporáneo. En otras palabras, pretendemos alcanzar aquella relación existente entre una crónica local historiográfica como El Carnero, a partir del renombrado caso de las Hinojosa, como puente a lo que se conoce en la actualidad como literatura urbana. Aunque no nos interesa rastrear un género determinado si es oportuno al menos, redescubrir, asociar y hacer conexiones ínter temporales por medio de características que pueden llegar a ser comunes en textos y estilos separados cronológicamente.
EL CONTEXTO
Es importante realizar en principio un paneo histórico y cultural para caracterizar, delimitar e identificar el marco social en el que se desarrolló la obra de Rodríguez Freyle. La sociedad establecida en las colonias americanas del Nuevo Mundo durante este periodo se revestía ya de una muy interesante gama de grupos sociales y étnicos que se organizaban e interrelacionaban en una heteroglosia cultural que siglos después ha invitado a profundos y diversos estudios etnológicos y sociológicos. En principio, estaban los peninsulares que seguían ejerciendo su poder desde la metrópoli e insistían en ver los terrenos conquistados y sus gentes como valores brutos con fines exclusivamente económicos. Las colonias entonces, eran administradas como fábricas de cuya producción se seguiría beneficiando el imperio para esta época en declive. El grupo que seguía en jerarquía a los anteriores eran los tradicionalmente llamados criollos o aquellos hijos de europeos nacidos en las Américas. Esta elite en su gran mayoría letrada empezaba a ejercer cierta pugna con los españoles con el firme objetivo de una emancipación o de una insubordinación ante la corona que les dejaría como amos y señores de un paisaje social, cultural y ante todo económico. El sustrato que permanecía (y aun permanece en diferentes circunstancias) flotando entre ese binarismo de peninsulares y criollos lo conformaban los mestizos, una mayoría segregada. Finalmente, completaban esta escala los grupos endémicamente discriminados y oprimidos como lo eran los indígenas, negros, mulatos, zambos y todas sus variables combinatorias. La convivencia de estos sectores de la sociedad se marcaba por una serie de prejuicios y era como en el presente, tan belicosa y conflictiva como ampliamente politizada y anárquica:
La polaridad racial entre ocupantes de origen europeo por una parte, y los indígenas, los negros esclavos traídos del África y todas las variantes de mezclas raciales originadas de estos tres componentes básicos, por otro originó el concepto social de castas...el concepto, que englobaba despectivamente una variedad infinita de matices raciales no podría descomponerse con alguna precisión para explicar actitudes sociales características frente a cada una de las castas...evidentemente, muchos prejuicios provenían de la minoría blanca dominante y ella poseía de manera natural el monopolio de las valoraciones. El indio era perezoso en el siglo XVII y se había embrutecido en el siglo XVIII. Los mestizos, fuente inagotable de conflictos, y los pardos, pendencieros y borrachos. Los estereotipos sobre las castas tuvieron una larga vida en la época colonial y, al parecer, una aceptación universal. (Colmenares 294-297)
En medio de esta diglosia cultural, el periodo colonial empieza a desarrollar una vida específica en las pequeñas ciudades fundadas tiempo atrás. En esos núcleos urbanos se asentaban todas las disímiles capas de la pirámide social en una convivencia clasista y feudal. El urbanismo incipiente como proyecto empírico y el problema de la repartición poco equitativa de la tierra a nivel rural iban germinando enfrentamientos sociales que tiempos después desembocarían en conflictos civiles entre múltiples grupos sociales como lo comenta Álvaro Tirado Mejía en su texto: “...para fines del siglo XVI ya unas pocas personas habían acaparado las tierras mejores, más cercanas a los poblados y con vías de comunicación, dando lugar a un agudo problema de tierra padecido no solamente por los indígenas, sino también por los nuevos inmigrantes europeos” (72).
La ciudad colonial entonces, comienza a tener una vida propia en la que los grandes terratenientes, los representantes de la iglesia, los enviados de la corona, los comerciantes, los mestizos que navegaban entre diferentes clases, los sirvientes indígenas, los esclavos negros y demás, todos de diferentes orígenes e intereses, comenzaban a tener una convivencia más cercana dentro de un mismo espacio geográfico; creando un intercambio y una negociación que permitía abrir espacios de información, de nuevas generaciones multiculturales, de inéditas formas de ver el mundo, de una vida que caminaba con el tiempo y que con el día a día iba creciendo a la par de la ciudad adolescente que demarcaba sus inciertos límites: “Incluso la calle, la plaza, la iglesia y las numerosas festividades creaban un marco y un ambiente saturado de sonidos, colores, olores, formas que, sin dejar de tener un sello hispánico, eran también distintas de las que prevalecían en las ciudades peninsulares” (Alberro 58).
La ciudad latinoamericana creada a imagen y semejanza de la española pero con una historia corta que la hacia aparentemente mejor diseñada y con un panorama multiétnico muy diferente, basaba su centro simbólico de interacción pública en la plaza central como eje social de diversos e intensos acontecimientos. El corazón de las novísimas urbes era la plaza que sin duda era el lugar de encuentro de todos sus habitantes como bien lo describe Germán Arciniegas cuando se refiere al significado de la misma en la Colonia:
A la sombra de los árboles de la plaza se tejieron todas menudas intrigas, se hizo política, se urdió la justicia y la injusticia, y se soñó. Se vendieron los frutos de la tierra y se abrieron las toldas de los carniceros. Se hicieron las corridas de toros, se prendieron las hogueras de San Juan, y se quemó pólvora en la noche de Año Nuevo. Se hicieron en la plaza las procesiones de Semana Santa y de Corpus Christi, y desde el balcón del Ayuntamiento se leyeron los bandos en que se anunciaban los impuestos y las multas, la guerra con los ingleses, la muerte del rey, el nacimiento del príncipe. Era un radio que llevaba a los oídos del pueblo la crónica de ultramar, las malas noticias, y hasta las buenas...España, en vez de escuelas para el pueblo, hizo plazas. Y en la plaza, el pueblo adquirió la educación que tiene y encontró el teatro para su cultura. La plaza fue el escenario de lujo de la colonia en las capitales, y ofreció un abigarrado aspecto medieval cuando los grandes personajes de la época – virreyes, oidores, marqueses, arzobispos, monjas y frailes, capitanes, soldados, escribanos – se cruzaban luciendo trajes de colores. (81)
Es un hecho que la vida en esta etapa histórica de la Américas cobró otro tipo de dinámica especial y incubó relaciones particulares en las que los individuos se relacionaban por diferentes motivos e intereses. De la casa quinta criolla empedrada y con una fuente central, se podía caminar a la iglesia para la misa, al cabildo, imagen del poder monárquico del imperio, al mercado y untarse de oralidad, de ambiente rural y conocer la visión marginal del indígena o del mestizo X. En la plaza, se podía escuchar furtivamente, el diálogo entre el virrey con el oidor, los soldados con el rítmico galope de los caballos, el desfile de toda la parafernalia española en las callejuelas, el pregonero y su grito profundo o los mercaderes a la espera de sus clientes. Un escenario que ofrece una ambientación perfecta para caer al acecho de la cultura del chisme, la intriga, la calumnia o simplemente la continuación de la histórica crónica a la usanza peninsular pero de personajes heterogéneos reubicados dentro de un plano urbano.
Este mundo es recreado por Rodríguez Freyle que escudriña cada esquina de la Santa Fe y de la Tunja coloniales en particular, y a través de sus historias rompe el molde y contradice la imagen apacible y armoniosa de dos ciudades jóvenes, frías y conservadoras. Pues bien, los relatos del autor nos alertan acerca de una sociedad tan problematizada como cualquier otra y tan conflictiva como el origen diverso de sus pobladores. En primer lugar, la lectura de El Carnero deja en el lector la realidad aterradora de la eterna ansiedad política y social que surge a partir de la rapiña por el poder. La clase dominante y sus subgrupos se encontraban
trenzados desde ya por el control y la supremacía de lo que cada cual consideraba propio. Varias son las anécdotas narradas y humorísticamente detalladas en las que vemos antagonismos entre las jerarquías civiles y eclesiásticas ejemplificadas en querellas protagonizadas por frailes, obispos, encomenderos, oidores y demás. Las autoridades locales peleadas entre
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