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Heidi

Tesis21 de Abril de 2015

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He ei id dii

Juana Spyri

II N N D I I C C E E

Camino de los Alpes

En casa del abuelo

Una jornada en los Alpes

La casita de la abuela

Visitas inesperadas

Cosas nuevas y asombrosas

La señorita Rottenmeier pasa un día agitado

Siguen las sorpresas en casa del señor Sesemann

El regreso del señor Sesemann

La abuelita de Clara

Pérdidas y ganancias

Fantasmas en casa del señor Sesemann

Camino de los Alpes en un atardecer de verano

El domingo cuando las campanas suenan

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CAMINO DE LOS ALPES

Desde la risueña y antigua ciudad de Mayenfeld parte un sendero que, entre verdes campos y

tupidos bosques, llega hasta el pie de los Alpes majestuosos, que dominan aquella parte del valle.

Desde allí, el sendero empieza a subir hasta la cima de las montañas a través de prados de pastos

y olorosas hierbas que abundan en tan elevadas tierras.

Por este camino subían, cierta mañana de sol del mes de junio, una robusta y alta muchacha

de la comarca y, a su lado, cogida de la mano, una niña, cuyo moreno rostro aparecía sonrojado

de ardor. No era sorprendente que así ocurriera porque, pese al fuerte calor, la pobre niña iba

arropada como en pleno invierno. La pequeña no tendría más de cinco años: estaba tan sofocada,

que apenas si podía avanzar.

Una hora después llegaron a la aldea de Dörffi, situada a mitad del camino a la cima. Era el

pueblo donde la joven había nacido y pronto empezaron a llamarla de todos los lados. Abriéronse

las ventanas, aparecieron las mujeres del pueblo en el umbral de sus casas. Mas la joven no se

detuvo con ninguna. Se limitaba a contestar a los saludos y a las preguntas y no aminoró la

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marcha hasta que estuvo frente a una casita del otro extremo de la aldea. Una voz la llamó desde

dentro. La puerta estaba abierta.

-¿Eres tú, Dete? Espera un momento; podremos ir juntas si vas más lejos.

Salió de la casa una mujer alta, de aspecto joven y agradable.

La niña echó a andar detrás de las dos amigas.

-Pero, Dete, ¿dónde vas tú con esta pequeña? -La llevo al Viejo; se quedará con él.

-¡Cómo! ¿Quieres que esta niña se quede con el Viejo de los Alpes? Me parece que has

perdido el juicio, Dete.

-¡No faltaría más! Es el abuelo de la niña y le toca hacer algo por ella.

-¿A dónde piensas ir?

-A Frankfurt -repuso Dete-. Me han ofrecido allí un empleo en casa de una familia que

estuvo el año pasado en Ragatz. Yo les servía allí y arreglaba sus habitaciones. Ya entonces qui-

sieron llevarme a la ciudad.

-No me gustaría estar en el lugar de la niña -dijo Barbel-. Nadie sabe exactamente qué clase

de hombre es el Viejo de los Alpes. No quiere tratos con nadie; en todo el año no va ni una vez a

la iglesia y cuando, por casualidad, desciende con su grueso bastón, todo el mundo le rehúye

porque le temen.

-Todo lo que tú quieras -replicó Dete, un poco molesta-, pero no por eso deja de ser abuelo

de la niña y de tener la obligación de cuidarla. Bien mirado, ¿qué daño puede hacerle? Además,

pase lo que pase, él será el responsable y no yo.

-Yo sólo quisiera saber -continuó Barbel- qué es lo que el Viejo puede tener sobre su

conciencia para poner siempre ojos tan terribles cuando ve a alguien y por qué vivirá allí arriba

sin tratarse con nadie. Circulan toda clase de rumores sobre él y creo que tú has de saber algo de

ello por tu hermana, ¿no es así, Dete?

-Naturalmente; sé algo, pero me guardaré mucho de hablar. Si él se enterara después, ¡bueno

se pondría!

Sin embargo, la curiosidad de Barbel no estaba satisfecha. Hacía mucho tiempo que deseaba

saber algo sobre la vida de aquel Viejo de los Alpes, del que las gentes no hablaban sino en voz

baja, como si temieran indisponerse con él, sin atreverse; sin embargo, a defenderle. Como

Barbel hacía poco que había llegado de Praettigau para establecerse en Dörffi, ignoraba las cir-

cunstancias del pasado de los habitantes de aquellos contornos. Dete, una de sus antiguas amigas,

había nacido, por el contrario, en Dörffi, y había vivido allí con su madre hasta que ésta murió

hacía un año. Entonces había bajado a Ragatz para emplearse de camarera en el hotel. De allí

venía aquel día.

-Tú, Dete, eres un de las pocas personas a las que se puede dar crédito cuando hablan. Dime,

¿qué ha sucedido para que el Viejo se haya retirado allí arriba y sea siempre tan huraño?

-Si tuviera la seguridad de que luego no se sabría en toda la comarca, te contaría algunas

cosas de él.

-¡Cómo, Dete! ¿Qué piensas de mí? -repuso Barbel un poco ofendida-. No vayas a figurarte

que las de Praettigau somos unas charlatanas. Cuando es preciso, bien sé callarme. Cuéntame,

pues, y no te inquietes.

-Está bien, pero has de cumplir tu palabra -respondió Dete.

Sin embargo, antes de comenzar el relato, se volvió para asegurarse de que la niña no

anduviera demasiado cerca de ellas y pudiese escuchar lo que iba a decir. Mas Heidi había

desaparecido. Dete se detuvo y oteó el sendero que acababan de recorrer. Pero Heidi no aparecía

en ningún lugar de la vereda.

-¡Ah, ya la veo! -exclamó por fin Barbel-. ¡Fíjate allá abajo! Allí está saltando con Pedro el

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cabrero y sus animales. Así estamos mejor. Pedro se ocupará de la niña y nosotras podremos

hablar a nuestras anchas.

-No es preciso ocuparse mucho de la niña, porque a pesar de tener sólo cinco años, es muy

lista. Más tarde, buena falta le hará; el Viejo no posee nada más que su casita y sus dos cabras.

-¿Acaso tenía antes más? -preguntó Barbel.

-¿Ese? ¡Ya lo creo! -exclamó vivamente Dete-. Sus padres poseían una de las más hermosas

haciendas de Domleschg. Tenía sólo dos hijos. El hermano menor era tranquilo de carácter y

ordenado. Pero al Viejo no le gustaba trabajar; quería hacer el señorito. Terminó por perder en el

juego todo su patrimonio. Su padre y su madre murieron del disgusto, y su hermano, al que re-

dujo a la pobreza, salió del país para ir Dios sabe dónde. El Viejo mismo, que no poseía ya nada

más que su mala fama, desapareció también. Después de muchos años, un día apareció en

DomIeschg acompañado de un hijo, ya mayorcito. Pero todas las puertas se le cerraron y,

naturalmente, el Viejo se enfadó. Declaró que nunca volvería a Domleschg y se marchó para

siempre; se estableció con su hijo aquí, en Dörffi. Por lo que se dijo de él entonces, su mujer

murió dos años después de casados. Seguramente el Viejo tendría algún dinero, porque hizo que

su hijo Tobías aprendiera el oficio de carpintero. Tobías era un chico muy trabajador y agradable,

bien visto por todo el pueblo. Pero por lo que toca al padre, la gente desconfiaba de él. Como le

habíamos aceptado por pariente nuestro, porque la abuela de mi madre y la de la suya eran

hermanas, nosotras siempre le llamábamos tío.

-Pero ¿qué ha sido de Tobías?

-Tobías había ido a Mels para aprender allí el oficio. Cuando regresa a Dörffi se casó con mi

hermana Adelaida. Vivieron muy felices. Pero dos años después, mientras Tobías trabajaba en

una construcción, le cayó encima una viga y lo mató. Adelaida sufrió una emoción tan fuerte que

cayó gravemente enferma con un acceso violento de fiebre, del que no se repuso. Poco tiempo

después murió. Pronto corrió el rumor de que aquella desgracia era un castigo a la vida impía del

Viejo. Llegaron a decírselo a la cara y hasta el señor cura le habló con objeto de que se arre-

pintiera de su vida pasada. Pero en vez de modificarse se volvió más hosco. Por otro lado los

vecinos evitaban encontrarse con él todo lo posible. Un día se supo que se había ido para

establecerse en la cima de la montaña, y que no pensaba bajar nunca más al pueblo. Mi madre y

yo recogimos a la hija de Adelaida, que se llama como su madre; entonces no tenía más que un

año. El año pasado, cuando tuve que ir al balneario, me llevé a la pequeña. La puse de pupila en

casa de la vieja Ursula Pfaeffers, y así he podido dedicarme enteramente a mi trabajo. Esta

primavera, la familia de Frankfurt a la que serví el año pasado, ha vuelto a Ragatz y me pide de

nuevo que vaya con ellos. Saldremos pasado mañana.

-¿Y tú quieres dejar esta pequeña en casa del Viejo después de lo que me has contado de él? -

dijo Barbel en tono de reproche.

-¿Qué quieres? -se excusó Dete-. He hecho cuanto he podido. No puedo llevarme a Frankfurt

una niña de cinco años. Pero, a propósito, Barbel, ¿hasta dónde ibas tú?

-Precisamente hemos llegado adonde yo' venía -contestó Barbel-. He venido para hablar con

la abuela del cabrero; ella hila para mí durante el invierno. ¡Adiós, Dete, y que tengas mucha

suerte!

Dete tendió la mano a su amiga y se detuvo un momento para verla entrar en la casita del

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