Libro Sub Terra
karenpaulina844 de Noviembre de 2012
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Sub Terra
de
Baldomero Lillo
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Índice
Los inválidos
Cañuela y Petaca
El Chiflón del Diablo
El grisú
Juan Fariña
El pozo
La compuerta número 12
La mano pegada
El pago
Caza mayor
El registro
La barrena
Era él solo
Los inválidos
de Baldomero Lillo
La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado
alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados
de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas
Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después
de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol,
inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han
compartido las fatigas de una penosa jornada.
A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera
con brazos entonces vigoroso hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado
de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e
infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas
galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba
el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos
alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola
que desmenuza grana por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.
Todos estaban silenciosos la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para
cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo
se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni
un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.
Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños
montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos arrastraban difícilmente a través del
suelo desnudo, ávido de humedad.
En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados
galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña
hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire
enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.
Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase
a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio
el breve descanso que aquella maniobra le deparaba.
Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con
lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que iba enrollando en el
gran tambor, carrete gigantesco, la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto
una masa oscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros
por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula
balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro.
Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña
recogida en el centro de tu tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió
suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de
saco, desviándolo de la abertura del pique, y Diamante libre en un momento de sus ligaduras
se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.
Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que
antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por
cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos
de tiro y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de
otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la
gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el
látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.
Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en brioso bruto
que ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para
pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía
con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo,
paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y
correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse
refugiado la vida iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas
vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus
hondas profundidades.
Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños
e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como
poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún
libro desencuadernado y sucio cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba
aquellas frases y términos ininteligibles para sus oyentes.
Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e
ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del
apóstol.
El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello
del inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó:
-¿Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace
distinción entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña
arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento. ¡Camaradas,
este bruto es la imagen de nuestra vida! Como él callamos, sufriendo resignados nuestro
destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría
su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra
nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben nuestra
sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera
embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan
mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblas los talleres, las
campiñas y las entrañas de la tierra!
A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su
cuerpo temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida
en el vacío, parecía divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de
los campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares.
Como ante el océano que arrastra el grano de arena y derriba las montañas, todo se
derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo
como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas
donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa
mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna
los miserables bregan y se agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de
sus cerebros esclavos donde la idea, esa simiente, divina, no germinará jamás.
Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza
temerosa de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas,
cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus
abuelos, y en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaban a la joven gente de la mina, sólo
veían un espíritu inquieto y temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes
inmutables del destino.
Y cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacia ellos, en el extremo de la cancha,
cada cual se apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones
al estirar los cansados miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles.
El viejo, con los ojos húmedos y brillantes, vio alejarse ese rebaño miserable y luego tomando
entre sus manos la descarnada cabeza del caballo acaricióle las escasas crines, murmurando a
media voz:
-Adiós amigo, nada tienes que envidiarnos.
...