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Nadie Muere Hasta Que Dios Quiere


Enviado por   •  4 de Junio de 2014  •  1.821 Palabras (8 Páginas)  •  412 Visitas

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Nadie se muere hasta que Dios quiere

I

Cuentan que un fraile con ribetes de tuno y de filósofo, administrando el sacramento del matrimonio, le dijo al varón:

«Ahí te entrego esa mujer; trátala como a mula de alquiler, mucho garrote y poco de comer».

Otro que tal debió ser el que casó en Lima al platero Román, sólo que cambió de frenos y dijo a la mujer:

«Ahí tienes ese marido; trátalo como a buey al yugo uncido y procura que se-ahorque de aburrido».

Viven aún personas que conocieron y trataron al platero, a quien llamaremos Román; pues causa existe para no estampar en letras de molde su nombre verdadero. El presente sucedido es popularísimo en Lima y te lo referirá, lector, con puntos y comas, el primer octogenario con quien tropieces por esas calles.

La mujer de Román, si bien honradísima hembra en punto a fidelidad conyugal, tenía las peores cualidades apetecibles en una hija de Eva. Amiga del boato, manirrota, terca y regañona, atosigaba al pobrete del marido con exigencias de dinero; y aquello no era casa, ni hogar, ni Cristo que lo fundó, sino trasunto vivo del infierno. Ni se daba escobada, ni se zurcían las calcetas del pagano, ni se cuidaba del puchero, y todo, en fin, andaba a la bolina. Madama no pensaba sino en dijes y faralares, en bebendurrias y paseos.

A ese andar, la tienda y los haberes del marido se evaporaron en menos de lo que se persigna un cura loco, y con la pobreza estalló la guerra civil en esa república práctica que se llama matrimonio. Los cónyuges andaban siempre a pícame Pedro que picarte quiero. Por quítame allá esta paja se tiraban los cacharros a la cabeza, a riesgo de descalabrarse, y no quedaba silla con hueso sano. A bien librar salía siempre el bonachón del marido llevando en el rostro reminiscencias de las uñas de su conjunta persona.

Este matrimonio nos trae al magín un soneto que escribimos, allá por los alegres tiempos de nuestra mocedad, y que, pues la ocasión es tentadora para endilgarlo, ahí va como el caballo de copas:

Caséme por mi mal con una indina,

fresca como la pera bergamota;

trájome suegra y larga familiota

y por dote su cara peregrina.

A trote largo mi caudal camina

a sumergirse en una sirte ignota;

pronto he de hacer con ella bancarrota,

salvo que encuentre una boyante mina.

Un diablo pedigüeño anda conmigo;

es ¡dame! su perenne cantinela,

y así estoy en los huesos, caro amigo.

¿Qué me dices? ¿Mi afán te desconsuela?

-Dígote, D. Peruétano, que digo,

que aquélla no es mujer... es sanguijuela.

No recuerdo a quién oí decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez:

El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.

El segundo, no jurarle amor en vano.

El tercero, hacerle fiestas.

El cuarto, quererle más que a padre y madre.

El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.

El sexto, no traicionarlo,

El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.

El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos.

El noveno, no desear más prójimo que su marido.

El décimo, no codiciar el lujo ajeno.

Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria.

El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.

Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambras de moros y cristianos, gutibambas y muziferrenas, se dijo:

-Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras que las que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad en el otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había de perder su braveza y embobalicarse. Decididamente, hoy me ahorco.

Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro vayas de cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener ya otros en la vida.

II

-¿Y qué virrey gobernaba entonces?-. Paréceme oír esta pregunta, que es de estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan los oyentes.

Pues, lectores míos, gobernaba el Excmo. Sr. D. Gabriel de Avilés y Fierro, marqués de Avilés, teniente general de los reales ejércitos y que, después de haber servido la presidencia de Chile y el virreinato de Buenos Aires, vino en noviembre de 1801 a hacerse cargo del mando de esta bendita tierra.

Avilés había llegado al Perú en la época del virrey Amat; y cuando estalló en 1780 la famosa revolución de Tupac-Amaru fue mandado con tropas para sofocarla. Excesivo fue el rigor que empleó Avilés en esa campaña.

Durante su gobierno se erigió el obispado de Maynas y se incorporó Guayaquil al virreinato. Se estableció en Lima el hospital del Refugio para mujeres, a expensas de Avilés y de su esposa la limeña doña Mercedes Risco, y se principió la fábrica del fuerte de Santa Catalina para cuartel de artillería, bajo la dirección del

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