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Noche De Sombras Catherine Coulter

beebee16 de Julio de 2013

21.339 Palabras (86 Páginas)495 Visitas

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Prólogo

Londres, Inglaterra

Septiembre, 1814

Knight se apartó y se puso de rodillas. Observó el cuerpo de Daniella, blanco como el hielo, hermoso y misterioso, como sólo puede serlo el cuerpo de una mujer apenas iluminado por la luz de la luna en la oscuridad de la noche. Le rozó los pechos con los dedos.

— Eres exquisita— le dijo.

Daniella abrió los ojos y miró un buen rato al hombre que era su amante desde hacía cuatro meses.

— Sí— murmuró, sin saber de qué estaba hablando.

Con sus manos le acarició el pecho, palpó el vello crespo, la marcada musculatura y suspiró mientras jugueteaba con sus dedos en el abdomen, plano y ardiente. Al encontrarlo, Knight gimió.

— También eres insaciable— echó a reír con dolor. . — Quizá— dijo, mientras continuaba acariciándolo-. Pero tú también eres un hombre lujurioso.

— Tienes razón— aseguró Knight y entró en ella con un fabuloso impulso. Ella se quedó sin aliento ante semejante sacudida, pero alzó su cuerpo para encontrar el de su amante. Él la sujetó de las caderas para acercarla aún más. Daniella cerró los ojos y apretó los labios. Knight salió de ella y observó su rostro en el que vio la decepción pintada en los ojos.

— Bestia— musitó. Cuando él volvió a llenarla, gimió y le abrazó las caderas con las piernas.

Él era su prisionero ahora, pensó mientras se henchía y penetraba aún más dentro de ella. Conocía bien ese cuerpo: los débiles temblores que le contraían los músculos del abdomen, la tensión espasmódica de sus muslos y sus glúteos, los gemidos que escapaban de su boca, crudos, terribles, reales. Pero él mantuvo su ritmo irregular, primero rápido y superficial, luego lento y profundo, cada vez más profundo. Hasta que ella gritó y le golpeó los hombros con sus puños.

— ¡Knight!

Él sonrió y le dijo con suavidad

— Está bien.

Su mano estaba ubicada entre los dos cuerpos; con sus sabios dedos la acariciaba. Y ella gemía, se sacudía, con los ojos perdidos en el rostro de él y la frente brillante a causa de la transpiración. En ese momento, él se sintió profundamente solo pero dueño de un poder supremo. Nunca desde los diecinueve años, desde que había aprendido cómo brindar placer a una mujer, había permitido que su amante quedara insatisfecha. En realidad, no admitía simulaciones, y conocía demasiado bien a las mujeres para que lo engañaran. Vio que ella estaba rígida y agotada debajo de su cuerpo. Se había consumido de placer, y él se dejó ir, liberando su caudal.

— Bien— dijo, más para sí mismo que para ella, después de un momento, cuando su corazón había vuelto al ritmo normal-. Creo que he hecho un buen ejercicio.

Daniella sonrió, la misma sonrisa femenina que había visto en todas las mujeres después del sexo. Volvió a sentir ese poder absoluto. Le acomodó el cabello, la besó ligeramente en los labios y se levantó. Encendió una lámpara y, de rodillas, empezó a preparar el fuego.

— Hace frío esta noche— comentó unos minutos después mientras se lavaba con el agua de la vasija que se encontraba encima de la cómoda.

Daniella lo miraba. Tenía un cuerpo robusto delineado por las llamas que crecían desde la chimenea y por la delicada luz de la vela. Era un hombre apuesto, pensaba, con ese cabello espeso, casi negro. No era un negro azulado como el de los irlandeses que había conocido, ni tampoco negro carbón como el de ella que reflejaba la luz y emanaba destellos cobrizos. No, era espeso y de un negro profundo. Se enrulaba apenas al llegar a la nuca.

Sus ojos eran los que acaparaban la atención. Eran marrones con chispas amarillas: los ojos de un zorro, inteligentes, astutos y cínicos. Era delgado pero firme, dotado de un hermoso cuerpo masculino. Era un atleta y un reconocido deportista, el jinete más famoso del club Four Horse, según había escuchado. También se decía que era el favorito de Gentleman Jackson, ese famoso boxeador que ahora se dedicaba a instruir a hombres ricos en el arte del boxeo. Se comentaba que el vizconde de Castlerose poseía una increíble técnica unida a una gran fuerza e inteligencia. Daniella no sabía a qué tipo de técnica se refería, pero esos comentarios lo pintaban como un ser superior, y eso le fascinaba porque él le pertenecía. Al menos por un tiempo. Ya llevaban cuatro meses. Parecía tan poco tiempo. ¿Cuándo se cansaría de ella? Sacudió la cabeza en un intento de alejar el temido espectro.

Él estaba más allá del alcance de cualquier mujer, pensaba, inclusive de una dama de calidad, pero ese no era su caso. Cuántas veces se había reído y había asegurado que el matrimonio no era para él; que creía firmemente en la filosofía particular sostenida por su padre: que el hombre sabio y cuerdo no se casaba antes de los cuarenta años y que elegía una joven de no más de dieciocho, sana, fuerte y maleable como una oveja. Procreaba un heredero y luego lo dejaba solo para que creciera sin influencias de los caprichos de su progenitor.

Knight Winthrop, vizconde de Castlerose, estaba todavía muy lejos de los cuarenta años, ya que hacía tres meses había cumplido veintisiete. Era un soltero renombrado.

Ella lo miraba mientras se lavaba las largas piernas musculosas. Sus movimientos tenían gracia y donaire. Hacía el amor de un modo tal que nunca parecía apurado. Siempre estaba en control de su cuerpo y del de ella. Pero ella sentía, lo sabía, que estaba muy lejos de allí, solo y distante. Más allá de ella, pensó una vez, al observar su rostro cuando alcanzaba su placer.

— Hasta los pies son encantadores. — Sacudió la cabeza y rió.

— ¿Qué dijiste? ¿Que mis pies son qué?

Daniella movió la cabeza. No se había dado cuenta de que había hablado en voz alta. Sabía muy bien que no debía decir algo tan estúpido y revelador y se apresuró a echarse atrás.

— Nada, mi señor. Dije que los pies estaban sucios y que necesitaban ser limpiados como el resto del cuerpo.

El no quería saber nada de sentimientos. Le dejaría si percibiera que ella lo quería como algo más que un generoso protector. No sería descortés ni cruel, pero la abandonaría. Se incorporó apenas en la cama y se estiró lánguida, consciente de que él la estaba mirando. Y con la misma languidez, se volvió a acostar.

— Ponte algo o te enfermarás— dijo con voz ronca.

Ella lo había vuelto a excitar, apoyada en su costado, en una pose negligente, sus pechos apretados el uno contra el otro, la suave curva de su cadera, más marcada por la posición. Su cabello era tan negro como sólo podía ser el de una italiana y su piel era tan blanca como... no como la nieve, reflexionó. Ni siquiera en sus pensamientos se permitía ser común. Su piel era pálida, eso era todo. Y esos ojos oscuros, con la forma de las almendras, mostraban toda la pasión de su herencia napolitana. Le alcanzó una bata de color durazno que le había comprado unas semanas atrás.

Miró cómo se la ponía, con movimientos tan practicados que parecían tan naturales y seductores como los de una virgen.

— ¿Té, mi señor?

Asintió. De pronto su estómago rugió.

— ¿Tienes algo para comer?

— ¿No hubo suficiente comida en el banquete de bodas? — Sonrió.

— Estaba demasiado nervioso. Por Dios, los novios no dejaron de prodigarse caricias hasta que me hicieron sentir enfermo. Era deprimente. Y las damas, de todas las edades, me miraban como si se tratara de una zorra a punto de ser cazada por los cazadores. Escuché que una matrona le decía a otra que su hija era exactamente lo que el vizconde de Castlerose necesitaba. ¡Imagina la impudicia de esa vieja loca!

Daniella echó a reír y abandonó la alcoba. Su mucama, Marjorie, hacía rato que dormía y su cocinera y su mayordomo no se quedaban en la casa durante la noche. Quince minutos después regresó con una bandeja con trozos de pollo frío, rebanadas de pan, mantequilla y miel, y una tetera con té de la India.

Knight acababa de ponerse la bata. La ayudó a distribuir los manjares sobre la cama. Le palmeó las nalgas mientras ella se trepaba a él, riendo. . .

— Ah— dijo-. ¿Esto es lo que necesitas de mí, mi vizconde?

Knight tomó una pata de pollo y le arrancó un buen pedazo.

— Mis necesidades— dijo mientras masticaba— están en este momento en mi boca, tan apropiado en esta instancia como en otras.

Vio que ella no entendía y apenas sonrió mientras le alcanzaba un ala de pollo. Comieron en silencio durante unos minutos hasta que Daniella, satisfecha, interrumpió:

— Cuéntame de la boda y la recepción. ¿No estaban tus amigos allí?

Él sabía que a ella le encantaba escuchar las historias de las damas y los caballeros que él conocía. Una especie de envidia vicaria, pensó, pero trató de complacerla.

— ¿Te refieres a Burke Drummond y a su esposa, Arielle?

— ¿Él es el conde de Ravensworth?

— Sí. Estaban allí, por supuesto, ya que la novia era su ex cuñada. El y Arielle se veían muy bien y más que felices.

— ¿Desapruebas ese matrimonio? El conde todavía no ha llegado a los cuarenta.

— ¿Todavía te acuerdas de eso?

— Ha mencionado eso al menos tres veces, si mal no recuerdo.

Knight contuvo la risa.

— Espero no volverme tedioso, querida. No, Burke no está siquiera cerca de los cuarenta. De hecho, tiene mi edad. En lo que respecta a su esposa, bien... — Knight hizo una pausa para recrear a Arielle en su mente, la primera vez que

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