Segundo Viaje De Gulliver
Edithis12 de Enero de 2014
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Segunda parte
Un viaje a Brobdingnag
Capítulo primero
Descripción de una gran tempestad. -Envían la lancha en busca de agua: el autor va en ella a hacer descubrimientos en el país. -Le dejan en la playa; es apresado por uno de los naturales y llevado a casa de un labrador. -Su recibimiento allí, con varios incidentes que le acontecieron. -Descripción de los habitantes.
Condenado por mi naturaleza y por mi suerte a una vida activa y sin reposo, dos meses después de mi regreso volví a dejar mi país natal y me embarqué en las Dunas el 20 de junio de 1702, a bordo del Adventure, navío mandado por el capitán John Nicholas, de Liverpool, y destinado para Surat. Tuvimos muy buen viento hasta que llegamos al Cabo de Buena Esperanza, donde tomamos tierra para hacer aguada; pero habiéndose abierto una vía de agua en el navío, desembarcamos nuestras mercancías e invernamos allí, pues atacado el capitán de una fiebre intermitente, no pudimos dejar el Cabo hasta fines de marzo. Entonces nos dimos a la vela, y tuvimos buena travesía hasta pasar los estrechos de Madagascar; pero ya hacia el Norte de esta isla, y a cosa de cinco grados Sur de latitud, los vientos, que se ha observado que en aquellos mares soplan constantes del Noroeste desde principios de diciembre hasta principios de mayo, comenzaron el 9 de abril a soplar con violencia mucho mayor y más en dirección Oeste que de costumbre. Siguieron así por espacio de veinte días, durante los cuales fuimos algo arrastrados al Este de las islas Molucas y unos tres grados hacia el Norte de la línea, según comprobó nuestro capitán por observaciones hechas el 2 de mayo, tiempo en que el viento cesó y vino una calma absoluta, de la que yo me regocijé no poco. Pero el patrón, hombre experimentado en la navegación por aquellos mares, nos previno para que nos dispusiéramos a guardarnos de la tempestad, que, en efecto, se desencadenó al día siguiente, pues empezó a formalizarse el viento llamado monzón del Sur.
Creyendo que la borrasca pasaría, cargamos la cebadera y nos dispusimos para aferrar el trinquete; pero, en vista de lo contrario del tiempo, cuidamos de sujetar bien las piezas de artillería y aferramos la mesana. Como estábamos muy enmarados, creímos mejor correr el tiempo con mar en popa que no capear o navegar a palo seco. Rizamos el trinquete y lo cazamos. El timón iba a barlovento. El navío se portaba bravamente. Largamos la cargadera de trinquete; pero la vela se rajó y arriamos la verga; y una vez dentro la vela, la desaparejamos de todo su laboreo. La tempestad era horrible; la mar se agitaba inquietante y amenazadora. Se afirmaron los aparejos reales y reforzamos el servicio del timón. No calamos los masteleros, sino que los dejamos en su lugar, porque el barco corría muy bien con mar en en popa y sabíamos que con los masteleros izados el buque no sufría y surcaba el mar sin riesgo. Cuando pasó la tempestad largamos el nuevo trinquete y nos pusimos a la capa; luego largamos la mesana, la gavia y el velacho. Llevábamos rumbo Nordeste con viento Sudoeste. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento, cazamos las brazas de sotavento, halamos de las bolinas y las amarramos; se amuró la mesana y gobernamos a buen viaje en cuanto nos fue posible.
Durante esta tempestad, a la que siguió un fuerte vendaval Oeste, fuimos arrastrados, según mi cálculo, a unas quinientas leguas al Este; así, que el marinero más viejo de los que estaban a bordo no podía decir en qué parte del mundo nos hallábamos. Teníamos aún bastantes provisiones, nuestro barco estaba sano de quilla y costados y toda la tripulación gozaba de buena salud; pero sufríamos la más terrible escasez de agua. Creímos mejor seguir el mismo rumbo que no virar más hacia el Norte, pues esto podría habernos llevado a las regiones noroeste de la Gran Tartaria y a los mares helados.
El 16 de junio de 1703 un grumete descubrió tierra desde el mastelero. El 17 dimos vista de lleno a una gran isla o continente -que no sabíamos cuál de ambas cosas fuera-, en cuya parte sur había una pequeña lengua detierra que avanzaba en el mar y una ensenada sin fondo bastante para que entrase un barco de más de cien toneladas. Echamos el ancla a una legua de esta ensenada, y nuestro capitán mandó en una lancha a una docena de hombres bien armados con vasijas para agua, por si pudieran encontrar alguna. Le pedí licencia para ir con ellos, a fin de ver el país y hacer algún descubrimiento a serme posible. Al llegar a tierra no hallamos río ni manantial alguno, así como tampoco señal de habitantes. En vista de ello, nuestros hombres recorrieron la playa en varios sentidos para ver si encontraban algo de agua dulce cerca del mar, y yo anduve solo sobre una milla por el otro lado, donde encontré el suelo desnudo y rocoso. Empecé a sentirme cansado, y no divisando nada que despertase mi curiosidad, emprendí despacio el regreso a la ensenada; como tenía a la vista el mar, pude advertir que nuestros hombres habían reembarcado en el bote y remaban desesperadamente hacia el barco. Ya iba a gritarles, aunque de nada hubiera servido, cuando observé que iba tras ellos por el mar una criatura enorme corriendo con todas sus fuerzas. Vadeaba con agua poco más que a la rodilla y daba zancadas prodigiosas; pero nuestros hombres le habían tomado media legua de delantera, y como el mar por aquellos contornos estaba lleno de rocas puntiagudas, el monstruo no pudo alcanzar el bote. Esto me lo dijeron más tarde, porque yo no osé quedarme allí para ver el desenlace de la aventura; antes al contrario, tomé a todo correr otra vez el camino que antes había llevado y trepé a un escarpado cerro desde donde se descubría alguna perspectiva del terreno. Estaba completamente cultivado; pero lo que primero me sorprendió fue la altura de la hierba, que en los campos que parecían destinarse para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.
Fuí a dar en una carretera, que por tal la tuve yo, aunque a los habitantes les servía sólo de vereda a través de un campo de cebada. Anduve por ella algún tiempo sin ver gran cosa por los lados, pues la cosecha estaba próxima y la mies levantaba cerca de cuarenta pies. Me costó una hora llegar al final de este campo, que estaba cercado con un seto de lo menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan elevados, que no pude siquiera calcular su altura. Había en la cerca para pasar de este campo al inmediato una puerta con cuatro escalones para salvar el desnivel y una piedra que había que trasponer cuando se llegaba al último. Me fue imposible trepar esta gradería, porque cada escalón era de seis pies de alto, y la piedra última, de más de veinte. Andaba yo buscando por el cercado algún boquete, cuando descubrí en el campo inmediato, avanzando hacia la puerta, a uno de los habitantes, de igual tamaño que el que había visto en el mar persiguiendo nuestro bote. Parecía tan alto como un campanario de mediana altura y avanzaba de cada zancada unas diez yardas por lo que pude apreciar. Sobrecogido de terror y asombro, corrí a esconderme entre la mies, desde donde le vi detenerse en lo alto de la escalera y volverse a mirar al campo inmediato hacia la derecha, y le oí llamar con una voz muchísimo más potente que si saliera de una bocina; pero el ruido venía de tan alto, que al pronto creí ciertamente que era un trueno. Luego de esto, siete monstruos como él se le aproximaron llevando en las manos hoces, cada una del grandor de seis guadañas. Estos hombres no estaban tan bien ataviados como el primero y debían de ser sus criados o trabajadores, porque a algunas palabras de él se dirigieron a segar la mies del campo en que yo me hallaba. Me mantenía de ellos a la mayor distancia que podía, aunque para moverme encontraba dificultad extrema porque los tallos de la mies no distaban más de un pie en muchos casos, de modo que apenas podía deslizar mi cuerpo entre ellos. No obstante, me di traza para ir avanzando hasta que llegué a una parte del campo en que la lluvia y el viento habían doblado la mies. Aquí me fue imposible adelantar un paso, pues los tallos estaban de tal modo entretejidos, que no podía escurrirme entre ellos, y las aristas de las espigas caídas eran tan fuertes y puntiagudas, que a través de las ropas se me clavaban en las carnes. Al mismo tiempo oía a los segadores a no más de cien yardas tras de mí. Por completo desalentado en la lucha y totalmente rendido por la pesadumbre y la desesperación, me acosté entre dos caballones, deseando muy de veras encontrar allí el término de mis días. Lloré por mi viuda desolada y por mis hijos huérfanos de padre; lamenté mi propia locura y terquedad al emprender un segundo viaje contra el consejo de todos mis amigos y parientes. En medio de esta terrible agitación de ánimo, no podía por menos de pensar en Liliput, cuyos habitantes me miraban como el mayor prodigio que nunca se viera en el mundo, donde yo había podido llevarme de la mano una flota imperial y realizar aquellas otras hazañas que serán recordadas por siempre en las crónicas de aquel imperio y que la posteridad se resistirá a creer, aunque atestiguadas por millones de sus antecesores. Reflexionaba yo en la mortificación que para mí debía representar aparecer tan insignificante en esta nación como un simple liliputiense aparecería entre nosotros; pero ésta pensaba que había de ser la última de mis desdichas, pues si se ha observado en las humanas criaturas que su salvajismo y crueldad están en proporción de su corpulencia, ¿qué podía yo esperar sino ser engullido por el primero de aquellos enormes bárbaros que acertase a atraparme? Indudablemente los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación.
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