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Susan Elizabeth Phillips


Enviado por   •  21 de Noviembre de 2012  •  Síntesis  •  5.772 Palabras (24 Páginas)  •  421 Visitas

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SOBRE LA AUTORA:

Susan Elizabeth Phillips es autora de numerosas novelas que han sido bestsellers del New York Times y se han traducido a varios idiomas. Entre ellas se cuentan Toscana para dos y Ella es tan dulce, publicadas por Vergara, y Este corazón mío, por Zeta Bolsillo.

Phillips ha ganado el prestigioso premio Rita, y mereció en dos oportunidades el premio al Libro Favorito del Año de Romance Writers of America. Romantic Times la hizo acreedora del Career Achievement Award, un premio a su carrera literaria. Ella confiesa que comenzó a escribir por pura casualidad. Trabajó como profesora de instituto hasta que por cuestiones laborales, tuvo que trasladarse con su familia a Nueva Jersey donde conoció a Clare, una amiga con la que le gustaba comentar sobre los libros que leían y que la animó a escribir un libro juntas por diversión.

Aunque al principio nadie hubiera dado nada por ellas finalmente la obra de Justine Cole (pseudónimo elegido por Susan y su amiga) vio la luz y fue publicado en 1983 con el título The Copeland Bride. Aunque no es de sus mejores libros Susan reconoce sentirse muy orgullosa de él ya que supuso todo un reto para Clare y ella.

Posteriormente, Clare se trasladó de ciudad y Susan decidió continuar su carrera como escritora en solitario… convirtiéndose en todo un referente en la literatura romántica contemporánea. Vive en las afueras de Chicago con su marido y sus dos hijos.

CAPÍTULO 01

Daisy Devreaux había olvidado el nombre de su novio.

—Yo, Theodosia, te tomo a ti... Se mordisqueó el labio inferior. Su padre los había presentado unos días antes, aquella terrible mañana cuando los tres habían ido a por la licencia matrimonial. Después él se había esfumado y no lo había vuelto a ver hasta hacía sólo unos minutos, en el dúplex que su padre poseía al oeste de Central Park, cuando había bajado a la sala donde ese mediodía estaba celebrándose aquella apresurada boda.

Daisy casi podía sentir la enérgica desaprobación de su padre, que se encontraba a su espalda, pero eso no era nada nuevo para ella. Lo había decepcionado incluso antes de nacer y no importaba cuánto lo hubiera intentado, nunca había conseguido que cambiara de opinión sobre su hija.

Se arriesgó a mirar de reojo al novio que el dinero de su padre había comprado. Un semental. Un auténtico semental de estatura imponente, constitución delgada pero fibrosa y extraños ojos color ámbar. A la madre de Daisy le habría encantado.

Lani Devreaux había muerto el año anterior, en el incendio de un yate cuando dormía en brazos de una estrella de rock de veinticuatro años. Daisy ya podía pensar en su madre sin sentir dolor y sonrió para sus adentros al darse cuenta de que el hombre que estaba junto a ella hubiera sido demasiado mayor para Lani. Debía rondar los treinta y cinco años y su madre solía fijar el límite en veintinueve.

Tenía el pelo tan oscuro que parecía negro y unos rasgos cincelados que harían que su cara pareciera demasiado bella si no fuera por la mandíbula firme y el ceño amenazador. Los hombres que poseían ese brutal atractivo habían atraído a Lani, pero Daisy los prefería más maduros y conservadores. No por primera vez desde que la ceremonia había comenzado, deseó que su padre hubiera escogido a alguien menos intimidante.

Intentó tranquilizarse recordándose que no iba a tener que pasar más que unas pocas horas con su nuevo marido. Todo acabaría en cuanto tuviera oportunidad de exponerle el plan que se le había ocurrido. Por desgracia, el plan conllevaba romper unos votos matrimoniales que ella consideraba sagrados y, dado que no solía tomarse sus promesas a la ligera —en especial los votos matrimoniales, —sospechaba que eran los remordimientos de conciencia la causa de su bloqueo mental.

Empezó de nuevo, esperando que el nombre le viniera a la mente.

—Yo, Theodosia, te tomo ti... —La voz de Daisy se apagó.

El novio en cuestión no le dirigió ni una simple mirada y, por supuesto, tampoco intentó ayudarla. Permaneció con la vista al frente, y las inflexibles líneas de aquel duro perfil le provocaron a Daisy un cosquilleo en la piel. Él acababa de formular sus votos, así que tenía que haber pronunciado el dichoso nombre, pero la falta de inflexión en su voz no había traspasado la parálisis mental de Daisy y no se había enterado.

—Alexander —masculló su padre detrás de ella, y Daisy pudo deducir por el tono de su voz que apretaba los dientes otra vez. Para haber sido uno de los mejores diplomáticos de Estados Unidos no se podía decir que tuviera demasiada paciencia con ella.

Daisy se clavó las uñas en las palmas de las manos, diciéndose que no tenía otra alternativa.

—Yo, Theodosia... —tragó saliva, —te tomo a ti, Alexander... —volvió a tragar saliva, —como mi horrible esposo.

Hasta que no escuchó la exclamación de Amelia, su madrastra, no se dio cuenta de lo que había dicho. El semental volvió la cabeza y la miró. Arqueaba una ceja oscura con leve curiosidad, como si no estuviera seguro de haber oído correctamente. «Mi horrible esposo.» El peculiar sentido del humor de Daisy tomó el control y sintió que le temblaban los labios.

Él alzó las cejas, y esos ojos profundos la miraron sin una pizca de diversión. Resultaba evidente que el semental no compartía sus problemas para contener una risa inoportuna.

Tragándose la histeria que crecía en su interior, Daisy miró rápidamente hacia delante sin disculparse. Al menos una parte de aquellos votos había sido honesta porque él, sin duda, sería un esposo horrible para ella. Finalmente, el bloqueo mental desapareció y el apellido del novio irrumpió en su mente. Markov. Alexander Markov. Era otro de los rusos de su padre.

Como antiguo embajador en la Unión Soviética, el padre de Daisy, Max Petroff, tenía infinidad de conocidos en la comunidad rusa, tanto allí, en Estados Unidos, como en el extranjero. La pasión de su padre por la ancestral tierra que lo había visto nacer se reflejaba incluso en la decoración de la habitación donde se encontraban en ese momento, en las paredes azules —tan comunes en la arquitectura residencial de su país, —la chimenea de ladrillos amarillos y la multicolor alfombra kilim. A la izquierda, sobre un secreter de nogal, había un par de floreros de cobalto ruso y algunas figuras de cristal y porcelana de las Colecciones Imperiales de San Petersburgo. El mueble era una mezcla de art déco y estilo Victoriano que, de

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