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Travesuras De Una Niña Mala

adaayme7 de Abril de 2013

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Travesuras de la niña mala

www.puntodelectura.com

Mario Vargas Llosa nació en Arequipa,

Perú, en 1936. Aunque había estrenado

un drama en Piura y publicado un libro de

relatos, Los jefes, que obtuvo el Premio

Leopoldo Alas, su carrera literaria cobró

notoriedad con la publicación de La ciudad

y los perros, Premio Biblioteca Breve

(1962) y Premio de la Crítica (1963). En

1965 apareció su segunda novela, La casa

verde, que obtuvo el Premio de la Crítica y

el Premio Internacional Rómulo Gallegos.

Posteriormente ha publicado piezas teatrales

(La señorita de Tacna, Kathie y el

hipopótamo, La Chunga, El loco de los

balcones y Ojos bonitos, cuadros feos),

estudios y ensayos (como La orgía perpetua,

La verdad de las mentiras y La tentación

de lo imposible), memorias (El pez en

el agua), relatos (Los cachorros) y, sobre

todo, novelas: Conversación en La Catedral,

Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia

y el escribidor, La guerra del fin del mundo,

Historia de Mayta, ¿Quién mató a

Palomino Molero?, El hablador, Elogio de

la madrastra, Lituma en los Andes, Los

cuadernos de don Rigoberto, La Fiesta del

Chivo, El Paraíso en la otra esquina y Travesuras

de la niña mala. Ha obtenido los

más importantes galardones literarios,

desde los ya mencionados hasta el Premio

Cervantes, el Príncipe de Asturias, el PEN/

Nabokov y el Grinzane Cavour. Su último

libro es El viaje a la ficción (2008).

MARIO VARGAS LLOSA

Travesuras de la niña mala

Título: Travesuras de la niña mala

© 2006, Mario Vargas Llosa

© De esta edición: enero 2009, Santillana Ediciones Generales, S.L.

Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España)

Teléfono 91 744 90 60

www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-1612-5

Depósito legal: B-51.841-2008

Impreso en España – Printed in Spain

Diseño de portada: Pep Carrió

Diseño de colección: María Pérez-Aguilera

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicación

no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,

ni registrada en o transmitida por, un sistema de

recuperación de información, en ninguna forma

ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,

electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,

o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito

de la editorial.

A X, en memoria de los tiempos heroicos

I

Las chilenitas

Aquél fue un verano fabuloso. Vino Pérez Prado con

su orquesta de doce profesores a animar los bailes de Carnavales

del Club Terrazas de Miraflores y del Lawn Tenis

de Lima, se organizó un campeonato nacional de mambo

en la Plaza de Acho que fue un gran éxito pese a la amenaza

del Cardenal Juan Gualberto Guevara, arzobispo de

Lima, de excomulgar a todas las parejas participantes, y

mi barrio, el Barrio Alegre de las calles miraflorinas de

Diego Ferré, Juan Fanning y Colón, disputó unas olimpiadas

de fulbito, ciclismo, atletismo y natación con el barrio

de la calle San Martín, que, por supuesto, ganamos.

Ocurrieron cosas extraordinarias en aquel verano

de 1950. Cojinoba Lañas le cayó por primera vez a una

chica —la pelirroja Seminauel— y ésta, ante la sorpresa

de todo Miraflores, le dijo que sí. Cojinoba se olvidó de

su cojera y andaba desde entonces por las calles sacando

pecho como un Charles Atlas. Tico Tiravante rompió

con Ilse y le cayó a Laurita, Víctor Ojeda le cayó a Ilse y

rompió con Inge, Juan Barreto le cayó a Inge y rompió

con Ilse. Hubo tal recomposición sentimental en el barrio

que andábamos aturdidos, los enamoramientos se

deshacían y rehacían y al salir de las fiestas de los sábados

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las parejas no siempre eran las mismas que entraron.

«¡Qué relajo!», se escandalizaba mi tía Alberta, con

quien yo vivía desde la muerte de mis padres.

Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces,

allá a lo lejos, la primera a doscientos metros de la

playa, y hasta allí íbamos a bajarlas a pecho los valientes,

y nos hacíamos arrastrar unos cien metros, hasta donde

las olas morían sólo para reconstituirse en airosos tumbos

y romper de nuevo, en una segunda reventazón que

nos deslizaba a los corredores de olas hasta las piedrecitas

de la playa.

Aquel verano extraordinario, en las fiestas de Miraflores

todo el mundo dejó de bailar valses, corridos,

blues, boleros y huarachas, porque el mambo arrasó. El

mambo, un terremoto que tuvo moviéndose, saltando,

brincando, haciendo figuras, a todas las parejas infantiles,

adolescentes y maduras en las fiestas del barrio. Y seguramente

lo mismo ocurría fuera de Miraflores, más allá del

mundo y de la vida, en Lince, Breña, Chorrillos, o los

todavía más exóticos barrios de La Victoria, el centro de Lima,

el Rímac y el Porvenir, que nosotros, los miraflorinos,

no habíamos pisado ni pensábamos tener que pisar jamás.

Y así como de los valsecitos y las huarachas, las

sambas y las polcas habíamos pasado al mambo, pasamos

también de los patines y los patinetes a la bicicleta, y algunos,

Tato Monje y Tony Espejo por ejemplo, a la moto,

e incluso uno o dos al automóvil, como el grandulón

del barrio, Luchín, que le robaba a veces el Chevrolet

convertible a su papá y nos llevaba a dar una vuelta por

los malecones, desde el Terrazas hasta la quebrada de

Armendáriz, a cien por hora.

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Pero el hecho más notable de aquel verano fue la

llegada a Miraflores, desde Chile, su lejanísimo país, de

dos hermanas cuya presencia llamativa y su inconfundible

manerita de hablar, rapidito, comiéndose las últimas

sílabas de las palabras y rematando las frases con una aspirada

exclamación que sonaba como un «pué», nos pusieron

de vuelta y media a todos los miraflorinos que

acabábamos de mudar el pantalón corto por el largo. Y, a

mí, más que a los otros.

La menor parecía la mayor y viceversa. La mayor

se llamaba Lily y era algo más bajita que Lucy, a la que

le llevaba un año. Lily tendría catorce o quince años a lo

más y Lucy trece o catorce. El adjetivo llamativa parecía

inventado para ellas, pero, sin dejar de serlo, Lucy no

lo era tanto como su hermana, no sólo porque sus cabellos

eran menos rubios y más cortos y porque se vestía

con más sobriedad que Lily, sino porque era más callada

y, a la hora de bailar, aunque también hacía figuras

y quebraba la cintura con una audacia a la que ninguna

miraflorina se atrevería, parecía una chica recatada, inhibida

y casi sosa en comparación con ese trompo, esa llama

al viento, ese fuego fatuo que era Lily cuando, instalados

los discos en el pick up, reventaba el mambo y nos

poníamos a bailar.

Lily bailaba con un ritmo sabroso y mucha gracia,

sonriendo y canturreando la letra de la canción, alzando

los brazos, mostrando las rodillas y moviendo cintura y

hombros de manera que todo su cuerpecito, al que modelaban

con tanta malicia y tantas curvas las faldas y blusas

que llevaba, parecía encresparse, vibrar y participar

del baile de la punta de los cabellos a los pies. Quien

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bailaba el mambo con ella la pasaba siempre mal, porque

¿cómo seguir sin enredarse el torbellino endiablado de

esas piernas y patitas saltarinas? ¡Imposible! Uno quedaba

rezagado desde el principio y muy consciente de que

los ojos de todas las parejas estaban concentrados en las

hazañas mamberas de Lily. «¡Qué niñita!», se indignaba

mi tía Alberta, «baila como una Tongolele, como una

rumbera de película mexicana». «Bueno, no olvidemos

que es chilena», se hacía eco ella misma, «el fuerte de las

mujeres de ese país no es la virtud».

Yo de Lily me enamoré como un becerro, la forma

más romántica de enamorarse —se decía también templarse

al cien—, y, en ese verano inolvidable, le caí tres

veces. La primera, en la platea alta del Ricardo Palma,

ese cine que estaba en el Parque Central de Miraflores,

en la matinée del domingo, y me dijo que no, era todavía

muy joven para tener enamorado. La segunda, en la pista

de patinaje que se inauguró justamente ese verano al

pie del Parque Salazar, y me dijo no, necesitaba pensarlo

porque, aunque yo le gustaba un poquito, sus padres le

habían pedido que no tuviera enamorado hasta que terminara

el cuarto de media y ella estaba todavía en tercero.

Y, la última, pocos días antes del gran lío, en el Cream

Rica de la avenida Larco, mientras tomábamos un milkshake

de vainilla, y, por supuesto, otra vez que no, para

qué me iba a decir que sí ya que estando como estábamos

parecíamos enamorados. ¿No

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