Ulises Criollo
anazury29 de Enero de 2014
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EL COMIENZO
Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después del lazo fisiológico. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo
En seguida, imágenes precursoras de las ideas inician un desfile confuso. En vano trato de representarme como era el pueblo del Sasabe primitivo. La memoria objetiva nunca me ha sido fiel. En cambio la memoria emocional me revive fácilmente, la emoción del desierto me envolvía. Por donde mirásemos se extendía polvorienta la llanura sembrada de chaparros y de cactos. De noche, de día, el silencio y la soledad en equilibrio sobrecogedor y grandioso. Igual que una película, interrumpida porque se han velado largos trechos, mi panorama del Sasabe se corta a menudo; borrase días sin relieve y aparece una tarde de domingo. Almuerzo en el campo, varias personas aparte de la familia. Mi padre lanza al aire una botella vacía; dispara el Winchester y vuelan los trozos de vidrio, una, dos, tres veces. Otros aciertan también; algunos fallan. Por la extensión amarillenta y desierta se pierden las detonaciones y las risas. No sé cuánto tiempo estuvimos en aquel paraje; únicamente recuerdo el motivo de nuestra salida de allí. Fue un extraño amanecer. Desde nuestras camas atravesó de la ventana abierta, vimos sobre una ondulación del terreno próximo un grupo extranjero de uniforme azul claro. Sobre la tienda que levantaron flotaba la bandera de las barras y las estrellas. De sus pliegues fluía un propósito hostil. Vagamente supe que los recién llegados pertenecían a la comisión norteamericana de límites. Habían decidido que nuestro campamento, con su noria, caía bajo la jurisdicción yankee y nos echaban. Ignoro lo que hicimos en el nuevo Sasabe, que es el de hoy, ni se cómo lo dejamos. La más próxima visión que me descubo es una tarde, en Ciudad Juárez, o sea El Paso del Norte. Nada más descubro de ese periodo infantil. El hijo tenue de la personalidad se va rompiendo sin que logre reanudarlo la memoria, sin embargo, algo aflora del rio subterráneo de repente y nos descubre otro remoto paisaje. De nuestra estancia en el Paso quedo en el hogar un documento valioso: la fotografía de etiqueta norteamericana que nos retrató el día de fiesta. Los hermanos éramos entonces cinco. El primogénito murió en Oaxaca, antes de que la familia emigrara. Yo, como segundo, herede el mayorazgo, y seguían Concha, Lola, Carmen e Ignacio. Nos cayó este último no se exactamente en cual estación de la ruta, y nos dejó a poco en otra, muriéndose pequeño. Cuando preguntaban a mi madre por su preferido, respondía: “-Son como los dedos de la mano: se les quiere a todos por igual.”
MI PUEBLO
Habitábamos una casa de pueblo. Sala, con mecedoras, mesa al centro, sillas adosadas a la pared; a la vuelta, una serie de alcobas en fila. En la primera dormían mis padres; en seguida, mis hermanas; luego en otra la abuela, y al final estaba la mía, pequeña pero con salida al patio principal. Las puertas interiores quedaban abiertas en el largo paso que mi madre podía recorrer con la vista desde su habitación.
Mi padre se había asomado a la escuela del lugar; vio los bancos desvencijados, el piso de tierra y un maestro de palmeta y pañuelo amarrado a la cabeza, y desistió. Más tarde empezó a darme clases particulares un maestro Calderón. No era nuestro pariente, sino solo un homónimo. No garantizo la fidelidad de la poética. Desde entonces me preocupaba el contenido no la forma. Leíamos también un compendio de Historia de México, deteniéndonos en la tarea de los españoles que vinieron a cristianizar a los indios y a extirparles su idolatría. Que hubiera habido adoradores de ídolos, me parecía estúpido; el concepto del espíritu me era más familiar, más evidente que cualquier plástica humana.
VOCACION DESATENDIDA
Por otra parte mi politécnica estaba en esa época en el corral de nuestra casa. Para nada me ocupaba de gallinas y gallos; ni teníamos perro ni experimente jamás la afición a las bestias domesticadas. En el rincón más reguardado aplane varios metros en cuadro. Luego marque con estacas y cordeles el trazo de unos cimientos. Cave las zanjas, las rellene de padecería con arena y cal. Acumule enseguida pequeños bloques de barro batido y secado al sol y comencé a construir. En silencio, casi en secreto, me dedicaba horas y horas a la tarea fascinante. Poseíamos un estereoscopio con grandes vistas de Oaxaca, y ese fue sin duda mi texto. Aunque yo imaginaba que todo lo que pudiera haber en Oaxaca quedaba superado por mi creación. Antes de terminar la obra hube de reparar no pocas cuarteaduras. Pero el conjunto resulto firme; lo deje blanqueado con cal y enfrente le trace un remedo de andenes embaldosados, recuerdo que seguramente o imitación inconsciente de lo que vi de pequeño en los atrios de las iglesias de la capital. Varios meses de trabajo costo la obra, que aseguraba mi fama en el pueblo. Venían a verla chicos y mayores.
LAURA: DAME UN BESO
En nuestro pueblo todos éramos más o menos forasteros. Una de esas familias, vecina nuestra, tenía una hija, Laura, de ocho a diez años; lindos ojos maliciosos y piernas agiles. Tropecé casi con Laura. Llevaba yo en la mano unos caramelos. Sin darme tiempo a ocultarlos, me miro y dijo:
-Pepe: dame un caramelo… -Toma-repuse ofreciéndole-; pero tú, dame un beso. Cogió ella el caramelo y escapo. No recuerdo que el incidente me dejara mayor impresión, y quizá lo hubiera olvidado de no haber tenido consecuencias.
NOTICIAS PRETÉRITAS
En la capital, mi padre obtuvo un puesto en la Aduana de Soconusco. Lo que obligo a un viaje increíble, creo hasta Puerto Ángel, donde tomamos un barco. Un temporal nos llevó de arribada forzosa a Champerico, de Guatemala. Allí encontraron mulas para atravesar la frontera por Tapachula.
Po huir del paludismo, mi padre acepto el cargo aquel del Sasabe, en el otro extremo del sistema aduanal mexicano. Los relatos de mi hogar empezaban pues, con una advertencia geográfica. “Cuando estábamos en Chiapas”, “cuando pasamos por México”, “una vez en Oaxaca…” y el castigo, cuando éramos todavía muy niños, consistía en obligarnos a extender la mano para recibir los polvos de quinina que servía el doble objeto de enderezar la conducta y curar de paso el cuerpo prematuramente por las fiebres.
GASTRONOMÍA COSMOPOLITA
En Piedras Negras, el clima extremoso resulta saludable. Se vive la mayor parte del año puertas afuera y no había entonces otra diversión que los convites entre amigos.
La cocina fronteriza era muy primitiva. En cambio, el comercio prospero de un puerto internacional suministraba los productos de toda la Tierra. Al “otro lado”, es decir, en Eagle Pass, se conseguía lo norteamericano, y el servicio de transporte exprés nos surita los productos de toda la Republica hasta el sur. El plato de lujo de mi abuela era un estofado de pollo que tragaba pasas, almendras y alcaparras; todo el Oriente, en especias. La fruta escaseaba, pero llegaban del Sur, piñas y aguacates. De Oaxaca nos enviaban turrones, tortas de coco y naranjas, limones cristalizados. Y el laterío abundaba.
LA PRIMERA ORFANDAD
Sospecho que la suerte nos fue benigna en los primeros años de estancia en la frontera. El niño aprecia estas circunstancias, aunque no las comprende. Mi madre vestía de claro, andaba alegre y parecía más joven. Se puso un día de luto, pero no indague la causa. Los sollozos de mi madre interrumpieron mi lectura. En seguida rehaciéndose, preguntó:
-¿A quién se puede aplicar este elogio…?
Vacile y respondí:
-A Juárez.
-Sí; y también a tu abuelo-afirmo ella. No volvió a mencionar su pena.
LA HERENCIA
Mi padre llego un día a la casa con varias talegas de a mil pesos, en plata. Venían de Oaxaca, por el exprés y procedían de la venta de un rancho de las cercanías de Tlaxiaco. No eran de allí mis antepasados, pero se refugiaron en dicho pueblo durante la Revolución de la Reforma, mientras mi abuelo, perseguido por Santa Anna, tuvo que abandonar no solo Oaxaca, si no el país. Los dineros del rancho no los quiso tocar mi padre. Los llevo a la casa y los puso en el ropero de mi madre. Lo indicado hubiera sido emplearlos en la compra de algún solar que a los pocos años le hubiera duplicado la inversión; pero ninguno de las dos tenías cabeza para los negocios. Mi padre por orgullo, ni adelanto opinión, y la dueña incorregiblemente despilfarrada, empezó a recorrer las tiendas y almacenes de los pueblos rivales. Y a medida que el dinero se iba y gloriosamente, los recuerdos de Tlaxiaco animaban las veladas.
PROSPERIDAD
Ahora en Piedras Negras, nuestra fortuna corría pareja con la del pueblo, que acrecentaba sus recursos y, según se repetía sin cesar con orgullo, progresaba. Los ingresos de mi padre fijos y suficientes en cuanto al sueldo, variables y a veces esplendidos, con el aditamento de los porcentajes sobre las multas por contrabandos. En aquella región se desconocía la miseria. Los cocheros,
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