Un día de cólera – Arturo Pérez Reverte
maría gómezExamen2 de Noviembre de 2025
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Un día de cólera – Arturo Pérez Reverte
Una aparente normalidad empieza a enrarecer en las proximidades de la puerta del sol donde se forman pequeños grupos de vecinos que confluyen hacia la puerta del edificio de Correos. Circulan rumores de que Murat, gran duque de Berg y lugarteniente de Napoleón en España, quiere llevarse hoy a Francia a la reina de Etruria y al infante don Francisco de Paula, para reunirlos con los reyes viejos y su hijo Fernando VII, que ya están allí. El rumor es que han interceptado a Carlos IV y Fernando en Bayona y que Fernando ha enviado instrucciones secretas a la junta de Gobierno que preside su tío el infante don Antonio diciendo que no le van a quitar la corona. Los franceses están sobre las armas, y se teme que sólo esperen un pretexto serio para dar un escarmiento que apacigüe la ciudad.
Dos militares oyeron rumor de caballos y salieron a la puerta, a tiempo de ver una numerosa partida francesa que se dirigía al galope hacia el Buen Retiro, bajo la lluvia, para reunirse con los dos mil hombres que allí acampan con varias piezas de artillería. Por orden de la Junta de Gobierno y de don Francisco Javier Negrete, capitán general de Madrid y Castilla la Nueva, y para complacer a Murat, a las tropas españolas se les ha retirado la munición.
Los rumores que circulan sobre el proyecto del Emperador de barrer la corrupta estirpe de los Borbones, retener a toda la familia real en Bayona y dar la corona a uno de sus hermanos, Luciano o José, o al duque de Berg, contribuyen a enrarecer el ambiente. Napoleón está seguro de que los españoles, hartos de Inquisición, curas y mal gobierno, empujados por compatriotas ilustrados que tienen puestos los ojos en Francia, se lanzarán a sus brazos, o a los de una nueva dinastía que abra puertas a la razón y al progreso. Sin embargo, a medida que las tropas imperiales bajan desde los Pirineos adentrándose en el país, con el pretexto de ayudar a España contra Inglaterra en Portugal y Andalucía, lo que Marcellin Marbot ve en los ojos de la gente no es anhelo de un futuro mejor, sino rencor y desconfianza.
En Madrid, se dice que hay gente convocada a favor del rey Fernando, y que ayer, con el pretexto del mercado, entró mucho forastero de los pueblos de alrededor y de los Reales Sitios. Dentro de tres días, reos de sublevación, los hermanos Rejón, serán sacados a rastras de sus casas en Leganés y fusilados por los franceses (estos hermanos participaron en el motín de Aranjuez), y que Mateo González morirá semanas más tarde, a resultas de un sablazo, en el hospital del Buen Suceso.
Moratín es autor de renombre, favorecido además por el primer ministro Godoy, luego caído en desgracia, preso y al cabo acogido en Francia por Napoleón, incomoda la posición de Moratín, que en el mundillo de las letras tiene enemigos mortales (es considerado afrancesado). Todo Madrid es un hervidero de desconcierto, rumores y odio, y eso no puede terminar bien para nadie. Viendo lo sucedido en Francia, a Moratín lo amedrenta lo que un estallido popular puede desencadenar en España, donde a la gente analfabeta, cerril, la mueve más el corazón que la cabeza.
El dramaturgo Moratín no es el único que desconfía del pueblo y sus pasiones. En Palacio, en el salón de consejos de la junta de Gobierno, los próceres encargados del bienestar de la nación española en ausencia del rey Fernando VII, retenido en Bayona por el emperador Napoleón, siguen discutiendo abatidos y desconcertados.
Durante toda la noche, convocados también dignatarios de los Consejos y Tribunales Supremos, todos han discutido hasta enronquecer, pues tienen sobre la mesa un ultimátum de Murat, a quien el
incidente del día anterior dejó fuera de sí: de no obtener la colaboración incondicional de la Junta, dice, tomará el mando de ésta, pues tiene fuerza suficiente para tratar a España como país conquistado. La parálisis de la Junta se alimenta con la falta de noticias. Los correos de Bayona no han llegado, y los ministros y consejeros carecen de instrucciones del joven monarca, de quien ignoran si sigue allí por su voluntad o como prisionero del Emperador. La sombra del cambio de dinastía oscurece España. El pueblo ruge, ofendido, y los imperiales se refuerzan, arrogantes.
Con las tropas españolas alejadas de la capital, la escasa guarnición acuartelada y sin medios, la única fuerza que puede oponerse a los designios de Murat es un estallido popular. Pero, en opinión de los allí reunidos, eso justificaría la brutalidad francesa, dándole al lugarteniente de Napoleón el pretexto para aplastar Madrid con una victoria fácil, sometiéndola al saqueo y la esclavitud. Los incidentes menudean en las seis semanas transcurridas desde la llegada de Murat a Madrid: al día siguiente, 24 de marzo, ya ingresaban en el Hospital General tres soldados franceses malheridos en peleas con paisanos a causa de su descomedimiento y abusos, que a partir de entonces incluyeron crímenes por robo, exacciones diversas, violaciones, ofensas en iglesias, y el asesinato del comerciante Manuel Vidal. Como respuesta, la lucha sorda de navajas contra bayonetas resulta ya imposible de parar. el número de imperiales que han ingresado heridos o muertos en el Hospital General es de cuarenta y cinco, y el total en Madrid, de ciento setenta y cuatro. Tampoco escasean las víctimas españolas. La comisión militar hispano-francesa que debe controlar estos incidentes incluye, además del general Sexti, al general de división Emmanuel Grouchy.
La Junta, al tiempo que accede al deseo del duque de Berg de trasladar a Bayona a los últimos miembros de la familia real española y ordena que las tropas permanezcan en sus cuarteles sin que se les permita juntarse, también, a propuesta del ministro de Marina, nombra una nueva Junta fuera de Madrid, en previsión de que la actual quede privada de libertad. Y a esa junta paralela, compuesta exclusivamente por militares, le otorga poderes para establecerse libremente allí donde sea posible; aunque el lugar de reunión recomendado es una ciudad española todavía libre de tropas francesas: Zaragoza.
Respecto a la Iglesia, tienen una calculada ambigüedad respecto a la crisis de la patria en España. La iglesia mantiene, desde la guerra con la Convención, un cuidadoso nadar entre dos aguas, combinando el recelo al contagio de las ideas revolucionarias con su tradicional habilidad para estar con el poder constituido, sea el que fuere. En las últimas semanas, los obispos multiplican exhortaciones a la calma y a la obediencia, temerosos de una anarquía que los asusta más que la invasión francesa. Salvo algunos acérrimos patriotas o fanáticos, el episcopado español y gran parte de los clérigos y religiosos están dispuestos a rociar con agua bendita a cualquiera que respete los bienes eclesiásticos, favorezca el culto y garantice el orden público. Más adelante, cuando la insurrección general se confirme en toda España como un huracán de sangre, ajustes de cuentas y brutalidad, la mayoría de los obispos se irá declarando del lado de la rebelión, los párrocos predicarán desde sus púlpitos la lucha contra los franceses.
José Palafox entre Bayona y Zaragoza, propone crear en las montañas de Santander un ejército de resistencia formado por tropas ligeras; pero Palafox fue descubierto y tuvo que esconderse —prepara ahora una sublevación en Aragón. Hubo otra conspiración, la de los artilleros, que pretendía iniciar una insurrección nacional. Determinados por Pedro Velarde convinieron puntos de concentración para tropas y futuras milicias, los mandos respectivos, los depósitos de pertrechos y lugares donde serían
interceptados los correos franceses y cortadas sus comunicaciones. Fue a ver al general O’Farril (afrancesado) y le contó el plan. Las consecuencias de la indiscreción se hicieron sentir de inmediato: cambios de destino para los artilleros, movimientos tácticos de las tropas imperiales y un retén de franceses dentro del parque de artillería.
Capítulo dos
El teniente Rafael de Arango llega al parque de Monteleón, llevando en un bolsillo de la casaca las dos órdenes del día. Una la ha recogido en el Gobierno Militar y otra en la Junta Superior de Artillería, y ambas coinciden en establecer que las tropas sigan confinadas en sus cuarteles y se evite, a toda costa, confraternizar con el paisanaje. En torno al oficial se desatan comentarios exaltados o impacientes, un par de vivas al arma de artillería y algún vítor más fuerte, coreado por todos, al rey Fernando VII. Tampoco faltan insultos a los franceses. Algunos de los congregados piden armas, pero nadie les hace coro (todavía).
En el Palacio, la gente aclama al infante don Francisco y a la familia real, intentando impedir su marcha. José Lueco, vecino de Madrid y fabricante de chocolate, está junto al carruaje que sigue detenido en la puerta del Príncipe. En el tumulto, y mientras el infante se asomaba al balcón, Lueco acaba de cortar con su navaja, ayudado por Juan Velázquez, Silvestre Álvarez y Toribio Rodríguez —el primero mozo de mulas y los otros mozos de caballos del conde de Altamira y del embajador de Portugal—, las riendas del tiro del carruaje. Entre la multitud aparecen dos uniformes franceses, y todos se precipitan sobre ellos, los zarandean, desgarran su ropa, y habrían sido descuartizados allí mismo de no interponerse el exento de Guardias de Corps Pedro de Toisos.
La primera fuerza francesa que desemboca en la explanada, un poco antes de las diez de la mañana, son ochenta y siete hombres del batallón de granaderos de la Guardia imperial que custodia la residencia del duque de Berg en el palacio Grimaldi. Al llegar a la explanada se ven reforzados por dos tiros de caballos arrastrando cañones de a veinticuatro libras y por el resto de la infantería que abandona San Nicolás. El oficial al mando tiene órdenes directas de Murat: repetir la acción de castigo que tan buenos resultados dio a Napoleón en El Cairo, en Milán, en Roma, y últimamente al mariscal Junot en Lisboa. Las órdenes se suceden con rigor militar, los artilleros desenganchan las cureñas de cañón de sus tiros y los ponen en batería, cargándolos con metralla, y los granaderos se alinean disponiendo los fusiles frente al medio millar de personas congregadas ante el edificio.
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