William Morris
mariiaamartina23 de Octubre de 2014
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Fitness for use was a revolutionary principle in the XIXth century, and out of it the whole modern movement of architecture and design has grown.
Philip Henderson: «William Morris», Pub. British Council, 1952, p. 32.
El nombre de William Morris, si bien aparece en algunas historias del arte a título de apóstol del arte decorativo, de la artesanía y de las «artes menores» , no suele hallarse en cambio en las historias del pensamiento estético, salvo en la de su compatriota Bernard Bosanquet.1 Y, sin embargo, bien merecería ser siempre tenido en cuenta, ya que no como filósofo del arte y la belleza, sí como esteta que ha preparado una revolución en nuestro modo de sentir y, sobre todo, de vivir el arte; algo así, puestos a buscar comparaciones, como un Winckelmann del arte aplicado y «para andar por casa», con la ventaja, en su modestia, de no haberse limitado a la exploración de mundos pretéritos, sino haber abierto nuevas rutas, aplicando sus propias manos al trabajo de producción de objetos, al mismo tiempo que acompañaba su artesanía con discursos y conferencias, con poemas y con esfuerzos políticos hacia una sociedad distinta en que el arte recobrara su sentido natural.
La figura de William Morris, nacido en 1834 y muerto en 1896, es sugestiva hasta dar en pintoresca, y sólo se puede concebir en su marco inglés, en reacción belicosa contra el industrialismo monótono de las altas chimeneas vomitando humo y engendrando niebla, y de los sórdidos «slums», repitiendo el mismo esquema de ladrillo ennegrecido como los obreros repetían su gesto mecánico de trabajo, vacío de todo sentido creador. Por una de las muchas paradojas de su vida y obra, si Morris pudo dedicar su labor a una cruzada en pro de la humanización del trabajo, que el maquinismo había llegado a degradar, es porque se lo permitía un bienestar económico hereditario, basado precisamente en unas minas de cobre, es decir, en esa misma esclavitud laboral que él sonaba con regenerar. Su actividad fue polifacética; William Morris cuenta como nombre importante no sólo para la historia del arte, sino para la historia de la literatura y del pensamiento político en Inglaterra. Su primera vocación, jamás abandonada, fue la de escritor; poeta, novelista de utopías y soñador social. La edición de sus obras completas por May Morris (1910-1915) consta de veinticuatro volúmenes, entre los cuales hay títulos imprescindibles en una historia de la literatura inglesa; por ejemplo, entre los libros poéticos, The Defence of Guenevere, The Life and Deaht of Jason, Poems by the way, y traducciones del griego, del latín y del islandés (la Odisea, la Eneida y tres largos poemas épicos de Islàndia). Entre sus novelas hay que citar, sobre todo, News from Nowhere, or an Epoch of Rest, utopía que hemos de poner en relación con el Erewhon, de Butler (la palabra "Erewhon", en efecto, es la inversión de "nowhere"). Su formación literaria y su educación pictórica tienen un fácil punto de referencia: los pre-rafaelistas, sobre todo en la persona de sus íntimos amigos Burne-Jones y Dante Gabriel Rossetti. En cambio, por lo que toca al pensamiento estético, es más útil la referencia a John Ruskin, como hemos de ver más ampliamente. En todo esto, como en el mundo plástico de la ornamentación de los objetos que construía y vendía, Morris no se diferencia a primera vista del ambiente de aquellas minorías, un poco perdidas en añoranzas medievales y en querer involucrar las artes, pintando lo poético y poetizando lo pictórico; lo que diferencia a William Morris es su condición de auténtico artesano, que con aquella hojarasca sabe hacer objetos útiles, tipos de imprenta, papel de paredes, vasijas, muebles, devolviendo al arte su naturaleza original de trabajo, es más, identificándolo con el trabajo como sentido de la vida. Por eso, si se cuenta de él que el día que recibió una cota de malla que había encargado para un fin concreto quedó tan hechizado que se vistió con ella para cenar, hay que advertir que él mismo había dirigido la forja de la cota, discutiendo día tras día con el herrero sobre el mismo yunque, y hay también que contrastar esta imagen libresca con la imagen del Morris propagandista político, mitinero y batallador, esforzándose en rescatar al obrero inglés del mecanicismo automático e inhumano en que había caído su trabajo. William Morris construyó en el campo, para vivienda de su familia, la «Red House», la célebre «casa de ladrillos rojos», que ha pasado a la historia de la arquitectura como punto de inflexión en el estilo de construir de la época, a manera de profecía de la arquitectura funcional de Le Corbusier;2 una sencilla casa sin más fachada que realidad interna, amoldada a la conveniencia del vivir como el guante a la mano, y, sobre todo, una casa en que se reivindicaba la belleza de los materiales que los arquitectos suelen llamar «no nobles», sin revestimiento, ni superposición de arrequives neoclásicos, ni de cornisas ni columnitas; con la belleza de la simplicidad.
En cuanto a su labor de ideología política, a su socialismo, no es éste el lugar para dedicarle un estudio; basta decir que hoy día aparece como un precursor del laborismo, aunque en esto, como en todo, según veremos, sus profecías se cumplieron de manera extraña y en cierto modo al revés de cómo las entendía el propio Morris; el «full employment», las seguridades y comodidades laborales de la Inglaterra de Attlee no han venido acompañadas de ninguna regeneración del sentido humano del trabajo como expresión de la vida, como arte de todos. Despegándose de Marx, y rehuyendo la idea del centralismo, Morris no se preocupó tanto de la mejora material en las condiciones de vida cuanto del derecho de todos al trabajo, y precisamente a un trabajo noble e interesante, creativo —con lo que olvidaba que es irremediable la existencia de muchos trabajos sin condición artesana, sin posible redención, entre otros, el trabajo en las minas de cobre que dieron a William Morris su modesta riqueza familiar, o sencillamente, la mayoría de los trabajos de oficina, los servicios de limpieza, etc.—. A pesar, pues, de algunas modernas exaltaciones, no siempre desinteresadas, el socialismo de Morris no pasó de utopismo.
Habiendo llegado a hacer del trabajo una verdadera religión, no es extraño que William Morris muestre en sus obras escaso espíritu religioso; su «esteticismo laboral» llega a asumir una verdadera divinización. Pero no puede dejar de inspirarnos respeto y simpatía el saber que su cadáver fue llevado a la tumba monumental en que descansa, obra de Philipp Webb, en un carro agrícola pintado de amarillo y con las ruedas de rojo vivo, todo él adornado con guirnaldas de viña y ramas de sauce; «el único entierro que he visto —cuenta W, R, Lethaby— que no me diera vergüenza por tener que ser enterrado a mi vez.»3 Sus últimas palabras habían sido: «I want to get mumbo-jumbo out of the world» («quiero expulsar de este mundo la confusión», si cabe traducir «mumbo-jumbo» por palabra tan pálida como «confusión»,) Su vida, en efecto, no había sido más que un esfuerzo por adornar el mundo, incorporando su belleza a nuestra propia vida, como prolongación natural de ésta por el don del trabajo. Por eso, de todos los aspectos de su personalidad, el más destinado a una creciente valoración es el William Morris creador de Morris & Co., el establecimiento de objetos artísticos en Londres que influiría revolucionariamente en el estilo, aunque paradójicamente, no a través de su uso por parte de las clases populares para las que Morris creía trabajar, sino gracias a las clases elegantes y «snobs», que adoptaron la nueva decoración para degenerarla en algo «arty», afectado y cursi, pero que eran las únicas en condiciones de pagar el trabajo de Morris en vez del trabajo de una máquina cualquiera.
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El movimiento estético de William Morris comienza como reacción frente a una situación sociológica del arte en un lugar y momento dados, y con el estímulo intelectual de John Ruskin. La Inglaterra de su tiempo, considerada desde el punto de vista del arte en la vida cotidiana, no sólo sufría del mal gusto burgués común en la Europa decimonónica, sino que iba a la cabeza en el especial recrudecimiento de la fealdad determinado por el industrialismo, con un modo de producir en serie que si alguna vez tenía pretensiones de belleza en los objetos hubiera sido mejor que no las tuviera, porque entonces aplicaba una ornamentación pegadiza y tristemente obligada, sin relación con la forma y el uso de la cosa misma. En nuestros días la situación está cambiando; hay una batalla en curso entre el «industrial design», de estética funcionalista, y los residuos del viejo sentido ornamental, a veces disfrazado de cubista. Pero William Morris asistió al crecimiento máximo de una oleada de mal gusto sin precedente en la Historia: hasta entonces la fealdad artística había estado restringida a un cierto tipo de pintura (los italianos decadentes pueden considerarse como los inventores de la fealdad estética, del gusto pervertido, por ejemplo, Barocci); en el siglo XIX ocurre algo insólito, que los objetos mismos de uso normal empiezan a ser feos.4 Es un nuevo paso en la historia de lo feo artístico: hasta el Renacimiento no es posible encontrar un cuadro que podamos llamar propiamente «feo» —los primitivos pueden ser torpes o toscos, pero yo no he visto en toda Italia un primitivo feo—; hasta el siglo XIX, un mueble, una lámpara, una casaca, un edificio, un tipo de imprenta, podrán, a lo sumo, ser «decadentes» o «afiligranados», pero nunca feos propiamente dichos. Con la segunda mitad del XIX nace un tipo de fealdad general de los productos,
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