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El Escarabajo De Oro


Enviado por   •  28 de Septiembre de 2014  •  12.403 Palabras (50 Páginas)  •  240 Visitas

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El escarabajo de oro

[Cuento. Texto completo.]

Edgar Allan Poe

¡Hola, hola! ¡Este hombre baila como un loco!

Lo ha picado la tarántula.

(Todo al revés)

Hace muchos años trabé íntima amistad con un caballero llamado William Legrand. Descendía de una antigua familia protestante y en un tiempo había disfrutado de gran fortuna, hasta que una serie de desgracias lo redujeron a la pobreza. Para evitar el bochorno que sigue a tales desastres, abandonó Nueva Orleans, la ciudad de sus abuelos, y se instaló en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en la Carolina del Sur.

Esta isla es muy curiosa. La forma casi por completo la arena del mar y tiene unas tres millas de largo. Su ancho no excede en ningún punto de un cuarto de milla. Se encuentra separada de tierra firme por un arroyo apenas perceptible, que se insinúa en una desolada zona de juncos y limo, residencia favorita de las fojas. Como cabe suponer, la vegetación es escasa o alcanza muy poca altura. No se ven árboles grandes o pequeños. Hacia el extremo occidental, donde se halla el fuerte Moultrie y se alzan algunas miserables construcciones habitadas en verano por los que huyen del polvo y la fiebre de Charleston, puede advertirse la presencia del erizado palmito; pero, a excepción de la punta oeste y una franja de playa blanca y dura en la costa, la isla entera se halla cubierta por una densa maleza de arrayán, planta que tanto aprecian los horticultores de Gran Bretaña. Este arbusto alcanza con frecuencia quince o veinte pies de altura y forma un soto casi impenetrable, a la vez que impregna el aire con su fragancia.

En las más hondas profundidades de este soto, no lejos de la extremidad oriental y más alejada de la isla, Legrand había construido una pequeña choza, en la cual vivía, y fue allí donde, por mera coincidencia, trabé relación con él. Pronto llegamos a intimar, pues la manera de ser de aquel exiliado inspiraba interés y estima. Descubrí que poseía una excelente educación y una inteligencia fuera de lo común, pero que lo dominaba la misantropía y estaba sujeto a lamentables alternativas de entusiasmo y melancolía. Era dueño de muchos libros, aunque raras veces los leía. Sus principales diversiones consistían en la caza y la pesca, o en errar por la playa y los sotos de arrayán buscando conchas o ejemplares entomológicos; su colección de estos últimos hubiera suscitado la envidia de un Swammerdamm.

Por lo regular lo acompañaba en sus excursiones un viejo negro llamado Júpiter, quien había sido manumitido por la familia Legrand antes de que empezaran sus reveses, pero que se negó, a pesar de amenazas y promesas, a abandonar lo que consideraba su deber, es decir, cuidar celosamente de su joven massa Will. Y no es difícil que los parientes de Legrand, considerando a éste un tanto desequilibrado, hubieran hecho lo necesario para fomentar esa obstinación en Júpiter, a fin de asegurar la vigilancia y el cuidado de aquel errabundo.

En la latitud de la isla de Sullivan los inviernos son rara vez crudos, y se considera que encender fuego en otoño es todo un acontecimiento. Hacia mediados de octubre de 18... hubo, sin embargo, un día notablemente fresco. Poco antes de ponerse el sol me abrí paso por los sotos hasta llegar a la choza de mi amigo, a quien no había visitado desde hacía varias semanas; en aquel entonces vivía yo en Charleston, situado a nueve millas de la isla, y las facilidades de transporte eran mucho menores que las actuales. Al llegar a la cabaña golpeé a la puerta según mi costumbre y, como no obtuviera respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un magnífico fuego ardía en el hogar. Era aquélla una novedad y no desagradable por cierto. Me quité el abrigo, me instalé en un sillón cerca de los chispeantes troncos y esperé pacientemente el regreso de mis huéspedes.

Poco después de anochecido llegaron a la choza y me saludaron con gran cordialidad. Sonriendo de oreja a oreja, Júpiter se afanó en preparar algunas fojas para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus accesos -¿qué otro nombre podía darles?- de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido, que constituía un nuevo género, y, lo que es más, había perseguido y cazado con ayuda de Júpiter un scarabæus que, en su opinión, no era todavía conocido, y sobre el cual deseaba conocer mi punto de vista a la mañana siguiente.

-¿Y por qué no esta noche misma? -pregunté, frotándome las manos ante las llamas, mientras mentalmente enviaba al demonio la entera tribu de los scarabæi.

-¡Ah, si hubiera sabido que usted estaba aquí! -dijo Legrand-. Pero hemos pasado un tiempo sin vernos... ¿Cómo podía adivinar que vendría a visitarme justamente esta noche? Mientras volvía a casa me encontré con el teniente G..., del fuerte, y cometí la tontería de prestarle el escarabajo; de manera que hasta mañana por la mañana no podrá usted verlo. Quédese a pasar la noche; Jup irá a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la creación!

-¿Qué? ¿El amanecer?

-¡No, hombre, no! ¡El escarabajo! Su color es de oro brillante, y tiene el tamaño de una gran nuez de nogal, con dos manchas de negro azabache en un extremo del dorso, y otras dos, algo más grandes, en el otro. Las antennæ son...

-¡No tiene nada de estaño, massa Will! -interrumpió Júpiter-. Ya le dije mil veces que el bicho es de oro, todo de oro, cada pedazo de oro, afuera y adentro, menos las alas... Nunca vi un bicho más pesado en mi vida.

-Pongamos que así sea, Jup -replicó Legrand con mayor vivacidad de lo que a mi entender merecía la cosa-. ¿Es ésa una razón para que dejes quemarse las aves? El color -agregó, volviéndose a mí- sería suficiente para que la opinión de Júpiter no pareciera descabellada. Nunca se ha visto un brillo metálico semejante al que emiten los élitros... pero ya juzgará por usted mismo mañana. Por el momento, trataré de darle una idea de su forma.

Mientras decía esto fue a sentarse a una mesita, donde había pluma y tinta, pero no papel. Buscó en un cajón, sin encontrarlo.

-No importa -dijo al fin-. Esto servirá.

Y extrajo del bolsillo del chaleco un pedazo de lo que me pareció un pergamino sumamente sucio, sobre el cual procedió a trazar un tosco croquis a pluma. Mientras tanto yo seguía en mi asiento junto al fuego, porque aún me duraba el frío de afuera. Terminado el dibujo, Legrand me lo alcanzó sin levantarse. En momentos en que lo recibía oyóse un sonoro

...

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