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Ladron de sombras


Enviado por   •  28 de Abril de 2016  •  Trabajos  •  57.347 Palabras (230 Páginas)  •  262 Visitas

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EL PEQUEÑO

LADRÓN

DE SOMBRAS

MARC LEVY


A Pauline, Louis y Georges


Hay quienes abrazan sombras nada más;

ésos sólo conocen la sombra de la felicidad.

WILLIAM SHAKESPEARE


¿Sabes?, lo que más necesita el amor es imaginación. Cada uno tiene que inventar al otro con toda su imaginación, con todas sus fuerzas, sin ceder ni una pizca de terreno a la realidad; porque cuando dos imaginaciones se unen... no hay nada más bello.

ROMAIN GARY

 


En el pasado tuve miedo de la noche, miedo de las formas que se colaban entre las sombras del anochecer, que bailaban entre los pliegues de las cortinas y sobre el papel de pared del dormitorio. Con el tiempo se desvanecieron. Pero me basta con recordar mi infancia para verlas reaparecer, terribles y amenazadoras.

Según un proverbio chino, un hombre educado no pisa la sombra de su vecino; yo lo ignoraba el día en que llegué a ese nuevo colegio. Mi infancia estaba ahí, en ese patio de recreo. Yo quería zafarme de ella, hacerme mayor, pero ella no me soltaba, se adhería a mi piel en ese cuerpo que era el mío entonces, demasiado pequeño para mi gusto.

 


 

—Todo va a salir bien, ya lo verás...

El primer día de colegio. Apoyado en el tronco de un plátano, observaba cómo iban formándose los grupos. Yo no pertenecía a ninguno de ellos. A mí nadie me sonreía, nadie me abrazaba, nadie me hacía el más mínimo gesto que dejara entrever la alegría de volver a verme después de las vacaciones, ni yo tenía nadie a quien contarle cómo habían sido las mías. A quienes hayan cambiado de colegio les resultarán familiares, como a mí, esas mañanas de septiembre en que, con un nudo en la garganta, no sabes qué contestar a tus padres cuando te aseguran que todo va a salir bien. ¡Como si ellos recordaran algo de su primer día de colegio! Los padres no se acuerdan de nada, pero no es culpa suya, simplemente han envejecido.

En el patio sonó el timbre, y los alumnos se pusieron en fila delante de los profesores que empezaban a pasar lista. Éramos tres con gafas, más bien pocos. Yo estaba en la clase de sexto C y, de nuevo, era el más pequeño. Mis padres habían tenido el mal gusto de que naciera en diciembre; ellos se alegraban de que siempre fuera seis meses más pequeño que el resto de mis compañeros, eso los halagaba, pero para mí era un suplicio cada vez que empezaba un nuevo curso escolar.

Ser el más pequeño de la clase significaba tener la responsabilidad de borrar la pizarra, de guardar las tizas, de amontonar las colchonetas en el gimnasio, de alinear las pelotas de baloncesto en el estante más alto —demasiado alto— y, lo peor de lo peor, de tener que posar solo, sentado en el suelo en primera fila, para la foto de clase; cuando estás en el colegio, la humillación no tiene límites.

Nada de todo eso habría tenido importancia si en mi clase de sexto C no hubiera estado también un tal Marquès, el terror del patio, mi opuesto absoluto.

Yo iba seis meses adelantado en el colegio —para inmensa alegría de mis padres—, y Marquès, en cambio, llevaba dos años de retraso, y a sus padres les traía sin cuidado. Mientras su hijo ocupara sus horas en el colegio, almorzara en el comedor y no se dejara ver por casa hasta la tarde, se daban por satisfechos.

Yo llevaba gafas; Marquès, en cambio, tenía una vista de lince. Yo medía diez centímetros menos que los demás niños de mi edad, y Marquès diez más, lo que creaba una diferencia de estatura considerable entre los dos. Yo detestaba el baloncesto; en cambio, a Marquès le bastaba con estirarse un poco para encestar la pelota. Yo disfrutaba con la poesía; él, con el deporte, que no es que ambas cosas sean incompatibles, pero poco les falta. A mí me gustaba observar los saltamontes en los troncos de los árboles; a Marquès le encantaba capturarlos para arrancarles las alas.

Y sin embargo teníamos dos puntos en común; bueno, uno en realidad: ¡Élisabeth! Ambos estábamos enamorados de ella, y la chica no nos hacía ni caso a ninguno de los dos. Ello habría podido crear una especie de complicidad entre Marquès y yo, pero no, por desgracia se impuso la rivalidad.

Élisabeth no era la chica más guapa del colegio pero era, con diferencia, la que tenía más encanto, por esa manera tan suya de recogerse el pelo, entre otras cosas; sus gestos eran sencillos pero llenos de gracia, y su sonrisa bastaba para iluminar los días más tristes del otoño, cuando llueve sin parar y tus zapatos empapados hacen chof-chof sobre la acera, esos días en que las farolas iluminan la calle por la mañana y por la tarde, cuando vas y vuelves del colegio.

Ahí se encontraba mi infancia, desamparada, en esa pequeña ciudad de provincias, casi un pueblo, mientras yo aguardaba desesperadamente a que Élisabeth se dignara mirarme, a que el tiempo pasara, y, por fin, me hiciera mayor.

 


 

Bastó un solo día para que Marquès me cogiera tirria. Un solo día de nada para que yo cometiera un error irreparable. Nuestra profesora de inglés, la señora Schaeffer, nos había explicado que el pretérito simple correspondía de manera general a un pasado que ya no tenía relación con el presente, que no ha durado y que puede situarse en el tiempo. ¡Ahí queda eso!

Nada más soltarnos ese galimatías, la señora Schaeffer me señaló con el dedo y me pidió que ilustrara su explicación con un ejemplo de mi elección. Cuando sugerí que estaría genial que el curso escolar estuviera en pretérito, Élisabeth dejó escapar una sonora carcajada. Como mi broma sólo nos hizo reír a los dos, deduje que el resto de la clase no había entendido ni papa del significado del pretérito en inglés, y Marquès, a su vez, que yo me había apuntado un tanto con Élisabeth. Estaba perdido para el resto del trimestre. A partir de ese lunes, primer día de colegio, y más exactamente a partir de esa clase de inglés, mi vida iba a ser un verdadero infierno.

La señora Schaeffer me castigó en el acto: el sábado por la mañana tendría que ir al colegio y pasarme tres horas en el patio recogiendo hojas secas. ¡Odio el otoño!

El martes y el miércoles tuve que sufrir varias zancadillas de mi enemigo. Cada vez que caía de bruces en el suelo, él se imponía sobre el «gracioso» que hacía reír a la clase, o sea, yo. Empezó incluso a llevarme algo de delantera, pero con eso no conseguía hacer reír a Élisabeth, por lo que su apetito de venganza no se saciaba.

El jueves Marquès cambió de estrategia, y me pasé toda la clase de mates sin poder salir de mi taquilla, cuya puerta mi enemigo había cerrado con un candado con combinación. Se la soplé al conserje del colegio, que estaba barriendo los vestuarios y por fin me había oído aporrear la puerta en señal de auxilio. Para no añadir la delación a mis problemas, que ya eran suficientes, dije que me había quedado encerrado yo solo como un idiota en un intento por esconderme. Intrigado, el conserje me preguntó cómo me las había apañado para cerrar el candado desde dentro, pero yo hice como si no hubiera oído su pregunta y me fui corriendo de allí. Me salté la clase de mates, así que el profe me prolongó una hora más el castigo del sábado.

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