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Altamiranda

bombinop22 de Abril de 2015

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En México, al igual que en varios países de América Latina, la vida social, la convivencia armónica y pacífica se está deteriorando. Esto sucede por el crecimiento de la violencia, que se manifiesta en robos, asaltos, secuestros, y lo que es más grave, en asesinatos que cada día destruyen más vidas humanas y llenan de dolor a las familias y a la sociedad entera.

México, el lugar donde coexisten 40 millones de seres en pobreza con la persona más rica del planeta, donde actividades económicas ilegales son permitidas por el Estado y otras se realizan bajo una apariencia formal de legalidad, pero que sólo favorecen interés de grupos económicos: tráfico de influencias, favoritismos y negocios millonarios con una frontera difusa entre lo público y lo privado.

En los últimos años se ha incrementado en nuestro país la violencia causada por organizaciones criminales, distinta de la violencia intrafamiliar y de la que es causada por la delincuencia común, esta violencia tiene sus propias características, sus causas y sus circunstancias. Se caracteriza por la crueldad, por la venganza, por la exhibición de poder y por la intención de intimidara quienes son considerados rivales y a toda la sociedad, las actividades de la delincuencia organizada no son una novedad, tienen raíces hondas. Quizá antes no eran tan evidentes como lo son ahora por la cruel violencia que ejercen sobre muchas personas y sobre la sociedad.

Es lamentable que no haya sido combatida de manera oportuna y que se haya dejado crecer, las ejecuciones, cada vez más crueles, son la manifestación dolorosa y visible del crimen organizado, con ellas genera el miedo social y hace sentir su poder o capacidad de controlar y proteger el desarrollo de sus negocios ilícitos. Se dan por el ajuste de cuentas entre quienes están involucrados en el comercio ilegal de las drogas que no cumplen pactos o reglas y se dan también por la disputa armada entre mafias o cárteles que arrebatan o defienden el control de mercados y de territorios, son muy lamentables las muertes de miles de personas, entre ellas muchas inocentes como lo son algunos estudiantes y efectivos de las fuerzas de seguridad del Estado, al amparo de la confusión generada por esta violencia, se consuman crímenes de quienes se hacen justicia por su propia mano por otra clase de

agravios entre particulares, se proyecta en el tiempo y nos permiten, a partir de este acontecimiento, comprender la dimensión de violencia estructural que vive México.

Es habitual en nuestro país recordar la aciaga fecha del 2 de octubre, ya arraigada en nuestra memoria colectiva, con algunas marchas, conferencias, exposiciones y toda clase de expresiones sociales y académicas que encuentran, ciertamente, eco especialmente en la población estudiantil, esa a la que tras lo ocurrido en Ayotzinapa se le recuerda que en realidad poco ha cambiado desde aquella histórica matanza.

En esta ocasión, como si el fantasma de nuestro pasado regresara recurrentemente los crímenes de Iguala nos develan una realidad profunda que justo para indicarnos que no hemos progresado, precisamente en el momento mismo en el que la voz oficial nos dice que México está en movimiento, que ya cambió, nos encontramos con que no, no ha cambiado y ahí en la realidad está la prueba; lo que el hecho sí nos recuerda, es que simplemente desperdiciamos palabras en torno a la democracia y a la consolidación de dicho espíritu en nuestras instituciones, siempre absortos en construir con sólo palabras una realidad que anhelamos, inmersos en la argumentación imaginaria de un cambio artificial, mismo que se desbarata con el mínimo roce de la realidad. Hoy la muerte, mutilación y desaparición de estudiantes normalistas en Guerrero nos demuestra, una vez más, que las instituciones no han evolucionado tanto como la majestuosidad sinvergüenza de los discursos optimistas.

En los días

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