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El Jugador

lunasofia31 de Enero de 2012

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El jugador (ensayo psicoanalítico)

por René Tostain [*]

"Pues la pasión del jugador no es otra sino esa pregunta dirigida al

significante, figurada por el automaton del azar: "Qué eres, figura

del dado que hago girar tu encuentro (tyche) con mi fortuna? ... (1)

Todo el mundo sabe que jugar con el azar es el medio más seguro de perder su fortuna, así como el juego es una pasión de la que resulta muy difícil desprenderse: la frase "quien ha jugado, juega y jugará siempre", de Regnard, se ha incorporado al lenguaje común.

Aunque la Bélle Epoque, en la que era posible arruinarse en una noche sin perjuicio de partir al día siguiente para "rehacerse" en ultramar, esté pasablemente caduca, subsiste el hecho de que para algunos que le sacrifican alegremente su tiempo, su salud y la casi totalidad del producto de su trabajo, el juego es la única distracción ante la cual todas las otras pierden su atractivo.

Distracción y alegría son palabras ligeras, de aquellas que emplea el profano para designar lo que él considera como juego.

Sin embargo, basta entrar en los salones de un casino a las primeras claridades del alba para comprobar que el jugador no se divierte cuando aguarda, con esperanza y temor, la sentencia de una suerte que a veces es sentencia de muerte.

Sólo le importa el destino de la jugada, nada ve de aquello que lo rodea, no conoce la fatiga y hasta la noción del tiempo se le vuelve extraña.

Escuchemos a Alexis Ivanovitch, el jugador de Dostoievski:

"Fui entonces presa de la fiebre del juego y me convertí en un alienado. Empujé todo ese dinero sobre el rojo. Pero bruscamente volví en mí y entré en pánico. Un estremecimiento de espanto me sacudió y se tradujo en un temblor irresistible de la cabeza a los pies. Súbitamente comprendí lo que arriesgaba perder en ese momento: toda mi esperanza, mi vida entera.

Rojo, exclamó el croupier.

Pude retomar aliento, pero los escalofríos recorrían todo mi cuerpo".

Así es el juego, ese exceso donde la violencia se apodera de la razón, donde todo es fiesta, tumulto, despilfarro y destrucción.

Será mi propósito tratar de elucidar de una manera clínica el sentido de una conducta que parece tan gustosamente insensata: la pasión del juego. Pasión que nos embarca en el sufrimiento, que es búsqueda de un imposible y a la que Georges Bataille ve signada por un halo de muerte.

Pasión donde el ser se encuentra entera y dolorosamente implicado, suspendido de la sentencia del Otro presente en toda pasión, aquí el azar.

En lo que Freud resume en su artículo intitulado Dostoievski y el parricidio (1928) al decir: "Nadie puede negar que la manía del juego sea un rasgo cierto de una pasión patológica."

En la primera parte de este ensayo, Freud desarrolla la incidencia que tuvo el anhelo del parricidio en la vida y obra de Dostoievski, y le atribuye el sentimiento de culpa al que convierte en hito decisivo de su neurosis. Después, vuelve a la pasión del juego de que fue víctima Dostoievski cuando se hallaba en Alemania.

Tan notorio comportamiento estaba perfectamente racionalizado, nos dice Freud. El sentimiento de culpa de Dostoievski había tomado forma tangible como sentimiento de deuda, y era capaz de refugiarse tras el pretexto de que con sus ganancias en el juego trataría de volver a Rusia sin ser detenido por sus acreeedores. Pero no se trataba más que de un pretexto; Dostoievski era suficientemente lúcido como para reconocerlo y bastante honesto como para admitirlo. Sabía que en verdad se trataba del "juego por el juego" y él mismo decía: "Juro que el atractivo de la ganancia nada tiene que ver con el juego, aunque Dios sabe de mi ruda necesidad de dinero." Todos los detalles de esta conducta irracional e impulsiva lo demuestran: no paraba hasta perderlo todo.

Para él, jugar era un método de autocastigo. Día tras día, prometía a su joven mujer que no volvería a jugar, pero cada vez incumplía su juramento. Cuando sus pérdidas los redujeron a la necesidad más apremiante, extraía una segunda satisfacción patológica de ese estado: podía entonces acusarse y humillarse ante ella, invitándola a despreciarlo y a lamentar el haberse casado con semejante pecador. Cuando así lograba calmar su conciencia, todo recomenzaba al día siguiente.

Su joven mujer se habituaba a ese ciclo, pues había observado que lo único que ofrecía verdaderamente una esperanza de salvación, su producción literaria, nunca marchaba mejor que cuando lo habían perdido todo y empeñado su último bien.

Naturalmente, ella no veía la relación: cuando el sentimiento de culpa de su esposo era satisfecho mediante el castigo que se había infligido, la inhibición que afectaba su trabajo se hacía menos severa y le permitía ascender un escalón en el camino del éxito.

Freud prosigue interrogándose sobre lo que, en la infancia del jugador, quedó por tanto tiempo enterrado y lo empujó, por el camino de la repetición, hacia la pasión del juego.

Se refiere aquí a un relato de Stefan Zweig: Veinticuatro horas en la vida de una mujer.

Recordaré brevemente la historia: una distinguida mujer, aún joven, pierde a su marido. A los cuarenta y dos años, no esperando ya nada de la vida, durante uno de sus viajes sin meta visita el casino de Montecarlo. Allí, mientras observa las manos de los jugadores, es literalmente fascinada por dos manos que traicionan las emociones de un jugador desafortunado con una intensidad y sinceridad trastornantes. Esas manos son las de un bello joven que, después de haberlo perdido todo, abandona el casino víctima de la más profunda desesperación con la evidente intención de poner fin a sus días. Un sentimiento inexplicable de simpatía la fuerza. a seguirlo y a realizar todos sus esfuerzos para salvarlo. Con la mayor naturalidad decide acompañarlo a la habitación de su hotel y, finalmente, compartir su lecho. Tras la improvisada noche de amor, obtiene del joven la promesa más solemne de no volver a jugar jamás. Le da dinero para retornar a su casa y le promete encontrarlo en la estación antes de la partida del tren.

Sin embargo, en el interín siente experimentar una gran ternura por él y decide no dejarlo partir solo sino seguirlo.

Diversos incidentes la demoran y pierde el tren. Plena de nostalgia, retorna al casino y allí, ante su estupefacción, ve nuevamente las manos que ya una vez habían despertado su simpatía. El joven perjuro había vuelto a jugar. Ella le recuerda su promesa, pero lleno de pasión él la trata de aguafiestas y le arroja a la cara el dinero con el cual había intentado salvarlo, por lo que huye profundamente mortificada. Sabrá después que no había logrado impedir el suicidio del joven.

Freud analiza esta historia como basada fundamentalmente en un deseo fantasmático que se remonta al período de la pubertad, período que muchos recuerdan conscientemente.

El fantasma encarna el anhelo de un muchacho según el cual su madre lo iniciaría en la vida sexual a fin de salvarlo de los terroríficos daños causados por la masturbación, La masturbación es reemplazada aquí por el juego, y el acento sobre la actividad apasionada de las manos traiciona tal derivación.

La pasión del juego es un equivalente de la antigua compulsión a la masturbación. "Jugar" es la palabra que se emplea en la guardería para describir la actividad de las manos de los niños con el aparato genital. El carácter irresistible de la tentación, las solemnes resoluciones, a pesar de todo invariablemente deshechas, de no volver a hacerlo jamás, la mala conciencia que dice al sujeto que se está arruinando, es decir, suicidando, todos esos elementos permanecen inalterados en el proceso de sustitución.

El hijo piensa: "Si mi madre supiera solamente a qué peligros me expone la masturbación, seguramente me salvaría de ellos autorizándome a prodigar toda mi ternura sobre su propio cuerpo".

Detengámonos en este punto y veamos dónde nos hallamos.

El jugador jugaría para perder, para arruinarse, castigándose así por el sentimiento de culpa que lo habita, ligado al anhelo de la muerte del padre. Al jugar reproduce el mismo mecanismo que lo animaba cuando era niño y se entregaba a la masturbación.

La analogía revelada por Freud entre el juego y la masturbación es indiscutiblemente fecunda. El juego se ve así sexualizado y se convierte en el sustituto de un placer erótico.

Abierta así la puerta al erotismo quisiera ahora encararlo a la manera de Georges Bataille: "Lo que en la conciencia del hombre pone al ser en cuestión."

¿"aroté", no quiere decir cuestionar?

¿A quién cuestiona el jugador en su proceso erótico? ¿Cuál es su pregunta?

Para intentar una respuesta, sigamos a un jugador en el momento de entrar a un casino. Da a conocer su identidad y llena una tarjeta de admisión. Luego pasa ante un personaje cuya función me parece constituir una condición previa para su proceder: el fisonomista.

Allí pierde su nombre, su porte.

Al fisonomista le interesa el signo particular y, de manera caricaturesca, la cicatriz o el tatuaje.

Al pasar ante él, el jugador se localiza como signo, se cuenta, es un uno -1- de donde partirá la división.

Entonces puede entrar en la sala de juego.

Aquí todo habla de otra edad. El decorado anacrónico, los salones de lujo pasado de moda, la vestimenta anticuada de los croupiers, el lenguaje mismo

...

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