Mascaras De La Mujer
danielpinaterry5 de Septiembre de 2012
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¿En qué se parece la arena de la lucha libre mexicana y la otra arena, la política, que padece el país? En todo, sería nuestra inmediata respuesta. Así, para unos la semejanza sería la ausencia de una honesta pasión (M. Kempton), para otros la vergonzante complicidad —en esa triunfante insinceridad— de espectadores y ciudadanos. Para la mayoría, la de los luchadores es más divertida y no la pagamos con nuestros impuestos, sino con ese contrato de adhesión que establecemos con todo negocio de espectáculo. Y aquí la adhesión consiste en aceptar lo que se nos proporciona y que, bien pensado, nos decepciona muchas veces: no hay peor cosa que esa celebridad breve y transitoria de los ídolos mediáticos al uso.
Empecemos con la arena de la lucha libre, ya que es consenso aceptado que es un espacio más perdurable y entretenido que las pantomimas de nuestros políticos. La lucha libre mexicana es un fenómeno peculiar y distintivo y no únicamente porque nuestra lucha es menos pesada y aplastante que, digamos, la de los yanquis: la nuestra es más ligera, entretenida y divertida que otras (un documental español lo demostró no hace mucho). Además, es maroma y circo que trasciende este espacio y se ha plasmado en filmes dignos para las mentalidades vírgenes, esto es, aquellas que no han sido violadas por la más humilde idea. Nuestro ominoso cine nacional consagró a ídolos populares en cintas dignas de colección para un cine del absurdo: con el Santo, Blue Demon y Mil máscaras, por ejemplo, perpetramos incontables películas en que uno no sabe si llorar por el séptimo arte o dar la bienvenida a un género inédito de cultura estúpida de cine ’naif’, superior al de Ed Woods y al inolvidable Juan Orol, de inefable memoria.
Por ejemplo, para dar idea de la dimensión pública de este fenómeno: en donde resido —Monterrey, en el noreste mexicano— existen cinco escuelas de lucha libre y, además, una decena de arenas donde dos son de regular tamaño (2 o 3 mil espectadores) y el resto de menor aforo. Con toda seguridad, Guadalajara (Jalisco) y la capital federal tienen más escuelas y arenas. Me contaba el difunto novelista Luis Spota, que dirigió una comisión de Box y lucha, que sus asociados luchadores eran gente educada y profesional, mientras que nuestros pugilistas eran personas poco cuidadosas de su futuro existencial.
Los luchadores, ante todo, me decía un conocedor, deben aprender a caer, porque el ’costalazo’ es esencial al espectáculo, algo que los políticos nunca han entendido del todo. Ah! Y confieso mi admiración por Gori Guerrero, Rito Romero y otros ídolos de esta ciudad regiomontana y del país entero.
¿Y las máscaras, tan socorridas en la lucha libre? Bueno, son una forma de preservarse, de alejarse, de ocultarse. El maestro Octavio Paz, escribía a mediados de la anterior centuria, que “viajero o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa”. Y nos recordaba la canción popular que dice: “Corazón apasionado/disimula tu tristeza”. Claro, todo pueblo se cubre el rostro en celebraciones o en festividades, pero no creo que exista un pueblo como Tócuaro (Michoacán) donde la artesanía de máscaras ha ido más allá de los mares. Así, uno de los pilares del largo período autoritario mexicano, Fidel Velásquez, que dirigió la sección obrera del otrora invicto Partido Revolucionario Institucional (PRI) siempre estaba enmascarado bajo sus enormes anteojos negros, así como Victoriano Huerta, un dictador efímero en comparación.
Porque ostentarse Partido Revolucionario Institucional, es una obvia contradicción de términos que oculta sus designios. Y, claro, proclamarse Partido de la Revolución Democrática (PRD) no es menos un misterio que encierra un enigma,
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