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Pensar el terrorismo

marilugarcia29 de Diciembre de 2014

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Pensar el terrorismo es un acto complejo. Es demasiado riesgoso escribir sobre la

psicología del terrorismo con cierta perspectiva y sin caer bajo sospecha de frivolidad

intelectual. Mucha gente vive sus días presa de temor a la violencia terrorista; otros

pasan de la indiferencia al escepticismo y otros, como no, se alinean desde las

trincheras que justifican las acciones terroristas, cuando no lo apoyan abiertamente.

El terrorismo, para todos, es un tema de apasionante interés. La espectacularidad de

su acción, la amenaza permanente y el anonimato e imprevisibilidad de sus

operaciones lo convierten en una amalgama con propiedades magnéticas.

Pensar el terrorismo

Una multitud de factores enmaraña la labor de los analistas y especialistas. Y a esto

se suman las diferencias de perspectivas de cada una de las especialidades.

Por si fuera poco se pretende, además, explicar el terrorismo con la fórmula más

mecánica posible: se sueña con un enunciado universal o una suerte de “manual de

uso” que responda al pedido más urgente del público, líderes y fuerzas de seguridad:

simplicidad.

Ante esta problemática ingresan triunfales los ideólogos y comentaristas de masas,

siempre dispuestos a lanzar ideas simples y populares sobre las cosas. En este caso,

el perfil del terrorismo suele ser una simplificación pasmosa que debe tranquilizar al

ciudadano medio y justificar medidas burocrático/políticas para mantener bajo control

la amenaza.

El problema de fondo

Pienso que ante el desafío los intelectuales no podemos quedar atrás. Un aporte

desde el pensamiento debe entregar elementos de trabajo para los especialistas.

Sin embargo, pensar en la postmodernidad es aún más complejo. En tiempos donde la

tolerancia se ha convertido en una de las virtudes cardinales, el terrorismo debería ser

el paradigma del rechazo cultural.

¿No es el terrorismo, para estos efectos, el paroxismo de la intolerancia?

Las condiciones son claras: las grandes mayorías rechazan la imposición de normas

religiosas, órdenes de partidos políticos o decálogos culturales. Los seguidores de las

grandes religiones se erigen primero en “tolerantes” antes que en “ortodoxos”,

relegando a estos últimos a una posición incómoda y culturalmente repudiada. Las

obligaciones emanadas de cualquier autoridad devienen en movilizaciones masivas en

defensa de la libertad y la pluralidad. La tolerancia del Iluminismo transmutó en un

valor individualista centrado en actitudes sexuales, religiosas, políticas y educativas.

Es un consenso curioso: porque la misma tolerancia no puede ser unánime sino plural.

Pero este valor liberal entraña su propia destrucción. A fuerza de permitirlo todo no se

apega a nada más que al no apego. Así, la cultura de la tolerancia implica la pérdida

de los sistemas cargados de sentido. Asistimos a una caída del sentido y, por

Alerta Internacional (http://www.alerta360.org) 2

consecuencia, a una cultura sin sentido, a la deriva y con inevitables choques y

contradicciones llevadas hasta la indiferencia o, en su reacción, a una militancia

emocionada hasta la exaltación.

No es, como se aprecia, un fenómeno originado por una conciencia de “deber” hacia

los demás, sino un derivado de la descalificación de los grandes proyectos culturales

que excluye per se a los enfrentamientos religiosos, políticos o ideológicos. Es una

cultura de la autorrealización eventualmente compartida.

En política significará una redefinición hacia un “gerenciamiento” colectivo no

excluyente y socialmente eficiente. Todos dentro, cultura del bienestar y rechazo a las

posturas autoritarias.

En religión se traducirá en valores compartidos, en ausencia de imposiciones y, por

sobretodo, en la omisión de todo interés de conversión. Su acción: humanista y

tolerante. La estructura religiosa se des-autoriza para devenir en un modelo fluido y

pluralista que permita la búsqueda individual del bienestar religioso dentro del marco

de la denominación particular. Más “conciencia iluminada” y menos dirección de

almas. Es la consagración del yo en el único altar religioso tolerable. Uno que no alerta

a la buena conciencia tolerante.

En proyectos colectivos se convertirá en un tipo de activismo militante emocional y

radical que, sin embargo, permite en su seno todas las expresiones, orígenes e

intereses posibles.

En definitiva, se trata de priorizar el yo, no sobre la consigna voltaireana de una

libertad que termina en la del prójimo, sino nacida de la indiferencia hacia el otro

traducida en el respeto hacia las diferencias.

Una nueva perspectiva

No se trata de relativismo moral como acusan tantos. La cultura contemporánea tiene

un vigoroso acento en el valor de la libertad privada. La prueba está en que el menor

roce a este meta-valor es enérgicamente rechazado. Y con esto, todo proyecto

colectivo fundado sobre imposiciones ideológicas. No se explica de otro modo el furor

anti-sectas que vio nacer el siglo XXI y que hoy decae por la indiferencia con

excepción de titulares de los mass media clamando contra los escándalos de la

intolerancia particularmente religiosa. Es la hora del ascenso del irracionalismo y del

pensamiento mágico.

Si nadie es dueño de la verdad, luego, todos poseen la suya. El único límite es la

propiedad personal: bienes, vida y libertad. Si la defensa propia es el valor más

tolerado dentro de los actos violentos, la defensa colectiva contra “generalizaciones

colectivas” será intolerable. Es la primacía de lo relativo sobre lo absoluto, del

individuo sobre la idea.

Si se aligeran los juicios morales, éticos e ideológicos y se redefinen los permisos y

restricciones, en contraparte se endurecen las medidas de protección de la tolerancia.

Si emergen actos vandálicos de intolerancia, las movilizaciones serán masivas. Es la

hora del populismo, mediático y colectivo.

En este contexto el terrorismo hace su ingreso: más que una pérdida de valores,

decíamos, es una pérdida de sentido. No es un “todo vale” radical sino una

equivalencia de “interpretaciones” que hacen repugnante toda violencia, autoridad y

Alerta Internacional (http://www.alerta360.org) 3

sectarismo. Se reivindica el derecho a hacerlo todo, decirlo todo, negarlo todo hasta

deslegitimarlo todo en nombre de hacerlo todo legítimo menos lo intolerable.

En esta escalada de incertidumbre y pérdida de referencias, no es impredecible el

surgimiento de una reacción de malestar in crescendo radicalizada hacia el polo

opuesto. La tolerancia hacia actitudes xenófobas es un buen ejemplo de la intolerancia

consentida.

Pero emerge una segunda intolerancia. Una que alimentada por la deslegitimación de

las referencias, dogmas y autoridades, desconoce toda autoridad fuera de sí hasta

fundirse con una determinada conciencia colectiva que absorbe su libertad de

conciencia. En la búsqueda de una identidad perdida en el naufragio de los sentidos,

surge este fundamentalismo novedoso que une la sumisión al dogma junto a la

sumisión al colectivo. En su “interpretación particular” se niega la autonomía con la

fuerza con que se condena al hedonismo moderno. El dogma y la sumisión al colectivo

se aceptan con el delirio místico de quien recibe la revelación de un líder sectario

hasta anular el uso de la razón y la libertad bajo la forma de la esclavitud voluntaria.

Un vistazo por los movimientos engendrados bajo el ala de la llamada Nueva Era nos

revela el modelo prototípico previo al surgir del fundamentalismo. La búsqueda de la

vivencia de lo sagrado que caracterizó al movimiento pre-hippie será la búsqueda de

sentido trascendente en el caos postmoderno.

Este fundamentalismo particular tiene una segunda característica notable: siempre es

marginal. Es el barrio conflictivo de la gran ciudad indiferente y a salvo de la zona de

riesgo.

El problema para la postmodenidad aparece cuando lo marginal cruza la frontera e

ingresa a la zona segura.

Es una incomodidad, no un peligro. La cultura entera es impermeable a los anhelos

reformistas de los extremos. Y por su propia naturaleza, la tolerancia sería muy

incómoda si no permitiese la pluralidad superficial que consiente nolen volens la

diversidad para certificar su identidad tolerante.

En tanto, los extremos conmueven pero no operan los cambios emanados de los

mandatos particulares que les dan forma y vida.

Es comprensible, por tanto, la urgencia de construir una suerte de “retrato robot” de la

amenaza. Uno que idealmente se imprima en las cajas de leche y se fije en postes y

muros, al modo de los avisos policíacos sobre delincuentes buscados. Un retrato,

idealmente, universal que permita a la población “detectar” la amenaza en caso de

verificar la descripción del delincuente.

Pero en esto los guardianes de la seguridad han fracasado y los delincuentes han

burlado las vallas policiales

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