Sexos y sesgos en Psicoanálisis: acerca de la adopción por parte de padres y madres del mismo sexo.
ofloresaguayoEnsayo21 de Marzo de 2016
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Oscar Alejandro Flores Aguayo
Instituto Mexicano de Psicoanálisis
Sexos y sesgos en Psicoanálisis
Dawn Stefanowicz creció en una familia conformada inicialmente por una pareja de hombres. Narra que su vida estuvo expuesta a intercambios de pareja, viajes a playas nudistas, falta de afirmación de su feminidad, abusos sexuales. Uno de sus padres disfrutaba de la cultura de género neutro, por lo cual incluso vestía unisex, haciendo que la joven Dawn cambiara de ropa. Las consecuencias fueron «…inseguridad, depresión, pensamientos suicidas, miedo, ansiedad, baja autoestima, insomnio y confusión sexual. Mi conciencia y mi inocencia fueron seriamente dañadas. Fui testigo de que todos los otros miembros de la familia también sufrían». Stefanowicz hace una invitación a que los gobiernos —particularmente el canadiense— protejan el «verdadero matrimonio», pues considera que el hecho de haber sido adoptada por padres homosexuales conllevó a su posterior estado emocional (ACI, 2006).
Por otra parte, Thomas Lobel es un niño californiano de 11 años que es sometido a un tratamiento hormonal para cambiar de sexo porque supuestamente es lo que deseaba, en opinión de sus madres, debido a lo cual ahora es llamado Tammy. Una de las primeras cosas que dijo, según reportan ambas mujeres, fue «soy una niña» en Lengua de Señas Americana. Maíta García Trovato, médico psiquiatra citado por el autor del artículo consultado, indica que hay entonces un riesgo al dar en adopción a un niño para satisfacer los deseos de una pareja homosexual, pues además se suma la ausencia de una figura de identificación y otra de complementariedad (ACI, 2011).
Por otra parte, un estudio de la American Psychological Association (2005) que se refiere a los estudios empíricos —realizados en países de todos los continentes, y en más de 1000 sujetos— sobre las condiciones psicológicas de los hijos de padres del mismo sexo concluye que 1) La homosexualidad no es una enfermedad, 2) Hombres y mujeres homosexuales tienen las mismas habilidades para ser padres, y en algunos estudios se concluye que muestran más, 3) No hay una mayor tendencia de abuso sexual infantil dentro de las parejas homoparentales que entre las heteroparentales, 4) No hay diferencias significativas en cuanto a salud psicológica y desenvolvimiento social entre hijos de uno u otro tipo de parejas, 5) El crecer en el seno de una familia conformada por una pareja del mismo sexo no resulta en psicopatología.
De modo que cabe preguntarse: ¿Dónde están los efectos de la ausencia de una figura de identificación y otra de complementariedad? Esta no es una pregunta solamente con implicaciones teóricas sino terapéuticas y sociales. Un tema común dentro de las sesiones de intervención en crisis y psicoterapia relacionada con la violencia de género que he conducido es el temor a que los hijos quedarán sin padre y, por lo tanto, recibirán un daño irreversible. La idea de que un niño particularmente no tenga un padre se relaciona tanto con el trauma por la pérdida como con la ausencia de una figura masculina que sirva como un ejemplo de masculinidad —ansiedad exacerbada en situaciones en que el pequeño estará rodeado de figuras maternales y de la ausencia de abuelos, tíos, masculinos.
Por tal motivo creo bastante factible que las ideas basadas en la necesidad de personas con las cuales identificarse y contrastar son factores que ayudan a perdurar la violencia de género. Tal paradigma surge en el Psicoanálisis, quedando sintetizado en Psicología de las Masas y Análisis del Yo (Freud, 1921). Según este texto, la identificación ocurre en dos etapas: la identificación primaria consiste en la primera forma de relación con un objeto de amor y ocurre independientemente del sexo de los cuidadores. La segunda se da como consecuencia de la emergencia de la genitalidad y la necesidad de lograr, a la larga, la unión con el anhelado objeto de amor (Bleichmar, 1996).
De acuerdo a Freud (1921), cuando la maduración del niño le permite desear sexualmente a su madre, entrando en rivalidad con su padre, se da el Complejo de Edipo. Normalmente, el infante es incapaz de vencer a su padre en la triangulación amorosa, por lo cual tendrá que renunciar a la batalla, al menos por el momento, postergando su satisfacción hasta que pueda hallar una pareja en la vida adulta.
Para entenderlo es importante considerar que la identificación no es solamente una forma de relación con los objetos, sino de incorporación. De acuerdo a Freud (1900, citado por Alarcón, 2012), la pérdida del primer satisfactor de la necesidad (pulsional) conlleva a una realización alucinatoria del deseo donde comienza la estructuración del psiquismo y, dado que el sujeto es la fuente de su propio placer, inicia el autoerotismo psíquico y corporal —por estimulación de las zonas erógenas—: la función ejercida por el pecho es trasladada al sujeto. Poco a poco, el pecho materno va adquiriendo cara, presencia e individualidad, dando pie a la construcción de un objeto y, en correspondencia, el yo, que antes era una colección de zonas erógenas va transformándose en una unidad. Las pulsiones, que eran parciales y requerían de objetos igualmente parcializados, van mezclándose y dirigiéndose hacia objetos totales y hacia el recién construido yo, lo cual dará pie al narcisismo (Alarcón, 2012).
Una vez que se ha establecido muy bien la existencia de uno y de otro, el niño y la niña se dan cuenta de que los cuerpos no son iguales. Parece que papá tiene un pene que a la madre le falta (González de Chávez, 1998). Esto se verifica adecuadamente en el caso de Hans, quien desarrolla una fobia hacia los caballos relacionada con su hace-pipí, justo en la misma época en que puede contemplar el cuerpo desnudo de su padre, madre y hermana recién nacida. Inicialmente, Hans no confía en la inexistencia del pene de su madre, sino que más asume que sí lo tiene; el tiempo lo desengañará y generará en él la angustia de ser castrado por su padre (Freud, 1909). En la teoría freudiana, niños y niñas colocarán al falo como propiedad que ha de ser protegida —si se tiene— o envidiada —si se adolece—. El niño se identificará con el padre para poder ser deseado por la madre o por su subrogado, debido al falo, mientras que la niña aceptará que está castrada y se consolará con ser madre, que implica obtener un falo subrogado a partir de la unión sexual con los hombres (González de Chávez, 1998; Zaretsky, 2004).
Visto psicoanalíticamente, este es el punto donde se da la lucha de los sexos que, si se considera desde un punto de vista ortodoxo, tiene un origen biológico relacionado con la naturaleza masculina —activa— de la libido. Durante los primeros años del Psicoanálisis, cuando reinó el modelo libidinal, se consideró que el conflicto principal de los pacientes —la piedra de base de la neurosis con fundamentos orgánicos, en opinión de Freud (1937)— se relacionaba con el Complejo de castración, siendo un motor del psiquismo tan inamovible que se le atribuían los fracasos de los tratamientos psicoanalíticos. Incluso las mujeres, que poco a poco se fueron subiendo al barco freudiano tras encontrar en él una respuesta a sus necesidades de ser reconocidas como agentes de su propio placer, acataron esta perspectiva durante algún tiempo —tanto en lo teórico y clínico, como en las perspectivas sobre su propia existencia—, a pesar de las ambivalencias inconscientes que pudiera generar, como lo ejemplifica la vida de Helen Deutsch (Zaretsky, 2004).
En Psicoanálisis, la elección objetal antecede a la elección de la figura de identificación (Bleichmar, 1996): el hombre desea a la madre (anaclíticamente) y se masculiniza, mientras que la mujer desea al padre debido al falo y se feminiza. Los varones se hayan enteros en sí mismos y eligen objetos totales para cuidar y ser cuidados, mientras que las féminas están carentes y siempre deben buscar algo que las complete (González de Chávez, 1998). Y dado que la identidad termina por construirse de acuerdo al resultado de las identificaciones secundarias que son consecuencia, a su vez, del complejo de Edipo positivo (Bleichmar, 1996), también puede rastrearse una única forma saludable de sí-mismo y de sexualidad que fue determinada por la ley natural: ser el hombre masculino y la mujer femenina heterosexuales que tienen deseos muy claramente delimitados. De esta forma, el Psicoanálisis contribuyó a la larga historia de inequidad entre hombres y mujeres (González de Chávez, 1998), y a la cultura de normalización y exclusión en cuanto a las prácticas sexuales, la elección vocacional, las costumbres, la expresión intelectual o artística, etc. Puesto que en la práctica la categorización masculino-femenino las influye y es en todas el motivo de la elección y la discriminación[1]. Tal parece entonces que Lacan tenía razón al afirmar que el falo es un significante que ha de permanecer oculto y que puede anudarse a diversos órganos, símbolos u objetos (Frosh, 1994), y no simplemente el pene, como sostenía Abraham u otros autores (Zaretsky, 2004).
En los últimos años de su vida, Freud debió reconocer el error de subestimar la importancia de la relación del niño con su madre en los primeros años del desarrollo, al concentrarse en los devenires edípicos. Fueron las mujeres, probablemente cansadas de la ambivalencia que les causaba la teoría clásica, quienes iniciaron el más grande cambio paradigmático en la historia del Psicoanálisis: la vuelta hacia la madre (Zaretsky, 2004). El falo y el conflicto dejarían de tener el lugar central del psiquismo para dar lugar a las teorías de la vinculación y de déficit. Al mismo tiempo, las teorías falocentristas serían juzgadas por lo que son: continuación de un modelo basado en el ejercicio del poder de hombres sobre mujeres, patriarcal y con concepciones sobre el Complejo de Edipo que en realidad corresponden al modelo competitivo social (Fromm, 1970). Karen Horney, cansada de interpretaciones con respecto a su envidia del pene, evidenció que la visión masculina sobre la mujer y la feminidad parecía ocultar un conflicto de aquellos sobre éstas (Zaretsky, 2004): las mujeres vistas como seres todopoderosos y destructivos —emparentados con la muerte—, condenadas a comportarse como vírgenes hasta la llegada de un hombre para desflorarlas, necesitadas de madre y macho, con elecciones predominantemente narcisistas debido a sus deseos de ser amadas y velar la castración, amenaza para la virilidad de los hombres —de acuerdo a Freud—, contraste que define la masculinidad, objetos de deseo de los hombres (su cuerpo es un falo), y un largo etcétera en el cual la mujer siempre es peligrosa y agente de un hambre peligrosa (González de Chávez, 1998).
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