CELIBATO EN LA RELIGION
OSCARGRET18 de Mayo de 2014
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EL CELIBATO EN LA RELIGIÓN
La más profunda penetración de la teología, creo yo, es aquella según la cual los hombre san sido creados para la comunión con Dios y la universalidad del ser, pero no pueden alcanzar esta comunión hasta haber superado el narcisista amor a sí mismos… y estar en condiciones de amar plenamente y por igual a todas las personas. Para superar el amor narcisista, las disciplinas de la virginidad y el celibato han sido –y seguirán siendo– unas disciplinas espirituales esenciales.
Herbert Richardson
El don del celibato es, en realidad, la llamada a ser un «vidente», un hombre de visión, una visión de la propia dignidad, una entrega a los demás… amando en el ámbito de una vasta realidad. La visión es necesaria para que un célibe sea una persona feliz y bien adaptada.
Joseph Wade
En la vida de los religiosos, el celibato ha sido desde antiguo una disciplina espiritual, un ejercicio para que el devoto avance en su desarrollo espiritual. Se ha señalado que el celibato ofrece al individuo religioso un medio para centrar más puramente su atención en el compromiso de la búsqueda y la experiencia de Dios.
En las prácticas de diversas religiones antiguas, el celibato era sacerdotal –representado por el poder del shaman, los sacerdotes y las sacerdotisas– y el poder sexual se transformaba ritualmente en poder religioso. Más generalmente, a lo largo de la historia, los individuos religiosos dedicados a la vida espiritual se apartaron de la más vasta sociedad y se estableció el monacato masculino y femenino como estilo de vida religiosa. El celibato se practicaba para promover los fines religiosos y prestar servicio a Dios en una pura y exclusiva devoción. Estos individuos han solido vivir agrupados o bien en solitario, como el ermitaño, el asceta errante o el sacerdote que vive una existencia monástica dentro de la comunidad seglar.
La tradición del celibato se halla establecida en aproximadamente la mitad de las principales religiones del mundo. Y lo más curioso es que esta tradición rompe la habitual división entre las culturas oriental y occidental. El celibato, por ejemplo, es tradicional en las religiones orientales del hinduismo, budismo, taoísmo y jainismo, pero no así en el islamismo o en el confucianismo. De igual modo, en Occidente es tradicional en el catolicismo romano y en la Iglesia ortodoxa oriental, pero no en el judaísmo o el protestantismo.
El celibato y el cristianismo
La palabra española se deriva del latín «caelebs», "no casado", y se refiere a la abstinencia del matrimonio por parte del clero y las órdenes monásticas de la Iglesia Católica Romana. Esta Iglesia reconoce que antes del tiempo del Concilio de Nicea (año 325) el clero tenía libertad para casarse de acuerdo con la práctica de la iglesia apostólica . Sin embargo a fines de este período se introdujo clandestinamente dentro de la iglesia una doble norma de espiritualidad. Se tornó nota de las palabras de Jesús sobre algunos "que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos" .
El celibato en la religión cristiana ha sido generalmente considerado no una disciplina física para purificar el cuerpo y reavivar la conciencia, sino una virtud ejemplar de devoción a Dios. Por desgracia, la tradición del celibato en el cristianismo ha sufrido las consecuencias de una historia de malentendidos sexuales sin beneficiarse demasiado del conocimiento y la experiencia del valor del celibato con el fin de alcanzar un más alto grado de experiencia de Dios que se observan en las religiones orientales.
El celibato cristiano se ha utilizado en buena parte en calidad de incómodo refugio para evitar los males de la sexualidad, sobre la base de la creencia en el pecado original. El concepto cristiano del pecado original (del que se culpa a la mujer; señala la historiadora Barbara Tuchman, «siendo la teología obra de los hombres») afirma que el conocimiento y la experiencia sexual impiden a una persona entrar en el Reino de los Cielos después de la muerte. Por consiguiente, para que el individuo sea aceptado, hay que eliminar la sexualidad, lo cual se consigue fácilmente mediante la abstención de la actividad sexual.
Sin embargo, la abstinencia sexual como modelo de la devoción religiosa no ha tenido demasiado éxito en los dos mil años que lleva proponiéndose como ideal cristiano.
Las cuestiones del celibato y el sexo estuvieron inicialmente separadas de la religión cristiana. Fueron introducidas en la creencia de que, con el advenimiento de la Nueva Era anunciada por la venida de Cristo, el Reino de Dios estaba cerca y no habría necesidad de matrimonio puesto que, en palabras de san Pablo, «todos serían como ángeles». Se dice que Jesús animó a sus discípulos a observar la continencia: «El que pueda entender, que entienda». Algunos apóstoles se casaron, pero otros abandonaron su vida de casados y las responsabilidades familiares para consagrarse a la «Nueva Era». Acabó predominando la idea del celibato sobre la del matrimonio para los religiosos y, al final, el matrimonio, en su asociación con el sexo, llegó a convertirse en el cristianismo en algo inferior a lo plenamente espiritual. Tal como san Pablo escribió en su Primera Epístola a los Corintios:
Quisiera que todos los hombres fueran como yo [es decir, célibes]. Sin embargo a los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no pueden guardar la continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse.
San Pablo, según Bertrand Russell, veía el matrimonio como un mal menor comparado con la actividad sexual indiscriminada. «El punto de vista cristiano según el cual todo acto sexual fuera del matrimonio es inmoral estaba basado en el punto de vista según el cual todo acto sexual, incluso dentro del matrimonio, es lamentable […] y algo así como un obstáculo para alcanzar la salvación».
El sacerdote Donald Goergen señala que el «pecado» de la sexualidad en su calidad de enemigo de la espiritualidad se inició con san Pablo y se agrandó en san Agustín. San Agustín invitaba a guardar la continencia dentro del matrimonio. Para él, «la castidad puede ser célibe o conyugal y la castidad conyugal sigue siendo verdadera castidad. La castidad conyugal limita muy explícitamente el acto sexual a la procreación». La Tuchman subraya también la aversión que le inspiraba a san Agustín la actividad sexual por sí misma. «Utilizar la cópula por el placer que ésta lleva aparejado y no por los fines a los que estaba destinada. Era, según decretaba san Agustín, un pecado contra la naturaleza y, por consiguiente, contra Dios. El celibato y la virginidad seguían siendo los estados preferidos porque permitían el total amor de Dios, “el esposo del alma”».
A san Agustín le hubiera encantado el advenimiento de los niños-probeta. En su dilema acerca de cómo reconciliar la procreación con el sexo, escribió: «Aquellos que se casan con mujeres con este propósito exclusivo [la procreación], si se les ofrecieran los medios de tener hijos sin ayuntarse con sus mujeres, ¿acaso no recibirían con gozo inefable semejante bendición?».
No es de extrañar que el historiador D. S. Bailey llegue a la siguiente conclusión: «san Agustín tiene que ser considerado responsable en no pequeña medida de la introducción en nuestra cultura de la idea todavía ampliamente divulgada según la cual el cristianismo considera la sexualidad como algo especialmente contaminado por el mal».
El historiador británico W. E. H. Lecky, en su History of European Morals (Historia de las morales europeas), observó también que el matrimonio fue rebajado por los primitivos cristianos a la categoría de estado inferior. A pesar de ser necesario para la propagación de la especie, era considerado un mal necesario. Sin embargo, para un individuo que quisiera conservar su compromiso con la vida cristiana, el matrimonio era algo más que una componenda; era casi un contrato de pecado. ¿Cómo podía uno seguir manteniendo relaciones sexuales –el «pecado original»– y aspirar a una vida libre de pecado?
San Bernardo solía predicar el evangelio de la castidad matrimonial por las esquinas de las calles de las diversas aldeas con tanta persuasión que las esposas prudentes ocultaban a sus maridos cuando él estaba en la ciudad. Lecky cita a varios santos que resolvieron el conflicto entre matrimonio sexual y cristianismo devoto abandonando por entero su vida de casados.
La separación entre matrimonio y sacerdocio no se inició formalmente hasta el año 305 de nuestra era, en el que el Concilio español de Elvira decretó que todos los clérigos casados tenían que abstenerse de mantener relaciones sexuales con sus mujeres. Hasta entonces, los clérigos se habían casado y podían mantener relaciones sexuales. Por consiguiente, cabe suponer que el matrimonio casto entre los clérigos se practicó durante ocho siglos hasta que el primer Concilio de Letrán del año 1123 prohibió el matrimonio a los sacerdotes. Sólo hacia finales del siglo XIII se empezó a exigir rígidamente a los clérigos la observancia del celibato.
Cuando el cristianismo empezó a ramificarse en diversas sectas, la práctica del celibato por parte de los clérigos quedó limitada primordialmente al catolicismo romano y a la ortodoxia oriental. Y, aunque se recomendaba ocasionalmente, desapareció casi por entero de la vida del clero protestante. Tanto Juan Calvino como Martín Lutero destacaban los valores del celibato, pero no insistían en ello. Tal como afirmaba
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