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Caza microbiana


Enviado por   •  29 de Abril de 2015  •  Informes  •  1.082 Palabras (5 Páginas)  •  433 Visitas

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DALVADVÑLa caza de microbios siempre ha sido un asunto irregular y extravagante.

El primer hombre que vio los microbios fue un conserje sin instrucción adecuada.

Un químico los puso en el mapa, y consiguió que la gente les tuviera miedo; un

médico rural, transformó la cacería de microbios en algo que pretendía ya ser una

ciencia. Un francés y un alemán sacrificaron montones de conejos y conejillos de

Indias, para proteger la vida de los niños contra el veneno segregado por uno de los

microbios más mortíferos. La caza de microbios ha sido una serie de estupideces

asombrosas, de intuiciones hermosas, de paradojas insensatas; pero si ésta es su

historia, lo mismo puede decirse de la historia de la ciencia de la inmunidad —aún en

pañales— porque Metchnikoff, el investigador exaltado que en cierto modo puede ser

considerado como su fundador, no fue un investigador científico cuerdo, sino más bien

uno de esos personajes histéricos que aparecen en las novelas de Dostoiewski.

Elías Metchnikoff, fue un judío nacido, en el sur de Rusia en 1845, quien antes de

cumplir los veinte años se dijo: «Tengo cabeza, capacidad y talento natural. Mi

ambición es llegar a ser un investigador notable».

Estando en la Universidad de Jarkov, le pidió a uno de sus profesores el

microscopio, aparato poco común en aquel entonces, y después de hacer algunas

observaciones, más o menos claras, este ambicioso joven se dedicó a escribir prolijos

trabajos científicos, mucho antes de tener idea de lo que era la ciencia. Se ausentó de

sus clases durante meses enteros, no para divertirse y leer novelas, sino para

enfrascarse en la lectura de doctos volúmenes sobre «Los Cristales de los Cuerpos

Proteicos» y apasionarse con folletos revolucionarios que, de haber sido descubiertos

por la policía, le habrían valido la deportación a las minas de Siberia. Pasó en vela

noches enteras, bebiendo enormes cantidades de té mientras predicaba el ateísmo a

sus camaradas (los antepasados de los actuales bolcheviques), quienes le pusieron el

apodo de «Dios no existe». Un poco antes del final de curso, se aprendía

precipitadamente las lecciones descuidadas durante los meses anteriores, y gracias a

su prodigiosa memoria, que más que cerebro humano parecía una fantástica

grabadora, podía escribirle a su familia que había obtenido primer lugar y ganado una

medalla de oro.

Metchnikoff siempre buscaba su propia superación. Antes de haber cumplido los

veinte años, enviaba trabajos a las revistas científicas, trabajos que escribía

impetuosamente poco después de examinar, bajo el microscopio, cualquier sabandija

o escarabajo. Al observar al día siguiente el mismo bicho, se encontraba con que

aquello de que había estado tan seguro el día anterior había cambiado, y

apresuradamente enviaba una carta al editor de la revista: «Le agradeceré no

publique el manuscrito que ayer le envíe, pues he caído en la cuenta de que estaba en

un error». Otras veces se ponía furioso porque los editores rechazaban sus exaltados

descubrimientos. C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s P a u l d e K r u i f

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—El mundo no sabe apreciarme —exclamaba, encerrándose en su habitación,

dispuesto a morir, y gimiendo tristemente: «Si como caracol pequeño fuera, en mi

concha me escondiera».

Si Metchnikoff sollozaba porque sus profesores no estimaban debidamente su

brillante talento, también hay que admitir que era incontrolable. Su obstinado interés

por todos los seres vivientes, le hacía olvidar sus propósitos suicidas y sus violentos

dolores de cabeza; pero sus constante disputas con los

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