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David Brainerd

pabloabiel9 de Octubre de 2013

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Biografía: Hudson Taylor

Por Luis Alberto

La vida del misionero al país qué tanta ayuda necesita: China.

Mucho antes de que Hudson Taylor naciera sus padres lo dedicaron al Señor. Habían leído en Éxodo 13:2: “Conságrame todo primogénito”; y habían comprendido sabían que este mandato divino se refería no sólo a lo que poseía en el hogar y en la familia. El 21 de mayo de 1832, en Yorkshire, Inglaterra, les nació un hijo, y le pusieron Jaime Hudson Taylor.

Desde sus días de niño de brazos, Hudson Taylor fue llevado al templo evangélico. Entre sus recuerdos más tempranos conservaba el cuadro de su abuelo y su abuela, sentados directamente detrás de él y de sus padres. Gran parte de su educación le fue dada en su propio hogar. Su padre le enseñó el alfabeto hebreo; y, antes de que cumpliera cuatro años, su madre le había enseñado a leer y a escribir.Como muchos otros niños, Hudson Taylor acostumbraba jugar “a la iglesia”, junto con su hermano y su hermana. La silla de su padre les servía de púlpito, y el tema predilecto de los sermones infalibles era las tinieblas de los países paganos. Esto era lo que solía oír, tanto en su hogar como en el templo.

“Cuando yo sea grande” decía Hudson, “quiero ir como misionero a la China”.

En el hogar de los Taylor la norma era que los centavos tenían que ser ganados. Los padres de Hudson creían que sus hijos debían comprender el valor del dinero, y darse cuenta de que debían aprender a ganarlo de manera honrada. Por lo tanto, les asignaban algunos quehaceres domésticos como trabajos.

Cierto día llegó al pueblo una feria de diversiones. Hudson Taylor había ahorrado un centavo enterito, lo cual le parecía una gran fortuna. Decidió gastarlo en la feria. Pero, cuando llegó al lugar, se encontró con que tenía que acercarse a la boletería y comprar un boleto de entrada. Hudson sacó su centavo y se lo mostró al encargado. El hombre sacudió la cabeza, indicándole que no podía entrar, puesto que la entrada valía dos centavos. “No tengo otro centavo” dijo Hudson, “pero le daré éste si usted me deja entrar. ¿No le parece mejor un centavo que ninguno?”.

Pero el hombre permaneció impertúrbale. Hudson regresó a su casa llorando a lagrima viva, como si se le fuera a partir el corazón. Su madre le asignó una tarea en la que podía ganar otro centavo. Así, dentro de poco, ya pudo asistir a la feria. Como resultado de esa experiencia, Hudson Taylor nunca olvidó el valor del dinero.

A los niños Taylor se les había enseñado que no debían pedir nada en la mesa. Un día, cuando tenían visitas para la cena, el plato de Hudson fue pasado por alto. Durante largo rato se quedó sentado sin decir nada. Al fin, aprovechando una pausa en la conversación, Hudson pidió que le pararán la sal. El invitado que estaba sentado a su lado miró su plato vació y le preguntó: “¿Para qué quieres la sal?”. Hudson replicó que quería estar preparado para cuando su madre le sirviera la comida.

A Hudson Taylor siempre le gustó leer. En muchas ocasiones no alcanzaba a terminar de leer algún libro durante las horas del día. Deseaba poder leer de noche; pero su madre siempre venía para arroparle y para llevarse la vela. Cierto día se quedó a medias en la lectura de una historia que le llamó particularmente la atención. Recordó que en la casa había unos cabos de vela, que se guardaban para usarlos en el sótano. Nadie se daría cuenta si cogía unos cuantos. Así podía encenderlos y leer en la cama.

Esa noche , poco antes de la hora en que Hudson debía irse a la cama, unos amigos de la familia llegaron para visitarles. Hudson se había metido los cabos de velas en los bolsillos, al entrar en la sala para dar las buenas noches. De pronto, el amigo que les visitaba tomó al niño y, sentándole sobre sus rodillas, empezó a contarle una historieta. Aunque a Hudson le encantaban los relatos, estaba inquieto y se retorcía constantemente. Se le figuraba que muy pronto se le iban a derretir los cabos de vela que tenia en el bolsillo, pues estaba sentado muy cerca de la chimenea. No bien hubo acabado el hombre de relatar la anécdota, Hudson trató de bajarse de rodillas. Sin embargo, su madre le dijo que, puesto que era temprano todavía, le daba permiso para quedarse otro rato en la sala.

El visitante empezó a relatar otra anécdota; y otra vez Hudson se retorció para bajarse de las rodillas de aquel hombre. El visitante se sintió muy decepcionado, y los padres de Hudson quedaron muy perplejos. El muchacho corrió a su habitación, y su madre lo siguió. Allí encontró a su hijo llorando abundantemente, y con el bolsillo lleno de velas derretidas. Esa fue otra experiencia que Hudson Taylor jamás olvidó.

La misma Sra. de Taylor era la maestra de sus hijos, y por eso vigilaba atentamente mientras ellos leían los textos de historia, literatura, y otros libros. Siempre que encontraban alguna palabra que no conocían, debían acudir al diccionario para buscar el significado.

Otra de las lecciones que Hudson Taylor aprendió de sus padres fue la puntualidad. “Supongamos” le decía su padre, “que hay cinco personas, y que se les hace esperar un minuto. ¿No ves que son cinco minutos perdidos, que no se recobrarán jamás?”.

El Sr. Taylor estimulaba y fortalecía la vida espiritual de su hijo. A diario, durante su niñez, Hudson era llamado a la habitación de su padre, par tener un rato de oración y estudio bíblico. Además se le enseño a tener su propio tiempo devocional a solas con Dios. Pronto aprendió a dedicar unos minutos antes del desayuno, y otros por la tarde, a la lectura de la palabra de Dios y a la oración.

Debido a que Hudson Taylor era enfermizo, no le fue posible asistir regularmente a la escuela. Pero las clases que su madre le daba eran conducidas de manera sistemática y consistente; de modo que, como resultado. Hudson Taylor avanzó en sus estudios mucho más que los niños que asistían a la escuela.

Las misiones al extranjero era uno de los constante temas de conversación y oración en el hogar de los Taylor. El padre sentía un anhelo especial de que el evangelio llegara a la China. Hablaba mucho del país, y oraba mucho por dicha nación. Cuando Hudson tenía siete años, se realizó un culto de celebración, durante el cual recogieron ofrendas de acciones de gracias, y se elaboraron plegarias por el mundo entero. Después de este culto de celebración, el padre de Hudson comneto que varios misioneros habian salido recientemente, pero que ninguno de ellos habia ido a la China. Este hecho, juntamente con la lectura del libro La China, de Pedro Parley, hizo una profunda impresión en J. Hudson Taylor. No obstante, los Taylor ya habían abandonado las esperanzas de que Hudson pudiera dar cumplimiento a sus deseos, pues el niño era muy enfermizo.

A medida que Hudson crecía, su salud pareció mejorar, y así pudo asistir a la escuela. Allí, no solo le faltó el ambiente espiritual de su hogar, sino que también el horario escolar, atiborrado de quehaceres y deberes, le hizo dejar a un lado las cosas del Señor. Ya no hallaba tiempo para la oración y la lectura de la Biblia; actos que había observado sin falta mientras estaba en casa. Como consecuencia, su vida espiritual empezó a declinar. Entre los once y diecisiete años, Jaime Hudson Taylor llevó una vida cristiana vacilante. Cuando tenía quince años, le fue ofrecido un empleo como dependiente subalterno en un banco. En tal lugar, las cosas se le hicieron más difíciles, no solo porque era un nuevo en el trabajo, sino también a causas de las amistades que encontró allí. La mayoría de sus amigos se reían de las convicciones religiosas de Hudson, considerándolas anticuadas. En ese mismo lugar, el joven empezó a ambicionar las posesiones materiales y a pensar que las necesitaba.

Pero el Señor tenía Su mano sobre Hudson Taylor, y como secuencia de una serie de inflamaciones en los ojos, el joven tuvo que dejar su empleo en el banco. Regresó a su casa, para trabajar con su padre. No obstante, puesto que no andaba bien en las cosas espirituales, le resultaba difícil hablar con su padre o su madre. Le era un poco más fácil conversar con su hermana Emilia, que para entonces contaba con trece años de edad. Emilia resolvió orar por su hermano tres veces al día. Tan decidida estaba en su propósito, que escribió en su diario que nunca dejaría de orar por él hasta que él regresara al Señor Jesucristo.

Un día, mientras su madre estaba fuera, Hudson entró a la biblioteca de su padre para buscar unos libros. Parecía que no podía encontrar nada que le interesara, de modo que echó mano a una canasta que contenía folletos y, al acaso, cogió uno de evangelización. En esa misma hora su madre, encontrándose a unos cien kilómetros de distancia, se levantó de la mesa y entró en su habitación. Cerró su puerta, y le puso llave, resuelta a no salir sino cuando tuviera la certeza de que Dios contestaría sus oraciones a favor de su hijo descarriado. Hora tras hora imploró al Señor, hasta que de pronto ya no pudo seguir orando. Entonces empezó a darle gracias a Dios por la conversión de su hijo.

Mientras tanto, en su casa, Jaime Hudson Taylor decidió leer tratado que tenía en la mano. “Leeré solamente la anécdota” se dijo entre sí. “Dejaré de leer cuando empiece el sermón”.

Sin embargo, cuando se dio cuenta, no solo había leído el relato, sino también el sermón. El tratado hablaba acerca del Señor Jesucristo, el cual entregó voluntariamente su vida por el mundo entero.

Súbitamente le vino un pensamiento extraño: Si Cristo murió por todo ser humano en el mundo entero, luego todo ser humano debería

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