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La Misa Como Sacrificio


Enviado por   •  25 de Junio de 2013  •  2.307 Palabras (10 Páginas)  •  345 Visitas

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1. La dimensión sacrificial de la Santa Misa

1.1. ¿En qué sentido la Santa Misa es sacrificio?

La Santa Misa es sacrificio en un sentido propio y singular, “nuevo” respecto a los sacrificios de las religiones naturales y a los sacrificios rituales del Antiguo Testamento: es sacrificio porque laSanta Misa re-presenta (= hace presente), en el hoy de la celebración litúrgica de la Iglesia, el único sacrificio de nuestra redención, porque es su memorial y aplica su fruto (cfr. Catecismo, 1362-1367).

La Iglesia cada vez que celebra la Eucaristíaestá llamada a acoger el don que Cristo le ofrece y, por tanto, a participar en el sacrificio de su Señor, ofreciéndose con Él al Padre por la salvación del mundo. Se puede, por tanto, afirmar que laSanta Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia.

Veamos con más detenimiento estos dos aspectos del Misterio Eucarístico.

1.2. La Eucaristía, presencia sacramental del sacrificio redentor de Jesucristo

Como apenas hemos dicho, la Santa Misa es verdadero y propio sacrificio por su relación directa -de identidad sacramental- con el sacrificio único, perfecto y definitivo de la Cruz[1]. Esta relación fue instituida por Jesucristo en la Última Cena, cuando entregó a los Apóstoles, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo ofrecido en sacrificio y su Sangre derramada en remisión de los pecados, anticipando en el rito memorial lo que aconteció históricamente, poco tiempo después, sobre el Gólgota. Desde entonces la Iglesia, bajo la guía y la virtud del Espíritu Santo, no cesa de cumplir el mandato de reiteración que Jesucristo dio a sus discípulos: «Haced esto en memoria mía [como memorial mío]» (Lc 22,19; 1 Co 11,24-25). De este modo “anuncia” (hace presente con la palabra y el sacramento) “la muerte del Señor” (es decir, su sacrificio: cfr. Ef 5,2; Hb 9,26), “hasta que El vuelva” (por tanto, su resurrección y ascensión gloriosa) (cfr. 1 Co 11,26).

Este anuncio, esta proclamación sacramental del Misterio Pascual del Señor, es de una particular eficacia, pues no sólo se representa in signo, o in figura, el sacrificio redentor de Cristo, sino también se hace verdaderamente presente: se presencializa su Persona y el evento salvífico conmemorado. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa del siguiente modo: «La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo» (Catecismo, 1362).

Por tanto, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, por la consagración del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, se hace presente la misma Víctima del Gólgota, ahora gloriosa; el mismo Sacerdote, Jesucristo; el mismo acto de oferta sacrificial (la oferta primordial de la Cruz) inseparablemente unido a la presencia sacramental de Cristo; oferta siempre actual en Cristo resucitado y glorioso[2]. Sólo cambia la manifestación externa de esta entrega: en el Calvario, mediante la pasión y muerte de Cruz; en la Misa, a través del memorial-sacramento: la doble consagración del pan y del vino en el contexto de la Plegaria Eucarística (imagen sacramental de la inmolación de la Cruz)[3].

En conclusión: la Última Cena, el sacrificio del Calvario y la Eucaristía están estrechamente relacionados: la Última Cena fue la anticipación sacramental del sacrificio de la Cruz; la Eucaristía, que entonces instituyó Jesucristo, perpetúa (hace presente) a lo largo de los tiempos, allí donde se celebra sacramentalmente, el único sacrificio redentor del Señor, para que todas las generaciones puedan entrar en contacto con Cristo y acoger la salvación que Él ofrece a la entera humanidad[4].

1.3. La Eucaristía, sacrificio de Cristo y de la Iglesia

La Santa Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia, porque cada vez que se celebra el Misterio Eucarístico, ella, la Iglesia, participa en el sacrificio de su Señor, entrando en comunión con Él -con su oferta sacrificial al Padre- y con los bienes de la redención que Él nos ha obtenido. Toda la Iglesia ofrece y es ofrecida en Cristo al Padre por el Espíritu Santo. Así lo afirma la tradición viva de la Iglesia, tanto en los textos de la liturgia como en las enseñanzas de los Padres y del Magisterio[5]. El fundamento de esta doctrina se encuentra en el principio de unión y cooperación entre Cristo y los miembros de su Cuerpo, claramente expuesto por el Concilio Vaticano II: «En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia»[6].

La Iglesia ofrece con Cristo

La participación de la Iglesia -el Pueblo de Dios, jerárquicamente estructurado- en la oferta del sacrificio eucarístico está legitimada por el mandato de Jesús: «haced esto en conmemoración mía [como memorial mío]», y se refleja en la fórmula litúrgica «memores… offerimus… [tibi Pater]… gratias agentes… hoc sacrificium», frecuentemente utilizada en las Plegarias Eucarísticas de la Iglesia Antigua[7], e igualmente presente en las actuales Plegarias Eucarísticas[8].

Como testimonian los textos de la liturgia eucarística, los fieles no son simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante; todos ellos pueden y deben participar en la oferta del sacrificio eucarístico, porque en virtud del bautismo han sido incorporados a Cristo y forman parte de la «estirpe elegida, del sacerdocio real, de la nación santa, del Pueblo que Dios ha adquirido» (1 P 2,9); es decir, del nuevo Pueblo de Dios en Cristo, que Él mismo sigue reuniendo en torno a sí, para que de un confín al otro de la tierra ofrezca a su nombre un sacrificio perfecto (cfr. Mal 1,10-11). Ofrecen no sólo el culto espiritual del sacrificio de las propias obras y de su entera existencia, sino también -en Cristo y con Cristo- la Víctima pura, santa e inmaculada. Todo esto comporta el ejercicio del sacerdocio común de los fieles en la Eucaristía.

Entre la oferta de la Iglesia y la de Cristo no hay yuxtaposición sino identificación. Los fieles no ofrecen un sacrificio diverso del de Cristo, pues al unirse a Él hacen posible que incorpore la oblación de la Iglesia a la suya, de modo tal que la oferta de la Iglesia llegue a ser la oferta misma de Cristo. Y es Él, Jesucristo, quien ofrece el sacrificio espiritual de los fieles incorporado al suyo. La relación entre estos dos aspectos no puede caracterizarse como yuxtaposición

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