Luisa Picarreta
Fany_mr9219 de Noviembre de 2013
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En mi infancia tuve contactos continuos y directos con la Sierva de Dios, facilitados por mi tía, Rosaria Bucci, que durante cerca de cuarenta años asistió, noche y día, a la Sierva de Dios. Las dos trabajaban juntas en el bordado con bastidor, con el que obtenían lo necesario para su sustento. Mis parientes se hallaban unidos a la familia Piccarreta por numerosos vínculos. Mis hermanas, Isa, María y Gemma, frecuentaban asiduamente la casa de Luisa, entre otras cosas para aprender el bordado con bastidor. Gemma, la pequeña, era la preferida de Luisa, que al nacer sugirió que la llamaran con ese nombre. La hermana de Luisa, Angelina, fue madrina de bautismo y de confirmación de mis hermanas. Teníamos tanta intimidad con ella que en la familia todos la llamábamos «tía Angelina».
Con Luisa hablábamos con mucha familiaridad. Recuerdo que mi madre acudía periódicamente a la casa de Luisa y se entretenía largo tiempo con ella. No se sabe nada de sus conversaciones. Creo que Luisa le profetizó su muerte prematura. Lo deduzco del hecho de que mi madre hablaba a menudo de la muerte y nos daba a entender que no viviría mucho tiempo. Falleció a la edad de cincuenta y un años, tres años después de la muerte de Luisa. En el momento de su muerte vestía una camisa de la Sierva de Dios.
De la Sierva de Dios yo personalmente recibí estampitas e imagencitas. A pesar de nuestra familiaridad, ante Luisa yo permanecía silencioso, embelesado por la fascinación que emanaba.
Mucho material he recogido y apuntado, pero no me es posible organizarlo todo para darlo a la prensa; eso exigiría mucho trabajo y tiempo suficiente, del que no dispongo. He tenido que hacer opciones y publicar lo que he considerado más interesante. Con eso no quiero afirmar que los demás episodios registrados no sean dignos de conocerse. Estoy plenamente convencido de que cualquier episodio referido a Luisa Piccarreta es útil para enmarcar su figura en su tiempo.
Me propongo continuar el trabajo de organización e investigación de las memorias y dar a la prensa una biografía más exhaustiva de la Sierva de Dios, obra iniciada desde hace ya bastante tiempo y que espero concluir lo más pronto posible.
Padre Bernardino Giuseppe Bucci
CAPÍTULO PRIMERO
Datos biográficos
La Sierva de Dios Luisa Piccarreta nació en Corato, provincia de Bari, el 23 de abril de 1865 y allí murió, con fama de santidad, el 4 de marzo de 1947.
Luisa tuvo la suerte de nacer en una de aquellas familias patriarcales, que aún existen en nuestros ambientes pulleses y que aman vivir en pleno campo, poblando nuestros caseríos. Sus padres, Vito Nicola y Rosa Tarantino, tuvieron cinco hijas: María, Rachele, Filomena, Luisa y Angela. María, Rachele y Filomena se casaron. Angela, llamada generalmente Angelina, permaneció soltera junto a su hermana Luisa hasta su muerte.
Luisa nació el domingo in Albis y fue bautizada ese mismo día. Su papá, pocas horas después de su nacimiento, la envolvió en una manta y la llevó a la parroquia, donde le fue administrado el Santo Bautismo.
Nicola Piccarreta era granjero de una hacienda, propiedad de la familia Mastrorilli, situada en el centro de la calle delle Murge, en la localidad de Torre Disperata, a 27 kilómetros de Corato. Quien conoce estos lugares puede apreciar la solemnidad del silencio que reina allí, inmerso entre las colinas soleadas, áridas y pedregosas. En esa hacienda Luisa pasó muchos años de su niñez y de su adolescencia. Ante el caserío se yergue aún el imponente y secular árbol de moral, con una gran cavidad en el tronco, en la que Luisa, de niña, se escondía para orar, lejos de los ojos indiscretos. En ese lugar solitario y soleado comenzó para Luisa la aventura divina que la llevaría por las sendas del sufrimiento y de la santidad. En efecto, fue precisamente en ese lugar donde tuvo que sufrir penas indecibles por los asaltos del maligno, que a veces la atormentaban incluso físicamente. Luisa, para librarse de ese sufrimiento, recurría incesantemente a la oración, dirigiéndose de modo particular a la Virgen Santísima, que la consolaba con su presencia.
La Divina Providencia llevaba a esta niña por senderos tan misteriosos que no le era posible experimentar ninguna alegría fuera de Dios y su Gracia. En efecto, el Señor le dijo un día: «Yo recorrí y volví a recorrer la tierra, miré una por una a todas las criaturas, para encontrar a la más pequeña de todas. Entre tantas, te encontré a ti, la más pequeña de todas. Tu pequeñez me complació y te elegí; te encomendé a mis ángeles, para que te custodiaran, no para hacerte grande, sino para que custodiaran tu pequeñez, y ahora quiero comenzar la gran obra del cumplimiento de mi voluntad. Con ello no te sentirás más grande; al contrario, mi voluntad te hará más pequeña y seguirás siendo la hija pequeña de la Divina Voluntad» (cf. Volumen XII, 23 de marzo de 1921).
A los nueve años, Luisa recibió por primera vez a Jesús Eucaristía y la Sagrada Confirmación, y desde ese momento aprendió a permanecer en oración horas enteras ante el Santísimo Sacramento. A los once años quiso inscribirse en la asociación de las Hijas de María -floreciente en aquel tiempo- en la iglesia de San José. A la edad de dieciocho años, Luisa se hizo terciaria dominica, con el nombre de Sor Maddalena. Fue una de las primeras en inscribirse en la Tercera Orden, cuyo promotor era su párroco. La devoción de Luisa a la Madre de Dios desarrollará en ella una profunda espiritualidad mariana, preludio de lo que un día escribiría sobre la Virgen.
La voz de Jesús llevaba a Luisa a desprenderse de todo y de todos. A sus dieciocho años aproximadamente, desde el balcón de su casa, en la calle Nazario Sauro, tuvo la visión de Jesús sufriente bajo la cruz, que, elevando sus ojos hacia ella, pronunció estas palabras: «¡Alma, ayúdame!». Desde ese momento se encendió en Luis un ansia insaciable de padecer por Jesús y por la salvación de las almas. Así comenzaron aquellos sufrimientos físicos que, añadidos a los espirituales y morales, llegaron al heroísmo.
La familia confundió esos fenómenos con una enfermedad y recurrió a la ciencia médica. Pero todos los médicos consultados quedaron desconcertados ante un caso clínico tan único y singular. Luisa estaba afectada por una rigidez cadavérica, aunque daba señales de vida, y no existían cuidados que pudieran aliviarla de esas penas indecibles. Cuando se agotaron todos los recursos de la ciencia, se acudió a la última esperanza: los sacerdotes. Fue llamado a su cabecera un sacerdote agustino, el padre Cosme Loiodice, que se encontraba con su familia por las famosas leyes siccardianas (Nota del traductor: en Italia, el siglo pasado, el político y jurista Giuseppe Siccardi promovió la promulgación de leyes anticlericales); ante el asombro de todos los presentes, bastó una señal de la cruz, que el Padre hizo sobre el pobre cuerpo, para que la enferma recuperara inmediatamente sus facultades normales. Cuando el padre Loiodice volvió al convento, fueron llamados algunos sacerdotes seculares, los cuales, con un signo de la cruz, hacían que Luisa volviera a la normalidad. Ella tuvo la convicción de que todos los sacerdotes eran santos, pero el Señor un día le dijo: «No porque sean todos santos -¡ojalá lo fueran!-, sino sólo porque son la continuación de mi sacerdocio en el mundo, tú debes estar siempre sometida a su autoridad sacerdotal; nunca vayas en contra de ellos, sean buenos o malos» (cf. Volumen I). Luisa siempre se sometió a la autoridad sacerdotal, a lo largo de toda su vida. Este fue uno de los puntos que más la hicieron sufrir. La necesidad diaria de la autoridad sacerdotal para volver a las ocupaciones normales era para Luisa la mayor mortificación. En los primeros tiempos las incomprensiones y los sufrimientos más humillantes los padeció precisamente de parte de los sacerdotes que la consideraban una joven exaltada, loca, una persona que quería atraer hacia sí la atención de los demás. En una ocasión la dejaron en aquel estado durante más de veinte días. Luisa, que aceptó el papel de víctima, llegó a vivir una situación particularísima: cada mañana se encontraba rígida, inmóvil, encogida en su cama, y nadie era capaz de extenderla, alzar sus brazos, moverle la cabeza o las piernas. Como sabemos, era necesaria la presencia del sacerdote, que, bendiciéndola, con un signo de la cruz, anulaba aquella rigidez cadavérica y la hacía volver a sus ocupaciones normales (bordado con bastidor). Caso único: sus confesores nunca fueron sus directores espirituales, misión que Nuestro Señor quiso reservarse para sí. Jesús le hizo escuchar directamente su voz, enseñándola, corrigiéndola, reprochándola, si era preciso, y gradualmente la fue llevando hasta las cimas más altas de la perfección. Luisa fue sabiamente instruida y preparada, durante muchos años, para recibir el don de la Divina Voluntad.
El arzobispo de entonces, Giuseppe Bianchi Dottula (22 de diciembre de 1848-22 de septiembre de 1892), cuando tuvo noticia de lo que acaecía en Corato, después de escuchar el parecer de algunos sacerdotes, quiso tomar bajo su autoridad y responsabilidad este caso y, después de madura reflexión, creyó conveniente nombrar como confesor particular a Don Michele De Benedictis, espléndida figura de sacerdote, al que Luisa abrió totalmente su alma. Don Michele, sacerdote prudente, de vida santa, impuso límites a sus sufrimientos y ella no debía hacer nada sin su consentimiento. Fue precisamente Don Michele
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