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NAVIDAD EN LAS MONTAÑAS


Enviado por   •  11 de Noviembre de 2013  •  973 Palabras (4 Páginas)  •  303 Visitas

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n este libro el autor descubre el verdadero valor de la navidad y narra las dificultades que prevalecían en ese tiempo entre católicos y liberales.

Además describe los hábitos del pueblo donde se escenifica la novela, y mediante una pareja que se separa, nos da su opinión acerca de los valores humanos, como la generosidad la ternura, que existían en esa época.

También combina la frivolidad de una historia romántica desarrollada en lugares y situaciones idílicas, y con un extraordinario lenguaje, lleno de ternura, logra que La Navidad en las Montañas se convierta en una novela de gran valor.

NAVIDAD EN LAS MONTAÑAS RESEÑA

E

I sol se ocultaba ya; y las nieblas ascendían del profundo seno de los valles; deteníanse un momento entre los oscuros bosques y las negras gargantas de la cordillera, como un rebaño gigantesco; después avanzaban con rapidez hacia las cumbres; se desprendían majestuosas de las agudas copas de los abetos e iban, por último, a envolver la soberbia frenre de las rocas, titánicos guardianes de la montaña que habían desafiado allí, durante millares de siglos, las tempestades del cielo y las agitaciones de la tierra.

Los últimos rayos del sol poniente franjaban de oro y de púrpura estos enormes turbantes formados por la niebla; parecían incendiar las nubes agrupadas en el horizonte, rielaban débiles en las aguas tranquilas del remoto lago, temblaban al retirarse de las llanuras invadidas ya por la sombra y desparecían después de iluminar con su última caricia la oscura cresta de aquella oleada de pórfido.

Los postreros rumores del día anunciaban por dondequiera la proximidad del silencio. A lo lejos, en los valles, en las faldas de las colinas, a las orillas de los arroyos, veíanse reposando quietas y silenciosas las varadas; los ciervos cruzaban como sombras entre los árboles, en busca de sus ocultas guaridas; las aves habían entonado ya sus himnos de la tarde, y descansaban en sus lechos de ramas; en las rozas se encendía la alegre hoguera de pino, y el viento glacial del invierno comenzaba a agitarse entre las hojas.

La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre, es decir, que pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con su sombra sagrada y animaría a los pueblos con sus alegrías íntimas. ¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús, no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida?

Yo, ay de mí, al pensar que me hallaba, en este día solemne, en medio del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en presencia del magnífico espectáculo que se presentaba a mi vista absorbiendo mis sentidos embargados poco ha por la admiración que causa la sublimidad de la naturaleza, no pude menos que interrumpir mi dolorosa meditación, y encerrándome en un religioso recogimiento evoqué todas las dulces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas se despertaron alegres como el enjambre de bulliciosas abejas y me transportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno de mi familia humilde y piadosa; ora al centro de populosas ciudades, donde el amor, la ansiedad y el placer, en delicioso concierto, habían hecho siempre grata para mi corazón esa noche bendita.

Recordaba mi pueblo, mi pueblo querido, cuyos alegres habitantes celebraban a porfía con bailes, cantos y modestos banquetes la Nochebuena. Parecíame ver aquellas pobres casas adornadas con sus nacimientos y animadas por la alegría de la familia; recordaba la pequeña iglesia iluminada, dejando ver desde el pórtico el precioso Belén, curiosamente levantado en el altar mayor; parecíame oír los armoniosos repiques que resonaban en el campanario, medio derruído, convocando a los fieles a la misa de gallo, y aún escuchaba, con el corazón palpitante, la dulce voz de mi pobre y virtuoso padre, excitándonos a mis hermanos y a mí a arreglarnos pronto para dirigirnos a la iglesia, a fin de llegar a tiempo; y aún sentía la mano de mi buena y santa madre tomar la mía para conducirme al oficio.

Después me parecía llegar, penetrar por entre el gentío que se precipitaba en la humilde nave, avanzar hasta el pie del presbiterio, y allí arrodillarme, admirando la hermosura de las imágenes, el portal resplandeciente con la escarcha, el semblante risueño de los pastores, el lujo deslumbrador de los Reyes Magos y la iluminación espléndida del altar. Aspiraba con delicia el fresco y sabroso aroma de las ramas de pino, y el heno que se enreda en ellas, que cubría el barandal del presbiterio y que ocultaba el pie de los blandones. Veía después aparecer al sacerdote revestido con su alba bordada, con su casulla de brocado y seguido de los acólitos, vestidos de rojo con sobrepellices blanquísimas.

Y después de un momento en que consagraba mi alma al culto absoluto de mis recuerdos de niño, por una transición lenta y penosa me trasladaba a México, al lugar depositario de mis muchas impresiones de joven.

Aquel era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre extraños; pero extraños que eran mis amigos: la bella joven por quien sentí la vez primera palpitar mi corazón enamorado, la familia dulce y buena que procuró con su cariño atenuar la ausencia de la mía.

Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en fin, con su gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles corriendo gallo; en su plaza de Armas llena de puestos de dulces, con sus portales resplandecientes; con sus dulcerías francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas, un mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armonía. Era una fiesta que aún me causaba vértigo.

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