Al Fin Libre
BrianCeballos5 de Noviembre de 2013
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LA SEÑAL
ESTOY VIVO!»
Esta frase —casi un grito— me desconcertó. Mi padre no era un hombre especialmente religioso. Creía en Dios, sí, pero sin alardes, sin estridencias ni preguntas. En vida —y bien que lo lamento—, apenas cruzamos un par de conversaciones sobre la muerte o sobre Dios. Curioso Destino. Sería después, una vez sepultado, cuando «conversaríamos» sobre el asunto.
No voy a ocultarlo. Aquella noche del 27 de junio, al recibir el primer «aviso», dudé. Por supuesto, la «carta» podía ser fruto de mi imaginación o del ardiente deseo de que siguiera vivo. Aunque la «voz» se presentó nítida y recortada en la oscuridad como un iceberg, mi mente —como un ladrón— estaba robando su verdadera naturaleza. Durante algunos días flaqueé. Y la razón se impuso, arrojando a patadas a la tímida intuición. Sin embargo.
No sé de qué me extraño. Lo ocurrido días más tarde, durante el funeral celebrado el 3 de julio, no era una novedad. Sucedió en el momento crítico, mientras Iván procedía a la lectura del «aviso». No sé cómo, pero en aquella tormenta de emociones, la intuición regresó, colándose audaz en mi corazón. Y sugirió: «Solicita una prueba, una señal.» Esta vez no dudé. Le di la espalda a la razón y formulé una petición:
«Si en verdad estás VIVO, si esa voz era tu voz, dame una prueba. Hazme saber dónde estás.»
Obviamente, nadie supo de estas casi absurdas maquinaciones. La pregunta, no obstante, como algo casi natural, flotaba en el cielo de cada corazón.
«¿Dónde estás?»
No tuve que esperar demasiado. Y ocurrió «algo» desconcertante. «Algo» ilógico. «Algo» que hizo enmudecer a la razón.
A la mañana siguiente, domingo, 4 de julio de 1999, a las 09.45 horas, me hallaba en el interior del automóvil de mi cuñado, Joaquín. En el asiento posterior, mi hermana Nelly y Aurora, una de mis tías. Nos habíamos situado a espaldas del tanatorio «Iratxe», dispuestos a acompañar los restos mortales de mi padre hasta el cementerio de
Pamplona. Se abrió la puerta del garaje y vimos aparecer el coche fúnebre. No puedo explicar por qué, pero mis ojos quedaron clavados en la matrícula. Miento. Ahora sí sé del por qué de esta extraña acción.
No podía creerlo y, desconcertado, reclamé la atención de mis familiares. Y todos, en efecto, confirmaron lo que tenía a la vista.
NA- 1946-AY
¡El año de mi nacimiento! ¿Casualidad? ¿Cómo era posible?
Pero la supuesta casualidad no terminaba ahí. Días más tarde, el doctor Manu Larrazábal, maestro en Cábala, me transmitía el secreto significado de las letras y números de la singular y oportuna matrícula. A qué negarlo. Las explicaciones de Manu —ajeno por completo a mi «petición»— me dejaron sin habla. Tras convertir los mencionados números y letras al hebreo, la «traducción» (incluida íntegramente en estas mismas páginas) respondía plena y meridianamente a la cuestión formulada en el funeral:
«Desfalleció (muri6). Destinado a la altura. »
Increíble. En la «señal», en la respuesta, aparecía contenida mi propia pregunta: «NAAY» («por favor, dónde»). Es decir, «por favor, os ruego, ¿dónde está?».
Naturalmente, me faltó tiempo para indagar sobre el número de vehículos matriculados en esos momentos en Navarra, incluyendo, claro está, los coches fúnebres. Las sucesivas respuestas de los centros oficiales vinieron a ratificar lo que ya suponía:
Total vehículos matriculados (a diciembre de 1998): 306 034.
Total coches fúnebres matriculados en Navarra: 49.
¿Hacer números? ¿Para qué? Estaba muy claro. La probabilidad de que un coche fúnebre —en este caso, el que trasladaba el cadáver de mi padre— portara la mencionada matrícula, con el año de mi nacimiento y la «respuesta» a mi petición, se hallaba sometida a tal cúmulo de parámetros que la presencia de dicho furgón en ese lugar y en ese momento resultaba casi nula desde el punto de vista matemático.
Si, mi padre —o quien fuera— respondió puntual y magistralmente a mi solicitud.
<t.. Hazme saber dónde estás.»
«Destinado a la altura.»
En otras palabras: ¡VIVO!
LOS «CAMAREROS»
«¡ESTOY VIVO!. ¡Y destinado a la altura! »
Fue curioso. La «voz» esperó. Aguardó a que este torpe ser humano se convenciera. Después se presentaría ante mí, día tras día, solícita ante mis dudas y reclamaciones. Y mi diario —como un milagro— se vio colmado con unas «conversaciones» que, francamente, no sé cómo calificar. ¿Pura imaginación? ¿Realidad? Por supuesto, dada mi proverbial tozudez, exigí nuevas pruebas, más «señales». Y se cumplieron. Una tras otra. Pero ésa es otra historia.
En el fondo, poco importa. Si esas «charlas» con mi padre sólo han sido fruto de mi subconsciente., ¡bendito subconsciente! ¡Bendita esperanza! Que cada cual juzgue y decida.
«ESTOY VIVO!»
Mi primera «conversación» —mas que atropellada y confusa— giró justamente en tomo a esa desconcertante frase. Yo lo había visto muerto. Yo había velado su cadáver. Yo había asistido a su entierro. Sin embargo, la «voz», imperativa, repitió una y otra vez:
—¡Estoy vivo!. ¡Sigo vivo!
—Pero la muerte.
—Sí, querido hijo, llegó. Fue como tú dices. Como un beso en la frente.
—Un momento, papá, vayamos por partes. ¿Sabías que era el final?
—Al principio, no. Después, sí. ¿Recuerdas? Os lo dije.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo pudiste saberlo? Nadie te insinuó.
—Fue al final. Aquella gente alrededor de mi cama. Se presentaron en la noche. Vestían de blanco. No los conocía. Me miraban y hablaban entre ellos. También os lo dije, ¿recuerdas?
—Sí, hablaste de alguien.. - De algunos hombres vestidos como camareros.. -
—Esa fue la señal. Entonces lo supe. Había llegado el momento.
—¿Tuviste miedo?
—No demasiado. Ocurrió algo extraño. Aquellas personas —los «camareros»—, aunque no me hablaron, tocaron mi frente y me sentí en paz. Fue una increíble y desconocida sensaci6n. El dolor desapareció y también la angustia. Me sentí feliz. Pleno. Inundado por una extraña paz. Tú, quizá, no lo recuerdes, pero esa madrugada te hablé e intenté decírtelo.
—No recuerdo.
—Yo estaba despierto. Tú te aproximaste a la cama y tomaste mi mano entre las tuyas. Sentí tu calor y tu fuerza. Y me dijiste:
«Papá, tranquilo.» Yo, entonces, rodeándote con ese inmenso amor que me llenaba, respondí: «No., tranquilo tú.» Pero creo que no comprendiste. Después, dulcemente, todo se oscureció. Dejé de oír y de sentir. Fue lo más parecido a un sueño.
—¿Un sueño?
—Así es, un dulce y benéfico sueño.
—¿Y la muerte?
—Eso es la muerte, querido hijo. Te duermes, sin más.
—Parece simple.
—Es que lo es. Tu Jefe —creo que así llamas al buen Dios— es muy discreto. Además, no sé por qué lo preguntas. Tú lo sabes y lo has escrito: «Dios nos entrena todos los días para morir.» La muerte es un sencillo mecanismo, necesario para proseguir. Cada noche, al acostarte, estás ensayando esa última escena. Y lo haces tranquilo y confiado. Pues bien, la única diferencia es que, al morir, despiertas en otro lugar., y sin pijama.
—No entiendo tu buen humor.
—Quizá más adelante, si continúas preguntando, lo comprenderás.
—Curioso. Aquí sólo ha quedado la tristeza. Tú, en cambio.
—Os lo dije en la «carta» que leyó Iván. No fueron sólo hermosas palabras. Es la realidad: ¡sigo VIVO! Y aunque el vacío y la amargura son comprensibles, tratad de sofocarlos lo antes posible. Si pudierais ver-me, si supierais.
—Eso suena muy bien, pero.
—Sé lo que estás pensando. Y no es justo. Tú, precisamente, has recibido algunas «señales».
—Sí, lo reconozco.
—Entonces.
—Veo a Nelly. Ella no termina de aceptarlo. Sinceramente, no estamos preparados para la muerte.
—Pues ya va siendo hora. La muerte no es un mal. Sólo se trata de un ascensor. ¿Por qué tenerle miedo a un mecanismo natural? Te lo he dicho y, seguramente, te lo repetiré: Dios no hace chapuzas. Querido hijo: todo obedece a un orden. Un orden perfecto y magnífico que tú, ahora, no puedes asimilar. Pero no te desanimes. Despacio, paso a paso, iré contándote aquello que he visto y lo que ahora se.
—Nadie me creerá.
—Eso poco importa. Yo hablo para ti. Es tu corazón —no tu mente— el verdadero destinatario de mis palabras. Él sabrá.
» ¡ Felices sueños! ¡ Feliz entrenamiento!
REFLEXIONES
Aquel atardecer, tras la primera y singular
«conversación» con mi padre muerto, me retiré y refugié
a los pies de mi segundo gran amor, la mar. Y medité.
Repasé lo escrito. Y la mar, en cada ola, en cada
respiración, fue asintiendo.
«Un dulce y benéfico sueño. Eso es la muerte.»
¡Qué extraña sensación! Mi padre, siempre parco en
palabras, siempre observador, siempre resignado, hablaba
ahora con la seguridad de un vencedor.
«La muerte no es un mal. Es un ascensor.»
Y volé. Dejé que mi espíritu planeara sobre el rostro azul
y amansado de las aguas. Entonces lo vi. Era él. Era mi
padre, pleno, sonriente, cargado de amor, con los brazos
abiertos. Mirase donde mirase,
...