EL CUADERNO DE MAYA
tatis031 de Agosto de 2012
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EL CUADERNO DE MAYA © 2011, ISABEL ALLENDE 1
12 de enero 2011
CUADERNO DE MAYA
por Isabel Allende
Tell me, what else should I have done?
Doesn’t everything die at last, and too soon?
Tell me, what is it you plan to do
with your one wild and precious life?
Mary Oliver (The Summer Day)
VERANO
(Enero, febrero, marzo)
Hace una semana, mi abuela me abrazó sin lágrimas en el
aeropuerto de San Francisco y me repitió que si en algo valoraba mi
existencia, no me comunicara con nadie conocido hasta que tuviéramos
la certeza de que mis enemigos ya no me buscaban. Mi Nini es
paranoica, como son los habitantes de la República Popular
Independiente de Berkeley, a quienes persiguen el gobierno y los
extraterrestres, pero en mi caso no exageraba, toda medida de
precaución es poca. Me entregó un cuaderno de cien hojas para que
llevara un diario de vida, como hice desde los ocho años hasta los
quince, cuando se me torció el destino. “Vas a tener tiempo de aburrirte,
Maya. Aprovecha para escribir las tonterías monumentales que has
cometido, a ver si les tomas el peso,” me dijo. Existen varios diarios
míos, sellados con cinta adhesiva industrial, que mi abuelo guardaba
bajo llave en su escritorio y ahora mi Nini tiene en una caja de zapatos
debajo de su cama. Éste sería mi cuaderno #9. Mi Nini cree que me
servirán cuando me haga un psicoanálisis, porque contienen las claves
para desatar los nudos de mi personalidad, pero si los hubiera leído,
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sabría que contienen un montón de fábulas capaces de despistar al
mismo Freud. En principio, mi abuela desconfía de los profesionales
que ganan por hora, ya que los resultados rápidos no les convienen, sin
embargo hace una excepción con los psiquiatras, porque uno de ellos la
salvó de la depresión y de las trampas de la magia, cuando le dio por
comunicarse con los muertos.
Puse el cuaderno en mi mochila para no ofenderla, sin intención
de usarlo, pero es cierto que aquí el tiempo se estira y escribir es una
forma de ocupar las horas. Esta primera semana en exilio ha sido larga
para mí. Estoy en un islote casi invisible en el mapa, en plena Edad
Media. Me resulta complicado escribir sobre mi vida, porque no sé
cuánto recuerdo y cuánto es producto de mi imaginación; la estricta
verdad puede ser tediosa y por eso, sin darme ni cuenta, la cambio o la
exagero, pero me he propuesto corregir ese defecto y mentir lo menos
posible en el futuro. Y así es como ahora, cuando hasta los yanomamos
del Amazonas usan computadores, yo estoy escribiendo a mano. Me
demoro y mi letra debe ser cirílica, porque ni yo misma logro
descifrarla, pero supongo que se irá enderezando página a página.
Escribir es como andar en bicicleta: no se olvida, aunque uno pase años
sin practicar. Trato de avanzar en orden cronológico, ya que algún orden
se requiere y pensé que ése se me daría fácil, pero pierdo el hilo, me voy
por las ramas o me acuerdo de algo importante varias páginas más
adelante y no hay modo de intercalarlo. Mi memoria se mueve en
círculos, espirales y saltos de trapecista.
Soy Maya Vidal, diecinueve años, sexo femenino, soltera, sin un
enamorado por falta de oportunidades y no por quisquillosa, nacida en
Berkeley, California, pasaporte americano, temporalmente refugiada en
una isla al sur del mundo. Me pusieron Maya porque a mi Nini le atrea
la India y a mis padres no se les ocurrió otro nombre, aunque tuvieron
nueve meses para pensarlo. En hindi, Maya significa hechizo, ilusión,
sueño, nada que ver con mi carácter. Atila me calzaría mejor, porque
donde pongo el pie no sale más pasto. Mi historia comienza en Chile con
mi abuela, mi Nini, mucho antes de que yo naciera, porque si ella no
hubiera emigrado, no se habría enamorado de mi Popo ni se habría
instalado en California, mi padre no habría conocido a mi madre y yo no
sería yo, sino una joven chilena muy diferente. ¿Cómo soy? Un metro
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ochenta, cincuenta y ocho kilos cuando juego fútbol y varios más si me
descuido, piernas musculosas, manos torpes, ojos azules o grises, según
la hora del día, y creo que rubia, pero no estoy segura ya que no he visto
mi pelo natural desde hace varios años. No heredé el aspecto exótico de
mi abuela, con su piel aceitunada y esas ojeras oscuras que le dan un
aire depravado, o de mi padre, apuesto como un torero y así de
vanidoso, tampoco me parezco a mi abuelo – mi magnífico Popo –
porque por desgracia no es mi antepasado biológico, es el segundo
marido de mi Nini.
Me parezco a mi madre, al menos en el tamaño y el color. No era
una princesa de Laponia, como yo creía antes de tener uso de razón,
sino una asistente de vuelo danesa de quien mi padre, piloto comercial,
se enamoró en el aire. Él era demasiado joven y pobre para casarse,
pero se le puso entre ceja y ceja que ésa era la mujer de su vida y la
persiguió tozudamente hasta que ella cedió por cansancio. O tal vez
cedió porque estaba embarazada. El hecho es que se casaron y se
arrepintieron en menos de una semana, pero permanecieron juntos
hasta que yo nací. Días después de mi nacimiento, mientras su marido
andaba volando, mi madre empacó sus maletas, me envolvió en una
mantita y fue en un taxi a visitar a sus suegros. Mi Nini andaba en San
Francisco protestando contra la guerra del Golfo Pérsico, pero mi Popo
estaba en casa y recibió el bulto que ella le pasó, sin darle muchas
explicaciones, antes de correr al taxi que la estaba esperando. La nieta
era tan liviana que cabía en una sola mano del abuelo. Poco después la
danesa mandó por correo los documentos del divorcio y de ñapa la
renuncia a la custodia de su hija. Mi madre se llama Marta Otter y la
conocí en el verano de mis ocho años, cuando mis abuelos me llevaron a
Dinamarca.
Estoy en Chile, el país de mi abuela Nidia Vidal, donde el océano se
come la tierra a mordiscos y el continente sudamericano se desgrana en
islas. Para mayor precisión, estoy en Chiloé, parte de la Región de los
Lagos, entre el paralelo 41 y 43, latitud sur, un archipiélago de más o
menos nueve mil kilómetros cuadrados de superficie y unos doscientos
mil habitantes, todos más cortos de estatura que yo. En mapudungun, la
lengua de los indígenas de la región, Chiloé significa tierra de cáhuiles,
unas gaviotas chillonas de cabeza negra, pero debiera llamarse tierra de
madera y papas. Además de la Isla Grande, donde se encuentran las
ciudades más pobladas, existen muchas islas pequeñas, varias
deshabitadas. Algunas islas están agrupadas de a tres o cuatro y tan
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próximas unas de otras, que en la marea baja se tocan, pero yo no tuve
la buena suerte de ir a parar a una de ésas, vivo a cuarenta y cinco
minutos en lancha a motor y con mar calmo del pueblo más cercano.
Mi viaje desde el norte de California hasta Chiloé comenzó en el
noble Volkswagen amarillo de mi abuela, que ha sufrido diecisiete
choques desde 1999, pero corre como un Ferrari. Salí en pleno
invierno, uno de esos días de viento y lluvia en que la bahía de San
Francisco pierde los colores y el paisaje parece dibujado a plumilla,
blanco, negro, gris. Mi abuela manejaba en su estilo, a estertores,
aferrada al volante como a un salvavidas, con los ojos puestos en mí,
más que en el camino, ocupada en darme las últimas instrucciones. No
me había explicado todavía adónde me iba a mandar exactamente; Chile,
era todo lo que había dicho al trazar el plan para hacerme desaparecer.
En el coche me reveló los pormenores y me entregó un librito turístico
en edición barata.
-¿Chiloé? ¿Qué lugar es ése?– le pregunté.
-Ahí tienes toda la información necesaria – dijo, señalando el libro.
-Parece muy lejos...
-Mientras más lejos te vayas, mejor. En Chiloé cuento con un
amigo, Manuel Arias, la única persona en este mundo, fuera de Mike
O’Kelly, a quien me atrevería a pedirle que te esconda por uno o dos
años.
-¡Uno o dos años! ¡Estás demente, Nini!
-Mira, chiquilla, hay momentos en que uno no tiene ningún
control sobre su propia vida, las cosas pasan no más. Éste es uno esos
momentos – me anunció con la nariz pegada al parabrisas, tratando de
ubicarse, mientras dábamos vueltas de ciego en la maraña de autopistas.
Llegamos apuradas al aeropuerto, nos separamos sin aspavientos
sentimentales y la última imagen que guardo de ella es el Volkswagen
alejándose a estornudos en la lluvia.
Viajé varias
...