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El Cerebro El Mito Y El Yo

angelabarrero12 de Agosto de 2014

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EL CEREBRO Y EL MITO DEL YO

EL PAPEL DE LAS NEURONAS EN EL PENSAMIENTO Y EL COMPORTAMIENTO DE LOS HUMANOS

RODOLFO R. LLINÁS

Prólogo literario

Conocí a Rodolfo Llinás hace unos diez años, en Bogotá, cuando formábamos parte de un grupo de pedagogos colombianos convocados por el gobierno para intentar una reforma orgánica de la educación. Acepte sin autoridad ni convicción, sólo por no pare-cer contrario a una iniciativa del presidente César Gaviria, y al buen ejemplo de veinte compatriotas bien escogidos. Me animaba además la esperanza de que los resultados disiparan mis dudas con tecnicas sobre la enseñanza formal.

Al término de dos semanas me pareció que habíamos hecho un trabajo meritorio, pero lo más importante para mi —como escritor— fue lo mucho que habia aprendido en mis conversacio¬nes marginales con Llinás, y haber llegado a la conclusión de que teníamos en común la desmesura de nuestros propósitos persona¬les. Para mí, que tío tengo la formación ni la vocación, fue una oportunidad más de preguntarme cómo he podido ser el escritor que soy, sin las bases académicas convencionales ni los milagros que sólo pueden vislumbrarse con los recursos sobrenaturales de la poesía. Para Llinás, en cambio, fue una ocasión más de comprobar en carne viva su inspiración científica, su inteligencia encarnizada y la certidumbre de que el ser humano terminará por ser de veras el rey de la creación, pero sólo si encontrábamos un camino muy distinto del que habíamos seguido hasta entonces.

Desde nuestra primera conversación nos sorprendió compro¬bar que mucho de lo que él y yo tenemos en común nos viene de nuestros abuelos —el paterno suyo y el materno mío—, que nos inculcaron una noción de la vida que más parecía un método prác¬tico para desconfiar de la realidad y sólo admitir como cierto lo que tiene una explicación básica. Liinás había vivido esa primera experiencia cuando quiso y no pudo entender cómo funcionaba el fonógrafo. Su abuelo, que lo enseñó a leer antes de la edad conven-cional, había estado preso en alguna de las tantas guerras del sigla XIX y había aprendido en la cárcel las artes de relojero. No sólo le mostró cómo se enrollaba la cuerda y cómo iba desenrollándose para cumplir su destino, sino que le conseguía toda clase de jugue¬tes mecánicos sólo para que los abriera y los desbaratara hasta en¬tender cómo funcionaban por dentro. Sus alumnos gozaban con el esplendor de sus ejemplos, sobre todo los que tenían que ver con sus experiencias de siquiatra. Para que entendieran sin duda algu¬na cómo eran los ataques epilépticos se tiraba en el suelo en plena clase y los fingía con tal dramatismo que algunos llegaron a temer que fueran ciertos. Murió cuando el nieto era muy joven, como lo era yo cuando murió mi abuelo, y ambos los recordábamos y ha¬blábamos de ellos como si continuaran vivos.

Fue un salto prodigioso en la vida de Llinás, pues hasta en¬tonces no había hecho más que gambetas para eludir el mundo que tos mayores trataban de inculcarle a la fuerza y sin explicacio¬nes, porque se negaba a aceptar lo que no entendía. A mí me suce¬día lo mismo a esa edad, y fui el desencanto de la familia, hasta que un inspector del gobierno me hizo una serie de pruebas que me pusieron a salvo con e! diagnóstico caritativo de que yo era tan inteligente que parecía muy bruto. Lo mismo decían de Llinás, cuya primera experiencia fue en una escuela montesoriana con maestras beatas y seis niñas un poco mayores que él. "Fui el niño mal ejemplo", le he oído decir a menudo. Se aburría tanto en las clases, que su padre lo autorizó para que no volviera, aunque le señaló la importancia de persistir aunque mera por la importancia de aprender cómo eran los otros niños.

Lo mas difícil para él era tal vez la religión católica cuyos dogmas tenían que aprenderse de memoria sin entenderlos. Lo exasperaba que te prohibieran hablar en misa si no molestaba a nadie. No concebía que las bendiciones llegaran a los fieles, si eran echadas al aire por un sacerdote que no miraba a nadie, pues en su lógica pura no debían lanzarse al azar, sino con ciertas dimensio¬nes geométricas para que llegaran adonde el oficiante se proponía. Por estas y otras muchas razones las clases de religión sólo le sirvie¬ron para poner en duda la existencia de Dios, porque nadie supo cómo explicárselo, ni lo ayudaron a descifrar el rompecabezas teo¬lógico de que tres personas distintas fueran en realidad un solo Dios verdadero.

Era tal su soledad en el mundo, que uno de sus amigos con¬discípulos le contó años después cuánto lo odiaban en la escuela porque se iba en la bicicleta a comprar dulces en la tienda de la esquina, mientras sus condiscípulos agonizaban esperando el re¬creo en las clases de aritmética. Fue una edad feliz para él pero necesitó tres escuelas distintas para aprobar a duras penas los primeros tres años.

A partir de entonces su vida se dividió entre los maestros con quienes no se entendía, y los que respondían y despejaban sus du¬das con naturalidad. Entre éstos, su padre, un médico tan com¬prensivo como su abuelo, que lo matriculó en el Gimnasio Moder¬no en su natal Bogotá. Allí tuvo la buena suerte de ser enseñado por ilustres maestros como Ernesto Beim que llegó a Colombia desde Alemania, y José Prat, que llegó de España.

Cuando ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad Javeriana graduado de bachiller en el Gimnasio, Llinás volvió a encallar con el aprendizaje de la anatomía por la parsimonia del método. El solo estudio de la osteología tardaba más de dos meses, de modo que en la disección del cuerpo humano se consumían dos años enteros. Sin embargo, los cadáveres de estudio se mantenían intactos en el anfiteatro mientras los alumnos tenían que memorizar doscientas páginas de teoría sin comprobarlas en la práctica. Desesperado, Llinás convenció al celador para que se hiciera el de la visia gorda mientras él y tres compañeros de curso se colaban a media noche por las ventanas del anfiteatro, con sus instrumentos quirúrgicos y el libro de anatomía. A toda prisa abrieron como un camisón la piel del cadáver, lo limpiaron de las grasas y lo dejaron listo para estudiar y tomar notas de cada una de sus partes antes de que saliera el sol, y sin las peroratas del maestro.

Los que encontraron el esqueleto pelado en la mesa de disec¬ción sólo pudieron entenderlo como una trapisonda del demonio. Se pensó en llevar al arzobispo para exorcizar la casa, pero en la fiebre del escándalo, Llinás el temerario y sus alegres muchachos confesaron la falta, y la justificaron con razones tan sabias que se la perdonaron sin castigo. Con el tiempo, el episodio fue un buen precedente para cambiar los métodos de la disección, y el asaltante mayor pudo terminar su año con calificaciones distinguidas.

Otra de sus instancias cruciales, ya adolescente, fue cuando viajó a los Estados Unidos como médico recién graduado para ini¬ciar los estudios primarios de neurocirugía. No sólo lo consiguió, sino que se enfrentó con los cirujanos que trepanaban al paciente bajo anestesia local, y le operaban el cerebro sin la precaución cari¬tativa de taparle los oídos para que no oyera los comentarios cru¬dos que hacían entre ellos sobre los pormenores de la operación. Quizás fue entonces cuando concibió la urgencia de observar la función del cerebro sin destapar la cabeza, algo que él mismo ayu¬dó a desarrollar años después: el magneto-encefalógrafo, un apara¬to milagroso que mide la actividad nerviosa del ser humano sin destapar la cabeza, y que quizás podría servir para descubrir en que lugar del cerebro se engendran los presagios.

En Australia, donde hizo su doctorado en fisiología, Llinás se empeñó en el estudio de las células nerviosas con el deseo de en¬tender las enfermedades cerebrales que entonces no podían curar¬se. Y mucho mas con su creatividad voraz. Sin embargo, su lucha continúa con lo que ha sido siempre el tema central de nuestras conversaciones: cómo es que pensamos y qué es ser conscientes. Él, como científico, y yo, como escritor, ansiamos que el ser humano aprenda por fin a entenderse a sí mismo, que es un tema científico eminente cuya belleza se confunde con la poesía. "El cerebro es una máquina para soñar", ha dicho él. Es el órgano maestro que en realidad revela la verdad de las cosas: cuáles son verdes y cuáles son rojas, por ejemplo, pues en el mundo no exis¬ten los colores como los percibimos y apreciamos, sino ciertas fre¬cuencias que interpretamos como colores. Lo mismo que el dolor que nos producen las espinas. "¿Pero es que fuera de mi cuerpo existe el dolor?", se pregunta el mismo Llinás en voz baja. "No: es una invención de mi cuerpo para ponerme en guardia contra el dolor que él mismo ordena y puede reproducir durante el sueño y casi con la misma claridad". En realidad, ver, oír y sentir son pro¬piedades del cerebro que los sentidos limitan y ordenan. De allí podemos vislumbrar dos planteamientos esenciales: cómo es que pensamos y qué es ser conscientes, y la única manera de entender el mundo en que vivimos es que empecemos por fin a entendernos a nosotros mismos.

Esa es la esencia de El Cerebro y el mito del yo, este libro maes¬tro en el que Rodolfo Llinás propone la tesis casi lírica de que el cerebro, protegido por la coraza del cráneo, ha evolucionado hasta el punto de trasmitirnos imágenes del mundo externo que —a diferencia de las plantas arraigadas— nos permiten movemos en libertad sobre

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