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El Cielo De Los Leones


Enviado por   •  9 de Marzo de 2014  •  46.108 Palabras (185 Páginas)  •  476 Visitas

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EL CIELO DE LOS LEONES – ÁNGELES MASTRETTA

Seix Barral

Colección: Biblioteca Breve

Portada: Pierrot se va de farra (1926)

de Ernesto "El Chango" García Cabral

1ª. Edición: Noviembre, 2003

Impreso y hecho en México

Para Verónica, mi hermana: testimonio del fuego

NO OIGO CANTAR A LAS RANAS

EL ABUELO DEL SIGLO

LA CASA DE MANÉ

NO TEMAS AL INSTANTE

ENTRE LO INVEROSÍMIL Y CATEDRAL

SI SOBREVIVES, CANTA

VALIENTES Y DESAFORADAS

LO CÁLIDO

LA PLAZA MAYOR

ESCENAS DE LA ALBORADA

LAS MIL MARAVILLAS

DOS ALEGRÍAS PARA EL CAMINO

INVOCANDO A LA SEÑO PILAR

UNA VOZ HASTA SIEMPRE

RÉQUIEM POR UNAS MARGARITAS

DIVAGACIONES PARA JULIO

NADA COMO LAS VACACIONES

PLANES PARA REGRESAR AL MUNDO

JUGAR A MARES

FUERA DE LUGAR

SI YO FUERA RICA

¿QUIÉN SUEÑA?

EL CIELO DE LOS LEONES

LA LEY DEL DESENCANTO

UNA PASIÓN ASOMBRADA

NUEVA YORK CON LUCIÉRNAGAS

FIEL, PERO IMPORTUNA

LA INTIMIDAD EXPUESTA

DON LINO EL PREVISOR

TERCAS BATALLAS

VOLANDO: COMO LAS BALLENAS

CELESTES RESPLANDORES

PARÁBOLA PARA UN CUMPLEAÑOS

CANTO PARA LA VEJEZ

DELIRIOS Y VENTURA DE LOS DESVENTURADOS

TERRITORIO MÍTICO

IGUAL QUE UN COLIBRÍ

PASIÓN POR EL TIEMPO

NO OIGO CANTAR A LAS RANAS

Hace tiempo que no oigo cantar a las ranas. El volcán en¬ciende su fuego diario y no puedo mirarlo. El mundo que no atestiguo está vivo sin mí, para pesar mío. Mien¬tras el campo revive en otras partes, yo amanezco en una ciudad hostil y peligrosa, desafiante y sin embargo en¬trañable.

Elegí vivir aquí, en el ombligo de mi país, en esta tierra sucia que acoge la nobleza y los sueños de seres extraordinarios. Aquí nacieron mis hijos, aquí sueña su padre, aquí he encontrado amores y me cobijan amigos imprescindibles. Aquí he inventado las historias de las que vivo, he reinventado la ciudad en que nací y ahora empiezo a temer la vejez no por lo que entraña de predecible decrepitud, sino por la amenaza que acarrea.

Aquí, este año, voy a cumplir cincuenta y siento a veces que la vida se angosta mientras dentro de mí crece a diario la ambición de vivir cien años para ver cómo sueñan los hombres en la mitad del siglo veintiuno, cómo lamentan o celebran su destino y cómo, de cualquier modo, se empeñan en trastocarlo. A mí me gusta el mun¬do, por eso quiero estarme en él cuanto tiempo sea po¬sible, porque creo, como tantos, que sólo la vida existe, lo demás lo inventamos.

Para inventar, como para el amor y los desfalcos, es necesario estar vivos. Sabemos esto tan bien como sabe¬mos de la muerte. La muerte que es sólo asunto de los vivos, delirio de los vivos.

Yo temo perder los mares y la piel de los otros, temo que un día no estaré para maldecir el aire turbio de las mañanas en la ciudad de México, temo por la luz que no veré en los ojos de mis nietos, temo olvidar los chocolates y los atardeceres, temo que no estaré para el temi¬ble día en que desaparezcan los libros, temo que no sabré de qué color es Marte, ni si lloverá en abril del dos mil sesenta. Por eso quiero cada minuto de mi vida y cada instante de las vidas ajenas que pesan en la mía.

Aún extraño a mi padre, a veces me pregunto qué será de él, aunque sé que una parte de la respuesta es mía, porque cada memoria es responsable del buen vivir de sus muertos. Extraño también a mis otros amores que se han ido, me pregunto si alguna vez conseguiré que alguien invoque mi presencia y me reviva, como yo los revivo a ellos, cualquier tarde en que el polvo que fui alborote su imaginación.

¿A qué viene todo esto? Dirán ustedes que ya tienen de sobra con el desacuerdo de los políticos, con las alzas y los malos augurios, como para que yo, que otra veces me propongo escribir en busca de un aire mejor, dé en usar este libro para exhibir un miedo tan poco original como el que sentimos por la muerte. Puede que tengan razón al molestarse, pero es que yo no he tenido otro remedio que traer a esta orilla mi zozobra.

Siempre que acaba un año nos morimos un poco, pero además el mes pasado, una tarde cualquiera, en la casa dichosa de una mujer febril como tarde de mayo, estando entonces ella enferma y yo sana, no tuvo mi cuer¬po mejor ocurrencia que acudir a un desmayo para con-vocar el interés de lo que algunos llamarían mi alma y otros, menos poetas, mi cerebro.

Como me gusta jugar a ser heroína, me fui a un cuar¬to aislado para no dar molestias y ahí, sin más trámite que la sensación de que el piso se abría a mis pies mientras el corazón se me ponía en la boca, caí cuan corta soy. Minutos después, con la costilla como triturada, me arras¬tré hasta un sillón y volví a morirme un rato. Hasta en¬tonces las chismosas que conversaban en el piso de abajo tuvieron a bien preguntarse qué sería de mí. Al subir me encontraron ida de su mundo, con los ojos en otra parte y no sé qué desconcierto entre los labios. Afligidas con mi aspecto agónico, me hablaron y jalonearon hasta que temblando volví del mundo raro en que me había perdi¬do. Las miré un instante a ellas y al aire, como por primera vez. Unirse así, pero más largo, más para siempre, debía

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