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Léon Duguit


Enviado por   •  25 de Septiembre de 2012  •  Informes  •  17.638 Palabras (71 Páginas)  •  284 Visitas

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Léon Duguit, uno de los más relevantes publicistas europeos, nació en Libourne (Gironda, Francia) el 4 de febrero de 1859, y murió en Bourdeaux el 18 de diciembre de 1928. Recibido como Agregado de Facultades de Derecho el 1 de enero de 1882, se incorporó a la Universidad de Caen, donde permaneció hasta 1886. Toda su dilatada y fecunda carrerra académica tendrá sin embargo como escerario la Facultad de Derecho bordelense. En ella alcanza la categoría de Profesor de Derecho público el 2 de abril de 1892, figura como asesor de su Decanado a partir de 1912 y ocupa este cargo desde el 1 de mayo de 1919 hasta la fecha de su fallecimiento[1]. Discípulo de Émile Durkheim (1858-1917), de quien absorbe la especial preocupación e interés acerca del Derecho[2] en su enseñanza sociologica y metodología experimental[3], Duguit recibirá asimismo la influencia de otro de los grandes representantes de la la «Escuela sociológica francesa», Auguste Comte (1798-1857). En esta doble ascendencia doctrinal cabe situar en efecto influjos determinantes no sólo para la etapa de formación intelectual, sino subsistentes durante todo el ulterior desarrollo, trayectoria y proyección de su pensamiento, que así suma y convina a la contribución comteana de crítica radical, si bien no reaccionaria, a la filosofía de la Ilustración y el aporte de la noción «positiva» de «consensus fondamental de l´organisme social»[4], también el legado, a través de la construcción durkheimana, de un abierto rechazo ante las fundamentaciones metafísicas, además recibir el de la idea de «solidarité sociale»[5] como preeminencia de lo social sobre lo individual.

Léon Duguit obtuvo en su época un notabilísmo relieve internacional merced a su visión del Derecho como constructor de la vida social y profundo reproche al voluntarismo jurídico, individual o estatal, firmemente asentado sobre postulados científicos del positivismo sociológico. Impartió conferencias en la Escuela de Altos Estudios de París a lo largo de los cursos 1907, 1908, 1909, 1910 y 1911. Llamado por la Facultad de Derecho de Buenos Aires, ofreció en esa Universidad durante los meses de agosto y septiembre de 1911 un programa de séis conferencias rotulado en la traducción de Carlos González Posada «Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón», y que en Madrid publicó el editor Francisco Beltrán (1921). Desde ese momento es clara ya su decidida intención de establecer una nueva teoría del Estado y del Derecho basada en las aportaciones de la Sociología y de la Psicología[6]. En Europa y Estados Unidos existía un ambiente de preocupación similar, compartido por varias y muy diferentes direcciones de pensamiento[7].

También fue Duguit «visiting profesor» en la Universidad de Columbia (New York) entre los meses de diciembre, enero y febrero de 1920 a 1921. Las conferencias pronunciadas con ocasión de su curso se publicaron en París bajo el título de «Souveranité et Liberté», y en Madrid, traducidas por José G. Acuña, las editó (c.1924) por Francisco Beltrán[8], quien igualmente publicaría el ciclo de las cuatro pronunciadas los días 21 al 24 de noviembre de 1923 en la Universidad Central de Madrid, impartidas a los alumnos del doctorado como «Exposición crítica de los diversos conceptos del Derecho y del Estado», y que en la versión castellana aparecieron en el año 1924 reunidas con el intítulo correspondiente a la primera, «El pragmatismo jurídico», acompañadas de un Estudio preliminar («El pragmatismo jurídico de M. Duguit») a firma de Quintiliano Saldaña (1878-1938). De aquel programa fue también ésa la expuesta el 3 de diciembre de 1923 en la Facultad de Derecho coimbrense, cuya Universidad ya Duguit había visitado con anterioridad, en 1910[9].

Y así, no deja de sorprender que una personalidad de tanta trascendencia, habiendo marcado en gran medida el sentido de los principales debates en la teoría política y jurídica del primer tercio del siglo XX, no haya merecido en nuestro país, con excepción de algunos ensayos relevantes, una mayor atención.

Por último, reseñar algunas otras facetas de su compromiso social y político. Prestó adhesión a la campaña cívica dreyfusista del «J´Accuse…!», emprendida por Émile Zola (1848-1902) en 1898 desde las páginas del diario «L´Aurora». Fue Presidente del Syindicat Croix-de-Seguey-Tivoli, de Burdeos, en 1906, para defensa de los intereses del quartier Croix-de-Seguey-Tivoli, promoviendo un «affaire» sobre naturaleza y funcionamiento de servicios públicos que suscitó el «arrêt» del Conseil d´Etat de 21 de diciembre de ese año. Concurrió a las elecciones municipales de Burdeos celebradas en 1908, adscrito al Parti Republicaine Démocratique (PDR, antigua ARD), resultando electo. También lo hizo a las legislativas de Gironda, en 1914, esa vez retirando su candidatura en segunda vuelta. En su programa se postulaba bisagra entre el centro-izquierda y centro-derecha y favorable a la representación proporcional.

2. La singularidad solidarista e institucionalista de León Duguit.

2.1. La doctrina realista y la “ética de la solidaridad”

La «sociología del Derecho» de Léon Duguit arranca en la idea de que el Derecho es un producto de la vida social. La teoría jurídico-sociológica duguitiana, por él mismo calificada de «teoría objetivista», tiene sin duda a la base la construcción sociológica de Durkheim donde el fundamento del Derecho se sitúa en la noción de solidaridad humana, de interdepedencia social, pero presenta también -como se indicará más adelante- importantes adeudamientos a la doctrina del «derecho social» planteada por algunos solidaristas franceses precedentes[9]. Ambas contribuciones afluyen y confluyen en su obra con modulaciones y particularidad de enfoques, especialmente valorativos[11], que al cabo desembocan en una autónoma y singularísima doctrina sociojurídica.

Para Durkheim el Derecho surge del comportamiento humano en un orden social regido por una solidaridad orgánica derivada de la división social del trabajo, la que supone que sus miembros deben cooperar entre sí[12]. Es así como el Derecho resulta de la vida social, de las mismas necesidades evolutivas de la vida en sociedad. En consonancia a este presupuesto Duguit elabora su doctrina, en efecto, a modo de crítica sistemática de las doctrinas individualistas y formalistas en el campo social y jurídico subrayando en concreto frente a ellas un firme rechazo, cuanto menos, a dos de sus conceptos: el del derecho subjetivo, que supone el poder de imponerse a otras voluntades, y el de sujeto de derecho; planteamientos de los que ambas participan y en el fondo son coincidentes. Las dos admiten la existencia del derecho subjetivo o poder de una voluntad, y del sujeto de derecho, que es un sujeto de voluntad. Duguit, por el contrario, entiende que la doctrina realista –que él profesa[13]- inaugura la pretensión, que estima justificada, de eliminar del dominio jurídico toda abstracción metafísica, elaborando su sistema a partir de la constatación de los hechos reales, desde la comprobación de los hechos sociales. Se inserta de esta manera en la tendencia realista en el Derecho, realizando una importante contribución a la crítica del formalismo jurídico imperante en su tiempo. Ya tempranamente se advirtió que el realismo jurídico no consistía en algo muy distante a un resurgimiento del positivismo, y éste sería el nombre más adecuado para distinguirle del realismo lógico. Duguit intentó asestar un golpe de muerte al Derecho político clásico, al que nacido del Derecho Natural culminó en el racionalismo del siglo XVIII. En este sentido concentró su ataque sobre los más firmes puntales del clasicismo: la soberanía nacional[14], los derechos subjetivos (derecho subjetivo del Estado personificando la colectividad y derecho subjetivo individual)[15] y la tesis de la representación[16]. Duguit defenderá un sistema fundado principalmente en la teoría de la solidaridad, en el Derecho objetivo y en la llamada «situación jurídica subjetiva». En esta dirección reconduciría el Derecho al hecho social, y en permanente conexión con las exigencias de la sociedad históricamente determinada de la cual emana. De ahí que presentase apoyo directo en la teoría sociológica de su época, y en la bifurcación inaugurada por Durkheim dejara a un lado el camino seguido por Henri-Louis Bergson (1859-1941), prefiriendo recorrer el que le permitiría el alcanzar el más adecuado conocimiento del modo en que, concretamente y al margen de cualquiera clase de elementos metafísicos, en efecto la realidad social se hallaba construida. Este enfoque realista y objetivista, en el que el conocimiento del orden jurídico únicamente puede obtenerse mediante el conocimiento concreto del orden social, demarca una primera y específica posición diferencial entre la concepción iusfilosófica duguitiana y la de Maurice Hauriou (1856-1929), quien a razón de su idealismo objetivista de inspiración bergsoniana («l´élan vital»)[17], sostiene en la metafísica de idea o empresa la reificación institucional de lo jurídico, sólo destacando en «forma genérica» el carácter social del Derecho[18].

Desde esta perspectiva metodológica la ciencia jurídica en Duguit se impregna sustantivamente de sociología, siendo por ello apropiado considerarlo como uno de los fundadores de la moderna sociología del Derecho. En efecto, su doctrina realista se basa en una serie de argumentos maestros, presentados a través de un discurso claro y sencillo[19]. Abre con la defensa de un realismo científico y de un realismo social: el espíritu humano debe desprenderse de muchos conceptos de orden metafísico. El Derecho debe despojarse de las esencias que todo lo explican, procurado sustituirlas por «realidades», como acontece en toda las ciencias (sean físicas, biológicas o psicológicas experimentables)[20]. Para Duguit el hecho social ha sido estudiado por los sociólogos, quienes ante una agrupación de individuos, los encuentran unidos entre sí por dos fenómenos que la determinan: 1º) La existencia de necesidades comunes, que es preciso satisfacer en común, y 2º) La distinta actitud de los individuos ante tal «sistema de necesidades», noción que traslada desde la filosofía hegeliana[21], y en virtud de la cual se prestan servicios recíprocos y se establece un comercio de servicios, al que se llega por la solidaridad y por la división del trabajo[22].

En esta configuración general de pensamiento, y precisamente en conexión con ese realismo, objetivismo y positivismo científico y social, tiene lugar la aparición de una «ética de la solidaridad». Según Duguit, la solidaridad nace por la similitud de los hombres, por la igualdad de necesidades y por la vía de urgencias iguales o análogas que sólo cabe satisfacer mediante la vida en común y mediante la unión de esfuerzos[23]. La división del trabajo se origina por la diversidad de aptitudes ante un fin común. La solidaridad es la disciplina que impide que el grupo social desaparezca. «El fundamento de la solidaridad es una obligación de conformarse a la necesidad de esa misma solidaridad». No existe un poder de voluntad, sino la sumisión a las necesidades solidarias del grupo en que el hombre vive. Para Duguit, «todo se transforma, por consiguiente también el Derecho obedece a una evolución, cuyo sentido está determinado por el postulado de la maximización de la solidaridad entre los hombres, solidaridad, a la vez que es un hecho, es un motivo de la conducta individual y social, y es un criterio de la justicia del Derecho». La solidaridad es un hecho, porque los hombres están sometidos a esta fuerza que les hace sentirse miembros de un todo social; pero al mismo tiempo la solidaridad es una idea, un pensamiento individual[24], es decir, una representación de un estado, al cual, como criterio de suprema justicia, debe acomodarse la conducta de los hombres. Dentro de cada sociedad existe en cada momento histórico una suma de convicciones que se consideran como la garantía del interés común, y cuya trasgresión implica una reacción colectiva. Esto constituye una «norma», el Derecho objetivo, que coincide en cada país con la ley positiva. Es, pues, el Derecho objetivo es una regla de conducta social que se impone a los hombres bajo una sanción también social. Por tanto, para Duguit la regla de Derecho nace inevitablemente vinculada a la realidad de la época histórica. Es más: la regla de Derecho y los criterios de valor se infieren directamente de los hechos sociales determinantes [«le donné» en terminología de François Gény (1861-1938)[25]]. En consecuencia, corresponde a la actividad propia del jurista científico-social el «descubrir» bajo los hechos sociales la regla de Derecho (la regla normativa emana de la sociedad[26], y que es representativa de la norma jurídica de origen social, porque viene dada e inscrita en la misma sociedad), realizando una tarea de arte técnico, preparando la regla consuetudinaria o escrita, regla constructiva, que tiende a determinar la forma y garantizar la realización de la norma. No hay derechos individuales subjetivos, ni en el sentido del viejo Derecho Natural, metafísico, extracientífico, ni en el propuesto por algunos filósofos y otros juristas entonces contemporáneos (Winscheid, Ihering, Thon, Jellinek[27], etc.), como poder de obrar libremente dentro de los límites del Derecho objetivo, o sea, de la ley; ya que este poder es más bien un poder «objetivo», una «situación jurídica objetiva», resultado de otra jurídico-subjetiva. La situación jurídica subjetiva es otorgada por la ley a las voluntades individuales, cuando sus actos se muestren conformes al Derecho objetivo. Su objetivo es producir obligaciones respecto a otras voluntades bajo una sanción social, y ello no supone necesariamente los dos términos clásicos de una relación (activo y pasivo). Es la «facultad de exigir» el cumplimiento de una obligación. La situación jurídica objetiva, o poder objetivo, equivale a la «capacidad» en derecho privado y es en derecho público la «competencia». La conciencia de la necesidad de una regla de conducta ha existido siempre. La expresión más general de ello es la cooperación a la realización de la solidaridad social. Es así que el Derecho objetivo no procede del Estado. El principio de la solidaridad o interdependencia, en virtud del cual el hombre tiene conciencia de la necesidad de sus relaciones con sus semejantes, de la imposibilidad de sustraerse a la vida social y de la perfección que su individualidad recibe gracias a la interdependencia, abarca a todos los humanos, aunque históricamente se desenvuelva por grados y revista formas contingentes y transitorias. Llega el hombre a la afirmación de este principio en virtud de dos hechos: por las necesidades comunes que sólo la vida social puede satisfacer («solidaridad o interdependencia por similitud») y por las necesidades y aptitudes difeferentes, que exigen reciprocidad de servicios («solidaridad o interdependencia por división del trabajo»)[28]. De tal principio brota todo el orden jurídico, que en él tiene un criterio de justicia, cuya expresión exacta debe ser formulada en la ley positiva. Así pues, la regla de Derecho tiene los mismos caracteres que la solidaridad de donde nace: es a la vez individual y social. Individual, porque está contenida en la conciencia de los individuos y sólo a ellos se aplica; y social, por su fundamento. Es a la vez idéntica y diversa, permanente y variable, notas que la distinguen del Derecho Natural. Los derechos del hombre no corresponden a éste por su naturaleza, en virtud de su condición de hombre, sino que son facultades que le advienen por el deber, que como ser social, tiene que cumplir. Toda esta concepción le parece a Duguit muy apartada del Derecho Natural[29]. Del resto y en síntesis Duguit descata que tal «concepción realista» puede resumirse en una frase de Comte: «La noción de derecho no ha podido existir más que en una época en que se creía en las potencias superiores, en los principios; hoy nadie tiene más derechos que el de cumplir sus deberes». Y en definitiva esto significa que «la noción de deber reemplaza a la de derecho; éste no puede darse sin un deber».

La concepción realista se proyecta sobre la regla de derecho y la afirmación de su génesis social. Para Duguit el Derecho tiene por objeto determinar la regla de conducta que se impone al hombre, pero en el sentido de que esta regla ha llegado a un momento en que, de regla de costumbre o económica (base originariamente social), se ha transformado en regla de Derecho[30]. Entiende que la regla de costumbre es la norma que se impone a los hombres de una sociedad llegada a cierto grado de civilización. No es regla de derecho, pues si se viola, la sociedad no interviene para actuar una represión. Es aquí donde aparece el momento de la sanción: puesto que, en efecto, la regla de derecho es siempre una regla de costumbre, que en un momento dado se transforma en regla de Derecho, o como consecuencia de un sentimiento de justicia, o por la necesidad de defender las necesidades sociales. Elevada a regla de derecho, tiene lugar una sanción social organizada que se opone a la acción de los indviduos, pero sin que su voluntad disminuya. La regla de derecho puede fundarse en el hecho porque no tiene por consecuencia imponer una modificación a la voluntad individual; es una transfusión de la regla de costumbre, cuya sanción se ha organizado. En el trasfondo de la construcción late la idea de que las reglas sociales, que tienen un carácter económico o moral, devienen reglas jurídicas cuando los miembros del grupo social comprenden que el respeto de las reglas es necesario para el funcionamiento del grupo anudándole la correspondiente sanción jurídico-positiva. Ahora bien, el grupo social no es necesariamente el Estado porque los grupos sociales son múltiples y diversos en todos los sentidos; el Estado no es más que un grupo social entre otros; un grupo social que se beneficia de un desarrollado particular y de la asunción de potestades especiales en el conjunto de la sociedad organizada. Se inscribe, pues, dentro de las concepciones realistas y pluralistas de configuración del Derecho y del Estado. En realidad, en su sistema de pensamiento, en sentido propio ni los grupos sociales ni el Estado crea el Derecho, porque los grupos sociales y el Estado, no hacen más que constatar el Derecho «existente, producto de la vida social»[31]. Para Duguit el Derecho es mucho menos la obra de un legislador que el producto constante y espontáneo de los hechos. Las leyes positivas, los códigos, pueden subsistir intactos en sus textos rígidos; poco importa; por la fuerza de las cosas, bajo la presión de los hechos y de las necesidades prácticas se forman constantemente instituciones jurídicas nuevas. El texto es siempre el mismo, mas queda sin fuerza y sin vida, pasa a «letra muerta»; o bien mediante una exégesis sutil recibe un sentido y un contenido en los cuales el legislador no hubo pensado. Debe atenderse particularmente a que según Duguit la norma o regla de Derecho aparece cuando la masa de individuos que forman el grupo entiende que puede ser organizada socialmente la reacción contra el transgresor de la norma. Se entiende que el Derecho que es (objetivamente) necesario para la vida social se impone a los individuos que componen los grupos sociales porque la solidaridad se impone a todos. La solidaridad se impone también a los órganos públicos, al estar éstos sometidos al Derecho. El Estado refleja la contraposición entre gobernantes y gobernados, pero los gobernantes no son considerados como instancias superiores a los gobernados; la solidaridad se impone a todos y los gobernantes deben utilizar su potestad pública para segurar el respeto al interés general. La solidaridad funciona como fórmula de heterolimitación del Estado. La solidaridad, además, no se circunscribe sólo al grupo social acotado en la organización política estatal, sino que se extiende al conjunto del género humano. La solidaridad intersocial segrega el Derecho «intersocial» o Derecho internacional; esto es, en la dirección positivista de Duguit, la solidaridad crea la regla de derecho, naciendo ésta también de un orden espontáneo existente en la sociedad internacional. Las reglas internacionales surgen cuando los miembros del grupo social mundial comprenden que el respeto de estas reglas es necesario para el mantenimiento de la solidaridad intersocial o internacional. Este Derecho internacional siendo necesario a la vida social internacional se impone a los Estados, esto es, a los gobiernos estatales, los cuales tienen la obligación de utilizar su poder coactivo para asegurar la sanción de las reglas del Derecho internacional. El Derecho internacional no es está absolutamente fundado en la voluntad del Estado, y a ella adscrito, sino que va «segregado» de la sociedad humana, por lo que puede imponerse a todos los poderes[32].

En la teoría realista del Estado, la construcción jurídica de éste determna su configuración como Estado jurídico o Estado de Derecho. Para Duguit el Derecho público y el Derecho privado se basan en un fundamento idéntico; ambos están informados por la misma regla de Derecho, la cooperación y la solidaridad. Si nuestro autor mantiene la distinción de Derecho público y privado, ello obedece sólo al distinto modo en que opera su sanción. El Derecho público carece de sanción directa, ejercitándose contra el Estado, pues éste no puede ejercer la coacción contra sí mismo. La existencia de una colectividad, de un medio social, en que el Estado se produce, es decir, en que se da el fenómeno de la diferenciación entre gobernantes y gobernados, llamada en general Nación, es el primero de los elementos de la teoría del derecho público político en Duguit[33]. El lazo de unión que mantiene la cohesión nacional, no es el factor político, ni el etnográfico, ni el de comunidad cultural; todos ellos son factores secundaros. «El factor esencial es la Historia, la comunidad de tradiciones, de necesidades y de aspiraciones, y la solidaridad por división del trabajo». Por su parte, la Nación es una realidad consistente en la interdependencia. Desde un punto de vista estrictamente científico, la «solidaridad nacional es la forma por excelencia de la solidaridad social en el estado presente de la evolución». La Nación no es un elemento subjetivo ni objetivo del Estado, no es el sujeto de la soberanía ni es objeto de ella, sino el «límite territorial dentro del que se extiende el poder a las personas», límite que, por regla general, coincide con la esfera de acción de los gobernantes, aunque no siempre. Se rechaza, por tanto, la teoría clásica de la nación-persona, pero no menos que la de la nación-órgano, que en última instancia también conduce a la personificación de la nación, y es contradictorio. Se había señalado que la antinomia fundamental que existe entre los conceptos de soberanía y libertad la resuelve Duguit despojando a aquélla de cuanto significa potestad de mando, para convertirla en capacidad de servir, y transformando ésta, de derecho que decía ser, en deber, que es lo que en realidad fue siempre. Mandar, servir. En estas dos palabras está expresado el tránsito de uno a otro sistema, apoyado en dos nociones que, sin ser antagónicas, son no obstante cada vez más y más divergentes: la noción de soberanía como poder de mando, y la noción de servicio público[34]. Paralelamente se opera la transformación del concepto de libertad, fundamento indestructible de la autonomía individual[35].

Para Duguit la nación es un fenómeno propio de la época moderna, pero no es el producto de una generación espontánea[36]. Con puntual realce declara que lo que hace a una nación es la conciencia de que existe a un mismo tiempo en todos los individuos pertenecientes a un mismo grupo social, de que hay una íntima y profunda interdependencia entre el territorio y el pueblo que lo habita, y que solamente mediante el territorio puede este pueblo cumplir su destino. El vínculo nacional es tanto más fuerte y resistente cuantas más luchas, más pruebas, más esfuerzos y más dolores se hubiesen experimentado en común para lograr la pacífica posesión de ese territorio. Para que haya nación se hace preciso que tal sentimiento de interdependencia haya penetrado profundamente en la conciencia de todos los miembros del grupo[37]. Entiende así Duguit que el Estado no es un poder de mando, una soberanía; es una cooperación de servicios públicos organizados y controlados por los gobernantes[38]. El fenómeno estatal se comprende explicativamente atendiendo el proceso de diferenciación entre los que detentan el poder y los que están en situación de sometimiento. No es preciso, en su opinión, recurrir a la ficción jurídico-política de la personalidad de un ente colectivo como sería el Estado, personalidad colectiva que rechaza en términos de principio. No existe lo que se llama la voluntad propia y diferenciada de un supuesto Estado soberano, lo cual, a parte de no reflejar situaciones realmente existentes, comportaría, a su juicio, negar la misma realidad de las relaciones internacionales, y del Derecho internacional moderno. El «principio de legitimidad» del poder del Estado, de los gobernantes -no se olvide la concepción político-elitista que subyace al pensamiento de Duguit- lo encuentra en la noción de servicio público (entendido como toda actividad cuyo cumplimiento está asegurado, regulado y controlado por los gobernantes, en cuanto dicha actividad es indispensable para la realización y desarrollo de la interdependencia social, y es de naturaleza tal que sólo puede ser realizada por entero mediante la intervención de la fuerza gobernante) que expresa el cumplimiento de las obligaciones positivas y negativas de quienes ostentan el poder como expresión de la solidaridad organizada. La idea de solidaridad y su plasmación en el concepto de servicio público (Estado de servicio público) introduciría en sí un criterio de legitimación del poder establecido, impidiendo un uso arbitrario del mismo. Los gobernantes ostentan un poder esencialmente unitario para la realización de los fines de la solidaridad social (organizada, como deber público, a través de un conjunto de servicios públicos), siendo también a su parecer una ficción el principio de división de poderes[39]. Por otra parte, Duguit traza una frontera al espacio de intervención propia del servicio público, respecto del ámbito estricto del desenvolvimiento de la libertad del individuo, el cual deberá ser respetado en todo caso, sirviendo de límite infraqueable para los poderes públicos.

Es en este ámbito discursivo se sitúa una concepción del «Estado de Servicio Público». El punto de partida reside en afirmar que la noción del servicio público sustituye al concepto de soberanía como fundamento del Derecho público. Según nuestro autor, se ha producido un quebrantamiento de la fe de los hombres políticos y de los juristas en el dogma de la soberanía[40]. Es más, entiende, que es la noción de función social cuya existencia advierten los hombres políticos y los teóricos publicistas, y que sitúan en la base del Derecho público, la que está en el fondo de la noción de servicio público cuyos elementos constitutivos es preciso definir. Consisten esencialmente en la existencia de una obligación de orden jurídico que se impone a los gobernantes, es decir, a aquellos que de hecho tienen deber de cumplimiento, una cierta actividad[41]. Las actividades cuyo cumplimiento se consideran obligación para los gobernanentes constituyen el objeto de los servicios públicos. Su extensión estará determinada históricamente, de acuerdo al sentido general y cambiante de la evolución. Ahora bien, lo que sí puede decirse es que a medida que la civilización se desarrolla, el número de actividades capaces de servir de soporte a los servicios públicos aumenta, y por lo mismo también crece el número de los servicios públicos. En tal sentido cabe postular que la civilización consiste únicamente en el incremento del número de necesidades de todo género que pueden satisfacerse en menos tiempo. Por consiguiente, a medida que la civilización progresa, la intervención de los gobernantes va siendo normalmente más frecuente, pues ella sólo puede realizar lo que supone la civilización. Por otra parte, la profunda transformación económica e industrial, que se realiza desde hace un siglo en todas las naciones civilizadas, «ha engendrado muchos nuevos deberes para los gobernantes». El Derecho evoluciona bajo la acción de las necesidades económicas y sociales. La noción de soberanía ha sido quebrantada cuando se ha comprendido que el Estado debía a los gobernantes algo más que la seguridad en el interior y en el exterior. En suma, la noción de servicio público parece que podría formularse indicando que es toda actividad cuyo cumplimiento debe ser regulado, asegurado y fiscalizado por los gobernantes, al ser indispensable a la realización y al desenvolvimiento de la interdependencia social, y de tal naturaleza que no puede ser asegurado completamente más que por la intervención de la fuerza gobernante[42]. Se puede comprender, de este modo, que la noción del servicio público se convierte en noción fundamental del Derecho público moderno, toda vez que el Derecho público moderno se convierte en un conjunto de reglas que determinan la organización de los servicios públicos y aseguran su funcionamiento regular e ininterrumpido. De la relación de soberano a súddito apenas, por tanto, queda nada. Del derecho subjetivo de soberanía, de poder, tampoco. Pero sí una regla fundamental, de la cual se derivan todas las demás: «la regla que impone a los gobernantes la obligación de organizar los servicios públicos, de fiscalizar su funcionamiento, de evitar toda interrupción. El fundamento del Derecho público no es el derecho subjetivo de mando, es la regla de organización y gestión de los servicios públicos. El Derecho público es el Derecho objetivo de los servicios públicos». De igual modo que el Derecho privado deja de estar fundado en el derecho subjetivo del individuo, en la automonía de la persona misma para descansar en la noción de función social que se impone a cada individuo, también el Derecho público dejaría ya de estar fundado en el derecho subjetivo del Estado, en la soberanía, sino que descansaría en la noción de una función social de los gobernantes, la que tiene por objeto la organización y el funcionamiento de los servicios públicos. Los elementos esenciales del sistema son: el carácter objetivo de los servicios públicos, ley de los servicios públicos, que no es más que el reconocimiento y la realización de la obligación general que se impone a los gobernantes, carácter común de todos los actos administrativos determinados por un fin de servicio público. Resulta asi que los gobernantes son los gerentes de negocios de la colectividad[43]. Para Duguit, como el Derecho privado, el Derecho público moderno se apoya por entero en una concepción «realista y socialista». Realista en cuanto se ignora la existencia de una «substancia» personal detrás de los fenómenos de orden político; realista, también, porque prescinde de la existencia de una voluntad soberana que por su naturaleza tuviera el poder de no determinarse más que por sí misma y de imponerse como tal a todos; realista, por último, porque el sistema jurídico se articula por entero sobre un hecho, una función social que se impone necesariamente a los gobernantes. Concepción «socialista», y por tanto objetivista, ya que el Derecho público moderno no tiene por objeto regular los conflictos colocándose entre el pretendido Derecho subjetivo de los individuos y el Derecho subjetivo de un Estado personificado, sino simplemente regular la realización de «funciones sociales de los gobernantes», toda vez que el recurso por exceso de poder que domina en todo el Derecho público, y que tiende a garantizar la legalidad del acto administrativo, no se halla propiamente fundado en la violación de supuestos derechos del individuo, sino en la violación de la ley que regula la organización y el funcionamiento de un servicio público. Si no se ha cumplido la evolución es debido a que ésta es infinitamente compleja y mantiene indefinidamente su prolongamiento. Ahora bien, el Derecho no es en realidad más que la especie de armadura que reviste esta evolución. El sistema jurídico, realista, socialista y objetivista exigiría un largo desarrollo histórico[44].

Adviértase que aunque los gobernantes carecen de un Derecho subjetivo para imponer su voluntad, su actuación se legitima en cuanto están obligados por el Derecho objetivo fundado en la solidaridad, que exige el empleo de su fuerza para organizar, dirigir, e inspeccionar el funcionamiento de los servicios públicos. Como que realmente el Estado no es más que eso: una cooperación de servicios públicos organizados y dirigidos por los gobernantes. «El servicio público, el conjunto o serie de actos indispensables para la realización y desenvolvimiento de la interdependencia social, ‘es el fundamento y el límite del poder gobernante’». Y es que, en efecto, la noción del servicio público es el broche de la doctrina duguitiana: es aquella actividad necesaria, que excediendo los límites de la fuerza individual, exige la colectiva de los gobernantes, como deber, como fundamento, como «función, no como derecho». Sólo puede decir que a medida que la civilización sumenta, aumenta el número y la complejidad de los servicios (públicos), como consecuencia del crecimiento y complejidad de las necesidades, lo cual implica la intervención cada vez más frecuente de los gobernantes. Partiendo, pues, del hecho de la evolución, para hacer la construcción de la teoría de los servicios públicos, es preciso considerar las sociedades en el momento de la civilización actual. Esa evolución evidencia el incremento de las tareas del Estado, con un aumento de los servicios públicos de todas clases, lo que determina que los gobernantes sean los gerentes de negocios de la colectividad. Para Duguit la representación es simplemente un hecho de la solidaridad social generadora de una situación jurídica objetiva.

El pensamiento de Duguit ejerció una influencia extraordinaria, dentro y fuera de Europa[45]. En España la influencia de Duguit fue relevante, ante todo como un revulsivo para el pensamiento de autores comprometidos con la dirección reformista, y para los cuales la crisis del Estado liberal era un hecho constatable, por lo que la teorización del un Estado de servicios públicos (como el que preconizaba Duguit), y la consideración del pluralismo social y sindical era un hecho llamado a incidir en la transformación del Estado[46]. Por otra parte, lo que carecteriza la evolución de la noción de soberanía nacional está en que el concepto de Estado-nación sustituye al de Estado-poder[47]. Agréguese que Duguit proporciona una definición del Estado conforme a la cual éste es una nación soberana organizada en gobierno; o también, la soberanía nacional ejercida por un gobierno[48].

El principio de solidaridad social (y sus derivaciones: la propiedad como producto del trabajo, la función social de la propiedad, el deber de colaborar, etc.) confiere un fundamento para la intervención del Estado en la reglamentación de la vida económica y social, tanto en la regulación dela propiedad como en la reglamentación del trabajo, precisamente en conexión directa con la concepción solidarista de las instituciones y de la libertad. El concepto solidarista conduce necesariamente también a reconocer al Estado obligaciones de orden positivo que el concepto individualista de la libertad y de la propiedad rechazaban (derecho al trabajo, derecho a la instrucción, derecho a la protección de la seguridad y salud, derecho a la asistencia pública, protección ante el retiro o la enfermedad, pero también debe garantizar la libertad de asociación y la libertad sindical, etc.). Ello determina una noción nueva de la estructura íntima y de la naturaleza misma del Estado[49]. La actividad que se impone a los gobernantes, cuyo ejercicio constituye para ellos el cumplimiento de una obligación jurídica, y que es el poder de mandar cuando permanecen dentro de estos límites, es el fundamento de lo que se llama el «servicio público». Esta idea remite al hecho de que los gobernantes son los servidores de los gobernados, es decir, que están obligados a crear, organizar y asegurar todos los servicios que son indispensables para atender cumplidamente al sistema de las necesidades públicas, es decir, al sostenimiento y al desarrollo de la solidaridad social bajo sus dos formas. Esto se traduce y visualiza a través del crecimiento continuado de la actividad del Estado en todos los órdenes y en todos los países. Es la fuerza de la teoría del servicio público, fundada sobre la idea capital de obligación impuesta al Estado, o más exactamente, a los gobernantes y asus agentes[50]. En un horizonte utópico Duguit entendió que el Estado de servicio público relegaba en un primer momento el papel de la fuerza en la organización de la sociedad, y que con el tiempo se convertiría en una instancia política de transición hacia su propia desaparición, siendo sustituido o desplazado por una nueva organización funcional constituida por la coordinación del sindicalismo profesional y su penetración en el espacio político. La organización político sindical, nueva o emergente, supondría la asunción sindical (por las representaciones profesionales) de una función tecnocrática en el gobierno, expresada ante todo en la organización de los servicios públicos. Entendió así, pues, que los sindicatos profesionales se encontraban llamados a ocupar y desarrolla el papel el elemento principal del poder político[51].

En esto puede ampliarse la distancia, insoslayable ya en fundamentales aspectos, entre Duguit y Hauriou. La oportunidad surge al reflexionar acerca de cuál puede ser el verdadero alcance de los planteamientos de este último sobre el «derecho plural», pues su declaración jurídico-pluralista no parecería evitar a término una real subordinación al Estado del individuo y la actividad normativa de los diferentes grupos sociales en que se organice, bien distinta a la postre de lo que en Duguit caracteriza a su pensamiento pluralista expuesto con relación al sindicalismo. Para ello son precisas dos puntualizaciones previas, tal vez un poco laboriosas. La primera relaciona con el significado institucional de «Etat à régime administratif» y con la categorización de las tres formas de soberanía (de «droit, politique de l´Etat» y «souveraineté juridique de la Société»), en juego todo ello con la noción de «service public». Conviene así, pues, indicar que «Etat à régime administratif» resulta un concepto complejo y en cierta manera circular, que no siempre se entiende bien desde fuera del contexto de la tradición jurídico-administratuva francesa. Dentro de ella, Hauriou lo muestra como aquel Estado en el que las funciones administrativas se hallan centralizadas al máximo y atribuidas a un solo poder, el ejecutivo. Además, su naturaleza, calificada de institucional[42], va inseparablemente unida a la existencia de una jurisdicción administrativa donde los «agents administratifs» imputan sus actos de acuerdo al principio de jerarquía y bajo normas de derecho particular. Si se adopta un punto de vista capaz de trascender los planos funcional y orgánico, dicha configuración administrativa del Estado significa que sobre el ciudadano pesan, a más de la autoridad de las leyes aplicadas por la jurisdicción de derecho común, la de las normas aplicables por la Administración. En consecuencia, siendo pacífica en el derecho público francés esta concepción sobre el régimen administrativo del Estado, que asimimo es esencial al propio régimen constitucional, cuando Hauriou presenta la relación entre derecho administrativo y régimen administrativo en términos de ecuación perfecta, afirmando que únicamente existe derecho administrativo en tanto existe régimen administrativo, su posición se subraya a partir de afirmar la naturaleza institucional de ambos; esto es, el «Etat à régime administratif» sólo puede definirse completa y acabadamente cuando se le entiende como en Estado en el que la Administración es una «institución»[53]. La segunda puntualización concierne a la categorización de las diferentes formas de soberanía, que finalmente afluyen y se unifican en la soberanía estatal, asi como lo que de aquí resulta en anexión al Estado, a modo suprafuncional, de las distintas organizaciones extra-estatales. A este respecto, las objeciones críticas de Gurvitch como relativización pluralista son poco discutibles[54]. Efectivamente, no es arduo constatar una sensible evolución; si es cierto que en un primer momento la teoría institucional de Hauriou habría pretendido contribuir a transcender la noción de derecho positivo de su tradicional inmanencia estatal[55], lo que ahora observamos es al Estado convertido en la suprema y más eminente de las instituciones en tanto que en última instancia llamada a incardinar, de forma exclusiva, la supremacía jurídica[56]. Si colocamos una frente a otra estas dos precisiones, y tomando en consideración el dato de la existencia en la Administración (el Estado) de propia jurisdicción, puede seguir sosteniéndose que el reconocimiento de la superioridad institucional no conduce necesariamente a la negación de otros órdenes jurídico-institucionales extra-estatales, pero tampoco lo evita. Basta en tal sentido constatar el esfuerzo teórico de Hauriou en tratar de distinguir administración pública y administración del interés público, así como también por admitir el reconocimiento de la autoridad y juridicidad de los organismos extra-estatales, incluso sabiéndose conocedor de lo que al procurarlo así ello mismo implica para con lo que en su papel institucional superior va asignado al Estado. Hauriou no podía ignorar la tesitura, que al fin resuelve reconduciendo la actividad de aquéllos en la del Estado, si bien caracterizando ese fenómeno del modo más peculiar que le es posible; calificando a los sindicatos y organizaciones profesionales de «especie particular de servicio público descentralizado». En tal caso, dicha solución equivale, administrativamente, a su estatalización, y de ahí, a su absorción y confusión con el propio Estado. A partir de ahí parece legítimo interrogarse acerca de a qué pueda haber venido y dónde haya ido a parar la función limitativa exterior de la soberanía estatal que en principio correspondía a las organizaciones sindicales y profesionales. No es independiente de la posible respuesta[57] valorar la diferente proyección con que las relaciones entre sociedad y Estado, siempre dentro de una solución corporativista, se presentan en Duguit a manera y fórmula de contra-poder y capacidad creativa de derecho de los individuos y grupos[58], y en Hauriou, sólo de forma mucho más tímida[59] y, finalmente, ubicada desde dentro del poder mismo y en él sumergida.

En otro orden de cosas, es de hacer notar también que Duguit se aparta de la visión propia del «organicismo biológico»; esto es, critica el punto de vista de la «biosociología». Para él los indIviduos son seres conscientes que no se encuentran sometidos a la ley de la causalidad, sino que obran motivados por una dirección finalista que mueve sus decisiones y actos. A tal efecto, señala que no es preciso para sacar esta conclusión asimilar los hechos sociales a los biológicos y el cuerpo social al ser humano; por tanto, debemos reprochar a los filósofos y sociólogos, como Hebert Spencer (1820-1903) (de quien, no obstante, Duguit había aprovechado en sus primeros escritos[60], sobre todo tesis organicistas, aunque con reservas, más tarde distanciándose definitivamente[61]) o lo también desarrollado por A. Schaefle (y, añadiríamos, por Nietzsche), haber asimiado los fenómenos sociales a los fenómenos de la vida. Ahora bien, sí parte en todo caso de un organicismo social, donde para el individuo viviente la reunión con sus semejantes se efectua por solidaridad, y como resultado nace el grupo social. Desde este postulado, entiende que puede fundarse la regla de derecho sobre el hecho, siendo aquélla una regla de conducta que es sancionada por el grupo social, sin modificar la voluntad de los individuos que le forman. Para Duguit de la regla de derecho no puede derivarse un derecho subjetivo, sino la creación de una situación jurídica. Desde lo que denomina «pragmática de la doctrina realista» (no se olvide que para él la doctrina pragmatista puede resumirse en la aseveración de que un concepto responde a una realidad en la medida en que tiene una eficacia moral y social[62]) la potencia pública no es un derecho, sino una «función» (así, la propiedad no es un derecho, sino una función; su concepto en el siglo XVIII respondía a las necesidades de aquel tiempo; más adelante, éstas fueron otras y distintas, y tal cambio debía reflejarse en el concepto). Por tanto, en la doctrina realista eliminamos todo concepto, el del derecho subjetivo y el del sujeto de derecho, y con ellos el que haya motivo para una diferencia entre gobernantes y gobernados: «sólo existe el individuo y el grupo social». Los gobernantes son individuos como los otros. La realidad es lo que hace que ciertos hombres tengan el poder; se les atribuye el de mando, no porque puedan ostentar una misión divina, ni reciban investiduras del pueblo, sino en virtud de los principios de «solidaridad universal». Estos hombres están en una situación particular que les permite obrar; tienen el deber de crear y organizar servicios públicos, funciones públicas, y se les debe obediencia, pero solamente en la medida en que cumplan sus deberes. Esto viene a suponer que el poder público es una derivación necesaria de la división del trabajo fundada en la soliaridad social organizada.

Elemento central de su construcción es el «concepto de solidaridad», porque toda su teoría se basa en el principio de solidaridad. El mismo carácter obligatorio del Derecho se basa en el sentimiento de la solidaridad y en el sentimiento de la justicia; esto es, según Duguit, la solidaridad es el fundamento del Derecho objetivo. Es éste un concepto etéreo y difuso. Duguit, sin embargo, no ha acotado suficientemente esta noción básica en su sistema. Para él la solidaridad es un hecho, que es a la vez más y menos que la caridad y la fraternidad, sin ser en sí misma una regla conducta. Los hombres son solidarios unos de otros, es decir, que tienen necesidades comunes que sólo en común pueden satisfacer, que tiene aptitudes diferentes que sólo por un cambio de servicios mutuos pueden ser perfeccionadas. Es, así, la solidaridad un sentimiento, un instituto; un puro hecho necesario, convirtiéndose en la norma suprema de los actos humanos. Para dotarla de un sentido más específico Duguit propone sustituirla por la expresión «interdependencia social». Existe una solidaridad mecánica y una solidaridad organizada[63]. Los hombres son solidarios unos de otros, en primer lugar, porque tienen necesidades comunes, que sólo pueden satisfacerse con la vida común, y después porque tienen necesidades diferentes, que no pueden satisfacerse, sino con el cambio mutuo de servicios. La primera especie de solidaridad es conocida con el nombre de «solidaridad por similitud»; y la segunda con el de «solidaridad por división del trabajo», denominada por Durkheim «solidaridad mecánica y solidaridad orgánica» respectivamente. En palabras de Duguit, siguiendo expresamente a Durkheim: la solidaridad que existe entre los hombres de un mismo grupo es doble: los hombres están unidos entre sí, primero, por los lazos de una solidaridad que Durkheim llama mecánica o por similitudes y, además, por los de una solidaridad llamada orgánica, o por división del trabajo. La solidaridad por similitud resulta del hecho de que los hombres, viviendo en sociedad, son, en muchos aspectos, semejantes los unos a los otros; les une, por tanto, desde la igualdad. La solidaridad orgánica o por división del trabajo además de unir a los individuos, los interpedendiza como miembros de una misma sociedad; así, por tanto, los relaciona desde la diferenciación. Esta última clase de solidaridad es característica, sobre todo, de las sociedades que han llegado a un alto grado de civilización. Puede decirse también que la solidaridad por división del trabajo está en razón directa del grado de civilización alcanzado por una sociedad[64].

Un solidarista como Léon Bourgeois (1851-1925)[65] interpreta esa interdependencia como un hecho y un deber de todo hombre para con sus semejantes, y hasta, quizás, obligación social exigible. Entiende sin embargo Duguit que la solidaridad o interdependencia social no es sólo una idea regulativa, representativa de un estado ideal al que se ha de acomodar la conducta humana, sino que ha de resolverse en la práctica como conciencia de los vínculos que unen a los individuos en la vida social. La solidaridad es un hecho social, una norma-hecho social que no tiene un carácter valorativo, por lo que no constituye propiamente un «deber» ético, sino el de resorte de la acción humana precisamente por la aspiración constante del hombre a la vida, esto es, a la disminución del sufrimiento individual; de ahí, la diferenciación que establece declarativamente entre la solidaridad y la fraternidad y la caridad. Este principio inmanente de la solidaridad determina que el hombre está obligado a no realizar acto alguno contrario a la solidaridad. La solidaridad adquiere por tanto un contenido histórico-evolutivo que se contrapondría a la existencia de una regla de conducta entendida como de carácter absoluto e inmutable. De manera que la regla que emana del hecho de la solidaridad tiene inevitablemente un contenido variable. La regla de Derecho es traducción o cristalización de la regla de la solidaridad social; esto es, el Derecho objetivo (el Derecho positivo), expresa formalmente la regla superior de la solidaridad, acogiendo así el conjunto de convicciones de una sociedad históricamente determinada. Para Duguit lo que hace el Derecho, la regla de derecho, consiste en expresar la creencia, arraigada tópica e históricamente en lo más profundo de las gentes de una época y en un país determinado, de que tal regla es imperativa, que tal carga debe ser cumplida. El Derecho es ante todo una creación psicológica de la sociedad, resultante de las necesidades de orden material, intelectual y moral. Ahora bien, hablando así no trata de afirmar en modo alguno –sostiene- la existencia de una supuesta conciencia social distinta de las conciencias individuales. Ésta sería, a su juicio, una afirmación de orden metafísico que habría muy bien guardarse de hacer. Pueden, pues, apreciarse, así, tan sólo ciertos elementos de confluencia de Duguit con la Escuela Histórica. Ello se refleja en esa idea del historicismo de Savigny acerca de la común convicción del pueblo, el puro sentimiento de la interior necesidad del Derecho, que excluye toda idea de un nacimiento accidental y arbitrario. Pero, nótese, el pensamiento de Duguit es refractario a toda idea de una «espíritu del pueblo». El Dercho objetivo, tanto público como privado, es una creación de la conciencia del hombre en sociedad. La concepción duguitiana del Estado (Estado de servicio público) no es independiente del hecho de la solidaridad social, pues los gobernantes, y su acción de gobierno, están igualmente sometidos a ese principio de la solidaridad de obligatoriedad general. El poder público debe utilizar todo su poder al servicio de la solidaridad, encaminándose el Derecho objetivo a este objetivo fundamental.

La solidaridad nace en el seno de la vida social; la sociedad es también un hecho primario y natural, formada por el agrupamiento organizado (para Duguit la sociedad no es un organismo en sí mismo distinto a los individuos que la integran) de los individuos conscientes de que sólo unidos pueden alcanzar la satisfacción de sus necesidades. El hombre vive en sociedad, pero ésta no puede subsistir sin tener por base la solidaridad. En consecuencia, una regla de coducta se impone al hombre social, por la fuerza misma de las cosas; regla que puede formularse así: no hacer nada que vaya contra la solidaridad en cualquiera de sus dos formas, y hacer todo lo que tienda a consolidar y fomentar la solidaridad social mecánica y orgánica. En opinión de Geny, el punto débil de la construcción duguitiana reside en el hecho de que en vano se pretende hacernos ver que la solidaridad aparece como una condición esencial de la vida en sociedad, y que el hombre, no pudiendo dejar de vivir de este modo, es conducido por eso mismo a practicar la solidaridad. Nosotros preguntamos siempre «cómo esta necesidad de hecho, se convierte en necesidad de derecho»[66]. Para Geny del simple hecho de la solidaridad social no se puede extraer el principio de obligación inherente a la noción misma de Derecho.

En coherencia con esa línea de pensamiento, entiende Duguit que el derecho no es una creación del Estado, que la noción de Derecho es en absoluto independiente de la noción de Estado, y que la regla de derecho se impone al Estado, lo mismo que a los individuos. En su sistema tan sólo aparece el Estado cuando el grupo social se dota de cierto grado de organización institucional, estableciéndose una diferenciación entre gobernantes y gobernados, existiendo el Derecho ya desde el mismo momento en que se produjo el agrupamiento en sociedad; esto es, de modo anterior al surgimiento del Estado: afirma, pues, la existencia de un Derecho independiente del Estado. Por lo demás, en coherencia con su método de realismo positivista, esa afirmación de una regla objetiva de Derecho que se impone a todos, gobernantes y gobernados (Estado y súbditos), se concibe sin que sea necesario apelar a un principio superior de orden metafísico: en la realidad existe una regla de derecho cuando el conjunto de los individuos que forman el grupo comprende y admite que se puede organizar socialmente una reacción contra los infractores de la regla. Esta organización podrá no existir, podrá ser embrionaria y esporádica; eso poco importa; el caso es que cuando el conjunto de los espíritus la concibe, la desea, provoca su constitución, entonces aparece la regla de derecho. El Derecho es anterior al Estado, de manera que la regla moral o económica (regla social objetiva) se convierte en regla jurídica cuando la masa de individuos de un grupo es consciente y admite que puede ser organizada una reacción coactiva contra los infractores de la misma. La comprensión de la reacción del grupo contra las infracciones de la norma o regla social se realiza en el sistema de Duguit distinguiendo entre dos tipos o clases de reglas jurídicas: las reglas jurídicas normativas y las reglas jurídicas constructivas[67]. Las primeras imponen a todo hombre en sociedad una acción y omisión determinada. Las segundas, las constructivas o técnicas, son las que se han establecido formalmente con el fin de garantizar, en cuanto sea posible, el respecto y la realización de las reglas de derecho normativas, de derecho objetivo, o «primarias en su realismo jurídico positivista». Las reglas constructivas, creación de la ley positiva, suponen la existencia de un Estado provisto de medios de derecho coactivo[68].

Interesa detenerse en la «funcionalidad político-jurídica del solidarismo». En cierta medida el solidarismo fue una doctrina del Estado «tranquilizante»[69] en los orígenes; pero que en la doctrina de Duguit adquiriere una dimensión o connotación más edificante y de orientación transformadora. Y es que, en efecto, en la doctrina solidarista entre los dos siglos y durante el primer tercio del siglo XX el solidarismo alcanzó a convertirse en cierta medida en «filosofía oficial» (ello aconteció especialmente durante la IIIª República francesa, constituyendo su matriz ideológica, que le permitió otorgar al sistema político un nuevo principio de legitimidad)[70]. La ideología implícita e inherente al solidarismo jurídico era la de introducir una lógica pública de acción encaminada a mantener la cohesión y la paz social[71]. Es lo cierto, en esta dirección, que el solidarismo inspiraría prácticas de política pública dirigidas a instaurar un programa de protección social pública a través de la organización de un sistema de solidaridad organizada (seguros sociales, primero, y luego, con una evolución más perfeccionada, de Seguridad Social) y de legislación social («industrial», primero, y más adelante de Derecho del Trabajo). De este modo, cumplió una finalidad integradora y «restablecedora» de la estabilidad del orden social y político en la crisis del sistema de liberal. Era una filosofía que convenía a esa situación de crisis del Estado de Derecho Liberal y la crisis del dogma del individualismo idealista. De ahí que la crítica contra la doctrina individualista y sus efectos sociales más nocivos fue ciertamente generalizada por los primeros solidaristas y continuada y reforzada hasta sus últimas consecuencias, por Duguit. El solidarismo pretendía realizar la comunicación de lo individual y de lo colectivo, a través de la conciliación de un conjunto de doctrinas políticas diversas. Su inspiración ya en los inicios residiría en la filosofía de Auguste Comte, los escritos de Pierre Leroux (1797-1871) y Charles Renouvier (1815-1903)[72], y se desarrollaría con el apoyo en la sociología de Durkheim, en el cuadro de una visión organicista de la sociedad. En ciertos aspectos (y más en ciertos autores de esta corriente de pensamiento) el solidarismo apareció como una doctrina sociológicojurídica. La noción de solidaridad constituye la base fundamental de la doctrina solidarista, la cual se construye sobre el postulado de la interdependencia humana e incorpora un deber moral de los individuos entre sí. La solidaridad constituye una obligación no sólo social sino también estrictamente jurídica; esto es, una obligación jurídicamente sancionada, como obligación de relevancia colectiva. El solidarismo constituye una teoria de los derechos y de los deberes sociales fundada en la solidaridad objetiva. La solidaridad ha sido un modo de racionalización de la acción del Estado y una filosofia jurídico-política que ha permitido justificar su intervención correctiva de la acción del mercado y protectora de las clases trabajadores[73]. Duguit encontraría con esa corriente –sin adscribirse a ella-, y trasladaría (renovándola de modo imaginativo) muchos postulados de aquélla a la teoría publicista[74]. Duguit hace de la solidaridad la única fuente de un Derecho que él concibe como fundamentalmente objetivo. Su teoría es exponente –como refleja de las exigencias de su tiempo y de los modos de expresión- de una concepción positivista y objetivista del Derecho donde el aspecto sociológico no excluye, en el fondo, un cierto idealismo dirigo hacia el objetivo de alcanzar la paz social. Para Duguit, la solidaridad es algo real y objetivo inscrito en el desenvolvimiento social, porque, en su opinión, existe un «determismo social» que marca profundamente el devenir de las sociedades humanas. Los hechos sociales son determinantes de la evolución de las sociedades. De ahí su organicismo social dinámico. La asociación no es más que una una ley general del mundo biológico, siendo la sociedad humana una aplicación más de esta ley del desarrollo. Inscrita en esa evolución está la extensión del sentimiento de socialidad y de justicia, a través de la cual introduce un correctivo idealizante (sentimiento de justicia) a su visión propia del realismo jurídico objetivista. Su idea del solidarismo jurídico la convierte en una doctrina intermedia entre el individualismo y el socialismo. Su visión del solidarismo se proyecta en su teoría política en dos grandes motivos: primero, en la corrección de los mecanismos de representación política de la nación (donde afirma la necesidad de introducir una representación profesional, a través de una segunda cámara parlamentaria compuesta de miembros elegidos por grupos sindicales) y en el campo de la organización administrativa a través de la extensión de la noción de servicio público. La solidaridad constituye aquí el fundamento del servicio público, siendo el Estado moderno un agrupamiento de servicios públicos asegurados y controlados por los gobernantes. Pero la solidaridad conduce también a una necesaria redefinición de las relaciones sociales superadora de la concepción individualista, en la medida en que el estatuto social de los individuos queda determinado no por la posición subjetiva de los derechos, sino por la posición objetiva de la función social de la cual se infiere para ellos una situación jurídica objetiva. Para Duguit, con todo, la solidaridad es más que un hecho, porque representa una ley primordial (ley social de la solidaridad) que encuentra su causa en el hecho verificable de la interdependencia social. Como otros solidaristas (señaladamente Bourgeois), el solidarismo se representaba como un cauce privilegiado del moralismo organizado y, ya se ha señalado, de la pacificación social, siempre en un pretendido marco científico y no de carácter teológico o metafísico. Por ello Duguit afirma que la solidaridad es a la vez más y menos que la caridad y la fraternidad. La solidaridad es inherente a la naturaleza humana, y refleja su comunidad de destino y su mutua dependencia; por lo que permite alargar o ampliar el ámbito de aplicación de la justicia y de la caridad. Para Duguit lo que determina la vida social se deduce de la ley causal de interdependencia social, la cual debe ser entendida en su aspecto puramente científico. Esta forma de «determinismo» se resuelve en un determinismo organicista matizado por la toma en consideración de elementos típicamente psicologistas. Al propio tiempo la filosofía social y política del solidarismo jurídico, tanto de Duguit como del resto de los solidaristas, es marcadamente elistista: la interpretación de las necesidades objetivas corresponde a un tipo de hombres superiores.

En el plano de la teoría de los derechos, punto en el cual se insistirá ahora con mayor detenimiento, entiende Duguit que el concepto solidarista de la libertad se resuelve en la máxima de que «la libertad no es un derecho, es un deber»[75]; a lo que añade: «la doctrina individualista partía de la idea de que el hombre natural es un ser individual y aislado, y que los hombres forman las sociedades mediante un acto voluntario. La doctrina solidarista enseña, por el contrario, que la sociedad es el hecho primario e irreductible, que el hombre es por naturaleza un ser social que no puede vivir más que en sociedad, en la que siempre ha vivido. Afirma, en consecuencia, que no se puede hablar del hombre natural y aislado como poseedor de derechos por su sola cualidad de hombre, de derechos que aporta a la sociedad, que no se puede considerar al hombre sino como ser social, como miembro de la sociedad. La doctrina solidarista añade que desde el momento que el hombre forma parte de la sociedad, y por este hecho es un ser social, nace para él una serie de obligaciones, especialmente la de desarrollar su actividad física, intelectual, moral, y no hacer nada que entorpezca el desarrollo de la actividad de los demás; que, por consiguiente no puede decirse en verdad que el hombre tiene un derecho al ejercicio de su actividad; es preciso decir que tiene el deber de ejercerla, que tiene el deber de no dificultar la actividad de los demás, el deber de favorecerla y ayudarla en la medida de lo posible». En consecuencia, «en el concepto solidarista, la idea de libertad-derecho ‘desaparece para dejar lugar a la idea de libertad-deber, de libertad-función socia’»[76]

2.2. La teoría del derecho subjetivo.

Para Duguit la noción de sociedad implica en sí misma la de Derecho objetivo o de la regla de Derecho[77]. Respecto a la cuestión de la existencia del derecho subjetivo, la doctrina de Duguit se sitúa entre las tesis negativas, en clara contraposición con las defensoras del derecho subjetivo[78]. Es éste sin duda uno de los aspectos más polémicos de la doctrina duguitiana y en el que, como vinculado a su dirección «objetivista», interesa detenerse siquiera mínimamente. Duguit mantiene una posición radical al respecto, partiendo de una doble proposición que en gran medida resume toda su obra, y quiza toda su vida:

1) Afirma que no hay otro derecho que el objetivo, siendo la misma idea de derecho subjetivo, desde cualquier punto de vista que se elija, una noción vacía de sentido jurídico. «Por la expresión derecho objetivo se ha convenido en designar el deecho regla de conducta; y por derecho subjetivo el poder propio de una voluntad para imponerse como tal a otra. Este poder es el que niego. Pero no suprimo el elemento subjetivo del orden jurídico, si por tal se entiende el carácter individual del derecho. No niego, ni se puede negar, que la norma social es a la vez social e individual; es social por su origen; existe sólo porque existe un grupo social, y todo grupo social implica la existencia de una regla de derecho; pero ésta es evidentemente individual en su aplicación; se aplica únicamente a voluntades individuales en el sentido de que les da órdenes o prohibiciones, limita su esfera de acción y determina relaciones de los individuos entre sí»[79]. Entiende que es «porque existe una regla de derecho que obliga al hombre a cumplir cierta función social, es por lo que éste posee derechos, los cuales, tienen, a su vez, por principio y por medida la misión que debe cumplir»[80]. La regla de derecho posee así un cierto carácter subjetivo, impone obligaciones a seres humanos, sujetos de las mismas. «La norma jurídica forma el derecho objetivo del grupo». Al ser aplicada a los individuos, da origen a situaciones objetivas[81] en las que no es posible descubrir obligaciones ni derechos subjetivos; porque las obligaciones y derechos subjetivos implican jerarquía de voluntades y derechos; lo cual ni existe, ni puede concebirse sino reconociendo la intervención sobrenatural, científicamente inadmisible. En otros términos; no se ha demostrado nunca, jamás podrá demostrarse humanamente el paso del derecho objetivo al derecho subjetivo: y como, por otra parte, es imposible admitir la anterioridad del derecho subjetivo respecto del derecho subjetivo es una «noción imaginaria», una quimera, una «hipótesis gratuita, indemostrada e indemostrable»[82]. No existe el derecho subjetivo, no existen sujetos de derecho independientes de la situación jurídico-objetiva en que se encuentra. Según Duguit, fundado el derecho objetivo en la solidaridad social, de él se deriva directa y lógicamente el «derecho subjetivo». En efecto, estando todo individuo obligado por el derecho objetivo a cooperar a la solidaridad social, resulta necesariamente poseedor del derecho de ejecutar todos cuantos actos conduzcan a este fin. Todo hombre que vive en sociedad tiene derechos, pero estos derechos no son prerrogativas que le pertenezcan en su calidad de hombre; son sencillamente facultades que le corresponden porque, como hombre social, tiene deberes que cumplir, y debe tener necesariamente la facultad, el poder de cumplirlo. La distancia con el concepto del derecho individual es clara en este sentido. No cabe tener a los derechos naturales, individuales, imprescriptibles del hombre, por fundamento de la regla de derecho que se impone a los hombres que viven en sociedad. «Es, por el contrario, la existencia de una regla de derecho que obliga a cada hombre a desempeñar cierto papel social, lo que hace que cada hombre tenga derechos subjetivos», cuyo principio y cuyos límites se hallan, de esta suerte, determinados por la misión social que aquél debe llenar. Duguit, por tanto, habría tratado de sustituir la noción de derecho subjetivo por la expresión «situación jurídica», como derivación del punto de partida de considerar al hombre como un simple elemento del grupo (el hombre se considera como miembro de un grupo social); neutralizándose la idea sujeto de derecho[83]; de manera que ya no puede hablarse de poder de voluntad, sino de sumisión a las necesidades solidarias del grupo social en que el hombre vive. «El fundamento de la solidaridad es una obligación de conformarse a la necesidad de esa misma solidaridad social».

Con todo, Duguit entendió que en el Derecho moderno se estaba produciendo un desplazamiento de la categoría del Derecho subjetivo por la categoría de función social. Así lo afirma contundentemente: «la noción ‘realista’ de función social sustituye a la noción ‘metafísica’ de Derecho subjetivo»[84]. Y es que, en su opinión, la noción metafísica del Derecho subjetivo se correspondía con una concepción puramente individualista de la sociedad y del Derecho objetivo; esto es, del Derecho imponiéndose como regla de conducta a los individuos y a la colectividad personificada, al Estado. Pero la concepción individualista le parecía insostenible. Esta idea del hombre natural aislado, independiente, que tiene en su calidad de hombre derechos anteriores a la sociedad y que aporta estos derechos a la sociedad, era una idea por completo extraña a la realidad. El hombre aislado es un ser social; no puede vivir más que en sociedad; y, de hecho, así es como siempre ha vivido en estado de civilización. A la concepción realista de la función social le cumpliría venir a eliminar progresivamente aquella concepción metafísica del Derecho subjetivo. La noción de función social se sintetizaría en la idea de que el hombre no tiene derechos, como tampoco la colectividad. De aquí el sentido de la concepción realista y «socialista», por descansar en el hecho de la función social y en las condiciones mismas de la vida social. La regla jurídica que se impone a los hombres encuentra su fundamento en la estructura social, o sea, en la necesidad de mantener cohesionados entre sí los diferentes elementos sociales por el cumplimiento de la función social que incumbe a cada individuo, a cada grupo. Y así es como realmente una concepción socialista del Derecho sustituye a la concepción individualista tradicional[85]. En cuanto a los elementos constitutivos de la cohesión social cabe decir que residen en lo que se denomina como solidaridad social, o más bien la intedependencia social, entendida como hecho social constitutivo y presente en la estructura social misma. Duguit estima, nuevamente con Durkheim, que la solidaridad por división del trabajo es, en un sentido más depurado, el elemento fundamental de la cohesión social en nuestras modernas naciones civilizadas. Ciertamente, porque la civilización en sí misma se caracteriza por la multiplicidad de las necesidades y de los medios de satisfacerlas en un tiempo muy breve. Ello supone una gran división del trabajo social e igualmente una gran división de las funciones (reparto de trabajo), y de ahí además una gran desigualdad objetiva entre los hombres modernos[86]. Este proceso social determina una transformación del concepto de libertad, ya que ésta dejaría de ser ya concebida como un Derecho, para pasar a ser la consecuencia de la obligación impuesta a todo hombre de desenvolver su individualidad, factor esencial de la solidaridad social. La nueva concepción de la «libertad-función» fundamenta todas las leyes que imponen al individuo y al propio Estado obligaciones positivas (pone como ejemplo el de las leyes laborales modernas relativas al trabajo y a la previsión social)[87]. Al Estado incumbe, en efecto, el deber de «hacer» todas aquellas actividades y procurar todos aquellos servicios que sean necesarios para garantizar la protección y el bienestar de los indivuduos: en esta dirección de política legislativa se sitúa o inserta la «legislación positiva moderna»[88]. La argumentación conduce a una gradual «eliminación de la noción de sujeto», abriendo camino desde ahí a una suerte de «protección jurídica fundada sobre la afectación a un fin, a una función social»[89]. Es más, Duguit considera que con la «socialización del Derecho moderno» lo que se protege no es el acto interno de la voluntad, es la declaración de voluntad, porque solamente ella es un acto social; acto de la voluntad que está protegido a condición de que tenga un objeto lícito. Ésta es la condición necesaria y suficiente para la protección jurídica del acto de voluntad[90].

2) Todo el mundo está sometido al derecho objetivo, tanto los individuos como los poderes públicos y los gobernantes, detentadores del poder en esa particular forma de agrupación que llamamos Estado. Entiende Duguit que «el problema del derecho subjetivo se refiere siempre a esto: ¿Hay voluntades que tienen, de modo permanente o temporal, una cualidad propia que les da el poder de imponerse como tales a otras voluntades? Si este poder existe, es un derecho subjetivo, que es por tanto una cualidad propia de ciertas voluntades, cualidad que hace que las voluntades investidas de ella se impongan a otra voluntades que a su vez están gravadas recíprocamente con un derecho subjetivo respecto a las primeras»[91]. Sin embargo, para Duguit lo único que puede ser captado en la realidad efectiva del Derecho es el Derecho objetivo, esto es, la regla de la disciplina social que se impone a los individuos que integran la sociedad, intimándoles que realicen determinadas cosas y se abstengan de otras. Es así que fuera de esta regla, toda idea de derecho resulta inconcebible[92]. Esta visión le separa de la que considera doctrina individualista y del Derecho natural, reflejada en la «Declaración de los Derechos del Hombre» de 1789, porque todos los derechos del hombre se tienen en sociedad, y no de modo aislado respecto de ella. Para él no se puede fundar el derecho objetivo sobre unos pretendidos derechos subjetivos que, si existen, no pueden derivar más que de la vida social y de la norma que se aplica a ésta. Duguit critica la concepción individualista de los derechos que califica de «metafísica» (y por noción metafísica entiende, también a estos fines, «toda noción que implica una afirmación no comprobada por la observación directa de los sentidos»[93]). El derecho subjetivo no existe ni siquiera por la fuerza del derecho objetivo. Efecto jurídico de la regla de Derecho es que los individuos miembros del grupo social se encuentra tan sólo colocados en una situación, activa o pasiva, de carácter objetivo, en el sentido de que es general como la misma regla, que cambia con ella, y que es la situación constituida por la disciplina social a los individuos sin que ninguna voluntad posea un poder propio de imponerse a las otras voluntades. De este modo, Duguit acaba por sustituir el concepto de derecho subjetivo por el de «situación jurídica activa objetiva», siendo así que el individuo está sencillamente «situado» en relación a la regla, activa (derecho) o pasivamente (deber). La vulneración de la regla dará lugar a la apertura de una vía de derecho a favor de los individuos, pero no generará ninguna suerte de derecho subjetivo a favor de los mismos. El mismo Derecho objetivo nunca conduce al derecho subjetivo, ni siquiera en vías de defensa del derecho violado. Lo que se produce en caso de infracción es exclusivamente una aplicación de la regla de derecho objetivo que fundamenta el inicio de una vía de derecho. Lo que se produce no es la existencia de derechos subjetivos garantizados, sino de situaciones definidas por la regla de derecho, normativa o constructiva, y en este sentido objetivas. La conclusión de Duguit es contundente: nunca se ha demostrado, y jamás podrá demostrarse humanamente, el paso del derecho subjetivo al derecho objtivo, y como por otro lado es imposible admitir la anterioridad del derecho subjetivo al objetivo, el derecho subjetivo es sencillamente una quimera. No hay tal derecho. La categoría del derecho objetivo se muestra autosuficiente para dar cuenta del sistema del Derecho, sin necesidad de reclamar el concepto de derecho subjetivo[94]. Como se ha hecho notar, «la tesis antisubjetivista no tiene lazo alguno, en principio, con una doctrina cualquiera de filosofía social o política: se adaptará de igual modo al liberalismo que al ‘dirigismo’ o al socialismo. El derecho objetivo será liberal, o ‘dirigista’, o socialista, según los casos: las doctrinas no están sometidas a discusión». Por lo demás, «el objetivismo no es por necesidad solidario de estas concepciones. Su único fin, o al menos su fin inmediato, es proporcionar una ‘representación adecuada’ del sistema jurídico tomado en sí mismo, aparte todo examen del contenido y de la tendencia de las reglas»[95]. Duguit ha excluido de su representación del sistema jurídico la noción de derecho subjetivo. Estima que el concepto de derecho subjetivo constituye una noción metafísica, «substancialista», y que, como tal, ha de ser eliminada del ámbito propio de la ciencia del Derecho como ciencia positiva. Es ese carácter metafísico el motivo principal de su rechazo en el esquema de pensamiento «objetivista» y «realista» de Duguit. En su sistema de pensamiento, Duguit rechaza la noción de derecho subjetivo y tan sólo admite la idea de obligación objetiva, entendida como aquella se impone a los sujetos obligados solamente por la regla de derecho. Pero no admite esta obligación más que bajo la forma de un imperativo hipotético; esto es, el individuo no quedaría obligado de modo absoluto, básicamente porque la ley no manda propiamente, se limita a establecer que si el contenido que preceptúa no es observado se producirá un desorden social que dará lugar a una reacción en la forma de una vía de derecho. Así, el sujeto nunca queda auténticamente obligado en sentido absoluto y metafísico, toda vez que puede elegir el sustraerse al precepto aceptando el riesgo de la reacción de la maquinaria jurídica, a saber, la vía de derecho. Según Duguit sólo la ley moral es capaz de engendrar un imperativo de carácter absoluto, mientras que la regla de derecho sólo podría dar lugar a un imperativo hipotético[96].

A pesar de todo, los planteamientos de Duguit no están exentos de algunos elementos subjetivistas, y, en cierta medida, también metafísicos y hasta iusnaturalistas. Duguit, indaga la base de su derecho objetivo -y si no de los derechos del hombre, que declara lógica y científicamente inaceptables, al menos de sus equivalentes bajo una representación apenas diferente- en los factores que se hallan en el origen del estado de conciencia de la gran masa de los espíritus, fuente creadora, según él, de la regla de derecho, y allí Duguit descubre estos dos «sentimientos»: de un parte, el «sentimiento de la sociabilidad», correspondiente a la idea del hombre social, en virtud del cual cada uno tiene conciencia del «lazo de solidaridad o de interdependencia» que une a los hombres de un grupo; de otra, el «sentimiento de justicia» o «sentimiento existente en el hombre de que es un individuo que tiene una cierta autonomía, el sentimiento de ser él mismo, el sentimiento de su yo, sentimiento egoísta del que el sentimiento de justicia sólo es su prolongación»; a lo que Duguit añade: «sentimiento propio de la naturaleza humana». Para, además, precisar, refiriéndose a Aristóteles y a Santo Tomás, que esa justicia debida al individuo toma las dos formas de la justicia conmutativa y de la justicia distributiva[97]. Para Duguit el Derecho aparece como el punto final de llegada en el marco de un proceso social, con fases inciertas, pero que supone necesariamente en su partida la existencia de una determinada regla de conducta presente en las costumbres y, en cierta medida, obligatoria desde el punto de vista social sin necesidad de reclamar todavía la amenaza de la fuerza socialmente organizada o coacción colectiva; dichas reglas serían el respeto a la vida y a los bienes de los demás, y, en suma, a la justicia, lo que en gran medida parece una aceptación de postulados iusnaturalistas[98].

2.3. La solidaridad social como fundamento del orden social: Teoría social del Estado y del Derecho.

La concepción duguitiana trasluce una específica concepción de la «realización del Derecho», toda vez que ésta queda residenciada en el individuo y en la sociedad, condicionada por la formación del sujeto y por la cultura del pueblo. La realización no es independiente del «orden»: La idea de «orden» surge luego, en el proceso lógico y genético del derecho, en cuanto el cumplimiento de las relaciones jurídicas reclama precisamente un «orden». De este modo, la autodeterminación se produce «ordenando» la vida según las exigencias éticas; la «solidaridad social», que, al pronto, como señala Duguit, parece causa determinate del orden jurídico, resulta más bien la consecuencia del imperio efectivo del orden elaborado por la acción concurrente y coincidente de las autodeterminaciones individuales y sociales; la «solidaridad», genéticamente, es una conquista del Derecho, y actúa, a su vez, por reacción como estimulante jurídico. Por ello, coherencia discursiva, bien puede afirmarse, como señala Posada, que en «la solidaridad más que en la norma, está en el movimiento de las voluntades rectamente orientadas»[99]. Y más todavía; contemporáneamente en efecto se aún afirmó, como fue el caso de Hauriou, que la «democracia se fundaba en la solidaridad», reflexionando, con Chesterton, que lo esencial para los hombres era lo que poseían en común (la naturaleza humana), y no lo que cada uno separamente tenía (la individualidad personal). Preciamente, se argüía, la democracia era la idea de los bienes comunes, la humanidad y no el hombre, la solidaridad de las libertades, es decir, el vínculo que a todos enlaza y que impide que degeneren en elementos disolventes. De ahí que existiendo el «demos» comunitariamente, y siendo, respecto a los derechos de la personalidad, «condición esencial de la democracia», supusiera así ya la afirmación de algo común a todos los hombres. Desde este punto de vista, la paz social no sería el resultado de la mera coexistencia de libertades, sino de la compenetración de éstas en principios comunes[100].

Desde la concepción teleológica del Estado -«sumergido en el derecho, y más ceñido al hombre»- se defiende una Política y un Derecho político «de contenido social», de cimentación histórica y realista, pero volcados hacia el ideal y las exigencias éticas[101]. El Estado surge idealmente de la decisión consciente de establecer un medio idóneo al «servicio» de la realización de los fines de la vida humana y, ante todo, para la garantía de la libertad. De ahí que para Posada el Estado sea constitutivamente un «Estado servicial», de servicio público a los ciudadanos. El Estado sería de este modo el reflejo de la solidaridad, que no es exclusiva del pensamiento krausista sino también del solidarismo de León Duguit[102] con quien Posada -en buena medida su introductor en España- siempre mantuvo amplísimas confluencias de pensamiento, junto también a específicas y acusadas diferencias, éstas nítidamente apreciables en toda su obra tanto por lo que respecta a la teoría del poder estatal como en lo concerniente a la reforma social y al papel del sindicalismo como instancia sociopolítica armonizadora de los intereses[103]. Los cuerpos intermedios o personas colectivas son una de las esferas de la vida humana donde se desarrolla su personalidad. Idea que asimismo constituye un pilar fundamental de su visión del organicismo social. Ello es congruente con la concepción armonicista, de origen krausista, que Posada nunca abandonó en este punto crucial. Defendía el armonicismo y para él no es que no existiera la lucha de clases y por el poder, sino más bien que la «lucha» no era el procedimiento adecuado para la transformación progresiva de la sociedad. Una coincidencia con Duguit que no ha de dejar de recordarse[104]. Y es que, en efecto, la idea-fuerza de la solidaridad sería cada vez más eficaz a medida que se va pasando del dominio orgánico e inconsciente al de las realizaciones conscientes y deseadas, sea por el agrupamiento de las iniciativas privadas, sea por el progreso sindical, sea por la acción estimulante de los Poderes públicos: es la ley misma del progreso social. Sitúa el punto de vista ético antes que el punto de vista económico; admite la necesidad de una intervención enérgica de los poderes públicos en favor del débil.

La doctrina solidarista afirma que la moral de la competencia y de la lucha de clases debe hacer sitio a la moral de la unión para la vida entre todos los ciudadanos sin distinción de clases y de situación social. Por otra parte, entiende que es mediante asociación libre, sin apremio ni expropiación violenta, sin revolución ni despojo, como habrán realizarse las profundas reformas por las cuales se produzca la progresiva elevación de la sociedad hacia una organización, de la que cada cual recibirá por su trabajo una remuneración justa; organización caracterizada por la disminución de la competencia; la disminución del poder del dinero, la sustitución de la cooperación al estado de los asalariados, etc. Finalmente, el Estado, en su calidad de representante de los intereses generales, deberá cooperar «activamente» a este progreso de la socialización, primero haciendo desaparecer todos los obstáculos que se oponen al desarrollo libre de las agrupaciones profesionales, luego reprimiendo todos los abusos que la iniciativa privada, entregada a sus propios recursos, sería impotente a extirpar, haciendo penetrar en las masas, sea por el estímulo apropiado, sea por el aprecio, si es preciso, las nociones de «previsión y solidaridad» indispensables para preparar el terreno sobre el que más tarde se extenderá la cooperación libre. De todo ello deriva el papel complejo del Estado en las doctrinas sociales fundadas sobre o a propósito de la noción primordial de la solidaridad. El Estado tiene una doble misión a realizar: una misión de policía, y una misión de «tutela».

Su ideal solidarista supone la «superación positiva» de la función atribuida tanto al trabajo como a la propiedad en el mundo moderno[105], operándose una sustitución de los viejos moldes jurídicos para dejar amplio y expeditivo camino a otros nuevos. Todo ello es exponente de la coexistencia, en el espíritu humano, del sentimiento individual de justicia y del sentimiento social de solidaridad; pluralidad de las clases sociales, tendiendo, a pesar de las resistencias, de las luchas y de las violencias momentáneas, a acercarse, a compenetrarse, a coordinarse y a colaborar[106]. Es la visión del «solidarismo armonicista y organicista»[107] de León Duguit en su máxima expresión y realización propositiva. El solidarismo duguitiano conduce a la creación de un verdadero Derecho «social». En este sentido afirma el «deber de asistencia» desde una «política positiva»[108], recayendo sobre el Estado la responsabilidad de garantizar un mínimo de bienestar a los ciudadanos. Por su parte, el «movimiento sindicalista» no es un medio de guerra y de división sociales; es, por el contrario, un potente instrumento de pacificación y de unión. No es sólo una mera transformación de la clase obrera: se extiende a todas las clases sociales y tiende a coordenarlas en un «haz armónico»[109]. Ello, para su época, es ciertamente una muy lúcida visión en cuanto permite comprender que el sindicalismo es un movimiento que tiende a dar una estructura «jurídica» definida a las diferentes clases sociales, es decir, a los grupos de individuos que están ya unidos por virtud de la igualdad de ocupación en la división del trabajo social. Efectivamente, el sindicalismo es la organización de esta masa amorfa de individuos; es la «constitución de la sociedad» de grupos fuertes y compuestos de hombres ya unidos por la comunidad de ocupación, de tarea social y de interés profesional[110]. Como tal, nos dice Duguit, «el sindicalismo es un gran movimiento de integración», de imbricación entre sociedad y Estado, que reconducido hacia el reformismo puede tener una acción pacificadora y de defensa de los asociados frente al poder de los gobernantes. Los grupos sociales organizados en el mundo del trabajo social pueden autorreglamentar sus propios intereses y reivindicar su ámbito de autonomía frente a los poderes de los gobernantes. Su punto de conexión con el poder público es la institucionalización de la «representación de los intereses» en la nueva forma de Estado[111]. Él apuesta por los grupos sindicalistas, fuertemente integrados, federados por profesiones y con una «representación política[112] que asegure una gran limitación al poder de los gobernantes». Las luchas de clases exitinguidas, o, cuando menos, serenadas merced al establecimiento convencional de reglamentos que determinen las relaciones de las clases entre sí, e inspirados por una conciencia clara de su interdependencia. Los servicios públicos, ejecutados y dirigidos por Corporaciones de funcionarios, responsables de sus faltas con los particulares y colocados bajo la intervención y la vigilancia de los gobernantes[113]. Duguit ve la dirección de progreso de la sociedad contemporánea en el sentido de la marcha hacia un sindicalismo económico y «funcionarista» y de armonización de los intereses[114].

En otro orden de ideas, es importante retener la configuración del Estado en Gierke y en Duguit. Para Gierke, el Estado es «la unidad permanente de voluntad y de acción vivas a la cual se encadena todo un pueblo». O, con Hauriou, «el Estado es una sociedad en la cual un poder propio de dominación y un país legal combinan su acción para mejorar las condiciones de vida del medio social. Es a la vez organismo público y medio de vida»[115]. Concepción del Estado como persona colectiva que es refutada por León Duguit[116]. Éste, sin embargo, confluye con la negación del dualismo jurídico entre Derecho público y Derecho privado afirmada por Gierke, y entiende que hay un solo Derecho al servicio de la solidaridad social.

Ha de recordarse que en los años veinte se había generalizado las ideología corporativista sobre la representación política, lo cual se reflejo tanto en los grandes tratadistas del Derecho político (Hauriou, Duguit, Posada, Ruiz del Castillo...) como en la élite política. Las doctrinas organicistas y antiindividualistas estaban siendo impulsadas por diversas corrientes -extranjeras e internas- de pensamiento, en una coyuntura histórica caracterizada por la crisis del Estado liberal. Era la crisis específica del régimen parlamentario español, porque, como se hizo notar, «el régimen parlamentario, leal y sinceramente, no ha existido en España, y que las Cortes no han representado la voluntad de la Nación, sino la voluntad de los oligarcas»[117].

El mundo no es homogéneo, sino diverso y esa diversidad puede ser valiosa en contra de lo que afirmaba el liberalismo doctrinario. La diversidad debe conservarse pero ha de llegarse a una armoniciación o coexistencia pacífica entre los mismos. En coherencia con esa importancia sociopolítica del sindicalismo Posada –siguiendo en parte la estela de Duguit- como muchos otros autores relevantes de su época, dentro y fuera de nuestro país, abogó por la creación de una Cámara social complementaria de la Cámara de representación general, y así lo defendió en los debates sobre el Anteproyecto constitucional y lo manifestó en su crítica ante el no reconocimiento de esta Cámara en la Constitución Española de 1931[118]. Una segunda Cámara que había sido propuesta desde las filas del krausismo institucionista y, ejerciendo un influjo sobre él, por el solidarismo jurídico-social de «Duguit» que suponía una reacción contra el atomismo individualista imperante, uno de cuyos introductores[119] fundamentales fue precisamente Adolfo Posada[120]. Es una forma de armonizar la potencia de las organizaciones sindicales con la forma nueva del Estado social. Es claro que Posada hizo objeto de crítica a otros aspectos relevantes de la Constitución, comenzando por la utilización de términos imprecisos que producen cierta ambiguedad[121]. La instauración de la segunda Cámara -propuesta sin duda bien intencionada en el pensamiento de Posada, aunque con indudables peligros para la democracia parlamentaria[122] - se insertaría en un «proceso evolutivo de las instituciones y de las ideas»: se trataría de convetir «poco a poco a los señadores vitalicios del Rey en ‘representantes elegidos por clases, corporaciones, intereses organizados, sindicatos’, etc.: incluso -dice- formulé articulada una organización del Senado (bajo la Monarquía) en mi libro ‘La reforma constitucional’. Más tarde, en el seno de ‘representaciones sociales’, en parte sindicalista, logrando que por débil mayoría fuese aceptada por la Comisión. Pero las Constituyentes rechazaron, con una inconsciencia fatal, la institución del Senado, proclamado y estableciendo el régimen de una sola Cámara (o de convención). Oh! Qué República de profesores y analfabetos, una República agria, triste, anárquica, desoladora... Y doy por terminada esta digresión. Se me fue la pluma»[123].

Para Posada la reforma social y el «sindicalismo» (al igual que para León Duguit[124]) son elementos centrales de la tarea del Estado moderno; y, en cuanto tales, como problemas de Estado, objeto de atento estudio. Según Posada el Estado no podía ignorar ya la existencia política de dos realidades igualmente humanas: la individual y la social. Su plena consideración debería llevar a una revisión del constitucionalismo liberal individualista. En realidad, la vida imponía nuevas exigencias económicas y éticas, «desbordando» las fórmulas políticas y jurídicas del régimen constitucional del Estado liberal[125]. La forma de Estado constitucional social reflejaría esa implicación constitucional y ética en la realización de la justicia social y en la armonización jurídica de la esfera individual y social del hombre (como ciudadano, productor, como miembro de asociaicones, sindicales, etc.) estableciendo un sistema de garantías de los derechos y libertades esenciales, con vistas a la más amplia realización de los fines humanos. Para ello considera necesario la «regulación jurídica» del orden económico presente evitando la generación de situaciones de dominación y desigualdad derivadas de la diversidad de fuerzas entre los individuos. Su «idea pura del Estado» refleja su compromiso con un régimen de Estado de Derecho comprometido con los derechos humanos, siendo la sustancia condicionante de la forma jurídica y ésta cauce de idóneo realización.

3. El solidarismo jurídico-social de Duguit.

Una mención especial requiere la dirección -o cabría decir mejor, direcciones- de pensamiento del «solidarismo iussocial». Una corriente bastante heterogénea que se hizo paso sobre todo a partir de Francia, y que incluso tiene sus conexiones originarias en la idea de la «fraternidad» que formara el conocido triptico programático de la Revolución francesa, reflejado en su Declaración de Derechos. El solidarismo en gran medida abrió el camino hacia la construcción de los sistemas de Estado social contemporáneos. Ese influjo, como ahora se demostrará, prendió en Adolfo Posada[126], como en muchos otros reformadores sociales de su tiempo. Él pretendía, como republicano de orientación social, situarse en una posición intermedia entre el individualismo doctrinario y el socialismo. Afirma con Duguit[127] (como también, antes, con Alfred Fouillée (1838-1912) y el publicista belga Émile de Laveleye (1822-1892)) que «la sociedad no subsiste, no se mantiene, sino merced a la solidaridad que une a los individuos que la componen» y que el Derecho constituye una condición, a la vez que un resultado, de la solidaridad social, y puede además definirse como Derecho la norma (objetiva) que responda las exigencias de la solidaridad social. La solidaridad de que habla Duguit es condición, sin duda, y debe ser el constante resultado de la vida social, pues sin ella no hay verdadera sociedad humana. Mediante el «luminoso concepto de la solidaridad» se logra -dice- que la sociedad constituya una conciencia propia, capaz, como la del hombre (individuo), de vivir su mundo moral. La solidaridad que para el caso sirve será, pues, la que surja de los movimientos íntimos, convergentes, de los hombres que forma el ser social[128]. Interesa pues destacar que para Duguit la solidaridad es el verdadero fundamento del Derecho[129].

Su utilización más tecnificada se producirá, no obstante, como repetidamente hemos indicado, a través de la investigación del sociólogo Émile Durkheim cuando en 1893 publique éste su obra «La división del trabajo social»[130], donde se deslinda el campo de la solidaridad y se centra en la solidaridad debida a la división del trabajo «u orgánica», solidaridad orgánica que es la que tiende a ser preponderante[131]. Se ve ya en su visión una vía intermedia -que luego desplegará ampliamente el reformismo social y político- entre el individualismo liberal y el socialismo (aunque muchos fueron los socialistas reformadores que en la práctica quedaron prisioneros del ideario solidarista; Posada consideró que la crítica socialista al régimen social existente era admirable, pero no consideraba que fuera una doctrina capaz de construir un nuevo sistema social, pues Posada no aceptaba la lucha de clases, ni la abolición de la propiedad privada[132]). Desde una visión prática y reformista tampoco concebía una sociología que no acabara en una práctica política y social; la sociología debía inspirar «reformas racionales», aportando a la nación un programa, un principio de orden y una doctrina moral[133]. En la conferencia de Durkheim pronunciada ante el Congreso Internacional de Educación Social, que tuvo lugar en París, bajo los auspicios del gobierno, como parte de la Exposición Universal de 1900. Dicho congreso -donde también participó Bourgeois[134] - concluyó con una resolución que establecía el singnificado y las implicaciones de la noción de «solidarité»: la idea de justicia como pago de una «deuda social» por parte de los privilegiados a los no privilegiados, que suponía una interdepedencia y unas obligaicones casi contractuales entre todos los ciudadanos e implicaba un programa de enseñanza pública, seguridad social y legislación en materia de trabajo y bienestar. Es una «solidaridad orgánica» la que le hace defender la intervención del Estado, la legislación social y las asociaciones voluntarias, tratando de encontrar un camino intermedio entre el el individualismo liberal y el socialismo revolucionario, entre el individualismo y el colectivismo[135].

La «solidaridad» marcó la ideología oficial de la IIIª República francesa. Se entendía que la solidaridad era capaz de proprocinar una fórmula para acabar con los más flagrantes abusos sociales, manteniendo intactas las bases de la sociedad capitalista actual en lo concerniente a la propiedad privada, la libertad de empresa y el régimen del trabajado asalariado. Ello proporcinaba un asidero para la doctrina reformista, para liberales sociales, colectivistas, corporativismo católico, sindicalismo anarquista, etc., pero en la práctica inmediata constituyó un soporte ideológico para una amplia y plural corriente de reforma legislativa de carácter social. Antes de que se creara el sistema de seguros sociales en Francia, Bourgeois lo había propugnado[136]. Su ideario fue asumido por el Partido Radical francés e influyó en otros partidos de izquierda, aportando una doctrina reformista y conciliatoria que defendía los valores de la igualdad y la justicia social, pero sin abogar por una transformación completa del orden existente del capitalismo[137].

El «movimiento solidarista francés» se declaraba pacifista y su ideario conciliador era refractario a la lucha de clases y partidario del reformismo legislativo. Ello se reflejó en la filosofía social de Fouillée, cuya doctrina ejerció una notable influencia en el reformismo social del propio Adolfo Posada[138], en su idea de construir un nuevo orden social construido desde los cimientos del antiguo ya absoleto. El reformismo social-intervencionista de Posada suponía el establecimiento de nuevas reglas de juego predispuestas y garantizadas en su cumplimiento por el Estado. Estas nuevas reglas suponía el reconocimiento como jugador activo, y no meramente pasivo, de la clase trabajadora y de sus interlocutores colectivos, de manera que se transitara de una situación de exclusión (situada en los márgenes periféricos de la sociedad) a una situación de inclusión o integración en la dinámica política y social del sistema establecido, tan sólo corregido y adaptado a ese propósito. La clase trabajadora -y sus interlocutores- quedó entonces «ubicada» en lugar, pero «compensada» con la garantía de plenos derechos de ciudadanía. Con todo, las consecuencias disgregadoras y desestabilizadoras del orden existente que conllevaba la emergencia de la cuestión social fueron en gran medida «neutralizadas», aún sin hacerlas desaparecer completamente. La toma de conciencia desde el orden liberal (a lo que contribuyó en no poco la crítica de la élite política y de las fuerzas de la cultura) por riesgo de fractura del sistema social condujo a la solución reformista no tanto como mal menor, como sobre todo en la convicción de una reordenación del sistema necesaria para la supervivencia y dinamicidad del mismo sistema del capitalismo desarrollo, el cual debía ser -por muchos motivos- «organizado»[139]. Con ello vino así a ser configurado el nuevo estatuto «social» de la clase trabajadora en la sociedad capitalista.

Con el avance técnico obtenido por Durkheim el «solidarismo» como doctrina propiamente dicha fue objeto de elaboración por pensadores como Charles Gide (1847-1932)[140] y Bourgeois[141], y pasó a ser un elemento nuclear de la primera filosofía «social» del reformismo estatal, adquiriendo la virtualidad de aproximar, desde las diferencias específicas, al reformismo republicano (republicanismo social[142]) y los socialistas moderados o reformistas. Influyendo también decisivamente en el ideario del catolicismo social que había adquirido un fuerte impulso con la Encíclica «Rerum Novarum», y que encontró una base teórica para reafirmar la razonabilidad de su proyecto[143]. Con todo, la solidaridad deja de plantearse como un problema simplemente «privado» u objeto de una cobertura pública de asistencia arbitraria y exclusivamente de «orden disciplinario». Ahora se postula como un «deber» «jurídico y ético» del Estado intervencionista y un «derecho» del sujeto en situación de necesidad, para el cual se predica un «derecho a la existencia o subsistencia» cargo del poder público.

Este hecho es tanto más significativo cuando se repara que Duguit no sólo recibió la influencia de Durkheim, sino que considerandose su discípulo, aplicó con propia originalidad sus teorías en el ámbito del Derecho, aunque no aceptó el realismo social durkheimano de la conflictividad, y realzó más bien que el contenido de la conciencia colectiva era esencialmente social[144]. Su reconocimiento al maestro se refleja también en la consideración de los elementos constitutivos de la cohesión social, que asume en los determinados por Durkheim. Esos elementos residen en lo que se llama la «solidaridad social». Esa palabra sin embargo, al uso en el lenguaje político de la época, ha visto cambiado su verdadero sentido. Esta es la razón por la que Duguit opta por usar la locución «interdependencia social»[145]. La solidaridad o interdependencia social es para él un hecho de orden real susceptible de demostración directa: es el hecho de la estructura social misma. Aquélla está constituida por dos elementos que se encuentran siempre en grados diversos, con formas variables, entremezclados unos con otros, pero que presentan siemrpe caracteres esenciales idénticos, en todos los tiempos y en todos los pueblos. Esos dos elementos son: las semejanzas de las necesidades de los hombres que pertenecen a un mismo grupo social; y en segundo lugar, la diversidad de las necesidades y de las aptitudes de los hombres que pertenecen a ese mismo grupo. Según él los vínculos solidarios son «objetivos», los hombres de una misma sociedad están unidos unos con otros, primero porque tienen necesidades comunes, cuya satisfacción no puede asegurar más que por la vida común: tal es la solidaridad o interdependencia por semejanzas. Por otra parte, los hombres están unidos unos a otros proque tienen necesidades diferentes, y al mismo tiempo aptitudes diferentes, y pueden, por tanto, ayudarse en mutuos servicios y asegurar la satisfacción de sus necesidades diversas. En esto consiste la solidaridad o la interdependencia social por la división del trabajo. Con base a ello hace notar que «la ‘solidaridad por la división del trabajo’», es el elemento fundamental de la cohesión social en nuestras mordenas naciones civilizadas. La civilización en sí misma se caracteriza además por la multiplicidad de las necesidades y de los medios de satisfacerlas en un tiempo muy breve. Esto implica, por consiguiente, una gran división del trabajo social y también una gran división de las funciones, y de ahí además una gran desigualdad entre los hombres modernos. Por ello señala que la división del trabajo social: he aquí el gran hecho moderno, he ahí el eje central, en cierto modo, sobre el cual «evoluciona el Derecho», y que se construye sobre la idea de «función», que ha de suponer una transformación en el sistema individualista y metafísico de la Declaración de Derechos y del Código civil y de la mayoría de las legislaciones modernas[146]. La nueva concepción de la libertad-función fundamenta todas las leyes que imponen al individuo obligaciones positivas. Él postula su aplicación en las «leyes modernas relativas al trabajo y a la previsión»[147]. El enfoque del «sindicalismo administrativo» y reto renovador en el pensamiento de Posada se haría notar manifiestamente en en el Estudio sobre «La nueva orientación del Estado», anexo a la obra de León Duguit, «La transformación del Estado». En este punto, como en el de la organización «pública» de la solidaridad el modo de pensar de León Duguit estriba en el «intento de elevar las funciones llamadas privadas a la dignidad de funciones públicas». De ahí su defensa de la «publificación» de los sindicatos dentro de la estructura interna del Estado.

Posteriormente, «el solidarismo», de contorno siempre difusos (precisamente por ser utilizada como una palabra «fetiche» por distintas -y menudo contrapuestas, también en distintos planos- corrientes de pensamiento jurídico[148]), iría transformando su «modus operandi» hasta ser acogido a principios de siglo XX en especial por la doctrina del socialismo democrático. Su influencia persistió, penetrando en el esquema integrador de la política jurídico-social de la primera postguerra mundial[149], y a partir de ahí se constituyó en uno de los principios político-jurídicos inspiradores de la legislación sociolaboral, y muy especialmente de la Seguridad Social contemporánea[150]. Por lo demás, varios de los autores adscritos a dicha corriente de pensamiento tuvieron una evolución aún más marcada hacia el reformismo socializante, como es el caso del «segundo» Fouillée, con la decidida defensa de una democracia política y social e industrial, pero significativamente desde una visión armonicista (entre trabajadores y empresarios), convirtiendo a las empresas en «asociaciones de colaboración»[151], en «órdenes integrativos»; superando su configuración como «asociaciones de dominación». Es de significar, en lo referente a la formación interior del pensamiento de Posada, que éste siempre estuvo influido por el solidarismo francés, el cual, significativamente, presentaba una gran influencia de Krause[152], vinculándose estrechamente su «idea social».

Esa influencia se hizo extensiva hacia el solidarismo jurídico y objetivista de Duguit[153], por lo demás partidario del reformismo social a través de la intervención pública. Duguit entroncaba con la tradición solidarista de Secrétan, Fouillée y Bourgeois, y en particular con la idea de la solidaridad como idea de la moral transpersonalista[154], principio de síntesis entre el individualismo y el universalismo, en cuanto orden de integración y de comunión excluyente de toda subordinación de sus miembros a la totalidad, expresándose en las asociaciones igualitarias de cooperación y de colaboración. Él creyo vislumbrar en el desarrollo social un verdadero «movimiento de integración social» que afecta a todas las clases y grupos sociales, y al mismo tiempo una realidad y una tendencia expansiva hacia el pluralismo jurídico de los diversos órdenes jurídicos[155]. Es evidente que en los primeros años del siglo veinte también España se estaban poniendo, con las nuevas orientaciones del liberalismo social institucionista presente en el Instituto de Reformas Sociales, los cimientos del futuro Estado social, asi como elaborando su forma jurídica más genuína: el Derecho social, llamado a «reconstituir» los vínculos sociales desechos con la «cuestión social» provada por el capitalismo y su organización liberal. En esa etapa crítica del liberalismo político y social, entendió Posada que debería seguirse la senda de transformación de liberalismo «político» en liberalismo «social»[156], pero, por decirlo con John Rawls, manteniendo los valores fundamentales de la tolerancia y el pluralismo en garantía de toda concepción pública de la justicia[157].

La exposición que precede pone de manifiesto el espíritu de transformación que impulsó en todo momento a Duguit. Sirve igualmente a explicar por qué ejerció una extraordinaria influencia durante toda la primera mitad del siglo XX, al proponer respuestas renovadoras e innovadoras -independientemente de que luego fueran en mayor o menor medida y fidelidad trasladadas a la práctica- ante la crisis del Estado de Derecho Libertad y doctrinario entre los dos siglos. Es obligado por eso mismo significar que el legado de Duguit fue innegable, pues su idea-fuerza de la solidaridad y su proyección en la que configurara como Estado de servicio público permitó asentar constructivamente la forma política del Estado intervencionista que ha presidido la historia en el pasado siglo XX. En todo caso constituye un revulsivo para el pensamiento jurídico en una coyuntura de crisis y de emergencia de una nueva época. Admira en él la capacidad de captación de los problemas reales por la teoría política y jurídica en el marco de la indudable crisis del Estado de Derecho Liberal. Y ello, más allá de que acertase o no en el diasgnóstico y en la valoración de las consecuencias y propuestas de solución. Nada de esto obsta a reconocerle que en todo lo que percibió hubo una mirada lúcida e inteligente: así, respecto de la crisis de la soberanía, la crisis del derecho subjetivo, del sujeto de derecho, la idea de función social, su paulatino e indetenible avance, la aparición de nuevas funciones del Estado (Estado de servicio público) y el lugar que a todas esas cuestiones iba a corresponder en el mundo más contemporáneo, el actual. Preclaro fue asimismo su interés, ante una preocupación ciertamente extendida en la época que vivió, por la integración de las estructuras organizativas sociales en la dinámica político-institucional del Estado.

No debe extrañar por tanto que las obras de Duguit se convirtieran en centro de atención y de debate dentro de la comunidad científica del Derecho de su tiempo. Tampoco importa demasiado que, como es normal, también su pensamiento esté afectado en algunas facetas por el carácter contingente que a toda teoría jurídica y política es propio. Su aportación a la ciencia del Derecho debe evaluarse en los límites del desarrollo de la cultura jurídica de su época, y en confrontación con el estado de la misma cuando se realizó. Lo fundamental así es no dejar de apreciar que la estimable teoría sociológica y solidarista de Duguit contribuyó efectivamente a avanzar en la comprensión de la crisis institucional y en la captación de las transformaciones innovando de un modo sobresaliente en el campo de la categorización jurídica de los nuevos fenómenos.

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