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El Gato Negro Corregido


Enviado por   •  6 de Marzo de 2014  •  3.719 Palabras (15 Páginas)  •  194 Visitas

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El Gato negro

No espero ni solicito que crean el relato muy salvaje y sin embargo muy hogareño, que voy escribir. Estaría loco si lo esperase, en un caso donde hasta mis sentidos rechazan su propia evidencia. Sin embargo, loco no estoy, y con gran seguridad puedo decir que no sueño. Pero mañana moriré, y hoy aliviare mi alma. Mi propósito es presentar ante el mundo, de modo sencillo, sucinto y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos cotidianos. Con sus consecuencias, esos acontecimientos me han aterrado, torturado, destruido. Sin embargo no tratare de exponerlos. Para mí, han presentado poco más que el horror, para muchos parecerían menos terribles que baroques. En el futuro tal vez pueda encontrar algún intelecto que reduzca mi fantasma a lo común; una inteligencia más serena, más que reduzca mis fantasma a lo común; un intelecto más calmo, más lógico, y mucho menos excitable que el mío, que percibirá, en las circunstancias que detallo con temor reverencial, nada más que una sucesión vulgar de causas y efectos muy naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y humanidad de mi carácter. La ternura de mi corazón era incluso tan llamativa como para convertirme en blanco de las bromas mis compañeros. Me encantaba en particular los animales, y mis padres me complacían con una gran variedad de mascotas. Pasaba con ellas la mayor parte del tiempo, y nunca estaba tan feliz como cuando las alimentaba o las acariciaba. Esta particularidad de mi carácter se acentuó con los años, y al llegar a la edad adulta, derivaba de ella una de mis principales fuentes de placer. Difícilmente necesite explicar la naturaleza o la intensidad de la gratificación que se obtiene a quienes hayan apreciado el afecto de un perro fiel y sagaz. En el amor de un animal hay algo desinteresado y dispuesto al sacrificio que llega directo al corazón de aquel que ha tenido oportunidad frecuentemente de poner a prueba la pálida amistad y la fidelidad, tenue como una telaraña, del mero hombre.

Me casé joven, y fui feliz al descubrir en mi esposa un temperamento afín al mío. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notablemente grande y hermoso, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Carlos —así se llamaba del gato— se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró de este modo unos cuantos años, en los cuales mi temperamento y mi carácter –gracias al papel decisivo de adicto a las drogas- (me ruboriza confesarlo) un cambio radical hacia lo peor. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia carlos, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¡qué

enfermedad es comparable a las drogas!—, y finalmente hasta Carlos, que ahora se iba poniendo viejo, y por lo tanto un poco fastidioso… hasta Carlos empezó a padecer los efectos de mi mal carácter.

Una noche en que volvía a casa completamente drogado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoniaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me ha querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo anduve arrastrando por todas partes después lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque

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