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El Pensamiento De Einstein

pauv14 de Octubre de 2013

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En el transcurso del siglo pasado y parte del anterior se sostuvo

de manera generalizada que existía un conflicto insalvable entre la

ciencia y la fe. La opinión que predominaba entre las personas de ideas

avanzadas afirmaba que había llegado la hora de que el conocimiento,

la ciencia, reemplazase a la fe; toda creencia que no se apoyara en el

conocimiento era superstición y, como tal debía ser combatida. De

acuerdo con esta concepción, la educación tenía como única función

abrir el camino al pensar y al conocer, y la escuela, como instrumento

decisivo de la instrucción del pueblo, debía servir sólo a este fin.

Sin duda es difícil hallar, si se la encuentra, una exposición tan

simple del punto de vista racionalista; toda persona sensata puede ver

en efecto lo unilateral de esta exposición. Sin embargo también es

aconsejable exponer una tesis nítida y concisa si se quieren aclararlas

ideas respecto a la naturaleza de este problema.

Por supuesto que el mejor medio de defender cualquier convicción

es fundarla en la experiencia y en el razonamiento. Tenemos que

aceptar en este caso el racionalismo extremo. El punto débil de esta

concepción resulta, empero, que esas ideas que son inevitables y determinan

nuestra conducta y nuestros juicios no pueden basarse sólo en

este único procedimiento científico.

En efecto, el método científico no puede mostrarnos más que cómo

se relacionan los hechos entre sí y cómo se condicionan mutuamente.

El deseo de alcanzar este conocimiento objetivo pertenece a la

máxima exigencia de que es capaz el hombre, y pienso, por cierto, que

nadie sospechará que intente reducir los triunfos y las luchas heroicas

del hombre en este ámbito. Sin embargo, es manifiesto también que el

conocimiento de lo que es no da acceso directo a lo que debería ser. Se

puede tener el conocimiento más claro y completo de lo que es, y no

lograr, en efecto, deducir de ello lo que debería ser la finalidad de

nuestras aspiraciones humanas. El conocimiento objetivo nos proporciona

poderosos instrumentos para conseguir ciertos fines, pero el

objetivo último en sí y el propósito de alcanzarlo deben venir de otra

fuente. No creo que sea necesario siquiera defender la tesis de que

nuestra existencia y nuestra actividad sólo asumen sentido por la prosecución

de un objetivo tal y los valores correspondientes. El conocimiento

de la verdad como tal es admirable, mas su utilidad como guía

es tan escasa que no es posible demostrar ni la justificación ni el valor

de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Por consiguiente,

nos enfrentamos aquí con los límites de la concepción puramente

racional de nuestra existencia.

Sin embargo, no debe suponerse que el pensamiento inteligente

no desempeñe algún papel en la formación de lo objetivo y de los juicios

éticos. Cuando se comprende que ciertos medios serían útiles para

la consecución de un fin, los medios en sí se convierten entonces en un

fin. La inteligencia nos aclara la interrelación entre medios y fines.

Empero, el simple pensamiento no es capaz de proporcionarnos un

sentido de los fines últimos y fundamentales. Penetrar estos fines y

estas valoraciones esenciales e introducirlos en la vida emotiva de los

individuos, me parece, de manera concreta, la función más importante

de la religión en la vida social del hombre. Y si nos preguntamos de

dónde se deriva la autoridad de tales fines esenciales, puesto que no

pueden fundarse y justificarse en la razón, sólo diremos: son, en una

sociedad sana, tradiciones poderosas, que influyen en la conducta, en

las aspiraciones y en los juicios de los individuos. Esto es, están allí

como algo vivo, sin que resulte indispensable buscar una justificación

de su existencia. Adquieren fuerza no mediante la demostración sino

de la revelación, a través de personalidades vigorosas. No es posible

tratar de justificarlas, sino captar su naturaleza de modo simple y claro.

Los más elevados principios de nuestras aspiraciones y juicios

nos los proporciona la tradición religiosa judeocristiana. Es un objetivo

muy digno que, con nuestras débiles fuerzas, sólo logramos alcanzar

muy pobremente, si bien proporciona una base segura a nuestras aspiraciones

y valoraciones. Si se separa este objetivo de su forma religiosa

y se examina en su mero aspecto humano, tal vez sea posible exponerlo

así: Desarrollo libre y responsable del individuo, de modo que logre

poner sus cualidades, con libertad y alegría al servicio de toda la humanidad.

No se intenta divinizar a una nación, a una clase ni tampoco a un

individuo. ¿No somos todos hijos de un padre, tal como se dice en el

lenguaje religioso? En verdad, tampoco correspondería al espíritu de

este ideal la divinización del género humano, como una totalidad abstracta.

Sólo tiene alma el individuo. Y el fin superior del individuo es

servir más que regir, o superarse de cualquier otro modo.

Si se examina la sustancia y se olvida la forma, pueden considerarse

además estas palabras, como expresión de la actitud democrática

esencial. El verdadero demócrata, igual que el hombre religioso, no

puede adorar a su nación en el sentido corriente del término.

¿Cuál es, pues, en este problema, la función de la educación y de

la escuela? Debería ayudarse al joven a formarse en un espíritu tal que

esos principios esenciales fuesen para él como el aire que respira. Sólo

la educación puede lograr este propósito.

Si se tienen estos elevados principios claramente a la vista, y se

los compara con la vida y el espíritu de la época, se comprueba con

pena que la humanidad civilizada se halla en la actualidad en un grave

peligro. En los estados totalitarios los propios dirigentes se esfuerzan

por destruir este espíritu de humanidad. En las zonas menos amenazadas

son el nacionalismo y la intolerancia, la opresión de los individuos

por medios económicos los que pretenden asfixiar esas valiosísimas

tradiciones.

La conciencia de la gravedad de esta amenaza crece, sin embargo,

entre los intelectuales, y se buscan con afán los medios para contrarrestar

el peligro . . . tanto en el dominio de la política nacional e internacional

como en el de la legislación o de la organización en general.

Tales esfuerzos son, por cierto, indispensables. Los antiguos, sin embargo,

sabían algo que al parecer nosotros hemos olvidado. Todos los

medios resultan instrumentos inútiles si tras ellos no alienta un espíritu

vivo. Mas si el designio de lograr el objetivo actúa poderosamente

dentro de nosotros, no nos han de faltar fuerzas para encontrar los

medios que conviertan ese objetivo en realidad.

No resultaría difícil concordar en cuanto a lo que entendemos por

ciencia. Ciencia es la tarea, secular ya, de agrupar, mediante el pensamiento

sistemático, los fenómenos perceptibles de este mundo dentro

de una asociación lo más amplia posible. De manera esquemática es

intentar una reconstrucción posterior de la existencia a través del proceso

de conceptualización. Pero si me pregunto qué es la religión no

logro encontrar una respuesta adecuada. Y hasta después de hallar la

que consiga satisfacerme en ese momento concreto, sigo convencido

de que nunca podré, de ningún modo, unificar, aunque sea en parte, los

pensamientos de todos los que han brindado una consideración seria a

esta cuestión.

Así, pues, en lugar de plantear qué es la religión, preferiría elucidar

lo que caracteriza las aspiraciones de una persona que a mí me

parece religiosa: esta persona es la religiosamente ilustrada, la que se

ha liberado, en la medida máxima de su capacidad, de las trabas de los

deseos egoístas y se entrega a pensamientos, sentimientos y aspiraciones

a los que se adhiere por el valor suprapersonal que poseen. Creo

que lo importante es la fuerza de este contenido suprapersonal y la

profundidad de la convicción relacionada con su irresistible significado,

independientemente de toda tentativa de unir ese contenido con un

ser divino, ya que de otro modo no se podría concluir a Buda y a Spinoza

entre las personalidades religiosas. Por consiguiente, una persona

religiosa es devota en tanto no tiene duda alguna de la significación y

elevación de aquellos objetos y fines suprasensibles que no requieren

un fundamento racional ni son susceptibles de él. Existen de la misma

manera inevitable y natural con que se da el individuo. La religión es

así el viejo intento humano de alcanzar clara y completa conciencia de

esos objetivos y valores y fortalecer y ampliar de continuo su efecto. Si

se concibe la religión y la ciencia según lo dicho, resulta imposible un

conflicto entre ellas. Pues la ciencia sólo puede afirmar lo que es, mas

no lo que debiera ser, y fuera de su ámbito son necesarios juicios de

valor

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