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Ensayo sobre: El “Huasipungo”


Enviado por   •  15 de Noviembre de 2023  •  Ensayos  •  1.154 Palabras (5 Páginas)  •  110 Visitas

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COLEGIO DE BACHILLERATO “AGUSTIN CURIPOMA”[pic 2][pic 3]

ENSAYO SOBRE:

EL “HUASIPUNGO”

ESTUDIANTE:

 Alex Fabricio Morocho Tene

FECHA:

13/11/2023

CURSO:

Segundo B.G.U

DOCENTE:

 Licda. Anita Lucia Shanay

        

INTRODUCCIÓN

Icaza utiliza un lenguaje directo y desgarrador para describir las duras condiciones de vida de los campesinos indígenas. A través de la figura del protagonista, Andrés Chiliquinga, somos testigos de la opresión y explotación a la que son sometidos por los terratenientes. Icaza utiliza el realismo social para mostrar con crudeza la miseria y el sufrimiento que rodean la vida de los indígenas.

EL HUASIPUNGO

Aquella mañana se presentó con enormes contradicciones para don Alfonso Pereira. Había dejado en estado irresoluto, al amparo del instinto y de la intuición de las mujeres—su esposa y su hija—, un problema que él lo llamaba de "honor en peligro". Esto no puede quedar así. Como de costumbre en tales situaciones —de donde le era indispensable surgir inmaculado—, había salido dando un portazo y mascullando una veintena de maldiciones. El poco cuidado de una muchacha, de una niña inocente de diecisiete años engañada por un sinvergüenza, por un criminal, no debe deshonrarnos a todos. A todos..."Yo, un caballero de la alta sociedad... Mi mujer, una matrona de las iglesias... Mi apellido...", pensó don Alfonso, mirando sin tomar en cuenta a las gentes que pasaban a su lado, que se topaban con él. Sus mejillas de ordinarias rubicundas y lustrosas —hartazgo de sol y aire de los valles de la sierra andina—, presentaban una palidez verdosa que, poco a poco, conforme la bilis fue diluyéndose en las sorpresas de la calle, recuperaron su color natural. "No. A su pobre cerebro. Las ideas salvadoras, las que todo pueden ocultar y disfrazar hábilmente y honestamente no acudían con prontitud a su cerebro. Es que se quedaban estranguladas en sus puños, en su garganta. —Carajo. Coadyuvaban el mal humor del caballero los recuerdos de sus deudas —al tío Julio Pereira, al señor Arzobispo, a los bancos, a la Tesorería Nacional por las rentas, por los predios, por la casa, al Municipio por... "Impuestos. ¿Por qué? ¡Ah! La caravana, blindados los patrones contra la lluvia —sombrero alón de hombre, impermeable oscuro, brilloso—, siguió trepando el cerro por más de una hora. Al llegar a un cruce del camino —vegetación enana de paja y de frailejones extendida hacia un sombrío horizonte—, con voz entrecortada por el frío, don Alfonso anunció a las mujeres que iban tras él: —Empieza el páramo. La papacara... Ojalá pase pronto... ¿No quieren un traguito? -No. Mal humor que en los viajes a caballo se siente subir desde las nalgas. —¿Y tú? —Estoy bien, papá. "Bien... Un silencio que se trizaba levemente bajo los cascos de las bestias, bajo los pies deformes de los indios —talones partidos, plantas callosas, de dos hinchados. Casi al final de la ladera la caravana tuvo que hacer un alto imprevisto . Bien jodida...", comentó una voz sarcástica en la intimidad inconforme del padre. Un silencio de aliento de neblina en los labios, en la nariz. —murmuró don Alfonso mirando al suelo al parecer inofensivo. -que... ? Sigamos no más —contestó la madre de familia con gesto de marcado mal humor. El páramo con su flagelo persistente de viento y agua, con su soledad que acobarda y oprime, impuso silencio. El caballo delantero del "patrón grande, su mercé" olfateó en el suelo, paró las orejas con nerviosa inquietud y retrocedió unos pasos sin obedecer las espuelas que le desgarraban. —¿Qué quiere, carajo? Desde ese momento la marcha se volvió lenta, pesado, insufrible. —Y ¿qué es de la Juana que no la veo? —En la cocina, pes. ¡Juanaa! Entonces Juana pagaba la galantería del latifundista ordenando a su marido servir una nueva copa de aguardiente puro al visitante. —¿Otra? ¡Aquí está el señor Cuchitambo! —Sí, vaya. Casi siempre la mujer —apetitosa humildad en los ojos, moreno de bronce en la piel, amplias caderas, cabellos negros en dos trenzas anudadas con pabilos, brazos bien torneados y desnudos hasta más arriba de los codos— aparecía por una puerta lagañosa de hollín que Daba al corredor del carretero donde había un poyo cargado de bateas con chochos, pasunes y aguacates para vender a los indios. —protestaba don Alfonso en tono que parecía disfrazarse de un ruego. — ¿Qué es, pes? A la vista del omnipotente caballero la chola enrojecía, se pasaba las palmas de las manos por las caderas y murmuraba: —¿Cómo está pes la niña grande? —Bien... —Y la niña chiquita? -Mas o menos. —Aaah. —A ti te veo más gorda, más buena moza. —Es que me está observando con ojos de simpatía, pes. Casi nunca en esos momentos faltaba la presencia del menor de los hijos de la chola —año y pocos meses gateando en el suelo y exhibiendo sus inocentes órganos sexuales—. —Ojalá se crítica robusto —comentaba el latifundista, buscando disculpar su repugnancia ciudadana cuando el pequeño —mocoso y sucio— se le acercaba. —Un tragón ha salido —concluía la mujer. -Si. ¿Acaso hace mal? —Mal no... Pero... —Ji... Ji... Ji... Mientras el marido iba por el aguardiente, Pereira agradecía a Juana propinándole uno o dos pellizcos amorosos en las tetas o en las nalgas. A la choza no dijo nada. Fue al amanecer, cuando llenó la bolsa del cucayo, recogiendo toda la mashca y todo el maíz tostado que había, que ella le preguntó: —Ave María. Luego se apartó con violencia a la longa, con violencia de quien no quiere ver lo que hace y salió de la choza. Por esos mismos días doña Blanca —enloquecida por su postiza maternidad— volvió a quejarse: —La leche de esta india bruta le está matando a mi hijito. Siempre era lo mismo, un impulso morboso de venganza le obligaba a herir a los suyos, a los predilectos de su ternura. —¿Nu será, pes, de acompañar? —De acompañar, de acompañar... Pegada como perru mal enseñadu. —Así mismu es, pes —insistió la mujer, acercándose al hombre en afán de subrayar su decisión. —¡Nu, carajú! Taitiquitu... ¿Lejus mismu es el trabajo? —Arí. —Por qué no avisaste a la guarmi, pes, entonces? —Purque nu me diú la gana, caraju —chilló el indio, desatando su cólera reprimida desde la víspera. —exclamó Chiliquinga con reproche y amenaza que no admitían razones. No sirve para nada. —No sirve —repitió don Alfonso. Y hasta la patrona chiquita, repuesta, alejada e inocente como si nunca hubiera parido, murmuró: —No sirve. Con gesto agotadísimo de perro que ha hurgado todas las madrigueras sin dar con la presa suculenta para el "niñito", el mayordomo dijo: —Difícil ha de ser encontrar otra longa. Pero don Alfonso Pereira, convencido —los consejos del tío y la experiencia de los meses de campo— de que toda dificultad puede solucionarse con el sacrificio de los indios, gritó poniendo cara y voz de Taita Dios colérico: —¡Carajo! ¿Y ordenñu, ga? —Taita Dios guardia. —Ampare y favorezca, pes. —Runa bruta. Pisandu en mala hierba.

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