Etica Y Vida Profesional
12345ion11 de Octubre de 2014
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El servicio social de las profesiones
Con base en el legado de una tradición de autores que han escrito sobre la naturaleza
de la práctica profesional y de la ética que la sustenta, el filósofo utilitarista norteamericano
Michael D. Bayles condensó en tres principios las características necesarias (aunque quizás
no suficientes) que brindan identidad propia a las profesiones (1981).
1
En primer lugar, la
actividad profesional no puede ser llevada a cabo si se prescinde de un entrenamiento
extensivo que trae consigo un constante ajuste disciplinar. Toda profesión demanda que el
profesional se amolde o ajuste a la dinámica normativa que le es propia a esa profesión
como actividad particular. En el lenguaje coloquial solemos usar la expresión no dar el
ancho para expresar que alguien no se ajusta a la demanda que una determinada práctica le
exige. Si seguimos la misma idea de esta metáfora, podemos pensar en la profesión como
un traje de vestir.2
Por lo regular, los trajes y nuestra vestimenta cotidiana tienen una cierta
confección y unos cortes fijos que no están sujetos a cambiar de tamaño según vaya
cambiando la medida de nuestro cuerpo. Por el contrario, son nuestros cuerpos los que deben continuamente adaptarse a la medida de la ropa que vestimos, independientemente
de que esté o no hecha para nosotros. Del mismo modo, las profesiones surgen para ser
practicadas por el profesionista o profesional. Pero no es la profesión la que se adecua a la
psique (motivaciones, creencias, deseos, etc.) del profesionista o del profesional, sino a la
inversa. Se podría decir incluso que, en el caso de un profesionista cuya actividad es en
verdad profesional, es la formación de su carácter, (formación regulada por la norma y la
medida de la profesión), lo que le confiere esa específica identidad. La profesión, en suma,
demanda la posesión de habilidades y facultades que sólo un entrenamiento constante y
capacitado puede proveer.
En segundo lugar, y vinculado estrechamente con lo anterior, toda práctica
profesional encierra de una u otra forma un componente intelectual significativo en la
medida en que se subraya la posesión de saberes. Un profesional tiene que saber, en tanto
profesional de una actividad, más que otras personas sobre la actividad misma que profesa.
Lo que un profesional hace realmente es ejercer o practicar los saberes que tiene. Así,
mientras que su acreditación como profesional necesariamente lleva de suyo que profese
para otros –para resolver las necesidades de sus clientes o pacientes, por decir lo menos–,
es natural concluir que de un profesional se espera que sepa lo que otros que no profesan
esa práctica no saben. Se espera que lo sepa porque son regularmente quienes no saben
cómo satisfacer una necesidad, realizar un proyecto o solventar una carencia los que
requieren el servicio competente de alguien que posea el saber necesario para que los
auxilie con lo que se busca satisfacer, realizar o solventar. Como explica Bayles, “el
componente intelectual es característico de aquellos profesionales que primariamente
orientan a otros sobre cuestiones que la persona común no sabe o no entiende” (1981, p. 7).
Con toda razón podemos decir que cuando una persona no sabe algo sobre aquello que ella
misma dice profesar no es realmente, por consiguiente, un profesional.
Finalmente tenemos que los dos principios anteriores; tanto el de capacitación como
el del saber, están subordinados a una finalidad esencial: proveer un importante servicio a
la sociedad. Es por esta
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