Jesucristo
jadenefertiri21 de Octubre de 2014
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EL DISCURSO MAESTRO DE JESUCRISTO
ELENA G. DE WHITE
PREFACIO
El Sermón del Monte es una bendición del cielo para el mundo, una voz proveniente del trono de Dios. Fue
dado a la humanidad como ley que enunciara sus deberes y luz proveniente del cielo, para infundirle
esperanza y consolación en el desaliento; gozo y estímulo en todas las vicisitudes de la vida. En él oímos al
Príncipe de los predicadores, el Maestro supremo, pronunciar las palabras que su Padre le inspiró.
Las bienaventuranzas son el saludo de Cristo, no sólo para los que creen, sino también para toda la familia
humana. Parece haber olvidado Por un momento que está en el mundo, y no en el cielo, pues emplea el saludo
familiar del mundo de la luz. Las bendiciones brotan de sus labios como el agua cristalina de un rico
manantial de vida sellado durante mucho tiempo.
Cristo no permite que permanezcamos en la duda con respecto a los rasgos de carácter que él siempre
reconoce y bendice. Apartándose de los ambiciosos y favoritos del mundo, se dirige a quienes ellos
desprecian, y llama bienaventurados a quienes reciben su luz y su vida. Abre sus brazos acogedores a los
pobres de espíritu, a los mansos, a los humildes, a los acongojados, a los despreciados, a los perseguidos, y les
dice: "Venid a mí y yo os haré descansar".
Cristo puede mirar la miseria del mundo sin una sombra de pesar por haber creado al hombre. Ve en el
corazón humano más que el pecado y la miseria. En su sabiduría 4 y amor infinitos, ve las posibilidades del
hombre, las que puede alcanzar. Sabe que aunque los seres humanos hayan abusado de sus misericordias y
hayan destruido la dignidad que Dios les concediera, el Creador será glorificado con su redención.
A través de los tiempos, las palabras dichas por Jesús desde la cumbre del monte de las Bienaventuranzas
conservarán su poder. Cada frase es una joya de verdad. Los principios enunciados en este discurso se aplican
a todas las edades a todas las clases sociales. Con energía divina, Cristo expresó su fe y esperanza, al señalar
como bienaventurados a un grupo tras otro por haber desarrollado un carácter justo. Al vivir la vida del Dador
de toda existencia mediante la fe en él, todos los hombres pueden alcanzar la norma establecida en sus
palabras.
E. G. de W. 7
EN LA LADERA DEL MONTE*
Mas de catorce siglos antes que Jesús naciera en Belén, los hijos de Israel estaban reunidos en el hermoso
valle de Siquem. Desde las montañas situadas a ambos lados se oían las voces de los sacerdotes que
proclamaban las bendiciones y las maldiciones: "la bendición, si oyereis los mandamientos de Jehová vuestro
Dios... y la maldición, si no oyereis".* Por esto, el monte desde el cual procedieron las palabras de bendición
llegó a conocerse como el monte de las Bendiciones. Mas no fue sobre Gerizim donde se pronunciaron las
palabras que llegaron como bendición para un mundo pecador y entristecido. No alcanzó Israel el alto ideal
que se le había propuesto. Un Ser distinto de Josué debía conducir a su pueblo al verdadero reposo de la fe. El
Monte de las Bienaventuranzas no es Gerizim, sino aquel monte, sin nombre, junto al lago de Genesaret donde
Jesús dirigió las palabras de bendición a sus discípulos y a la multitud.
Volvamos con los ojos de la imaginación a ese escenario, y, sentados con los discípulos en la ladera del
monte, analicemos los pensamientos y sentimientos que llenaban sus corazones. Si comprendemos lo que
significaban las palabras de Jesús para quienes las oyeron, podremos percibir en ellas nueva vida y belleza, y
podremos aprovechar sus lecciones más profundas.
Cuando el Salvador principió su ministerio, el concepto que el pueblo tenía acerca del Mesías y de su obra era
tal que inhabilitaba completamente al pueblo para recibirlo. El espíritu de verdadera devoción se había
perdido en las 8 tradiciones y el espiritualismo, y las profecías eran interpretadas al antojo de corazones
orgullosos y amantes del mundo. Los judíos no esperaban como Salvador del pecado a Aquel que iba a venir,
sino como, a un príncipe poderoso que sometería a todas las naciones a la supremacía del León de la tribu de
Judá. En vano les había pedido Juan el Bautista, con la fuerza conmovedora de los profetas antiguos, que se
arrepintiesen. En vano, a orillas del Jordán, había señalado a Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo. Dios trataba de dirigir su atención a la profecía de Isaías con respecto al Salvador doliente, pero
no quisieron oírlo.
Si los maestros y caudillos de Israel se hubieran sometido a su gracia transformadora, Jesús los habría hecho
embajadores suyos ante los hombres. Fue primeramente en Judea donde se proclamó la llegada del reino y se
llamó al arrepentimiento. En el acto de expulsar del templo de Jerusalén a los que lo profanaban, Jesús
anunció que era el Mesías, el que limpiaría el alma de la contaminación del pecado y haría de su pueblo un
templo consagrado a Dios. Pero los caudillos judíos no quisieron humillarse para recibir al humilde Maestro
de Nazaret. Durante su segunda visita a Jerusalén, fue emplazado ante el Sanedrín, y únicamente el temor al
pueblo impidió que procuraran quitarle la vida los dignatarios que lo constituían. Fue entonces cuando,
después de salir de Judea, principió Cristo su ministerio en Galilea.
Allí prosiguió su obra algunos meses antes de predicar el Sermón del Monte. El mensaje que había
proclamado por toda esa región: "El reino de los cielos se ha acercado",* había llamado la atención de todas
las clases y dado aún mayor pábulo a sus esperanzas ambiciosas. La fama del nuevo Maestro había superado
los confines de Palestina y, a pesar de la actitud asumida por la jerarquía, se había difundido mucho el
sentimiento de que tal vez fuera el Libertador que habían esperado. Grandes multitudes seguían los pasos de
Jesús y el entusiasmo popular era grande. 9
Había llegado el momento en que los discípulos que estaban más estrechamente relacionados con Cristo
debían unirse más directamente en su obra, para que estas vastas muchedumbres no quedaran abandonadas
como ovejas sin pastor. Algunos de esos discípulos se habían vinculado con Cristo al principio de su
ministerio, y los doce vivían casi todos asociados entre sí como miembros de la familia de Jesús. No obstante,
engañados también por las enseñanzas de los rabinos, esperaban, como todo el pueblo, un reino terrenal. No
podían comprender las acciones de Jesús. Ya los había dejado perplejos y turbados el que no hiciese esfuerzo
alguno para fortalecer su causa obteniendo el apoyo de sacerdotes y rabinos, y porque nada había hecho para
establecer su autoridad como Rey de esta tierra. Todavía había que hacer una gran obra en favor de estos
discípulos antes que estuviesen preparados para la sagrada responsabilidad que les incumbiría cuando Jesús
ascendiera al cielo. Habían respondido, sin embargo, al amor de Cristo, y aunque eran tardos de corazón para
creer, Jesús vio en ellos a personas a quienes podía enseñar y disciplinar para su gran obra. Y ahora que
habían estado con él suficiente tiempo como para afirmar hasta cierto punto su fe en el carácter divino de su
misión, y el pueblo también había recibido pruebas incontrovertibles de su poder, quedaba expedito el camino
para declarar los principios de su reino en forma tal que les ayudase a comprender su verdadero carácter.
Solo, sobre un monte cerca del mar de Galilea, Jesús había pasado la noche orando en favor de estos
escogidos. Al amanecer, los llamó a sí y con palabras de oración y enseñanza puso las manos sobre sus
cabezas para bendecirlos y apartarlos para la obra del Evangelio. Luego se dirigió con ellos a la orilla del mar,
donde ya desde el alba había principiado a reunirse una gran multitud.
Además de las acostumbradas muchedumbres de los pueblos galileos, había gente de Judea y aun de
Jerusalén; de Perea, de Decápolis, de Idumea, una región lejana situada al sur de Judea; y de Tiro y Sidón,
ciudades fenicias de la costa del Mediterráneo. "Oyendo cuán grandes cosas hacía", 10 ellos "habían venido
para oírle, y par ser sanados de sus enfermedades...; porque poder salía de él y sanaba a todos".*
Como la estrecha playa no daba cabida, ni aun de pie, dentro del alcance de su voz, a todos los que deseaban
oírlo, Jesús los condujo a la montaña. Llegado que hubo a un espacio despejado de obstáculos, que ofrecía un
agradable lugar de reunión para la vasta asamblea, se sentó en la hierba, y los discípulos y las multitudes
siguieron su ejemplo.
Presintiendo que podían esperar algo más que lo acostumbrado, rodearon ahora estrechamente a sus Maestro.
Creían que el reino iba a ser establecido pronto, y de los sucesos de aquella mañana sacaban la segura
conclusión de que Jesús iba a hacer algún anuncio concerniente a dicho reino. Un sentimiento de expectativa
dominaba también a la multitud, y los rostros tensos daban evidencia del profundo interés sentido.
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