Juicio De Valor
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Lo más preciado*
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Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de
cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia
de científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente
imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la
televisión
comercial. Amablemente, los organizadores me habían
enviado
un chofer.
–¿Le molesta que le haga una pregunta? –me dijo mientras esperábamos
la maleta.
No, no me molestaba.
–¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel?
Tardé un momento en comprenderlo. ¿Me estaba tomando el
pelo? Finalmente lo entendí.
–Yo soy el científico aquel –respondí.
Calló un momento y luego sonrió.
–Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el
suyo.
Me tendió la mano.
–Me llamo William F. Buckley.
(Bueno, no era exactamente William. F. Buckley, pero llevaba el
nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo
que sin duda le había valido gran número de inofensivas bromas.)
Mientras nos instalábamos en el coche para emprender el largo
recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me
dijo que se alegraba de que yo fuera “el científico aquel” porque
tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba?
No, no me molestaba.
Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de
los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las
Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de “canalización” (una manera
de
oír
lo que hay en la mente de los muertos... que no es mucho,
por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de
astrología,
del sudario de Turín... Presentaba cada uno de estos portentosos
temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía
obligado
a decepcionarle cada vez.
* Publicado en El mundo y sus demonios. México: Planeta, 1997, pp. 17-39.
Carl Sagan
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–La prueba es insostenible –le repetía una y otra vez–.
Hay una explicación mucho más sencilla.
En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los dis-
tintos matices especulativos, por ejemplo, sobre los “continentes
hundidos” de la Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles
eran las expediciones submarinas previstas para encontrar las columnas
caídas y los minaretes rotos de una civilización antiguamente
grande cuyos restos ahora sólo eran visitados por peces
luminiscentes
de alta mar y calamares gigantes. Sólo que... aunque
el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más
mínima
base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia
de
la Atlántida y Lemuria. Por lo que sabe la ciencia hasta este
momento,
no existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala
gana.
Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre
estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo
descartaba
una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa
de su vida interior.
Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente
excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual
mayor... además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo
de las moléculas de la vida que se encuentran en el frío y tenue gas
entre las estrellas? ¿Había oído hablar de las huellas de nuestros
antepasados encontradas en ceniza volcánica de cuatro millones de
años de antigüedad? ¿Y de la elevación del Himalaya cuando la India
chocó con Asia? ¿O de cómo los virus, construidos como jeringas
hipodérmicas, deslizan su
ADN
más allá de las defensas del organismo
del anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de
las
células: o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre
o
de la recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las
virtudes
de la cerveza de
...