Juicio De Valor
head15 de Noviembre de 2012
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Lo más preciado*
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Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de
cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia
de científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente
imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la
televisión
comercial. Amablemente, los organizadores me habían
enviado
un chofer.
–¿Le molesta que le haga una pregunta? –me dijo mientras esperábamos
la maleta.
No, no me molestaba.
–¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel?
Tardé un momento en comprenderlo. ¿Me estaba tomando el
pelo? Finalmente lo entendí.
–Yo soy el científico aquel –respondí.
Calló un momento y luego sonrió.
–Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el
suyo.
Me tendió la mano.
–Me llamo William F. Buckley.
(Bueno, no era exactamente William. F. Buckley, pero llevaba el
nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo
que sin duda le había valido gran número de inofensivas bromas.)
Mientras nos instalábamos en el coche para emprender el largo
recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me
dijo que se alegraba de que yo fuera “el científico aquel” porque
tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba?
No, no me molestaba.
Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de
los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las
Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de “canalización” (una manera
de
oír
lo que hay en la mente de los muertos... que no es mucho,
por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de
astrología,
del sudario de Turín... Presentaba cada uno de estos portentosos
temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía
obligado
a decepcionarle cada vez.
* Publicado en El mundo y sus demonios. México: Planeta, 1997, pp. 17-39.
Carl Sagan
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–La prueba es insostenible –le repetía una y otra vez–.
Hay una explicación mucho más sencilla.
En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los dis-
tintos matices especulativos, por ejemplo, sobre los “continentes
hundidos” de la Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles
eran las expediciones submarinas previstas para encontrar las columnas
caídas y los minaretes rotos de una civilización antiguamente
grande cuyos restos ahora sólo eran visitados por peces
luminiscentes
de alta mar y calamares gigantes. Sólo que... aunque
el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más
mínima
base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia
de
la Atlántida y Lemuria. Por lo que sabe la ciencia hasta este
momento,
no existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala
gana.
Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre
estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo
descartaba
una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa
de su vida interior.
Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente
excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual
mayor... además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo
de las moléculas de la vida que se encuentran en el frío y tenue gas
entre las estrellas? ¿Había oído hablar de las huellas de nuestros
antepasados encontradas en ceniza volcánica de cuatro millones de
años de antigüedad? ¿Y de la elevación del Himalaya cuando la India
chocó con Asia? ¿O de cómo los virus, construidos como jeringas
hipodérmicas, deslizan su
ADN
más allá de las defensas del organismo
del anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de
las
células: o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre
o
de la recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las
virtudes
de la cerveza de Ebla? No, no había oído nada de todo aquello.
Tampoco sabía nada, ni siquiera vagamente, de la indeterminación
cuántica, y sólo reconocía el ADN
como
tres letras mayúsculas
que
aparecían juntas con frecuencia.
El señor “Buckley” –que sabía hablar, era inteligente y curioso–
no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía
un
interés natural en las maravillas del universo. Quería
saber de
ciencia,
pero toda la ciencia había sido expurgada antes de llegar a
él.
A este hombre le habían
fallado nuestros recursos culturales,
nuestro
sistema educativo, nuestros medios de comunicación. Lo
que
la sociedad permitía que se
filtrara
eran principalmente apariencias
y confusión. Nunca le habían enseñado a distinguir la cien-
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cia real de la burda imitación. No sabía nada del funcionamiento
de la ciencia.
Hay cientos de libros sobre la Atlántida, el continente mítico que
según dicen existió hace unos diez mil años en el océano Atlántico. (O
en otra parte. Un libro reciente lo ubica en la Antártida.) La historia
viene de Platón, que lo citó como un rumor que le llegó de épocas
remotas. Hay libros recientes que describen con autoridad el alto nivel
tecnológico, moral y espiritual de la Atlántida y la gran tragedia
de
un continente poblado que se hundió entero bajo las olas. Hay una
Atlántida
de la “Nueva Era”, “la civilización legendaria de ciencias
avanzadas”,
dedicada principalmente a la “ciencia” de los cristales.
En
una trilogía titulada La
ilustración del cristal,
de Katrina Raphaell
–unos
libros que han tenido un papel principal en la locura del cristal
en
Norteamérica–, los cristales de la Atlántida leen la mente, transmiten
pensamientos, son depositarios de la historia antigua y modelo y
fuente
de las pirámides de Egipto. No se ofrece nada parecido a una
prueba
que fundamente esas afirmaciones. (Podría resurgir la manía
del
cristal tras el reciente descubrimiento de la ciencia sismológica de
que
el núcleo interno de la Tierra puede estar compuesto por un cristal
único, inmenso, casi perfecto... de hierro.)
Algunos libros –Leyendas de la Tierra, de Dorothy Vitaliano, por
ejemplo– interpretan comprensivamente las leyendas originales de
la Atlántida en términos de una pequeña isla en el Mediterráneo
que fue destruida por una erupción volcánica, o una antigua ciudad
que se deslizó dentro del golfo de Corinto después de un terremoto.
Por lo que sabemos, ésa puede ser la fuente de la leyenda, pero de
ahí a la destrucción de un continente en el que había surgido una
civilización técnica y mística preternaturalmente avanzada hay una
gran distancia.
Lo que casi nunca encontramos –en bibliotecas públicas, escaparates
de revistas o programas de televisión en horas punta– es la
prueba
de la extensión del suelo marino y la tectónica de placas y
del
trazado del fondo del océano, que muestra de modo inconfundible
que no pudo haber ningún continente entre Europa y América
en
una escala de tiempo parecida a la propuesta.
Es muy fácil encontrar relatos espurios que hacen caer al crédulo
en la trampa. Mucho más difícil es encontrar tratamientos escépticos.
El escepticismo no vende. Es cien, mil veces más probable que
una
persona brillante y curiosa que confíe enteramente en la cultura
popular
para informarse de algo como la Atlántida se encuentre con
una
fábula tratada sin sentido crítico que con una valoración sobria
y
equilibrada.
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Quizá el señor “Buckley” debería aprender a ser más escéptico
con lo que le ofrece la cultura popular. Pero, aparte de eso, es difícil
echarle la culpa. Él se limitaba a aceptar lo que la mayoría de las
fuentes de información disponibles y accesibles decían que era la
verdad. Por su ingenuidad, se veía confundido y embaucado
sistemáticamente.
La ciencia origina una gran sensación de prodigio. Pero la
pseudociencia también. Las popularizaciones dispersas y deficientes
de la ciencia dejan unos nichos ecológicos que la pseudociencia
se
apresura a llenar. Si se llegara a entender ampliamente que cualquier
afirmación de conocimiento exige las pruebas pertinentes para
ser
aceptada, no habría lugar para la pseudociencia. Pero, en la cultura
popular, prevalece una especie de ley de Gresham según la cual
la
mala ciencia produce buenos resultados.
En todo el mundo hay una enorme cantidad de personas inteligentes,
incluso con un talento
...