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LA OTRA VUELTA DE TUERCA


Enviado por   •  20 de Octubre de 2013  •  9.830 Palabras (40 Páginas)  •  573 Visitas

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Otra Vuelta de Tuerca

Henry James

Otra vuelta de tuerca

Traducción de Sergio Pitol

LA HISTORIA NOS HABÍA MANTENIDO ALREDEDOR DEL FUEGO...

La historia nos había mantenido alrededor del fuego lo suficientemente expectantes, pero fuera del innecesario comentario de que era horripilante, como debía serlo por fuerza todo relato que se narrara en vísperas de navidad en una casa antigua, no recuerdo que produjera comentario alguno aparte del que hizo alguien para poner de relieve que era el único caso que conocía en que la visión la hubiese tenido un niño.

Se trataba, debo mencionarlo, de una aparición que tuvo lugar en una casa tan antigua como aquella en que nos reuníamos: una aparición monstruosa a un niño que dormía en una habitación con su madre, a quien despertó aquél presa del terror; pero al despertarla no se desvaneció su miedo, pues también la madre había tenido la misma visión que atemorizó al niño. Aquella observación provocó una respuesta de Douglas —no de inmediato, sino más tarde, en el curso de la velada—, una respuesta que tuvo las interesantes consecuencias que voy a reseñar. Alguien relató luego una historia, no especialmente brillante, que él, según pude darme cuenta, no escuchó. Eso me hizo sospechar que tenía algo que mostrarnos y que lo único que debíamos hacer era esperar. Y, en efecto, esperamos hasta dos noches después; pero ya en esa misma sesión, antes de despedirnos, nos anticipó algo de lo que tenía en la mente.

—Estoy absolutamente de acuerdo en lo tocante al fantasma del que habla Griffin, o lo que haya sido, el cual, por aparecerse primero al niño, muestra una característica especial. Pero no es el primer caso que conozco en que se involucre a un niño. Si el niño produce el efecto de otra vuelta de tuerca, ¿qué me dirían ustedes de dos niños?

—Por supuesto —exclamó alguien—, diríamos que dos niños significan dos vueltas. Y también diríamos que nos gustaría saber más sobre ellos.

Me parece ver aún a Douglas, de pie ante la chimenea a la que daba en ese momento la espalda y mirando a su interlocutor con las manos en los bolsillos.

—Yo soy el único que conoce la historia. Realmente, es horrible.

Esto, repetido en distintos tonos de voz, tendía a valorar más la cosa, y nuestro amigo, con mucho arte, preparaba ya su triunfo mientras nos recorría con la mirada y puntualizaba:

—Ninguna otra historia que haya oído en mi vida se le aproxima.

—¿En cuanto a horror? —pregunté.

Pareció vacilar; trató de explicar que no se trataba de algo tan sencillo, y que él mismo no sabía cómo calificar aquellos acontecimientos. Se pasó una mano por los ojos e hizo una mueca de estremecimiento.

—Lo único que sé —concluyó— es que se trata de algo espantoso.

—¡Oh, qué delicia! —exclamó una de las mujeres.

Él ni siquiera la advirtió; miró hacia mí, pero como si, en vez de mi persona, viera aquello de lo que hablaba.

—Por todo lo que implica de misterio, de fealdad, de espanto y de dolor.

—Entonces —le dije—, lo que debes hacer es sentarte y comenzar a contárnoslo.

Se volvió nuevamente hacia el fuego, empujó hacia él un leño con la punta del zapato, lo observó por un instante y luego se encaró otra vez con nosotros.

—No puedo comenzar ahora: debo enviar a alguien a la ciudad.

Se alzó un unánime murmullo cuajado de reproches, después del cual, con aire ensimismado, Douglas explicó:

—La historia está escrita. Está guardada en una gaveta; ha estado allí durante años. Puedo escribir a mi sirviente y mandarle la llave para que envíe el paquete tal como lo encuentre.

Parecía dirigirse a mí en especial, como si solicitara mi ayuda para no echarse atrás. Había roto una costra de hielo formada por muchos inviernos, y debía haber tenido razones suficientes para guardar tan largo silencio. Los demás lamentaron el aplazamiento, pero fueron precisamente aquellos escrúpulos de Douglas lo que más me gustó de la velada. Lo apremié para que escribiera por el primer correo a fin de que pudiésemos conocer aquel manuscrito lo antes posible. Le pregunté si la experiencia en cuestión había sido vivida por él. Su respuesta fue inmediata:

—¡Oh no, a Dios gracias!

—Y el manuscrito, ¿es tuyo? ¿Transcribiste tus impresiones?

—No, ésas las llevo aquí —y se palpó el corazón—. Nunca las he perdido.

—Entonces el manuscrito...

—Está escrito con una vieja y desvanecida tinta, con la más bella caligrafía —y se volvió de nuevo hacia el fuego— de una mujer. Murió hace veinte años. Ella me envió esas páginas antes de morir.

Todo el mundo lo estaba escuchando ya en ese momento y, por supuesto, no faltó quien, ante aquellas palabras, hiciera el comentario obligado; pero él pasó por alto la interferencia sin una sonrisa, aunque también sin irritación.

—Era una persona realmente encantadora, a pesar de ser diez años mayor que yo. Fue la institutriz de mi hermana —dijo con voz apagada—. La mujer más agradable que he conocido en ese oficio; merecedora de algo mejor. Fue hace mucho, mucho tiempo, y el episodio al que me refiero había sucedido bastante tiempo atrás. Yo estaba en Trinity, y la encontré en casa al volver en mis segundas vacaciones, en verano. Pasé casi todo el tiempo en casa. Fue un verano magnífico, y en sus horas libres paseábamos y conversábamos en el jardín. Me sorprendieron su inteligencia y encanto. Sí, no sonrían; me gustaba mucho, y aún hoy me satisface pensar que yo también le gustaba. De no haber sido así, ella no me hubiera confiado lo que me contó. Nunca lo había compartido con nadie. Y no sé esto porque ella me lo hubiera dicho, pero estoy seguro de que fue así. Sentía que era así. Ustedes podrán juzgarlo cuando conozcan la historia.

—¿Tan horrible fue aquello?

Siguió mirándome con fijeza.

—Podrás darte cuenta por ti mismo —repitió—, podrás darte cuenta.

Yo también lo miré con fijeza.

—Comprendo —dije—: estaba enamorada.

Rió por primera vez.

—Eres muy perspicaz. Sí, estaba enamorada. Mejor dicho, lo había estado. Eso salió a relucir... No podía contar la historia sin que saliera a relucir. Lo advertí, y ella se dio cuenta de que yo lo había advertido; pero ninguno de los dos volvió a tocar este punto. Recuerdo perfectamente el sitio y el lugar... Un rincón en el prado, la sombra de las grandes hayas y una larga y cálida tarde de verano. No era el escenario ideal para estremecerse; sin embargo, ¡oh...!

Se apartó del fuego y se dejó caer en un sillón.

—¿Recibirás el paquete el jueves por la mañana? —le pregunté.

—Lo más probable es que llegue con el segundo correo.

—Bueno, entonces, después de la cena...

—¿Estarán todos aquí? —preguntó, y nuevamente nos recorrió con la mirada—. ¿Nadie se marcha? —añadió con un tono casi esperanzado.

—¡Nos quedaremos todos!

—¡Yo me quedaré! ¡Y yo también! —gritaron las damas cuya partida había sido ya fijada.

La señora Griffin, sin embargo, mostró su necesidad de saber un poco más:

—¿De quién estaba enamorada?

—La historia nos lo va a aclarar —me sentí obligado a responder.

—¡Oh, no puedo esperar a oír la historia!

—La historia no lo dirá —replicó Douglas— por lo menos, no de un modo explícito y vulgar.

—Pues es una lástima, porque éste es el único modo de que yo pudiera entender algo.

—¿Nos lo dirá usted, Douglas? —preguntó alguien.

Volvió a ponerse de pie.

—Sí... mañana. Ahora debo retirarme a mis habitaciones. Buenas noches.

Y, cogiendo un candelabro, salió dejándonos bastante intrigados. Cuando sus pasos se perdieron en la escalera situada al fondo del salón, la señora Griffin dijo:

—Bueno, podré no saber de quién estaba ella enamorada, pero sí sé de quién lo estaba él.

—Ella era diez años mayor que él —comentó su marido.

—Raison de plus..., a esa edad. Pero no deja de resultar agradable su larga reticencia.

—¡De cuarenta años! —precisó Griffin.

—Con este estallido final.

—El estallido —volví a tomar la palabra— constituirá una apasionante velada la noche del jueves.

Todo el mundo estuvo de acuerdo conmigo, y ante esa perspectiva nos desinteresamos de todo lo demás. La última historia, aunque de modo incompleto y dada apenas como introducción de un largo relato, había sido ya iniciada. Nos despedimos y "acandelabramos", como alguien dijo, y nos retiramos a dormir.

Supe al día siguiente que una carta conteniendo una llave había sido enviada en el primer correo a la casa de Douglas en Londres; pero, a pesar o, quizás, a causa de la difusión de aquella noticia, lo dejamos en paz hasta después de cenar, como si aquella hora de la noche concordara mejor con la clase de emoción que esperábamos experimentar. Entonces él se mostró tan comunicativo como podíamos desear, y hasta nos aclaró el motivo de su buen humor. Estaba de nuevo frente a la chimenea, como en la noche anterior, en la que tanto nos había sorprendido. Al parecer, el relato que había prometido leernos necesitaba, para ser cabalmente comprendido, unas cuantas palabras como prólogo. Debo dejar aquí sentado con toda claridad que aquel relato, tal como lo transcribí muchos años más tarde, es el mismo que ahora voy a ofrecer a mis lectores. El pobre Douglas, antes de su muerte —cuando ya ésta era inminente—, me entregó el manuscrito que recibió en aquellos días y que en el mismo lugar, produciendo un efecto inmenso, comenzó a leer a nuestro pequeño círculo la noche del cuarto día. Las damas que habían prometido quedarse, a Dios gracias, no lo hicieron: a fin de atender unos previos compromisos, habían tenido que marcharse muertas de curiosidad, agudizada ésta por los pequeños avances que Douglas nos proporcionaba. Lo cual sirvió para que su auditorio final, más reducido y selecto, fuera enterándose de la historia en un estado casi de hipnosis.

El primero de aquellos avances constituía, hasta cierto punto, el principio de la historia, hasta el momento en que la autora la tomaba en sus manos. Los hechos que nos dio a conocer entonces fueron que su antigua amiga, la más joven de varias hijas de un pobre párroco rural, tuvo que dirigirse a Londres a toda prisa, apenas cumplidos los veinte años, para responder personalmente a un anuncio que ya la había hecho entablar una breve correspondencia con el anunciante. La persona que la recibió en una casa de Harley Street amplia e imponente, según la describía ella, resultó ser un caballero, un soltero en la flor de la vida y con una figura nunca vista —aunque vislumbrada tal vez en un sueño o en las páginas de una novela— por una tímida y oscura muchacha salida de una vicaría de Hampshire. No era difícil reconstruir su personalidad, pues, por fortuna, nunca se olvida la imagen de una persona como aquélla. Era apuesto, osado y amable, de fácil trato, alegre y generoso. Aquel hombre tenía por fuerza que impresionarla, no sólo por ser galante y espléndido sino, sobre todo, porque le planteó el asunto como un favor que ella iba a prestarle, como una manera de quedarle obligado para siempre. Esto fue lo que más le llegó al alma, y lo que después le infundió el valor que hubo de menester. Le pareció un hombre rico y terriblemente extravagante, prototipo de la moda y las buenas maneras, poseedor de un vestuario costoso y encantador con las mujeres. Su casa en la ciudad era un palacio lleno de recuerdos de viajes y trofeos de caza; pero era a su residencia campestre, una antigua mansión en Essex, adonde quería que ella se dirigiera inmediatamente.

De resultas de la muerte de sus padres en la India, le había sido confiada la tutela de dos sobrinos, un niño y una niña, hijos de un hermano más joven, militar, fallecido dos años antes. Aquellos niños que extrañamente le había confiado el destino constituían, para un hombre de su posición, soltero y sin la experiencia adecuada ni el menor ápice de paciencia, una pesada carga. Había hecho por ellos todo lo que estaba a su alcance, ya que aquel par de criaturas le producían una infinita piedad. Los había enviado desde luego a su otra casa, ya que ningún lugar podía convenirles tanto como el campo; y puso a su disposición las mejores personas que pudo encontrar, desprendiéndose incluso de algunos de sus propios sirvientes para que los atendieran, e iba a visitarlos cada vez que podía para enterarse personalmente de su situación. Lo malo del caso era que los niños no tenían otros familiares y que a él sus propios asuntos le ocupaban todo el tiempo. Los había instalado en Bly, un lugar seguro y saludable, y había puesto al mando de la casa —aunque sólo de escaleras abajo— a una excelente mujer, la señora Grose, con la cual, estaba convencido de ello, su visitante iba a simpatizar, y que en otros tiempos había sido doncella de su madre. Era ahora ama de llaves y al mismo tiempo se ocupaba de la niña, por quien sentía, ya que, por fortuna, era una mujer sin hijos, un inmenso cariño. Había mucha gente para ayudar, pero, por supuesto, la joven que entrara en la casa en calidad de institutriz tendría la autoridad suprema. Debería hacerse cargo también, durante las vacaciones, del niño, que por el momento estaba internado en una escuela. Sí, era demasiado pequeño para ello, pero ¿qué otra cosa podía hacerse? Dado que las vacaciones estaban ya al caer, debía presentarse de un día a otro.

Al principio cuidaba de los niños una joven que, para desdicha de ellos, había muerto. Se había comportado de un modo magnífico, pues era una joven de lo más respetable, hasta su muerte catastrófica, entre otras cosas, por no haber dejado otra alternativa al pequeño Miles. A partir de entonces, la señora Grose hizo todo lo que buenamente pudo por atender a Flora. Había además una cocinera, una doncella, una mujer que hacía la ordeña, un viejo mozo de cuadra, una vieja jaca y un viejo jardinero: un equipo de lo más respetable.

No bien acababa Douglas de describir aquel cuadro, cuando alguien formuló una pregunta:

—¿Y cómo murió la anterior institutriz? ¿Indigesta de tanta respetabilidad?

La respuesta de nuestro amigo fue inmediata:

—Eso se sabrá a su debido tiempo. No quiero anticiparme.

—Perdón. Pensé que era eso precisamente lo que estaba usted haciendo.

—Puesto en el lugar de la sucesora —sugerí—, me habría gustado saber si el empleo significaba...

—¿Un peligro mortal? —Douglas completó mi pensamiento—. Ella quiso enterarse y se enteró. Mañana sabrán ustedes de qué se enteró. En principio, el empleo que se le ofrecía no la entusiasmaba demasiado. Era una mujer joven, inexperta y nerviosa, y el panorama que se presentaba ante ella era el de una serie de pesados deberes y poca compañía; realmente, de una gran soledad. Vaciló. Pidió un par de días para considerar el asunto. Pero el salario que le ofrecían excedía con mucho al que hubiera obtenido con cualquier otro empleo, y en una segunda entrevista aceptó.

Douglas hizo en ese momento una pausa que decidí aprovechar en beneficio del auditorio:

—La moraleja que se desprende es que, por lo visto, no podía resistirse a la seducción ejercida por aquel espléndido joven. Sucumbió a él.

Douglas se levantó, como había hecho la noche anterior, se acercó a la chimenea, empujó un leño hacia el fuego con la punta del zapato y, por un momento, permaneció de pie y de espaldas a nosotros.

—Sólo lo vio dos veces.

—Eso, precisamente, constituye lo más hermoso de su pasión.

Me quedé sorprendido al ver que Douglas se volvía en redondo hacia mí.

—Fue algo hermoso. Hubo otras —continuó— que no aceptaron, que no sucumbieron. Él le habló con franqueza de sus dificultades; le dijo que otras aspirantes al empleo lo habían rechazado por encontrar inaceptables las condiciones. Sencillamente, se espantaban, sobre todo al conocer la condición principal.

—Que era...

—La de no molestarlo nunca; nunca, rigurosamente nunca. No recurrir a él, ni quejarse, ni escribirle por ningún concepto. Debían resolver por sí mismas todos los problemas; recibir el dinero de su administrador, tomar todas las cosas en sus manos y dejarlo en paz. Mi amiga prometió cumplir esas condiciones, y me contó que cuando el joven, encantado, le retuvo un momento la mano, dándole las gracias por el sacrificio, ella se sintió ya con eso recompensada.

—Pero ¿fue ésa toda su recompensa? —preguntó una de las damas.

—Nunca más volvió a verlo.

—¡Oh! —suspiró ella.

Y aquél fue, ya que nuestro amigo nos volvió a dejar esa noche, el único comentario sobre el tema, hasta que al día siguiente, cerca de la chimenea y en el mejor sillón, Douglas abrió un álbum delgado, de estilo antiguo y tapas de un rojo desvanecido. En realidad, la lectura duró más de una velada y, antes de que en esa noche comenzara, la misma dama formuló otra pregunta:

—¿Cuál es el título?

—No tengo ninguno.

—¡Oh, yo tengo uno! —dije.

Pero Douglas, sin dar señales de haberme oído, comenzó a leer con una elegante claridad que parecía comunicar al oído la belleza de la caligrafía de la autora.

I

Recuerdo el comienzo como una sucesión de vuelos y caídas, un pequeño vaivén entre las cuerdas precisas y las innecesarias. Antes de emprender el viaje, todavía en la ciudad, pasé un par de días muy malos, advertí que habían renacido todas mis dudas y llegué a convencerme de que había cometido un error. Y en ese estado de ánimo pasé una horas muy largas en la traqueteante diligencia que me condujo al lugar donde debía recogerme un carruaje de la casa que había sido dispuesto para mí; y de esa manera me encontré con que, al final de aquella tarde de junio, me estaba esperando una calesa. Viajar en ella a esa hora, en un día maravilloso y a través de una campiña impregnada de dulzura que parecía ofrecerme una acogedora bienvenida, hizo que mi estado de ánimo mejorase notablemente; y, cuando enfocamos una amplia avenida, la belleza del lugar estuvo acorde con mis sensaciones. Me imagino que había esperado, o temido, algo tan melancólico, que el paisaje que me envolvía resultó una agradable sorpresa. Recuerdo la favorable impresión que me produjeron la amplia y clara fachada de la casa, sus ventanas abiertas, las cortinas de colores alegres y el par de doncellas asomadas en una de ellas; recuerdo el césped y las hermosas flores, el crujido de las ruedas en la grava y las verdes copas de los árboles, cuyas cúspides parecían perderse en un cielo dorado. El escenario era de tal grandiosidad que nada tenía en común con mi modesto hogar. En la puerta principal del edificio apareció una persona muy cortés con una niñita tomada de la mano que me recibió con una gran reverencia, como si fuera yo la señora de la casa o una visitante distinguida. La noción que me había hecho de la casa, a juzgar por la de Harley Street, era muy pobre, y aquélla me hizo pensar en el propietario como en un caballero aún más poderoso, sugiriéndome que iba a disfrutar allí mucho más de lo que él me había prometido.

No sufrí ninguna decepción hasta el día siguiente, ya que en el curso de las horas que siguieron a mi llegada fui como hechizada por la presencia y el conocimiento que hice del más joven de mis alumnos: la niña que acompañaba a la señora Grose, que me pareció a primera vista una criatura encantadora cuyo trato debía ser una delicia. Era la más hermosa que había visto en mi vida, y más tarde me pregunté cómo era posible que quien me empleaba no me hubiera hablado más de ella. Esa noche dormí poco..., me sentía demasiado excitada; y recuerdo que aquello me sorprendió también, teniendo en cuenta la generosidad con que había sido tratada. Mi amplio y espectacular dormitorio, uno de los mejores de la casa, el fastuoso lecho, los cortinajes, los grandes espejos en que podía verme, por primera vez, de la cabeza a los pies, todo aquello me impresionaba, así como el encanto extraordinario de mi pequeña pupila, y tantas otras cosas... Desde el primer momento me resultó evidente que podría sostener buenas relaciones con la señora Grose, lo que había puesto en duda mientras viajaba en la calesa. Lo único que me desconcertaba de aquellas primeras impresiones era la gran alegría que había experimentado al verme. En menos de media hora advertí que estaba muy contenta aquella buena, robusta, sencilla, limpia y franca mujer, a la vez que trataba de no mostrar su alegría. Me pregunté entonces por qué tendría interés en ocultarla, y esa reflexión y las sospechas a que daba lugar me hicieron sentir, por supuesto, un poco intranquila.

En cambio, era un consuelo saber que no habría dificultades en mis relaciones con un ser tan encantador y de tan radiante belleza como mi niñita, cuya angelical hermosura fue el principal motivo de que me levantara antes del alba y caminara de un lado a otro para no dejar escapar nada de lo que acontecía en ese momento: contemplar desde mi ventana abierta el amanecer, observar todos los detalles que podía del edificio y escuchar, mientras la oscuridad se disolvía, el trino de los primeros pajarillos, al que se agregaron un par de sonidos menos naturales, y no provenientes del exterior, sino del interior de la casa, que había creído percibir. Por un momento creí reconocer, débil y lejano, el grito de un niño, y en otro creí percibir ruido de pasos ante la puerta de mi habitación. Pero aquellos detalles no fueron suficientemente fuertes para impresionarme entonces, sino que fue la luz —o quizá debería decir la lobreguez— aportada por otros hechos posteriores lo que los ha hecho volver a mi memoria. Vigilar, enseñar, "formar" a la pequeña Flora sería, evidentemente, el objeto de un vida feliz y útil. Había quedado convenido entre nosotras que a partir de la siguiente noche dormiría en mi cuarto, y su pequeña cama blanca había sido ya instalada en mi habitación. Me había yo comprometido a cuidarla por completo, así que ella durmió por última vez en el cuarto de la señora Grose sólo en atención a mi inevitable extrañeza del lugar y a su natural timidez. No obstante aquella timidez —sobre la cual la misma niña, de la manera más extraña del mundo, había hablado con perfecta naturalidad, mencionándola sin ninguna señal de azoramiento y con la profunda y dulce serenidad de uno de los niños dioses de Rafael, permitiendo que se la discutiera, se la imputara a ella y nos determinara—, tuve la seguridad de que no tardaría en simpatizar conmigo. En parte, ya la señora Grose me gustaba por el placer que pude observar en ella por el hecho de que yo me admirara y sorprendiera cuando nos sentamos a la mesa con cuatro candelabros y con mi alumna colocada frente a mí en una silla alta y con el rostro brillante. Por supuesto, había cosas que, estando presente Flora, tenían que resolverse entre nosotras a través de ciertas miradas cargadas de sentido o por medio de alusiones oscuras y furtivas.

—Y, el niño... ¿se parece a ella? ¿Es también tan notable?

Sabía que no se debe alabar a un niño en su presencia.

—¡Oh, señorita, es todavía más notable! Si tiene usted una buena opinión de esta criatura... ¡imagine! —y se interrumpió sosteniendo una fuente en la mano, mientras la niña nos miraba con una plácida expresión en los ojos.

—¿Qué debo imaginar?

—¡Nuestro pequeño caballero la va a fascinar!

—Muy bien, muy bien; creo que para eso he venido... para que alguien me fascine. Lo que me temo —no pude evitar añadir— es que resulto muy fácil de fascinar. Y creo que ya me ocurrió eso en Londres.

Puedo ver aún la ancha cara de la señora Grose al oírme decir aquellas palabras.

—¿En Harley Street? —me preguntó.

—Sí.

—Bueno, no es usted la primera, señorita, y tampoco va a ser la última.

—¡Oh, no tengo ninguna pretensión —dije, echándome a reír— de ser la única! De cualquier manera, tengo entendido que mi otro alumno llega mañana, ¿no es así?

—No mañana..., sino el viernes, señorita. Vendrá de la misma manera que usted: en la diligencia, al cuidado del cochero, y luego lo esperará la calesa.

Me permití expresar que lo adecuado, así como lo más agradable y cordial, sería que fuera yo con su hermana a esperarlo a la carretera; idea que la señora Grose acogió con tanto entusiasmo, que tomé su actitud como una especie de promesa de apoyo —¡nunca desmentida, a Dios gracias!—, un juramento de que estaríamos en todo unidas. ¡Sí, se sentía feliz de tenerme a su lado!

Lo que al día siguiente sentí no podría llamarse precisamente, supongo, una reacción por la alegría de mi llegada; lo más probable es que sólo fuera una ligera decepción producida por el análisis de mis nuevas circunstancias. Éstas tenían una expresión y un volumen para los que yo no estaba preparada, y ante ellas me sentía un poco amedrentada, a la vez que ligeramente orgullosa. En esa agitación, es posible que las lecciones sufrieran algún retraso; reflexioné en que mi primera obligación consistía en ganarme la buena voluntad de la niña por todos los medios de que pudiera echar mano. Pasé con ella el día, fuera de casa; me comprometí, para su enorme satisfacción, a que fuera ella, solamente ella, quien me mostrara el lugar. Me mostró la casa escalón por escalón y cuarto por cuarto, secreto por secreto, sosteniendo una deliciosa conversación infantil al respecto y con el resultado de que en media hora nos habíamos convertido en grandes amigas. A pesar de sus pocos años, durante el paseo me asombró por la seguridad y el valor con que se deslizaba por las habitaciones vacías y los oscuros corredores, las escaleras crujientes, que me hacían detener con temor, y al hacerme trepar hasta la cima de una vieja torre cuadrada que me produjo vértigo. Me impresionó también su disposición a contarme muchas más cosas de las que le preguntaba, mientras me conducía de un lado a otro. No he vuelto a ver Bly desde el día que me marché, y me atrevería a decir que a mis ojos, más viejos y más experimentados, les parecería ahora un lugar mucho menos imponente, pero en aquellos momentos, mientras mi pequeña conductora, con sus cabellos dorados y su vestido azul, danzaba ante mí y tiraba de mi mano a lo largo de pasillos y habitaciones sin fin, tuve la visión de un castillo de novela, habitado por un hada color de rosa, de un lugar con todo el colorido de los libros de historias fantásticas. ¿No era acaso una mansión de cuento de hadas a la que había ido a caer medio en sueños, medio despierta? No. Era simplemente una casa antigua, grande y fea, pero bastante cómoda, que incluía algunos fragmentos de un edificio aún más antiguo, semidesalojado, utilizado en parte, en el cual tuve la sensación de que nos hallábamos tan perdidas como un puñado de pasajeros en un barco a la deriva. ¡Y era yo, extrañamente, quien empuñaba el timón!

II

Me acordé de esto cuando, dos días más tarde, salí en compañía de Flora a recibir al pequeño caballero, como lo llamaba la señora Grose; sobre todo debido a un incidente que se produjo la segunda noche y que me desconcertó profundamente. El primer día había sido en conjunto, como he dicho, tranquilizador; pero no tardó en soplar un viento amenazante. Aquella misma noche el correo, que pasó muy tarde, traía una carta destinada a mí. El sobre contenía otro, sin abrir, dirigido a mi patrón, quien incluía la siguiente nota:

"Por la letra veo que la carta adjunta es del director de la escuela, el tipo más pesado que pueda existir. Léala, por favor, y entiéndase con él; por favor, no me informe de nada. Ni una palabra. ¡Yo he quedado fuera del juego!"

Rompí el sello con un gran esfuerzo, tan grande que me costó un buen rato hacerlo; me llevé la carta a mi habitación y la leí cuando estaba ya por acostarme. Lamenté no haberlo hecho a la mañana siguiente, pues aquella lectura me produjo la segunda noche de insomnio. A la mañana siguiente, sin nadie a quien recurrir en busca de consejo, me sentí presa de la aflicción; finalmente, logré sobreponerme al abatimiento y decidí que lo mejor sería sincerarme, por lo menos, con la señora Grose.

—¿Qué significa eso? ¡El niño ha sido expulsado de la escuela!

La mirada que me lanzó fue muy extraña, pude advertirlo; luego, haciendo un visible esfuerzo para disimular, pareció serenarse.

—Pero, ¿no los envían a todos...?

—¿A casa...? Sí. Pero sólo durante las vacaciones. En cambio, Miles nunca podrá volver.

La señora Grose enrojeció.

—¿No lo aceptarían?

—Se niegan terminantemente a readmitirlo.

La buena mujer alzó los ojos, que había mantenido bajos; vi que estaban llenos de lágrimas.

—¿Qué ha podido hacer?

Dudé un instante, y luego juzgué preferible pasarle la carta. Cuando se la tendí, ella se llevó las manos a la espalda, movió tristemente la cabeza y me dijo:

—Esas cosas no son para mí, señorita.

¡Mi consejera no sabía leer! Parpadeé al advertir mi error, que traté de atenuar de la mejor manera posible, volví a abrir el sobre y le leí la carta; luego la guardé de nuevo en el bolsillo.

—¿Es realmente malo? —le pregunté.

Tenía aún los ojos llenos de lágrimas.

—¿Dicen eso los caballeros?

—No entran en detalles. Simplemente declaran que es imposible que el niño continúe en la escuela. Eso sólo puede significar una cosa...

La señora Grose escuchaba con reconcentrada emoción; pero, en vista de que no me preguntaba qué podía significar, y tratando de expresar mis pensamientos de la manera más coherente, añadí:

—Que su presencia constituye una ofensa para los otros alumnos.

Al oir aquello, con uno de esos rápidos cambios emocionales típicos del pueblo, se enardeció.

—¡El señorito Miles! ¿Una ofensa, él?

La influencia de su buena fe fue tal que, aunque yo no había visto todavía al niño, la idea llegó a parecerme absurda. De pronto me di cuenta de que, para igualar a mi compañera, yo misma exclamaba en tono sarcástico:

—¡Sí! ¡Para sus pobres e inocentes compañeros!

—¡Es espantoso —gritó la señora Grose— que puedan decir cosas tan crueles! ¡El niño no ha cumplido siquiera los diez años!

—Sí, sí, es increíble.

La señora Grose, evidentemente, estaba agradecida por mi apoyo.

—Ante todo, señorita, véale; entonces podrá juzgar por sí misma.

Sentí una nueva impaciencia por conocerlo; fue el principio de una curiosidad que en las siguientes horas alcanzaría una intensidad casi dolorosa. La señora Grose era consciente del efecto que habían producido en mí sus palabras y añadió, para reforzar el efecto:

—¡Imagine que dijeran eso de nuestra jovencita...! —para concluir, un instante después—: ¡Mírela!

Volví la cabeza y vi que Flora, a quien diez minutos antes había dejado en el salón de clases con una hoja de papel blanco, un lápiz y una plana de hermosas y redondas oes, se encontraba en ese momento bajo el dintel de la puerta. Manifestaba en sus modales un extraordinario desprecio hacia las tareas que le resultaban desagradables, mirándome, sin embargo, de un modo que parecía demostrar que aquel desprecio obedecía al afecto que yo le inspiraba y que la obligaba a seguirme. No fue necesario más para que yo sintiera toda la fuerza de la comparación de la señora Grose; y, abrazando a mi discípula, la cubrí de besos con un suspiro de reparación.

A pesar de todo, durante el resto del día aceché otra ocasión para acercarme a mi colega, especialmente cuando, hacia el atardecer, comencé a sospechar que ella estaba tratando de evitarme. Recuerdo que la abordé en el rellano de la escalera; bajamos juntas y, al llegar abajo, la detuve poniéndole una mano sobre el brazo.

—Considero lo que me dijo este mediodía como una declaración de que usted nunca ha sabido que se portara mal.

La señora Grose echó hacia atrás la cabeza; ya para entonces había adoptado muy claramente una actitud, aunque de la manera más honesta posible.

—¿Que nunca he sabido...? ¡Oh, no pretendí decir eso!

—Entonces, ¿cree usted que Miles puede ser malo?

—En efecto, señorita, a Dios gracias.

Después de pensar un momento, acepté aquella declaración.

—¿Quiere usted decir que un niño que nunca...?

—¡Para mí, no es un niño!

Apreté aún más.

—¿Quiere usted decir que un niño tiene que ser travieso? —y en seguida, anticipándome a su respuesta, continué—: Yo opino lo mismo. Claro que no hasta el grado de contaminar...

—¿Contaminar?

Aquella extraña expresión la había desorientado.

—Corromper —le aclaré.

Me miró fijamente mientras yo pronunciaba la nueva palabra, luego estalló en una extraña carcajada.

—¿Teme que Miles pueda corromperla?

Me hizo aquella pregunta con una ironía tan evidente, que tuve que reírme también, aunque un poco nerviosa tal vez, para no ponerme en ridículo.

Pero al día siguiente, poco antes de salir, volví a abordarla en otra parte de la casa.

—¿Cómo era la dama a la que he venido a sustituir?

—¿La última institutriz? Era también joven y guapa, casi tan joven y guapa como usted, señorita.

—¡Ah!, me imagino entonces que su belleza y juventud la ayudaron... —murmuré— parece que a él le gusta que seamos jóvenes y guapas.

—¡Desde luego! —afirmó la señora Grose—. Le gusta que todo el mundo sea así —y no bien había dicho aquello cuando se apresuró a añadir—: Me refiero, claro, al amo.

La aclaración me desconcertó.

—¿A quién se refería usted antes?

—Claro está que a él —dijo la señora Grose con voz neutra, pero ruborizándose.

—¿Al amo?

—¿A quién, si no?

Era tan evidente que no podía referirse a ninguna otra persona, que un segundo más tarde había dejado de pensar que la señora Grose había dicho por accidente más de lo que pretendía decir; y me limité a preguntarle lo que me interesaba saber.

—¿Vio ella algo en el niño que...?

—¿Que no estuviera bien? Nunca me habló de ello. Tenía algunos reparos, pero logré superarlos.

—¿Era una persona cuidadosa...?

La señora Grose parecía luchar por ser precisa.

—Sí... en determinadas cosas.

—¿Pero no en todas?

La señora Grose se quedó meditando un instante.

—Bueno, señorita, ella ya ha muerto; no quiero andar contando historias.

—Comprendo muy bien sus sentimientos —me apresuré a responder; pero al cabo de unos instantes me pareció que a aquella concesión no se oponía preguntarle—: Murió aquí?

—No... Ya se había marchado.

No sé por qué la concisión de la señora Grose me pareció tan ambigua.

—¿Se marchó... para morir? —insistí.

La señora Grose miró hacia la ventana, pero a mí me parecía que tenía derecho a saber qué les aguardaba a las jóvenes institutrices de Bly.

—¿Quiere decir que enfermó y regresó a su casa?

—No enfermó, que yo sepa, aquí. Se marchó a su casa, a fin de año, para pasar allá unas breves vacaciones a las que, sin duda, tenía derecho, después del tiempo que llevaba aquí. Teníamos entonces a una niñera, una joven que había continuado con nosotros y era buena y competente. Aceptó quedarse con los niños durante ese tiempo. Pero nuestra institutriz no volvió y, precisamente cuando la estábamos esperando, me informó el amo que había muerto.

—Pero ¿de qué? —volví a preguntar.

—¡Nunca me lo dijo! Si me lo permite usted, señorita —terminó la señora Grose—, debo volver a mi trabajo.

III

Por fortuna, la manera como la señora Grose me dio la espalda en aquella ocasión no fue un obstáculo para el desarrollo de nuestra mutua estimación. Por el contrario, después de que regresé con el pequeño Miles, nuestras relaciones se volvieron más íntimas, siempre sobre la base del asombro que me causaba el hecho de que aquel niño que acababa de conocer hubiera sido objeto de una expulsión. Llegué con cierto retraso al lugar fijado para el encuentro y, al observarlo mientras él permanecía buscándome con la mirada en la puerta de la posada donde lo había depositado el cochero, pensé que en aquel instante captaba de él, de dentro y fuera de su ser, la misma positiva fragancia de pureza que había percibido desde el primer momento en su hermanita. Era de una hermosura sin par, y la señora Grose lo había descrito perfectamente: su presencia lo derribaba todo, excepto una especie de apasionada ternura hacia él. Lo que entonces me arrebató el corazón fue ese algo divino que nunca he visto, ni antes ni después, en ningún otro niño; aquel aire indescriptible de no saber nada de las cosas de este mundo, fuera del amor. Resultaba imposible asociar una mala fama con semejantes dulzura e inocencia, y mientras volvía yo con él a Bly no hacía más que pensar con estupor, con una sensación casi de ultraje, en el significado de la carta que guardaba encerrada en una gaveta de mi cuarto. Tan pronto como pude cambiar unas palabras con la señora Grose, le manifesté mi asombro: aquello era grotesco. Ella me comprendió en seguida.

—¿Se refiere usted a ese cruel cargo contra el niño?

—Es imposible sostenerlo un solo instante. ¡Mírelo usted, querida amiga!

La señora Grose sonrió ante mi pretensión de haber descubierto el encanto del chiquillo.

—Puedo asegurarle, señorita, que yo no he creído una sola palabra —e inmediatamente añadió—: ¿Qué va a decirles ahora?

—¿En respuesta a la carta? —yo ya había tomado para entonces una decisión—. ¡Nada!

—¿Y a su tío?

Fui tajante.

—¡Nada!

—¿Y al niño?

Estuve maravillosa.

—¡Nada!

La señora Grose se llevó a la boca la punta de su delantal.

—Yo estoy de su lado, señorita —afirmó—. Procuraremos arreglarlo todo.

—¡Lo arreglaremos! —exclamé ardientemente, tendiéndole la mano para sellar nuestro juramento.

La señora Grose retuvo mi mano un momento y luego volvió a llevarse el delantal a la boca con la mano que le quedaba libre.

—¿Le importaría, señorita, que me tomara la libertad...?

—¿De besarme? ¡Por supuesto que no!

Estreché entre mis brazos a la buena señora y, después de habernos besado como hermanas, me sentí aún más fortalecida e indignada.

Al recordar esos días —tan densos que al describirlos veo lo difícil que resulta hacer que se entiendan claramente— lo que más me asombra es la situación que acepté. Había convenido con mi compañera arreglar la situación y diríase que me hallaba bajo el efecto de un hechizo que parecía tender un velo sobre las dificultades de semejante empresa. Me hallaba en la cima de una inmensa ola de infatuación y piedad. En mi ignorancia, confusión y, tal vez, vanidad, me era fácil suponer que podría entendérmelas con un muchacho cuya educación para el mundo debía de comenzar apenas. Ni siquiera logro recordar qué proyectos fragüé para el final de sus vacaciones y la reanudación de sus estudios. Se esperaba que durante aquel encantador verano yo le daría clases; pero ahora me doy cuenta de que, durante varias semanas, quien recibió lecciones fui yo. Aprendí —por lo menos, al principio— algo que no había figurado en las enseñanzas de mi anodina y tranquila vida; aprendí a divertirme, e incluso divertir a otros, y a no pensar en el mañana. Por primera vez, en cierto modo, conocía yo el espacio, el aire y la libertad, la música entera del verano y los misterios de la naturaleza. Era objeto de atenciones... y aquella consideración me llenaba de gozo. ¡Oh, era una trampa —una trampa involuntaria, pero profunda— a mi imaginación, a mi delicadeza, tal vez a mi vanidad; a todo lo que había en mí de más excitable! El mejor modo de describir la situación sería diciendo que me cogió enteramente desprevenida. Los niños me daban tan pocas molestias... eran de una amabilidad tan extraordinaria... Yo solía meditar, aunque con una vaguedad absoluta, acerca de cómo el áspero futuro —todos los futuros son ásperos— los trataría y podría lastimarlos. Estaban en la flor de la salud y la felicidad; y, sin embargo, como si yo hubiera estado a cargo de un par de pequeños príncipes de la sangre, para quienes todas las cosas debían ser previstas de antemano, la única forma que en mi imaginación podían asumir los años venideros era la de una expansión romántica, una expansión real del jardín y el parque. Es posible, por supuesto, que lo que repentinamente sucedió diera a toda la época anterior el encanto de la inmovilidad... ese apaciguamiento en que todo se concentra y recoge. El cambio equivalió, en efecto, al salto de una fiera.

Durante las primeras semanas, los días fueron largos; a menudo me permitían lo que yo solía llamar mi hora de asueto, esa hora en que, una vez cenados y acostados mis pupilos, yo tenía, antes de retirarme definitivamente a descansar, un pequeño intervalo de soledad. A pesar de lo mucho que me complacían mis compañeros, aquella hora era la cosa que más me gustaba de todo el día; sobre todo me gustaba cuando, a la luz moribunda del atardecer, con el último canto de los pájaros, bajo un cielo violeta y entre los viejos árboles, podía dar una vuelta por el jardín y disfrutar, casi con una sensación de propiedad que me divertía y halagaba, la belleza y la dignidad del lugar. Era un placer sentirme en aquellos momentos tranquila y justificada; e, indudablemente, reflexionar acerca de que gracias a mi discreción, a mi buen sentido y a la respetabilidad intachable de mi comportamiento, yo también estaba complaciendo —¡si alguna vez llegaba él a pensar en ello!— a la persona a cuya influencia había cedido. Lo que yo estaba haciendo era lo que él había esperado de mí, y el que pudiera hacerlo me producía una alegría mucho mayor de lo que me había imaginado. Me atrevo a decir que me veía a mí misma como una joven notable y me consolaba pensando que eso sería un día reconocido públicamente. Y el caso es que necesitaba ser notable para enfrentarme a las cosas notables que comenzaron a dar de pronto señales de vida.

Todo comenzó un atardecer, a mitad de mi habitual paseo vespertino. Los niños se habían retirado ya a sus habitaciones cuando salí al parque. Uno de los pensamientos que me rondaban —ahora no debo ocultar nada— era el de que sería maravilloso encontrar repentinamente a alguien. Alguien que apareciera en el recodo de un camino y se detuviese ante mí con una sonrisa de aprobación. No pedía sino eso: lo único que pedía era que él se enterara; y la única manera de estar segura de que él se había enterado era viéndolo reflejado en su hermoso rostro. Estaba pensando eso exactamente cuando, al final de aquel largo día de junio, me detuve en seco al salir de una de las plantaciones y encontrarme con la vista de la casa. Lo que me detuvo en aquel lugar —y con un sobresalto mucho mayor de lo que cualquier visión hubiera podido provocar— fue la sensación de que lo ansiado por mi imaginación se volvía realidad. ¡Allí estaba él!, pero en lo alto, más allá del césped, en la cima de la torre a la que la pequeña Flora me había llevado durante mi primera mañana en Bly. Aquella torre era una del par de estructuras cuadradas, incongruentes, almenadas que, por alguna razón para mí inexplicable, ya que no podía ver la diferencia entre ellas, eran conocidas como "la nueva" y "la vieja". Flanqueaban extremos opuestos de la casa y eran, indudablemente, unos absurdos arquitectónicos, aceptados sólo por el hecho de no estar del todo desincorporados ni ser demasiado altos, datando, en su pretenciosa antigüedad, de un renacimiento romántico que era ya un respetable pasado. Yo las admiraba y dejaba volar mi imaginación sobre ellas, pues todos disfrutábamos en cierta medida, especialmente cuando se las contemplaba en la semioscuridad del crepúsculo, de la indudable belleza de sus almenas; sin embargo, no era aquella altura el lugar más indicado para que apareciera la figura que tan a menudo había invocado.

Me acuerdo muy bien de que aquella figura, en el claro crepúsculo, provocó en mí dos reacciones diferentes. La primera fue de sorpresa y la segunda de una violenta rectificación del error inicial: el hombre que veían mis ojos no era la persona que yo atolondradamente había supuesto. En aquel momento estaba tan perturbada mi visión, que aun ahora, después de tantos años, no logro precisarla. Un hombre desconocido en un lugar solitario es un objeto justificado de temor para una joven bien educada; y la figura que contemplaba —unos cuantos segundos bastaron para convencerme de ello— no era nadie a quien yo conociera. No la había visto en la casa de Harley Street ni en ninguna otra parte. Es más: el sitio se convirtió en un instante, y de la manera más extraña del mundo, en un páramo. Vuelvo a sentir, al hacer esta declaración aquí, con una deliberación de la que siempre he carecido desde entonces, las mismas sensaciones que tuve en aquel momento. Fue como si, en el instante en que yo lo descubrí, todo el resto del escenario fuera herido de muerte. Puedo oír de nuevo, mientras escribo, el profundo silencio que devoró todos los sentidos del atardecer. Las cornejas dejaron de graznar en el cielo dorado y la hora amistosa perdió toda su voz. Pero no se produjo ningún otro cambio visible en la naturaleza, a menos que, en efecto, fuera un cambio lo que vi con una nitidez y precisión extrañas. El cielo no perdió su color de oro, ni el aire su transparencia, y el hombre que me miraba por encima de las almenas era tan definido como un cuadro en un marco. Pensé con extraordinaria rapidez en cada una de las personas que hubiera podido ser y que no era. A través de la distancia, nos miramos el tiempo suficiente para que yo me preguntara con intensidad quién podía ser, y sentir, como resultado de mi incapacidad para responder a la pregunta, un asombro que en unos cuantos segundos fue todavía más intenso.

El gran problema, o uno de ellos, lo sé muy bien, estriba en enterarse más tarde de la duración de esos lapsos. Bueno, en aquel caso concreto creo que duró el tiempo necesario para que yo barajara una docena de posibilidades, ninguna de las cuales resultó satisfactoria, aunque todas coincidían en un punto: en que había en la casa una persona cuya existencia yo ignoraba. Duró mientras yo me encolerizaba un poco ante la convicción de que mi cargo exigía que no existieran tal ignorancia ni tal persona. Duró mientras aquel visitante —del cual recuerdo ahora que se desprendía una sensación de libertad, de cierta familiaridad, por el hecho de no llevar sombrero— parecía hacerme objeto, desde su altura, de un minucioso escrutinio, igual que el que en mí provocaba su presencia. Estábamos demasiado lejos para poder llamarnos el uno al otro, pero hubo un momento en que, a menor distancia, un reto entre nosotros, rompiendo el silencio, hubiera sido el resultado lógico de nuestra mutua contemplación. Estaba en uno de los ángulos, el más alejado de la casa, muy erguido y con las dos manos apoyadas en la balaustrada. Lo veía con la misma claridad con que veo las letras que dibujo sobre esta página; y después de un instante, como si deseara añadir algo al panorama, cambió lentamente de lugar... pasó, sin dejar de mirarme con fijeza, al rincón opuesto de la plataforma. Sí, tenía la aguda sensación de que durante ese trayecto no apartaba nunca los ojos de mí, y ahora puedo ver aún los movimientos de su mano al pasar de una almena a otra. Se detuvo en el otro extremo de la balaustrada sin apartar la mirada de mí y luego desapareció; y eso fue todo lo que supe.

IV

No se me puede culpar de que no esperara más en aquella ocasión, pues permanecí tan firmemente plantada en el suelo como estremecida. ¿Existía un secreto en Bly... quizá un familiar inmencionable recluido en un insospechado confinamiento? No puedo decir cuánto tiempo permanecí en aquel lugar asaltada por una mezcla de curiosidad y temor; sólo recuerdo que cuando volví a la casa era ya noche cerrada. La agitación se había apoderado de mí, pues debí caminar cerca de tres millas dando vueltas alrededor. Pero más tarde la angustia me sobrecogería de tal manera, que aquel despertar de mis temores no fue, en comparación, sino un simple estremecimiento. Lo más singular del caso, ya todo él insólito, fue el papel que desempeñé en el vestíbulo al advertir la presencia de la señora Grose. Este cuadro vuelve a mi memoria dentro del relato general, con la impresión, tal como la recibía al volver, de aquel amplio espacio de paneles blancos, resplandeciente a la luz de la lámpara, con sus retratos y su alfombra roja, y la bondadosa y sorprendida mirada de mi amiga, quien inmediatamente me dijo que me había echado de menos. Me resultó absolutamente claro en aquel encuentro, ante la expresión de alivio de su rostro, que ella no tenía conocimiento de nada que se relacionara con el incidente que yo acababa de protagonizar. No había sospechado previamente que su apacible rostro pudiera obrar en mí de freno, y de alguna manera medí la importancia de lo que había visto con mis vacilaciones para mencionarlo. Pocas cosas en toda esta historia me resultan tan extrañas como el hecho de que el comienzo real de mi miedo se aunara, por así decirlo, con el instinto de ocultárselo a mi compañera. Por lo tanto, en aquel agradable vestíbulo y con su mirada fija en mi yo, por alguna razón que no podía entonces comprender, experimenté una revolución en mi interior. Di un vago pretexto por mi demora y, aludiendo a la belleza de la noche, al rocío y a mis pies mojados, me dirigí lo más pronto que pude hacia mi cuarto.

Aquello era algo nuevo; así que ahí, durante muchos días, tuve que ventilar aquel extraño asunto. Había horas, cada uno de aquellos días, o por lo menos había momentos, arrancados de los deberes diarios, en que tenía que encerrarme a meditar. No se trataba de que me sintiera más nerviosa de lo que pudiera soportar, sino de que temía que esto pudiera ocurrirme; la verdad a la que tenía que enfrentarme era, simple y llanamente, que no podía saber nada sobre aquel visitante con quien tan inexplicablemente y, sin embargo —al menos, eso me parecía—, tan íntimamente estaba yo relacionada. Pronto advertí que no podría llegar a ninguna parte sin interrogar a alguien y suscitar alguna complicación doméstica. La impresión recibida debió agudizar todos mis sentidos; al cabo de tres días, como resultado de la más sostenida atención, estaba segura de que no había sido objeto de ninguna broma por parte de los criados. Sólo podía inferir que alguien se había tomado una libertad indebida. Esa fue la conclusión a que llegué al encerrarme en mi habitación para meditar. Todos nosotros, colectivamente, habíamos sido víctimas de una intrusión: algún viajero inescrupuloso, interesado en los palacios antiguos, se había introducido en la casa sin que nadie lo observara y disfrutado del panorama desde el mejor punto de observación, y luego se marchó como había entrado. Y el que me mirase con tanta audacia no era sino una parte de su indiscreción. Lo bueno, después de todo, era que con seguridad no volveríamos a verle.

Pero esta deducción no era tan satisfactoria, debo admitirlo, como para hacerme olvidar que lo que esencialmente me ayudaba a superar aquella intranquilidad era mi agradable trabajo. Éste consistía, sencillamente, en mi vida con Miles y Flora, y nada podía serenarme tanto como sumergirme en esa labor. El atractivo de mis pequeños pupilos era una fuente constante de alegría que me llevaba a burlarme de mi antigua vanidad y absurdos temores, el disgusto con el que veía antes la gris perspectiva de mi oficio. No había, al parecer, ninguna perspectiva gris ni agobios de ninguna especie. ¿Cómo no iba a ser encantador un trabajo que se me ofrecía diariamente con tal belleza? En él se mezclaban la ternura de la niñera y la poesía del aula de clases. No quiero con esto decir que lo único que estudiásemos fueran novelas y poemas; lo que pasa es que no logro expresar de otra manera la clase de interés que mis compañeros me inspiraban. ¿Cómo describirlo, salvo diciendo que, en vez de acostumbrarme a ellos —¡y qué maravillosa puede resultar la profesión de institutriz: yo la llamo la hermandad de los testigos!—, hacía constantemente descubrimientos? Sólo había una dirección en que aquellos descubrimientos cesaban: una profunda oscuridad continuaba ocultando todo lo referente a la conducta del niño en la escuela. Advertí que muy pronto había logrado encarar ese misterio sin un latido doloroso del corazón. Tal vez sería más acertado decir que, sin pronunciar una palabra, él mismo había aclarado el asunto. Su sola presencia hacía que el cargo pareciera completamente absurdo. Mi conclusión floreció al contacto de su inocencia: Miles era demasiado fino y delicado para aquel pequeño, horrible y sucio mundo escolar, y había pagado un precio por ello. Reflexioné agudamente que el sentimiento de tales diferencias, de tal superioridad, provoca en la mayoría —la cual puede incluir a estúpidos y sordos directores—, de una manera infalible, un deseo de venganza.

Ambos niños poseían una delicadeza —su única falta, aunque no por ello podía decirse que Miles fuera un niño blandengue— que los mantenía, ¿cómo podría expresarlo?, en un nivel casi impersonal y, desde luego, ajeno a los castigos. Eran como los querubines de la anécdota, a quienes nada —por lo menos, moralmente— podía reprochárseles. Recuerdo que sentía, sobre todo cuando estaba con Miles, que no existía ninguna historia tras él. Esperamos de todo niño una historia minúscula, pero en aquel hermoso niño había algo extraordinariamente sensitivo, extraordinariamente feliz que, más que en ninguna otra criatura de esa edad que haya yo visto, me sorprendía como el comienzo de algo nuevo cada día. Nunca había sufrido un solo segundo. Consideré esto como una prueba directa de su inocencia. En el caso de ser malvado, hubiese sido sorprendido, y yo lo hubiera descubierto; sin duda alguna, habría descubierto las trazas. No logré encontrar nada; por consiguiente, era un ángel. Nunca hablaba de su escuela, nunca mencionaba a un camarada o un maestro; y yo, por mi parte, estaba demasiado disgustada para aludir a ellos. Por supuesto, vivía bajo los efectos del hechizo, y lo más sorprendente es que, aun en aquella misma época, yo era consciente de ello. Pero no me preocupaba; era un antídoto a cualquier dolor, y yo tenía más de uno: estaba recibiendo, precisamente aquellos días, unas cartas muy aflictivas de mi casa, donde las cosas no marchaban bien. Pero, estando con mis niños, ¿qué cosas en el mundo podían importarme? Esta pregunta me la hacía durante los momentos de retiro. Sí, estaba hechizada por el encanto de ambos.

Hubo un domingo, para ser precisos, que llovió con tal intensidad y por espacio de tantas horas, que no pudimos ir en grupo a la iglesia; en consecuencia, y como el día avanzaba, decidí que la señora Grose y yo asistiríamos al servicio vespertino si el tiempo mejoraba. La lluvia cesó, por fortuna, y me dispuse a hacer nuestro paseo, el cual, a través del parque y por el buen camino que conducía al pueblo, nos tomaría sólo unos veinte minutos. Cuando bajaba las escaleras para reunirme con mi compañera en el vestíbulo, me acordé de un par de guantes que habían necesitado tres puntadas y las habían recibido, quizá en un momento poco adecuado, mientras acompañaba a los niños en su té, servido los domingos, por excepción, en aquel frío y brillante templo de caoba y bronce que era el comedor de los adultos. Había dejado allí los guantes y decidí ir a recogerlos. El día era bastante oscuro, pero la luz de la tarde, al cruzar el umbral, me permitió no sólo reconocer, en una silla cerca de la amplia ventana, cerrada en ese momento, los objetos que buscaba, sino también distinguir a una persona que, desde el otro lado de los cristales, miraba hacia el interior de la estancia. Un sólo paso en el comedor había bastado, mi imaginación fue instantánea: era él. La persona que miraba por el ventanal era la misma que había visto en la torre. Aparecía una vez más, y no diré con una nitidez mayor, pues eso hubiera sido imposible, pero sí con una proximidad que representaba un adelanto en nuestro trato, y que hizo, en el momento en que nuestras miradas se cruzaron, que contuviera la respiración mientras mi cuerpo se cubría de un sudor frío... Era el mismo... era el mismo; y visto esta vez, como en la anterior, de la cintura para arriba, enmarcado en la ventana. Tenía el rostro pegado al cristal, y el efecto de esta nueva visión fue, extrañamente, el de demostrarme qué intensa había sido la anterior. Permaneció allí sólo unos segundos, el tiempo suficiente para convencerme de que también él me había visto y reconocido; pero era como si lo hubiese estado viendo durante años enteros, como si lo hubiera conocido desde siempre. Esa vez, sin embargo, ocurrió algo que no había sucedido antes: la mirada que me dirigió a través del cristal y de la amplia habitación fue tan profunda y dura como la anterior, pero la apartó de mí, un momento durante el cual yo todavía lo observaba, para fijarse en otras varias cosas. Por lo que debí añadir, a mi natural sobresalto, la certidumbre de que no había ido por mí, sino por alguna otra persona.

El impacto de aquel nuevo conocimiento, al incidir en medio de mi temor, produjo en mí el más extraordinario de los efectos, inundándome, mientras permanecía en el lugar, de una repentina vibración de valor y sentido del deber. Hablo de valor porque fui, sin duda alguna, muy lejos. Crucé de nuevo el umbral del comedor, llegué al de la casa, salí a la terraza y eché a correr hasta que la ventana apareció ante mi vista. Pero delante de ella no había nadie... Mi visitante había desaparecido. Me detuve, casi me dejé caer, y experimenté un profundo alivio. Dirigí una mirada a mi alrededor dándole tiempo a reaparecer. Ahora bien, este tiempo, ¿cuánto duró? Hoy no puedo precisar la duración de aquellos periodos; ni estaba en condiciones de medirlos entonces. Lo que sí creo es que no pudieron ser tan largos como en aquella ocasión me parecieron. La terraza y todo el edificio, el prado y el jardín detrás de él, todo lo que podía ver del parque, eran lugares vacíos, como colmados de una gran vaciedad. Había arbustos y altos árboles, pero recuerdo que tuve la seguridad de que en ninguno de ellos se ocultaba el visitante. Estaba o no estaba allí; y si no podía verlo, era porque no estaba. Me aferré a esa idea y luego, instintivamente, me acerqué a la ventana en vez de regresar por dónde había llegado. Sentía, aunque de manera confusa, la necesidad de situarme en el mismo lugar donde él había estado; pegué mi rostro al cristal y miré, como él, al interior de la habitación. Y en ese preciso instante, como para que yo pudiera tener una imagen de lo que había ocurrido, entró en el comedor, procedente del vestíbulo, la señora Grose. Me vio de la misma manera que yo al visitante y se sobresaltó como debí de sobresaltarme antes. Se puso pálida y me pregunté si yo había palidecido tanto. Luego se retiró por el mismo camino que yo había tomado, por lo que tuve la convicción de que daría la vuelta para salir a la terraza y se encontraría conmigo. Permanecí inmóvil donde estaba y, mientras la esperaba me asaltaron numerosos pensamientos. Pero sólo vale la pena mencionar uno: me pregunté qué habría podido espantarla tanto.

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