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LA VANGUARDIA DE VALPARAÍSO: LA HISTORIA LA HACE LA NACIÓN, LA MEMORIA SE QUEDA EN PROVINCIA

adenordenflycht17 de Agosto de 2014

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LA VANGUARDIA DE VALPARAÍSO: LA HISTORIA LA HACE LA NACIÓN, LA MEMORIA SE QUEDA EN PROVINCIA.

Adolfo de Nordenflycht.

Bien se sabe que la representación de los acontecimientos del pasado, desde el momento en que se plantea el concepto de memoria colectiva (Halbwachs), cuyos cuestionamientos y demandas ya son parte de los debates de las ciencias sociales contemporáneas, ha conducido a una tensión y un enfrentamiento entre la historia y la memoria, términos que parecían suficientemente demarcados cuando, como observa Pierre Nora, la memoria se asociaba a lo individual y la historia a lo colectivo. Pero tras la propuesta de Halbwachs, ese criterio se ha invalidado y "la 'memoria' ha tomado un sentido general e invasivo que tiende a remplazar pura y simplemente (…) el término historia, y a poner la práctica de la historia al servicio de la memoria" (Nora, 2002:29). Si bien Nora se inclina a favor de la historia, denunciando la condición maniquea, distorsionadora y simplificadora de la memoria colectiva, no deja de reconocer en esta su carácter emancipador y liberador, como también el rasgo de fidelidad que la determina, esto es "la pretensión de la memoria colectiva a una verdad más 'verdadera' que la verdad de la historia, la verdad de lo vivido y de lo recordado -recuerdo del dolor, de la opresión, de la humillación, del olvido-, cualquiera sea, en síntesis, la parte de reconstrucción y de reconducción artificial de esta memoria" (Nora 2002: 30) Desde la perspectiva social parece cierto que la memoria colectiva posibilita la reflexión sobre los aspectos éticos y políticos involucrados en los acontecimientos pasados, en particular, los hechos traumáticos, que desde la perspectiva de la historia serían, mediante su capacidad crítica y explicativa, racionalizados y perderían su afectividad y carácter único. Nora acepta que la confusión entre memoria e historia es propia de la dinámica social, de la cual no podemos escapar. Pero la única manera de no volverse esclavo de ella es convertirse en crítico de la historia misma, llevando a cabo lo que él denomina 'historia en segundo grado'.

Ahora bien, desde mi punto de vista, la problemática de la historia y la memoria no solo afecta al traer al presente los eventos traumáticos del pasado, sino también a todos aquellos aconteceres en que se nos ofrece una oportunidad para reflexionar sobre las cuestiones éticas y políticas en tomo a la relación entre las ciencias sociales, las ciencias de la cultura y la sociedad, como es el caso de la literatura. Desde esta consideración presento estas observaciones sobre la vanguardia en la literatura chilena.

Más allá de las disquisiciones sobre las complejas relaciones entre historia y literatura que llevaban a Wellek y Warren, en su clásico manual de 1949 a preguntarse sobre la posibilidad de hacer historia literaria, esto es, una escritura que fuera "al propio tiempo literatura e historia", con lo cual no hacían sino hacerse eco de la polémica que tuvo su manifestación más álgida en el Congreso de Budapest de 1931, "un proceso a la Historia literaria" como lo señala Tacca (1968: 13), entre los que abogaban por el método histórico documental y aquellos que lo hacían por uno estético crítico. Por su parte, Calvo Sanz, en 1993, concluía que "a más de medio siglo del por tantas razones memorables Congreso de Budapest hemos de rendirnos a la evidencia (histórica) y admitir que muchos de los problemas allí formulados siguen sin solución y que las expectativas de llegar a una ciencia histórica de la literatura, a una historiología de la literatura no han aumentado, al menos a un medio plazo, en nuestros días" (1993: 4). En todo caso, los esfuerzos académicos articulados atendiendo a la particular lógica disciplinaria de dos saberes instaurados bajo condiciones sociales e institucionales específicas, en Chile han sido más bien escasos los trabajos historiográficos sobre nuestra propia literatura y se ha beneficiado a la crítica en desmedro de la historia literaria entendida como ámbito de tarea de académica. Ejemplo de lo anterior -por lo difundido- puede ser el de Cedomil Goic autor de la Historia de la novela hispanoamericana y de los tres tomos de la Historia y crítica de la literatura hispanoamericana; pero que al momento de encarar la producción nacional en su La novela chilena. Los mitos degradados, optó por una perspectiva crítica. En general, los proyectos académicos de historización de la literatura chilena, cuales quiera hayan sido sus metodologías, se han limitado a indagar sobre parcialidades epocales, genéricas, o de tendencias. Los volúmenes que se autoreconocen bajo la designación de "historias", corresponden al registro que Carretero (2007) reconoce como "historia escolar" la cual si bien se presenta como transposición del saber académico (muchas de estas historias "escolares" de la literatura chilena han sido suscritas por investigadores universitarios), guardan una "íntima adhesión emotiva a los símbolos y relatos de identidad nacional en detrimento del pensamiento crítico" (2007:38), de modo que terminan siendo ante todo una re-posición que se orienta a potenciar determinados valores que se acoplan en una trama de relatos que tiende a dar una imagen axiomática (Chile país de poetas), triunfalista (dos premios nóbeles de literatura), incluso mesiánica (Huidobro iniciador de las vanguardias en lengua hispana), de la identidad cultural y literaria nacional.

En ese afán, normalmente no ha quedado incorporada en el canon de la literatura de Chile, un importante número de textos y autores, como lo demuestran las antologías, los diccionarios y lo que podríamos reconocer como la "vertiente crítica de flujo nacional", formas de historización, parcial y relativa, realizadas normalmente desde la metrópolis, en el marco más o menos explícito de un proyecto de estado-nación que tiene sus raíces en la racionalidad ilustrada y romántica que lleva a cabo, no sin dificultades y soterradas disputas, el proceso de incorporación a la modernidad desde los inicios independentistas. Las querellas por el poder simbólico con el que buscan legitimarse los poderes fácticos de la "fronda aristocrática" y de las oligarquías, giraron -desde la batalla de Lircay entre unitarios y federalistas (por señalar un hito)- en torno a la unificación homogeizadora de la nación que no hacía más que perpetuar el centralismo colonial. El régimen portaliano y los gobiernos de los decenios de 1831 a 1861 van a consolidar la idea de nación unitaria, a lo que contribuirá en el ámbito de la cultura la propuesta de una literatura que se quiere nacional. Lastarria, en ese texto fundacional que es su Discurso Inaugural de la Sociedad Literaria (1842) (citado de Promis, 1977), aboga por "una literatura verdaderamente nacional”, afirmando que "nuestra literatura debe sernos exclusivamente propia, debe ser enteramente nacional" y más adelante puntualiza "que la nacionalidad de una literatura consiste en que tenga una vida propia, en que sea peculiar del pueblo que la posee, conservando fielmente la estampa de su carácter". Surge así el mito de UNA literatura nacional, que se suma a la emblemática nacional (bandera, escudo, himno), a la mitificación del sistema "la democracia más estable de América", a la mitificación geográfica ("larga y angosta faja de tierra"), a la mitificación étnica ("los ingleses de Sudamérica", "no somos indios"), a la mitificación militar ('jamás vencidos"), a la escolarización de carácter nacional (engañosamente igualitaria), que están entre las pruebas de manifestación de dicho poder simbólico legitimador y junto con ellas, la construcción de una literatura "nacional" que, a pesar de imponerse un canon desde el poder central, no ha podido ser -como hemos señalado antes- hasta el día de hoy historizada de manera real, coherente y exhaustiva.

Conforme a este modo de actuar, la mayoría de las historias literarias chilenas han terminado limitando su atención a realizar inventarios de obras y autores supuestamente representativos de una determinada época o tendencia, destacando en ellos el papel que tales nombres vendrían a desempeñar respecto de la identidad nacional. De este modo lo que se reconoce como vanguardia, queda limitado a tres o cuatro nombres, inevitables sin duda para la identificación del período en tanto se trata de textos y autores que se han impuesto por una suerte peso específico (Huidobro, Neruda, De Rokha, incluso Mistral); y cuando no se opera así se habla de generaciones o escuelas que acompañan a esos grandes nombres, criterio que a su vez no deja de ser monolítico y jerarquizante (como reconoce Vergara 1994:3). En ambos casos, el carácter oficial de las historias literarias, ya sea por la validación social y aceptabilidad de los juicios sobre los autores "de peso", o bien, por el reconocimiento de esquemas que defienden un horizonte preestablecido para los usuarios conforme a intereses de la institucionalidad literaria y social, tiene una condición determinante, que deja al margen del sistema institucional textos que no motivaron mayor atención de la crítica que se ejerce desde la metrópolis con un afán homogeneizador. En buenas cuentas la intención de establecer un ordenamiento de la totalidad ha terminado por convertirse en una perspectiva que tacha las diferencias entre las diversas literaturas de Chile, silenciándolas en una entelequia unitaria y subsumiéndolas en macrodiscursos que encubren la propuesta fraguada desde los centros de poder intelectual

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