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La Casa de Muñecas. Por Katherine Mansfield


Enviado por   •  19 de Agosto de 2014  •  Resúmenes  •  2.765 Palabras (12 Páginas)  •  340 Visitas

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La Casa de Muñecas

Por Katherine Mansfield

Traducción: Amalia Castro y Alberto Manguel

Cuando la querida anciana señora de Hay volvió a la ciudad después de pasar un tiempo en casa de los Burnell, les envió a los niños una casa de muñecas. Era tan grande que el cochero y Pat la llevaron al patio, y allí quedó, apuntalada por dos cajas de madera al lado de la puerta del comedor diario. No podía pasarle nada; era verano. Y quizás el olor de pintura se habría ido cuando llegara el momento de tener que entrarla. Porque, realmente, el olor de pintura que venía de esa casa de muñecas ("¡tan simpático de parte de la anciana señora de Hay, por supuesto; tan simpático y generoso!") ... pero el olor de pintura bastaba como para enfermar seriamente a cualquiera, según opinaba la tía Berly. Aun antes de sacarla de su envoltorio. Y cuando la sacaron...

Allí quedó la casa de muñecas, de un color verde espinaca, oscuro y aceitoso, entremezclado de amarillo brillante. Sus dos sólidas y pequeñas chimeneas, pegadas al techo, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, resplandeciente de barniz amarillo, parecía un trocito de caramelo. Cuatro ventanas, ventanas de verdad, estaban divididas en paneles por una ancha franja de verde. Había realmente un pequeño pórtico, también, pintado de amarillo, con grandes grumos de pintura seca colgando a lo largo del borde.

¡Pero qué casita perfecta, perfecta! A quién podía importarle el olor. Era parte de la alegría, parte de la novedad.

-¡Pronto, que alguien la abra!

El gancho del costado estaba atascado fuertemente. Pat lo levantó con su cortaplumas, y todo el frente de la casa se abrió con un vaivén, y... uno podía ver al mismo tiempo la sala de estar y el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Esa sí que era una forma de abrirse una casa! ¿Por qué no se abrirían todas las casas así? ¡Cuánto más emocionante que espiar a través de la hendija de una puerta la mezquina salita con su perchero y sus dos paraguas! Es eso... ¿no es cierto?... lo que uno desea conocer de una casa en cuanto pone las manos sobre el llamador. Quizás ésa es la forma en que Dios abre las casas en lo profundo de la noche cuando hace su ronda silenciosa con un ángel...

-¡Oh, oh! -las niñas de los Burnell lo dijeron como si estuviesen desesperadas. Era demasiado maravilloso; era demasiado para ellas. Nunca en su vida habían visto nada semejante. Todos los cuartos estaban empapelados. Había cuadros en las paredes, pintados sobre el papel, completos con marcos dorados. Una alfombra roja cubría todos los pisos excepto el de la cocina; sillas de felpa roja en la sala de estar, verde en el comedor; mesas, camas con sábanas verdaderas, una cuna, una estufa, un aparador con diminutos platos y una jarra grande. Pero lo que a Kezia más le gustaba, lo que le gustaba terriblemente, era la lámpara. Estaba colocada en el centro de la mesa del comedor, una exquisita lámpara ambarina con un globo blanco. Incluso estaba llena para ser encendida pero, por supuesto, no se podía encender. Pero había algo como aceite dentro, que se movía al sacudirla.

Los muñecos padre y madre, tendidos muy tiesos como si se hubiesen desmayado en la sala, y sus dos hijitos dormidos arriba eran en realidad demasiado grandes para la casa de muñecas. No parecían pertenecer a ella. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia, decir: "Aquí vivo". La lámpara era real.

Las niñas de los Burnell se apuraron como nunca para llegar a la escuela al otro día. Ardían por contarles a todos, por describir, por... bueno... jactarse de su casa de muñecas antes de que tocase la campana de la escuela.

-Voy a hablar yo -dijo Isabel- porque soy la mayor. Y ustedes dos pueden hablar después. Pero primero voy a hablar yo.

No había nada que contestar. Isabel era autoritaria, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia sabían demasiado bien cuáles eran los poderes que confería el ser la mayor. Rozaron al caminar las matas de botones de oro al borde del camino y no dijeron nada.

-Y yo voy a elegir quién va a venir a verla primero. Mamá me dijo que podía.

Porque se había dispuesto que, mientras la casa de muñecas estuviese en el patio, podían invitar a las chicas de la escuela, dos por vez, a venir verla. No para quedarse a tomar el té, por supuesto, o para vagar por la casa. Pero sí para estar calladas en el patio mientras Isabel señalaba las bellezas que contenía, y Lottie y Kezia miraban complacidas...

Pero por más que se apuraron, al llegar a las negras empalizadas del campo de juego de los varones, la campana había empezado a sonar. Apenas tuvieron tiempo de quitarse de un manotazo los sombreros y ponerse en fila antes de que pasasen lista. No importaba. Isabel trató de compensarlo dándose aire de importancia y de misterio, y murmurando detrás de la mano a las niñas que estaban cerca: "Tengo algo que decirles en el recreo".

Llegó el recreo e Isabel fue rodeada. Las chicas de su clase casi se pelearon por poner sus brazos en torno de ella, por caminar con ella, por sonreír halagadoramente, por ser su amiga preferida. Desplegó toda una corte bajo los inmensos pinos a un lado del campo de deportes. Codeándose, riendo sin motivo, las niñas se apretaban a su alrededor. Y las dos únicas que estaban fuera del círculo eran las dos que siempre estaban fuera, las pequeñas Kelvey. Sabían perfectamente que no debían acercarse a las Burnell.

Porque el hecho era que la escuela a la que iban las niñas de Burnell no era en absoluto el lugar que sus padres habrían elegido si hubiesen podido elegir. Pero no había elección. Era la única escuela en varias millas. Y en consecuencia todos los niños del vecindario, las hijas del juez, las hijas del médico, las chicas del almacenero, las del lechero, estaban obligadas a estar juntas. Ni hablar de otros tantos niñitos maleducados y groseros que también asistían. Pero en algún punto había que establecer la separación. Ese punto era las Kelvey. Muchos de los chicos, incluidas las Burnell, ni siquiera tenían permiso para hablarles. Pasaban frente a las Kelvey con la cabeza levantada y, como establecían las normas de conducta en la escuela, las Kelvey eran evitadas por todos. Hasta la maestra tenía para con ellas una voz especial, y una sonrisa especial para con los otros niños cuando Lil Kelvey se acercaba a su escritorio con un ramo de flores de aspecto terriblemente vulgar.

Eran las hijas de una pequeña lavandera muy trabajadora, que iba de casa en casa y a la que se le pagaba por día.

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