La Flor Del Cóbre
NachoMartinez6 de Septiembre de 2012
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LA FLOR DEL COBRE
Resulta que una vez había un matrimonio que vivía en un campito, cerca de un pueblo en el sur. Los dos eran viejos, reviejos. Y resulta que el marido era tan flojo que nunca había trabajado en cosa alguna, y en cuanto le hablaban de hacer algo, se quejaba a gritos de sus muchas enfermedades y se iba a la cama, diciendo que ya poco le iba faltando para entregar su ánima al Tatita Dios. Y resulta también que la pobre mujer, a pesar de sus años, tenía que seguir comidiéndose para ella sola mantener el hogar.
Con la terrible pereza del marido, a quien llamaban don Quejumbre-No-Hace-Nada, el campito estaba hecho una maraña de zarzas y la casa se caía a pesar de los puntales que le habían arrimado algunos vecinos misericordiosos. Pero esto no era impedimento para que don Quejumbre-No-Hace-Nada siguiera durmiendo o lamentándose de sus males. Y resulta que un día estaba doña María Soplillo --que así se llamaba la mujer--zurciendo los pantalones de don Quejumbre-No-Hace-Nada cuando sintió que éste llegaba muy contento del pueblo, donde había ido en busca de remedios para las muelas.
Apenas la divisó le dijo:
--Figúrese la suerte, vieja...
--Usté dirá. Aunque sería mejor que diera antes las güenas tardes... --Güenas tardes. Pero no interrumpa. Figúrese la suerte... A la primera güelta del camino me le encontré con una señora muy encachá, que me preguntó pa'ónde iba. Yo le contesté que pa'l pueblo a mercar medicinas pa'l dolor de muelas. Entonces ella me ice qu'es meica y que me puede dar un remedio no sólo pa' las muelas, sino que es pa' toititos los males conocíos. Y voy entonces yo y le pregunto: "¿Y qué remedio es ése, Misiá?" Y ella al tiro me contesta: "Es la Flor del Cobre". "No la conozco, ni nunca la había oído mentar", le respondí. Y ella va y me ice: "Aquí tiene la semilla, váyase para su campito y la siembra, y en cuanto florezca verá cómo se alivia de sus muchos achaques".
--¿Y qué le dio, vieja?
--Esta bolsita con semillas. Mire. Al tiro las voy a sembrar.
Entonces doña María Soplillo se puso en pie, muy contenta al ver a su marido tan dispuesto y alegre. Y le preguntó:
--¿Dónde las va'sembrar?
--Aquí, no más, en la huerta. Pero la Misiá me'ijo tamién que tenía que sembrarlas toas y en tierra limpia y bien barbechá. Por suerte que no son muchas las semillas.
Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue en busca de la pala, el azadón y el rastrillo, que estaban por ahí, en un cuarto, todos llenos de telarañas y moho.
Por la tarde se pasó arreglando un retazo de tierra, sacando maleza, arrancando raíces, arando y rastrillando. Cuando llegó la puesta del sol estaba el retazo de huerta convertido en una lindeza de barbecho. Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue a acostar completamente rendido, dispuesto a levantarse al alba para sembrar las semillas de la planta del cobre, cuya flor había de mejorarle la salud.
Pero resulta que a la mañana siguiente, cuando comenzó a esparcir la semilla --que estaba en una bolsita de cuero no más grande que una mano cerrada-, ésta no terminaba nunca, y aunque don Quejumbre-No-Hace-Nada lanzaba grandes puñados al surco, el contenido de la bolsa no menguaba. ¡Y ya no había dónde sembrar más!
--¿Qué haré? --le preguntó a doña María Soplillo.
--Usté sabrá --dijo la mujer modosamente--. Pero, según dijo usté ayer, la Misiá le recomendó que sembrara toititas las semillas.
--Así no más jué --dijo el viejo.
Y se puso a preparar otra porción de tierra más grande que la que barbechara la víspera.
Pero
...