La aceptación de la diferencia
AruchaInforme26 de Febrero de 2015
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La Aceptacion de la Diferencia
La aceptación de la diferencia
Tulio Hernández
El Nacional, Caracas, domingo 14 de octubre de 2001
Dos declaraciones, casualmente hechas ambas por italianos, una de Silvio Berlusconi, el magnate, y otra de Oriana Falacci, la entrevistadora, han vuelto a colocar sobre el tapete el tema —tan entusiastamente manejado por Hitler— de la superioridad de una cultura sobre las otras. Que no hay duda de que la civilización occidental es superior, han dicho ambos, casi al unísono, con idéntica arrogancia e ignorancia —que a estos fines significan lo mismo—, llevándose de un solo tirón el que fue uno de los mayores esfuerzos de las disciplinas antropológicas del siglo XX: intentar demostrar que ni ética ni científicamente es correcto diseñar nada semejante a un hit parade de las civilizaciones, y que en asuntos de etnias y culturas no se puede operar a la manera de un concurso de belleza: nombrando un jurado que decida cuál es la más linda de la noche.
Pero otro italiano, a quien todos conocemos bajo el sonoro y autorizado nombre de Umberto Eco, les ha salido al paso escribiendo un riguroso, amoroso e históricamente sustentado ensayo que, bajo el título de “Guerra santa: pasión y razón”, fue publicado el pasado domingo 7 de octubre en el diario Clarín de Buenos Aires.
Eco, quien sabe de intolerancia y fanatismo más que la mayoría de los mortales, porque durante años se dedicó a estudiar las pugnas, purgas y crueles asesinatos ocurridos en el seno de los fundamentalismos católicos europeos del Medioevo —eso fue lo que contó en El nombre de la rosa—, enuncia como tesis fundamental la necesidad de utilizar los instrumentos del análisis y la crítica, para que cada cultura pueda entendérselas con sus propias supersticiones y con las del Otro, como el mejor camino hacia la paz, la tolerancia y la necesidad de compartir un planeta hasta nuevo aviso indivisible en su destino.
“Todas las guerras de religión que ensangrentaron al mundo durante siglos”, escribe nuestro autor, “nacieron de adhesiones pasionales a contraposiciones simplistas, como Nosotros y los Otros, buenos y malos, blancos y negros, fieles e infieles”. Y agrega, en lo que seguramente es la parte más lúcida y más oportuna de su razonamiento: “Si la cultura occidental demostró ser fecunda es porque se esforzó en eliminar, a la luz de la investigación y el espíritu crítico, las simplificaciones nocivas”.
Ese esfuerzo, el de eliminar las “simplificaciones nocivas”, que ha tenido su mejor expresión en las conquistas democráticas y en la reivindicación del reconocimiento de las diferencias —incluyendo, además de las raciales, las que tienen que ver con preferencias sexuales y opciones religiosas—, no ha sido por supuesto una marcha sin obstáculos, pues periódicamente ha tenido sus retrocesos o ha sido incapaz de penetrar en ciertas capas y dimensiones de las poblaciones occidentales y sus gobiernos. Hitler y Stalin, quienes, como los talibanes, asesinaban en masa, quemaban libros, perseguían a los homosexuales y condenaban a los opositores al ostracismo, son tan occidentales como los miembros de Ku-Kux-Klan; como los racistas de Sudáfrica que defendieron, y algunos todavía defienden, el derecho a excluir a la población negra como raza inferior; o, como los skinheads que apalean por igual a turcos, senegaleses o suramericanos. Y eso, sin embargo, no le da derecho a nadie a condenar la cultura occidental como bárbara, asesina o pecaminosa en su conjunto, o a bajarla unidimensionalmente de una supuesta ubicación en el ranking de las civilizaciones.
Como tampoco tiene razón la operación
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