La tolerancia
dogfaceTutorial23 de Abril de 2013
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RESUMEN
El valor de la tolerancia desemboca en una disyuntiva ética implícita en su obligado enfrentamiento con el fanatismo que supone la intolerancia a la que adversa, pues en el proceso práctico del establecimiento de la tolerancia, las sociedades propenden, o bien a caer en la indiferencia hacia el otro o, si procuran evitar este desenlace se exponen a desatar el efecto inverso, esto es a generar una nueva forma de fanatismo o de intolerancia. Aunque este dilema parece inexorable, no lo es. La posibilidad de una vía alternativa emerge desde la ética mínima de la interpelación.
Palabras claves: ética, diversidad, convivencia social, discriminación, fanatismo, indiferencia, interpelación.
1. Introducción
La tolerancia no remite a un problema academicista sino que surge de una necesidad de vida, de la necesidad de la convivencia humana que es ineludiblemente plural. La tolerancia se convierte en la respuesta que no pretende homogeneizar un mundo diverso, sino que lo asume, si se quiere, como un dato empírico del cual hay que partir; es requisito indispensable y valor central de una civilización planetaria, condición de una vida en común de un mundo diverso. Así lo concibió las Naciones
Unidas en la llamada Declaración del Milenio, resolución aprobada por su Asamblea General, el 13 de setiembre del 2000, como deber de los seres humanos de “respetarse mutuamente, en toda su diversidad” (NN UU, 2000: 2).
Una de las vías para el esclarecimiento y realización de la tolerancia es su discusión en el terreno de la ética axiológica que fundamenta sus valores en el plexo socio-natural de la vida, esto es, en la vida práctica -Lebenswelt- del sujeto.
Sin embargo, cada vez que se pretende llevar a la práctica -realizar o hacer realidad- la tolerancia, surgen disyuntivas que se encuentran en íntima relación con la condición humana y la índole de sus producciones. Las dificultades para enfrentar la intolerancia, y desarrollar una sensibilidad y racionalidad que propenda a la tolerancia, no acaban al decretar la intolerancia como estado indeseable, como un antivalor, pues al interior de la misma tolerancia se encuentra un valladar decisivo: el tratamiento y contenido de sus valores engarzados con sus producciones institucionales.
El establecimiento en el plexo valorativo de una sociedad, del conjunto de valores que sustenta una cultura que apela a la tolerancia, exige resolver las mismas dificultades que ella plantea. Ello supone localizar en qué lugar preciso reside el valor de la tolerancia, en donde encuentra su virtud. El debate y la práctica se mueve en una disyuntiva en la que o bien se rechaza todo límite que constriña la tolerancia, o bien se establece uno infranqueable y absoluto. En el primer caso se anuncia la indiferencia como valor, y en el segundo el fanatismo. La ética axiológica encuentra aquí un desafío.
2. El fanatismo de la tolerancia y el efecto inverso en la ética
Una vez que se admite la deseabilidad de una convivencia humana que extirpe la persecución y el trato discriminatorio, esto es, que procure el establecimiento del valor de la tolerancia, la dificultad primera con la que se encuentra la ética de la tolerancia, es no convertir su objetivo en otra fuente de fanatismo igual al que rechazó. Este efecto inverso -también llamado efecto perverso (Boudon, 1980)- que provoca que la tolerancia se convierta en intolerancia, tiene lugar por el tratamiento que reciben las contenciones o valores fundantes que porta, sus condiciones de posibilidad; específicamente, aquel tratamiento que absolutiza los contenidos, cualquiera que éstos sean. La absolutización de los contenidos concretos -y por ello relativos- de la tolerancia, conduce al fanatismo, a una “tolerancia forzada” (Kolakowski, 1986: 119).
En efecto, el tratamiento absoluto de los valores que establece cada tolerancia, derivan en una moral sustentante del fanatismo que se autojustifica en la paradoja “intolerancia a la intolerancia”, resultado del efecto inverso. Tal inversión está implícita en la formulación política de John Locke y Jean Jacques Rousseau. El efecto inverso que hace de cierta intolerancia un valor, surge una y otra vez, condicionando diversas prácticas: la lectura más inmediata la realizaron los jacobinos en la época del terror de los revolucionarios franceses, traducida por Louis-Antoine-Lion de Saint Just como “ninguna libertad a los enemigos de la libertad”; durante la Guerra Fría se puede encontrar en
los siguientes términos, “hay una insensatez, la intolerancia, difícil de tolerar. (Popper, 1994: 244).
La declaración de las Naciones Unidas, “Eliminación de Todas las Formas de Intolerancia” (cfr. Odio,1989), enuncia el efecto inverso desde su título, pues eliminar la intolerancia implica desarrollar una intolerancia contra la intolerancia. Una vez más se declara como paradoja. Igualmente lo expresa Tzvetan Todorov, quien admite que “ella implica su propia negación” (1993:183), dado que “la intolerancia es intolerable” (Todorov, 1993: 191). En Centroamérica, el escritor Ramírez Mercado emplea la misma herramienta contra la “presión cubana” que dice haber tenido lugar en eventos acaecidos en Nicaragua, relativos a una conmemoración de la obra de José Martí, según lo manifiesta en un artículo que directamente titula, “no tolerar la intolerancia”, concluye reiterando “mi repudio total a la intolerancia” (Ramírez, 2002: 15 A). Herbert Marcuse lo reconoce explícitamente: “la realización del objetivo de la tolerancia exige intolerancia” (Marcuse, 1977: 77).
El carácter persecutorio del fanatismo que se establece en la tolerancia, brota y se advierte tarde o temprano, pues al establecer como valor absoluto la tolerancia, la intolerancia que ella exige, será intransigentemente establecida hasta arribar al fanatismo. El círculo se cierra cuando se evade la cuestión sobre ¿qué es lo que no toleran los catalogados ahora como intolerantes?, y de inmediato se convoca a la represión. Sin responder a tal pregunta, simplemente se llama a la intolerancia que se justifica en la tolerancia; en ese momento pierde su carácter de tolerancia y deriva en una forma de fanatismo más. A partir de ahí reclamará el derecho a reprimir, “si es necesario por la fuerza... y... en nombre de la tolerancia” (Popper, 1984: 268), a los declarados intolerantes.
Es posible reconocer que los fanatismos han tomado dos formas plenamente diferenciables: una estrecha y otra amplia. François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, ilustra perfectamente la primera forma de fanatismo implícito en la tolerancia. Sin ningún empacho defendió la libre expresión del pensamiento en estos términos: “proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo”. Esta supuesta tolerancia a la expresión de las ideas, supone un fanatismo afectado por el efecto inverso que llega hasta la persecución a muerte de quien discrepe de su persona. Otra versión del fanatismo estrecho se encuentra en la obra de John Locke.
... se puede destruir a un hombre que nos hace la guerra o que ha manifestado odio contra nosotros, por la misma razón que podemos matar a un lobo o a un león. Esa clase de hombres no se someten a los lazos de la ley común de la razón no tienen otra regla que la de la fuerza y la violencia; por ello pueden ser tratados como fieras, es decir, como criaturas peligrosas y dañinas. (Locke, 1973: 14, énfasis agregados)
Este trato discriminatorio al extremo, está sustentado en una valoración absoluta de los valores específicos en los que se sustenta la tolerancia; se trata de una intolerancia absoluta y enteramente excluyente. La condición humana constituye una condición que bien puede suspenderse. Hay quienes deben –y con frecuencia- ser declarados fuera del género humano: fieras salvajes, criaturas peligrosas, bestias salvajes. Así procede también el principio de la tolerancia absoluta que le suspende la tolerancia a través de su exclusión del género humano. (La apertura de los centros de reclusión en la Base Militar que el Estado norteamericano mantiene en Guantánamo, territorio cubano, para interrogar y torturar a quienes son declarados sospechosos de terrorismo, es una práctica apegada a este fanatismo estrecho.) Aquí ya es manifiesto el efecto inverso.
Si alguno pretende violar las leyes de la equidad y la justicia públicas que han sido establecidas para la preservación de estas cosas, su pretensión se verá obstaculizada por el miedo al castigo, que consiste en la privación o disminución de esos intereses civiles u objetos que, normalmente, tendría la posibilidad y el derecho de disfrutar. (Locke, 1988: 9, énfasis agregado)
Aunque los derechos han sido universalizados, este universalismo por decreto se reserva el derecho a suspenderlos y suprimirlos, el derecho a decidir quién disfruta y quién no de tales derechos universales. Establece que se le violen todos los derechos que se le decretaron a todos, a quienes son declarados fuera del género humano, para que sean tratados como “fieras salvajes” (Locke, 1973: 139), esto es, dada la universalidad del castigo, que cualquiera o todos, apliquen la violencia contra aquél que ha sido excluido (Locke, 1973: 95). Por ello, incluso a los propietarios que no respeten la propiedad, no se les respetará la propiedad.
El debate acaecido en el año 1550 -la conocida “controversia de Valladolid”- en donde Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas procuraban dirimir la peculiar cuestión de si los habitantes del llamado
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