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MIRAR A MÉXICO CON MÁS HONESTIDAD


Enviado por   •  2 de Marzo de 2015  •  2.147 Palabras (9 Páginas)  •  644 Visitas

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MIRAR A MÉXICO CON MÁS HONESTIDAD

Alguna vez, el periodista Julio Scherer García le pidió a Ernesto Zedillo que le hablara de su amor por México. Le sugirió que hablara del arte,

de la geografía, de la historia del país. De sus montañas y sus valles, sus volcanes, sus héroes y sus tardes soleadas. El expresidente no supo

qué contestar. Hoy es probable que muchos mexicanos tampoco sepan cómo hacerlo. Hoy el pesimismo recorre al país e infecta a quienes

entran en contacto con él. México vive obsesionado con el fracaso. Con la victimización. Con todo lo que pudo ser pero no fue. Con lo perdido, lo

olvidado, lo maltratado. México estrena el vocabulario del desencanto. Se siente en las sobremesas, se comenta en las calles, se escucha en los

taxis, se lee en las pintas, se lamenta en las columnas periodísticas, se respira en los lugares donde aplaudimos la transición y ahora padecemos

la violencia.

México vive lo que el politólogo Jorge Domínguez, en un artículo en Foreign Affairs, bautizó como la “fracasomanía”: el pesimismo persistente

ante una realidad que parece inamovible. Muchos piensan que la corrupción no puede ser combatida; los políticos no pueden ser propositivos; la

sociedad no puede ser movilizada; la población no puede ser educada; los buenos siempre sucumben; los reformadores siempre pierden. La luz

al final del túnel sólo ilumina el tren a punto de arrollar a quienes no pueden eludir su paso. El país siempre pierde. Los mexicanos siempre se

tiran al vacío desde el Castillo de Chapultepec y no logran salir de allí. Por ello es mejor callar. Es mejor ignorar. Es mejor emigrar.

En México, como diría Elías Canetti, los pesimistas son superfluos y la situación actual demuestra por qué. Éstos son los tiempos nublados de

muertos y heridos. De poderes fácticos y reformas postergadas. De priístas robustecidos y panistas divididos. De ciudadanos que quieren vigilar

el poder y de partidos que abusan de él. Del sabotaje a las instituciones electorales y del auto-sabotaje de la izquierda.Todos los días leemos una

crónica de catástrofes; una crónica de corruptelas; una crónica de personajes demasiado pequeños para el país que habitan.

México partido entre la “triste tristeza” de unos y la precaria tranquilidad de otros. México dividido entre la cabizbaja confusión de unos y la

contundente certidumbre de otros. País que alberga a quienes compran en Saks Fifth Avenue e ignoran a quienes piden limosna en los

camellones a unos metros de allí. País que preserva su pasado pero también lo habita. Orgulloso de la modernidad que ha alcanzado pero

impasible ante los millones que no la comparten. Paraje peleado con sí mismo, impulsado por los sueños del futuro y perseguido por los lastres

del pasado. El México nuestro. De rascacielos y chozas, BMWs y burros, internet y analfabetismo, murales y marginados, plataformas petroleras y

ejidos disecados, riqueza descomunal y pobreza desgarradora. País sublime y desolador.

Habrá muchos que aplaudirán lo logrado en las últimas décadas: la transición electoral, la estabilidad macroeconómica, el Tratado de Libre

Comercio, la creación de una clase media que comienza —poco a poco— a crecer, el ingreso per cápita de casi nueve mil dólares, el programa

Oportunidades. Logros, sin duda, pero demasiado pequeños ante el tamaño de los retos que el país enfrenta. Democracia. Equidad. Buen

gobierno. Justicia. La posibilidad de un México capaz de soñar en grande.

Ante esos retos surge el imperativo de que los mexicanos evalúen a su país y a sí mismos con más honestidad. Sin las anteojeras de los mitos

y los intereses y los lugares comunes que buscan minimizar los problemas. Sin las máscaras que Octavio Paz describió en El laberinto de la

soledad, y que contribuyen a nuestro pernicioso “amor a la Forma”. En México mostramos una peligrosa inclinación por ordenar superficialmente

la realidad en vez de buscar su transformación profunda. México, la nación que no logra encarar sus problemas con la suficiente franqueza y por

ello transita de acuerdo en acuerdo, de reforma minimalista en reforma minimalista, de paliativo en paliativo, del laberinto de la soledad al yugo

de las bajas expectativas.

La reverencia al statu quo que tantos mexicanos despliegan contribuye a inhibir el cambio, a embargar el progreso, a coartar la creatividad.

Convierte a los hombres y a las mujeres del país en espectadores, postrados por la devoción deferencial a una narrativa que necesitarán

trascender si es que desean avanzar. Esa historia memorizada de tragedias inescapables, conquistas sucesivas, humillaciones repetidas,

traiciones apiladas, héroes acribillados. Esa historia oficial, fuente de actitudes que dificultan la conversión de México en otro tipo de país.

Actitudes fatalistas, resignadas, conformistas, profundamente enraizadas en la conciencia nacional.

Actitudes compartidas por quienes asocian el cambio con el desastre y perciben la estabilidad como lo más a lo que es posible aspirar.

Actitudes desplegadas por los apologistas del pasado que obligan al país a cargar con su fardo. Incapaces de comprender que “todo eso que

elogian es lo que hay que desmontar”, en palabras de Sebastián, el personaje modernizador de la novela La conspiración de la fortuna de Héctor

Aguilar Camín. Incapaces de enderezar lo que la Revolución y el PRI, la reforma agraria y el corporativismo, y la corrupción, enchuecaron.

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