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Monterroso


Enviado por   •  29 de Mayo de 2013  •  3.966 Palabras (16 Páginas)  •  279 Visitas

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MONTERROSO: EL JARDÍN RAZONADO

Augusto Monterroso conoce tan a fondo los géneros canónicos que prefiere abordarlos como parodia. Desde su título, Obras completas (y otros cuentos), el delgado volumen con el que debutó en 1959, es una lección de ironía: cada frase significa al menos dos cosas y cada texto rinde un irreverente homenaje a la historia de la literatura.

En el relato «El eclipse», un misionero concibe una estratagema para evitar que los mayas lo sacrifiquen. Sabe que habrá un eclipse total y anuncia: «puedo hacer que el sol se obscurezca en su altura». Los indios deliberan durante un rato; luego, sacan el corazón de fray Bartolomé. El misionero ignoraba que su «magia» era la ciencia de los astrónomos mayas. En la misma vena, Monterroso se ocupa de la Sinfonía inconclusa de Schubert y demuestra lo desastroso que sería encontrar las partes faltantes de la partitura que el público ha imaginado tan provechosamente durante muchos años. Toda obra perfecta depende de cierta imperfección que permite quejarse de que no sea «perfecta». Esta paradoja sobre los modos de percibir el arte se ahonda en «El dinosaurio», que discute la teoría del cuento en siete palabras: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.» El autor se limita a narrar el desenlace del relato; el planteamiento y el nudo de la argumentación pertenecen a la realidad virtual: el lector debe imaginar las condiciones en que el protagonista soñó la bestia que termina ingresando a su universo. De acuerdo con Italo Calvino, estamos ante uno de los máximos ejemplos de rapidez literaria; una sola frase condensa y remata la rica corriente de las historias donde se mezclan los planos de la vigilia y el sueño. De nuevo: la creación deriva de la crítica, de la insumisa relectura. Monterroso brinda sólo el desenlace del cuento porque se sirve de una fórmula conocida; el mecanismo se ha usado tanto que unas palabras bastan para inferir la trama. No es extraño que el animal del cuento pertenezca a la lluviosa edad jurásica; estamos ante un tema que se reitera desde el Origen. ¿Significa esto que debamos olvidar su atractiva amenaza? En modo alguno. La parodia preserva la tradición que ridiculiza; ofrece un original camino de retorno para los temas sabidos de antemano.

En su segundo libro, Monterroso recuperó un género aún más antiguo. La Oveja negra y demás fábulas (1969) es una ilustrada reserva para una forma literaria en extinción. En la fábula quedan pocas tierras vírgenes; los animales de Esopo y La Fontaine adornan los pabellones de varias generaciones de celosos taxidermistas. En consecuencia, los padecimientos de esta selva llevan el sello de la hora: la Rana sufre crisis de identidad y teme que sus ancas sepan a pollo y el Rayo, animal de luz, se deprime cuando cae por segunda vez en el mismo sitio y ya no causa suficiente daño.

El bestiario arranca con dos bromas sobre la experiencia zoológica. En primer término el autor agradece a las autoridades del Zoológico de Chapultepec por haberle permitido entrar en sus jaulas «para observar in situ determinados aspectos de la vida animal». Esta exageración es un alegre ataque a los que creen que la verosimilitud depende del conocimiento sensible y piensan que sólo quien respira el aliento de la fiera tiene derecho a describirla. Al presumir su celo de fabulista enjaulado, Monterroso refrenda su gusto por la sátira y logra que sus palabras se interpreten al revés. La siguiente bandera con la que marca su territorio es el epígrafe de K’nyo Mobutu: «Los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos de éste.» Sólo al revisar el caprichoso «Índice onomástico y geográfico» que cierra el libro se advierte que Mobutu es un antropófago; por eso no distingue los fiambres animales de los humanos. Al respecto, conviene recordar una sentencia de Movimiento perpetuo: «el verdadero humorista pretende hacer pensar, y a veces hasta hacer reír.» El chiste sobre el antropófago es un pretexto para la reflexión: hay que evitar que los animales literarios se parezcan demasiado a los hombres; la contigüidad excesiva puede llevar a una rancia pedagogía, donde cada graznido es «simbólico» y cada rebuzno «ejemplar». Monterroso señala los límites de su invención: quienes pastan o rugen en sus fábulas guardan un agudo, aunque siempre relativo, parentesco con quienes fuman o se ruborizan al otro lado de la página.

El escritor irónico pide ser interpretado, pero también previene contra los absurdos de la sobreinterpretación. La fábula inicial de La Oveja negra, «El Conejo y el León», trata de un psicoanalista que visita la naturaleza y «entiende» que el conejo se aleja del León por cortesía, para no asustarlo con su fuerza. Este error de lectura alerta contra las indagaciones fáciles: el lebrel con prisas le ladra al árbol equivocado.

Algunos años después del éxito de La Oveja negra, Monterroso se opuso a quienes deseaban no sólo leer sus fábulas sino ser amaestrados por ellas: «Ninguna fábula es dañina excepto cuando alcanza a verse en ella alguna enseñanza» («la palabra mágica»). Manual de escepticismo, su obra repudia las verdades absolutas, incluso las que pudieran establecerse en sus páginas, y recurre a tres lemas para vigilar las vastas filosofías y las opiniones de ocasión:

Descubrir el infinito y la eternidad es benéfico.

Preocuparse por el infinito y la eternidad es benéfico.

Creer en el infinito y la eternidad es dañino.

En otras palabras, los grandes asuntos merecen la perplejidad y la reflexión, pero no la fe ciega. La duda es el máximo auxiliar del hombre de ideas. Hay que desconfiar de lo que uno piensa y más aún de lo que uno escribe.

Casi una década después de La Oveja negra, el autor se presentó como novelista y este nuevo desafío extremó su habilidad paródica. Lo demás es silencio (1978) puede ser descrita como «novela reacia», en honor a la «estrofa reacia» de Alfonso Reyes. Tomado «en serio», el tema da para una dilatada Bildungsroman; sin embargo, el libro trata modestamente de Eduardo Torres, entrañable genio del lugar común, gloria municipal de San Blas, S.B. si la vida del protagonista es una fallida educación sentimental, su biografía (siempre falta de sujeto) es una desmañada recopilación de citas y testimonios.

En el epígrafe, la frase final del monólogo de Hamlet («the rest is silence») se atribuye a una obra de estruendo (La tempestad); este error anticipa los dislates del faso erudito de San Blas.

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