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Novelas Romanticas


Enviado por   •  9 de Noviembre de 2012  •  35.805 Palabras (144 Páginas)  •  1.043 Visitas

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En las redes del amor

Barbara Cartland

Ivo Broome no podía sospechar, al emprender viaje aquella noche hacia su casa de campo, que iba a tener un encuentro sorprendente: Clara, una bonita joven que, disfrazada de chico, se había ocultado en su carruaje para escapar de lo que consideraba “un destino peor que la muerte”. Mujeriego y egocéntrico, Ivo era también un caballero, así que no podía dejar de prestarle ayuda… Pero las cosas se complicaron cuando apareció el tutor de Clara y le puso entre la espada y la pared: o se casaba con ella o se vería ante los tribunales, acusado de rapto.

¿Aceptaría el orgulloso Ivo Broome semejante imposición?

CAPÍTULO 1

1820

El marqués de Broome ahogó un bostezo.

La atmósfera cálida y sofocante de la mansión Carlton le parecía más intolerable que de costumbre y se preguntó cuán pronto podría irse.

Aunque admiraba al príncipe Regente por numerosas razones, las interminables fiestas que se sucedían una a la otra, todas muy semejantes, comenzaban a hastiarle.

Lo único cambiante en ellas era el corazón del regente. Al marqués le parecía que, aquella noche, lady Hertford estaba a punto de salir de él y que su lugar sería ocupado muy pronto por la marquesa de Conyingham.

Fuera quien fuese la mujer gruesa y madura que llegara a interesar al regente en determinado momento, su conversación sería muy similar a la de la anterior y, cada vez que abriera la boca, revelaría su ignorancia respecto a los sentimientos que imperaban en el país.

Si había algo de lo que el marqués disfrutaba en la mansión Carlton, era la colección de pinturas que el regente aumentaba casi cada semana, junto con los muebles, las estatuas y otros objetos de arte que convertían la residencia principesca en un museo.

Volvió a bostezar Broome y esta vez uno de sus amigos, lord Henry Hansketh, que pasaba junto a él, se detuvo para decir:

—¿Estás aburrido, Ivo, o sólo cansado por los excesos de anoche?

—Aburrido —se limitó a contestar el marqués.

—Pensé que habías escogido a la mejor del grupo —continuó Henry Hansketh—. En cuanto a mi propia muñeca, hablaba demasiado, y si hay algo que me fastidie, es una mujer parlanchina al amanecer.

El marqués no contestó y su amigo recordó entonces que una de sus reglas era no hablar nunca de las mujeres que le interesaban, ya se tratara de una dama aristocrática o de una meretriz.

—Creo que el príncipe se retirará muy pronto —dijo para cambiar de tema—. Es una bendición que, a medida que va envejeciendo, prefiera acostarse más temprano.

—En eso estoy de acuerdo contigo —convino Broome—. Recuerdo ocasiones en que ya había amanecido cuando su alteza que entonces sólo era príncipe de Gales, decidía por fin irse a la cama.

—Sí, yo también lo recuerdo —sonrió.

Pero Ivo Broome ya no lo escuchaba. Se había percatado de que el príncipe ofrecía su brazo a lady Hertford, lo cual significaba que se disponía a salir del salón chino en que se encontraban.

Calculó que con un poco de suerte podría retirarse dentro de los diez minutos siguientes.

Como si hubiera expresado su intención con voz alta, lord Hansketh preguntó:

—¿Cuál es tu próxima cita, Ivo? Me pregunto si podré adivinar quién te espera.

—Puedes ahorrarte tus odiosas insinuaciones o dirigirlas contra otro —contestó el marqués—. En realidad, tan pronto como salga de aquí me iré a mi residencia campestre.

—¿A esta hora de la noche?

—¡Qué importa! Tengo un caballo que estoy deseando probar antes de la carrera de obstáculos del próximo sábado.

—La cual, por supuesto, te propones ganar.

—Depende de lo bueno que sea ese potro.

Durante un momento permaneció en silencio. Después Henry Hansketh exclamó:

—¡Por supuesto! Ya sé de lo que hablas. Compraste varios caballos en la subasta del pobre de D’Arcy y supongo que ese es uno de ellos.

—Supones bien —afirmó el marqués en tono seco—. Me molesté mucho cuando D’Arcy compró a Agamenón en la feria Tattersall, un día en que me fue imposible ir.

—¡Agamenón! Recuerdo ese caballo… ¡Es magnífico! Causó sensación porque se necesitaron tres hombres para llevarlo a la pista.

Había una leve sonrisa en los labios del marqués cuando dijo:

—Me advirtieron lo salvaje que era y, aunque me ofrecí a comprárselo a D’Arcy, él insistió en conservarlo para poder obtener más dinero. Pero no tuvo oportunidad de controlarlo por sí mismo.

—Lo que, desde luego, tú podrás lograr fácilmente —señaló Henry Hansketh en tono burlón.

—Es lo que me propongo hacer —contestó Broome sin alterarse.

Hablaba con seguridad, con la confianza total en sí mismo que le era característica.

Era un hombre sumamente apuesto, más alto que la mayoría de los que se encontraban en el salón, y no había un solo gramo de grasa superflua en su cuerpo esbelto y atlético.

Ivo Broome era muy admirado por sus éxitos en el mundo deportivo. Los aficionados a las carreras de caballos incluso le aplaudían nada más verle aparecer en el hipódromo.

Al mismo tiempo, quienes se consideraban sus amigos pensaban que era un hombre incomprensible, un verdadero enigma para todos.

Aunque todas las mujeres bellas que le conocían estaban dispuestas a poner el corazón a sus pies, él tenía fama de no poseerlo y ser cruel con las que le amaban.

—¡Es un canalla! —sollozaba una famosa beldad ante cuantas personas se prestaban a escucharla.

Esto resultaba extraño, puesto que Broome se oponía decididamente a cualquier tipo de crueldad en lo que a los deportes se refería. En cierta ocasión se le había visto azotar con un látigo a un hombre que descubrió maltratando a un caballo.

Las lágrimas de una mujer, en cambio, le dejaban indiferente, sin que le conmoviera su patetismo ni su belleza.

Como era costumbre en su época, tenía siempre a alguna cortesana bajo su protección. Ésta era invariablemente una “incomparable”, una belleza codiciada por todos los nobles de Londres, a quienes se la quitaba delante de las narices.

—No creo que Broome tenga el menor interés por las mujeres que instala en su casa de Chelsea y a las que cubre de brillantes —comentaba no hacía mucho lord Hansketh con un amigo en el club White—. Pero le agrada ver cómo nos enfurece no poder vencerle nunca.

—Si lo que insinúas es que Broome no se interesaba realmente por Linette, creo que soy capaz de pegarle un balazo —contestó su interlocutor.

Hansketh se echó a reír.

—Tienes tantas posibilidades de hacerlo, Charles, como de volar a la luna. ¿Has olvidado lo rápido que es con la pistola? No se sabe de nadie que le haya vencido en un duelo todavía.

—¡Maldito sea! ¿Por qué tiene que llegar siempre primero a la meta, lo mismo se trate de caballos que de mujeres?

Henry Hansketh volvió a reír.

—Le tienes envidia, eso es lo que pasa. Pero como yo soy buen amigo de Ivo y le tengo mucho cariño, me doy cuenta de que no es un hombre feliz.

—¡No te creo! —exclamó el llamado Charles—. ¿Cómo puede no ser feliz con todo lo que posee? Tiene tanto que ya he perdido la cuenta.

—Aún así, creo que a Ivo le hace falta algo más en la vida.

—¡Imposible! ¿Qué puede faltarle a un hombre como él, si lo tiene todo?

Henry Hansketh no contestó, pero cuando se dirigía desde el club hacia su casa, situada en la calle de la Media Luna, iba pensando que durante todos los años que llevaba siendo amigo íntimo de Ivo Broome, nunca lo había visto enamorado.

Todavía eran muy jóvenes cuando sirvieron juntos en el ejército, a las órdenes de Wellington. Broome, que aún no había heredado el título de marqués, destacó no sólo por ser el oficial mejor parecido, sino también el más valeroso y, sin duda alguna, el más admirado.

Cuando ambos estaban de licencia, disfrutaban en compañía de mujeres muy atractivas, tanto del gran mundo como cortesanas.

En tanto que sus amigos suspiraban, perseguían y cautivaban, si tenían suerte, a las que les gustaban, Ivo permanecía siempre alejado y, si alguna vez deseaba a alguna mujer, ni sus más íntimos amigos se daban cuenta de ello.

A él las mujeres le perseguían, en tanto que sus amigos debían esforzarse en la conquista. Hansketh había visto las numerosas misivas perfumadas que llegaban desde primeras horas de la mañana a su casa de la plaza Berkeley.

Si las leía y si las contestaba alguna vez, seguía siendo un misterio; pero que las recibía era indudable.

Los chismosos, en sus interminables comentarios sobre la vida amorosa de Ivo Broome, no lograban encontrar nada que indicara su intención de casarse.

Ahora Henry Hansketh se preguntaba si su amigo iría solo a Broome, la casa solariega de su familia, o le sugeriría que le acompañara.

Si había algo con lo que disfrutaba de veras, era montando los soberbios caballos del marqués. Además, llevaban siendo amigos tanto tiempo, que siempre tenían muchas cosas que discutir y las horas que pasaban juntos no sólo eran estimulantes en el sentido intelectual, sino también muy divertidas.

Henry recordó que, desafortunadamente, le había prometido al regente que al día siguiente le acompañaría al palacio de Buckingham para preguntar por la salud del rey.

Su majestad se iba acabando día a día. Tenía ya ochenta y dos años y, en los últimos meses se había debilitado de forma considerable.

Como esta eterna espera deprimía al regente, casi siempre invitaba a alguno de sus amigos a que le acompañara en las obligadas visitas a su padre enfermo.

—¿Cuándo volverás? —le preguntó Hansketh a Broome.

—Éste, que observaba cómo el regente efectuaba numerosas y prolongadas despedidas en el extremo opuesto del salón, contestó:

—No estoy seguro. El miércoles o tal vez el jueves.

—Si no has regresado para entonces, iré a reunirme contigo —prometió Henry.

—Esa será una buena razón para que me quede en Broome. No entiendo cómo es posible que alguien prefiera Londres cuando en el campo hay tantas cosas interesantes que hacer. Lo único que me consuela es que, al parecer, el rey se está muriendo de verdad esta vez, y el príncipe ha comentado que en cualquier momento cancelará todas las fiestas. Eso nos librará por algún tiempo.

—Me has animado — sonrió Henry—. Pero sospecho que esa devoción filial de su alteza no durará mucho.

El marqués no contestó; pero su expresión era mucho más elocuente que las palabras. Hansketh estaba seguro de que, aunque a él le resultaría imposible escapar de algunas de las fiestas de la mansión Carlton, Broome se las ingeniaría para lograrlo.

El regente se dirigía por fin hacia la puerta, y todas las damas hacían profundas reverencias a su paso, en tanto que los caballeros inclinaban la cabeza con respeto.

Grueso y rubicundo, aunque con un indefinible encanto que nadie podía negar, el príncipe, con lady Hertford colgando de su brazo, desapareció de la vista y el marqués exclamó:

—¡Ahora puedo irme! ¿Quieres que te lleve a algún lado, Henry?

—No, gracias. Tengo que hablar con dos o tres personas antes de irme. No te quedes en Broome más tiempo del necesario. De cualquier modo, te envidio porque vas a respirar aire fresco y disfrutarás de la batalla con Agamenón.

La leve sonrisa del marqués reveló que así lo esperaba.

—Lo mejor será que te comprometas de una vez por todas a reunirte conmigo el jueves por la noche o el viernes por la mañana —sugirió—. Así, por mucho que nos necesite el príncipe aquí, no volveremos hasta el lunes.

—Muy bien, Ivo —aceptó Hansketh—. Había prometido cenar con cierta guapa dama el viernes, pero me excusaré con ella e iré a Broome.

El marqués, eludiendo con destreza a la princesa de Lieven, esposa del embajador de Rusia, se apresuró a salir del salón chino. La princesa era una mujer ingeniosa y parlanchina que le perseguía desde hacía algún tiempo sin conseguir su objetivo.

Bajó aprisa la hermosa escalera doble, que había constituido el asombro de quienes la vieron, recién inaugurada la casa, y llegó al espléndido vestíbulo de columnas jónicas, construidas en mármol de Siena color café.

Un lacayo le puso una capa forrada de piel y Broome salió al alto pórtico de estilo corintio, donde otro sirviente se apresuró a pedir su carruaje. Éste, tirado por seis potros negros idénticos, no tardó en aparecer.

Acababa de ser entregado por el fabricante y era tan ligero que sus ruedas amarillas casi parecían no rozar el suelo.

Cuando el marqués se instaló en el vehículo, el lacayo puso una manta de marta cebellina sobre sus rodillas y, tras cerrar la puerta adornada con el escudo de los Broome, saltó al pescante. Entonces los caballos se pusieron en marcha.

Si algo disgustaba al marqués, era que un viaje le llevara demasiado tiempo.

Exigía que el cochero guiase con la misma habilidad que lo hacía él mismo y a tal velocidad que quienes viajaban con él solían permanecer tensos en el borde del asiento, preguntándose si llegarían vivos a su destino.

Broome no sentía inquietud al respecto. Tenía completa confianza en sus cocheros, que trabajaban para él desde hacía muchos años.

Tan pronto como dejaron atrás el tráfico de Pall Mall, Saint James y Piccadilly el marqués se arrellanó en el acolchado asiento, levantó sus piernas cubiertas por medias de seda y puso los pies sobre el asiento de enfrente, el cual tenía debajo una caja fuerte, con cerradura muy especial, en la que Broome transportaba sus cosas de valor cuando viajaba. Estaba disimulada de tal modo que los salteadores de caminos, se eran lo bastante intrépidos como para detener el carruaje, no advertían su existencia.

Él mismo la había diseñado, asegurándose de que fuera lo bastante ancha y profunda como para contener todo lo que quisiera llevar consigo.

Pero, en aquellos momentos, el marqués no pensaba en el carruaje, sino en el placer que experimentaría al día siguiente, montando a Agamenón por primera vez.

Le entusiasmaba la idea de luchar con un caballo que requeriría toda su experiencia como jinete.

Pero también, como Hansketh había supuesto, estaba un poco cansado.

El marqués no se fatigaba fácilmente, pero había dormido muy poco en las últimas noches.

Aunque se acostara muy tarde cuando estaba en Londres, nunca dejaba de levantarse temprano para pasear a caballo por Hyde Park, antes de que la presencia de otros jinetes impidieran el tipo de ejercicio que deseaba.

Además, aquella mañana, después del desayuno, había ido a Winbledon para presenciar una lucha entre dos púgiles, uno de los cuales era protegido suyo. Como de costumbre, era éste quien había ganado.

Después había almorzado con el primer ministro y un miembro del gabinete, con los cuales había discutido algunos problemas en los que estaba muy interesado.

Le preocupaban los estallidos de violencia, la conducta revolucionaria y las feroces amenazas contra el orden social, que había caracterizado el año mil ochocientos quince y parecían a punto de rebrotar.

Algunos políticos optimistas creían que los temores al respecto eran exagerados; pero lord Sidmouth había apoyado al marqués, opinando que “las nubes acumuladas en el norte estallarían en cualquier momento”. Hubiera querido convencerse, añadió, de que disponía de suficientes medios para contener el espíritu rebelde, fuese por la ley o por la fuerza.

Ningún amigo del marqués, exceptuando a Henry Hansketh, sabía que, en aquellas reuniones con los dirigentes de la nación, se escuchaban sus ideas con sumo interés.

“¡Es necesario hacer algo y pronto!”, se dijo ahora Broome. “De otra manera, nos veremos en dificultades. Ya se ha dejado pasar mucho tiempo sin efectuar ciertas reformas indispensables”.

Comenzó a enumerar para sí las medidas que adoptaría si fuese primer ministro. Para entonces habían llegado ya a campo abierto y viajaban ya a gran velocidad por caminos muy secos pues hacía tiempo que no llovía y sólo caían leves heladas por la noche.

Al planear el viaje, Broome sabía que habría luna llena, por lo tanto, el cochero no tenía que depender de la inadecuada luz de las linternas del coche para ver con claridad el camino.

Les llevaría menos de dos horas llegar a Broome, que se encontraba en las colinas de Surrey.

Estaba a punto de quedarse dormido cuando le despertó un hecho extraño: por alguna razón que no lograba entender, sus pies parecían haber sido levantados.

Cruzó por su mente la idea de que tal vez la caja fuerte no había sido bien cerrada. Esto le contrarió, ya que esperaba la perfección en cuanto le rodeaba.

Irritado, bajó los pies, apartó la manta de piel y se inclinó para palpar el cerrojo. Entonces, para su asombro, la tapa—asiento se levantó aún más y, a la luz de la luna que penetraba por las ventanillas, notó que la estaban empujando desde el interior.

—¿Qué diablos…? —comenzó a decir entre dientes y, rápidamente, introdujo una mano en la negra abertura. Con dedos de acero, asió lo que se movía en el interior de la caja.

Se oyó un grito de dolor y el marqués, notando que había cogido algo tibio y suave, lo sacó para dejarlo caer sobre el suelo del carruaje.

Asombrado, descubrió que era un niño, el cual exclamó en tono acusador:

—¡Me ha hecho daño!

—¿Quién eres tú y qué estás haciendo aquí? —preguntó Broome, furioso.

—Me escondía…

El niño, sentado en el suelo, se frotaba el cuello con una mano. Su cabeza estaba cubierta de rizos rubios y era muy menudo, lo que explicaba que hubiera podido esconderse en la caja fuerte, vacía en aquel viaje.

—Supongo que tratabas de robarme —dijo el marqués con aspereza—, pero nos pusimos en camino antes de que pudieras escapar.

El chico no contestó. Siguió frotándose el cuello y Broome le preguntó:

—¿Cómo sabías que había un escondite debajo de ese asiento? ¿Y cómo lograste abrirlo, cuando se supone que debía estar cerrado con llave?

El chico levantó la vista hacia él y el marqués observó que tenía un rostro pequeño, de frente ovalada, barbilla ligeramente puntiaguda y unos ojos enormes.

—Estoy esperando tu respuesta —agregó—. Y te aconsejo que me digas la verdad antes de que te entregue a mis sirvientes para que te castiguen como mereces.

—Yo no le he robado nada —contestó el chico—. Como ya le he dicho, sólo me escondía.

—¿Por qué en mi carruaje?

—Porque lo tiran seis caballos.

El marqués se percató de que la voz del chiquillo era culta e increíblemente musical.

También le sorprendió descubrir que no parecía tan asustado como debería estarlo, sino que se encontraba muy tranquilo, sentado en el suelo, con las piernas encogidas.

El marqués vio que llevaba una chaqueta corta, del tipo que él usaba cuando era estudiante en Eton; pero en lugar del acostumbrado cuello blanco, llevaba una bufanda de seda oscura, anudada en un lazo.

—Supongo que puedes explicarme tu conducta —dijo—. Tengo derecho a exigir que lo hagas.

—No hacía nada malo —afirmó el chico—, excepto tratar de viajar en su carruaje sin pedirle permiso. Una vez que haya salido de Londres, desapareceré y ya no seré una molestia para usted. Con un poco de suerte, no habría advertido mi presencia. Pero ya me había acalambrado de tal modo, y había tan poco aire ahí dentro, que no podía resistir más. Temía morir de asfixia.

—Bien merecido lo hubieras tenido —contestó el marqués con aire sombrío—. Pero me interesa saber por qué te metiste en mi carruaje y conocías ese escondite.

Percibió que el chico sonreía antes de contestar.

—Mi tío, como prevención contra los salteadores de caminos, se hizo construir una caja de seguridad parecida y la ha hecho colocar en el carruaje que acaba de comprar.

El marqués se puso rígido.

—¡No lo creo! Esa caja es un invento mío y los constructores del carruaje me dieron su palabra de honor de que no harían ninguna copia.

El chico se echó a reír, burlón.

—¡Usted deber de ser un hombre muy confiado! Hay gente que vendería hasta los secretos de la Torre de Londres si se les pagara suficiente.

—¡Maldita sea, nunca volveré a hacerle un pedido a esa empresa!

—En realidad, no fueron los dueños quienes le traicionaron. Fue uno de los empleados, al que ya despidieron por aceptar sobornos.

El marqués apretó los labios y después murmuró:

—Lo que me acabas de decir es tan reprensible como el hecho de que estés aquí. ¿Quién eres y cómo te llamas?

—No pienso responder a sus preguntas —contestó el chico con inesperada dignidad—. Todo lo que le pido es que me permita bajar en cualquier población por la que pase, antes de llegar a su destino, y después olvide que me ha visto.

—Me parece una solicitud muy extraña. Me gustaría saber un poco más de ti antes de hacer lo que me pides.

—No existe ninguna razón para que se interese por mí. Como ya he dicho, no hubiera debido enterarse de que estaba aquí, y no habría revelado mi presencia si no me hubiera costado trabajo respirar.

—Te sugiero que te sientes frente a mí para que pueda verte. Y quiero saber la verdad acerca de ti.

El chico volvió a reír de modo juvenil y espontáneo.

—Dudo mucho de que me creyera —respondió—: pero puedo asegurarle que le convendría seguir ignorando mi existencia y la razón por la cual he aceptado he aceptado su hospitalidad para una distancia muy corta.

La forma en que hablaba hizo que Broome curvara los labios en una sonrisa divertida.

—Supongo que huyes de la escuela, ¿no? Permíteme decir que no sólo es algo muy tonto, sino también peligroso.

—Eso es asunto mío—. Al decir esto, el chiquillo se levantó de la posición en que se encontraba y, frotándose una pierna como si le doliera, se acomodó en el asiento bajo el cual estaba la caja fuerte.

—Si te duele la pierna —dijo el marqués con frialdad—, no culpes a nadie más que a ti mismo.

—Lo sé, pero se me durmió la pierna y como la sangre empieza a circular ahora por ella, tengo sensaciones muy desagradables.

Subió la pierna para apoyar el pie en el asiento y se levantó el pantalón para frotarse el tobillo.

—¡Me duele! —se quejó—. Creí que ya no tenía pierna… No la sentía.

—No recibirás compasión alguna de mi parte —dijo el marqués—. Y cuanto más pronto vuelvas a casa, mejor.

—No tengo intenciones de hacerlo —replicó el chico con firmeza—. ¡Y ni usted ni nadie me convencerá!

Broome no podía verle con mucha claridad; pero su voz era firme, lo cual le pareció extraño, puesto que no debía de tener muchos años.

—Escúchame —dijo en tono diferente—. Todos los niños en algún momento, sienten deseos de huir de su familia y de sus lecciones. Pero tú no tienes idea de las dificultades que encontrarás en el mundo si abandonas la seguridad de tu hogar. Vuelve a tu casa y deja de hacer el tonto.

—¡No! —exclamó el chico en tono desafiante.

—¿Cuánto tiempo crees que podrás sobrevivir sin dinero?

—Llevo bastante.

—Y sin duda te lo robará el primer pillo que te encuentres. Serás afortunado si no te mata o te deja malherido después de robarte.

—Usted trata de asustarme; pero lo que dice no me asusta ni la mitad de lo que me obligó a huir de casa.

—¿Y si me cuentas de qué se trata? —sugirió el marqués.

—No me creería.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? He oído muchas historias extrañas en mi vida y, si son auténticas, siempre trato de ayudar.

—¿Está ofreciéndome ayuda?

—Así es.

Se hizo un silencio. Luego el chico, bajando la pierna, dijo con lentitud:

—A decir verdad, me gustaría confiar en usted… Pero creo que sería un error.

—¿Para ti o para mí? —preguntó el marqués con una sonrisa.

—Para ambos, pero sobre todo para usted. Puedo asegurarle que, si me toma bajo su protección, sin duda alguna llegará a lamentarlo. Por eso, tan pronto como sus caballos se detengan, bajaré y no volverá usted a verme.

—No puedes imaginarte lo irritante que sería para mí quedarme pensando quién eres y qué será de ti. Así pues, mi joven amigo, debes pagar el pasaje revelándome tu historia, sea cierta o falsa.

El chico lanzó una carcajada breve e inesperada.

—Parece que me considera usted una especie de Scheherezade.

—¡Scheherezade era una mujer!

Se hizo el silencio, que Broome rompió cuando dijo con lentitud:

—Creo que, a menos que esté equivocado… ¡he encontrado la respuesta a mi primera pregunta!

Por un momento creyó que la pequeña figura que viajaba frente a él iba a negarlo, mas luego preguntó:

—¿Resulta tan evidente? Pensé que, cortándome el pelo, nadie adivinaría que no soy un chico.

—Si la hubiera visto a la luz del día, lo habría adivinado antes —repuso el marqués—. La voz de un muchacho, aún de la edad que usted representa, debería ser más grave y, por supuesto, más ruda.

—¿Cree que alguien lo adivinaría, aparte de usted?

—Estoy seguro de que sí.

—¡No lo creo!

—Podríamos hacer la prueba; pero creo que sería un error.

Con voz compungida, ella exclamó:

—¡Ahora lo ha arruinado todo! Yo confiaba en que nadie advertiría que soy una muchacha, al menos hasta que hubiera llegado a Francia.

—¿A Francia? ¿Es donde piensa ir?

Ella asintió con la cabeza.

—Tengo una amiga en París. Es francesa y creo que, si lograra llegar a su lado, me escondería y, por más que me buscaran, nadie me encontraría.

—¿Y de veras cree que puede viajar sola desde aquí hasta Francia? Es absurdo intentarlo siquiera —le advirtió el marqués.

Aparte de haber advertido que hablaba con una muchacha y no con un niño, también podía ver que era muy atractiva.

Debía haber comprendido antes que la suavidad musical de su voz no podía pertenecer más que al sexo femenino.

—Ahora que sabe la verdad, no tendrá más remedio que ayudarme —dijo ella—. ¿Podrá conseguirme alguien que me acompañe a París? Puedo pagar sus servicios.

—¿Cuánto dinero tiene? —preguntó el marqués.

—Veinte libras en billetes y monedas… y esto…

La joven metió la mano en un bolsillo de sus pantalones y sacó dos joyas, que brillaron a la luz de la luna. Una era un broche de brillantes en forma de media luna. La otra una gargantilla de las mismas piedras. Debían de costar una suma considerable.

—Puedo venderlas y vivir cómodamente bastante tiempo.

—¿Y a quién se las vendería, suponiendo que llegara sana y salva a Francia?

Ella no contestó, pero el marqués notó que le escuchaba con mucha atención cuando continuó diciendo:

—Cualquier joyero, al verla vestida de ese modo, la engañaría. Aunque su amiga francesa la aceptara y le prometiera ocultarla, sus padres la encontrarían. Además, no tardará en descubrir que el dinero que tiene no le alcanzará para mucho en Francia.

—Me presenta todas esas dificultades con el fin de asustarme —señaló la muchacha en tono acusador.

—Podría facilitarle las cosas si fuera sincera conmigo. Comencemos de nuevo. ¿Cómo se llama?

—Clara. No me propongo decirle mi apellido.

—¿Por qué no?

—No puedo hacerlo.

—Como comprenderá, me resultará imposible ayudarle si se obstina en guardarlo todo en secreto.

—Lo único que quiero es que me ayude a llegar a Francia. No me parece mucho pedir.

—Es demasiado. En primer lugar, se esconde usted en mi carruaje, en un lugar que yo creía secreto e inviolable. Segundo, finge ser chico, cuando en realidad es chica. Tercero, se niega a darme su apellido. ¿Qué espera que haga, excepto entregarla a los magistrados para que hagan lo que consideren conveniente?

La muchacha lanzó un leve grito de temor.

—¡Me está asustando! —exclamó—. Usted no haría tal cosa.

—No esté tan segura.

—Estoy segura de que no lo haría, a pesar de que tiene fama de ser un hombre cruel, sin corazón.

El marqués pareció sorprendido.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Todos hablan del noble marqués de Broome.

—Bueno, si es así, es lógico que yo también pueda hablar de usted. Dígame su nombre completo.

—¡Me niego rotundamente a hacerlo!

—¿Por qué?

—Porque si se lo dijera, no me ayudaría.

El marqués la miró con fijeza.

—No entiendo por qué dice eso. En realidad, he ayudado a muchas personas en aprietos.

—Ésa no es la fama que tiene.

—No le daré la satisfacción de demostrar curiosidad sobre lo que dicen de mí. Estoy tratando de que hablemos acerca de usted.

—Sí, lo sé; pero como no tengo intenciones de hacerlo, sería más fácil hablar de usted. Otros hombres le tienen envidia, pero supongo que eso ya lo sabe.

Él se echó a reír.

—No creo que sea usted real. Debo de estar soñando esta ridícula situación. Por cierto, ¿por qué lleva puesta una chaqueta de Eton?

—Pertenece a mi primo, pero ya le queda chica —le explicó Clara—. La bajé del desván y la escondí en el fondo de mi armario hasta que estuve lista para escapar.

—Así que había planeado esto hace tiempo, ¿eh?

—Poco más de una semana. Traté de encontrar otra forma de escapar, pero decidí que era la única posible.

—Se cortó el pelo, se vistió de chico y se escondió en mi carruaje. ¿Cómo supo que era mío?

—Vi su escudo de armas en la puerta, aunque en realidad no lo escogí porque le perteneciera a usted.

—Entonces, ¿cuál fue la razón?

—Como tenía seis caballos enganchados, sospeché que iba a salir de Londres esta misma noche, que era precisamente lo que yo quería hacer.

La explicación era tan simple y razonable, que Broome sonrió.

—¿Así que hubiera subido a cualquier carruaje que fuera a salir esta noche de la ciudad?

—Sí, pero me alegro de que haya sido el suyo.

—¿Por qué?

—Porque, pese a todo lo que puedan decir sobre usted, es un deportista y un caballero. Por eso sé que no me entregará a los magistrados; aunque me asuste hablando de pillos que me roben o me golpeen, estoy convencida de que no me abandonará a mi suerte.

El marqués tuvo que reconocer que era una forma inteligente de pensar.

—Todo eso está muy bien —dijo—, pero debo hacer algo con respecto a usted.

—Ya le he dicho lo que puede hacer.

—¿Está dispuesta a decirme el nombre de su amiga francesa?

—¡No!

—¿Por qué no?

—Porque mis perseguidores podrían obligarle a decir adónde he ido.

—¿Cree que alguien la seguirá?

—Sin duda.

—¿Y qué me interrogarán a mí?

—Nunca se sabe. Habrá un escándalo y sería mejor que no se metiera usted en él.

—Creo que ya estoy metido. ¿Y usted pretende que, si se produce un escándalo como dice, simule que jamás la he visto?

—¿Cómo puede pensar siquiera en proporcionarle al enemigo esa información?

—Son sus enemigos, no los míos.

Clara se echó a reír.

—¡Eso cree usted!

—¿Qué quiere decir con eso?

—Nada, pero pocos hombres tienen tantos enemigos como usted. Sienten envidia, por supuesto, de sus posesiones y celos de sus éxitos personales, sobre todo en lo que a las mujeres se refiere.

Broome se puso rígido.

—¿Cómo se atreve a hablar así? Creo que me he equivocado al pensar que era una muchacha bien educada.

Ella volvió a reír. No parecía turbada.

—Lo que dice significa que no le gusta la verdad. Si estuviera vestida de baile, coqueteando detrás de mi abanico, le halagaría de la forma que usted espera que lo haga. Pero como aparento ser un chico, puedo decir lo que pienso.

—¡Si la tratara como a un chico, le daría una buena azotaina!

—Yo siempre he pensado que la fuerza bruta es el recurso de los tontos —replicó Clara.

Por un momento, el marqués la miró con furia. Luego, se arrellanó en su asiento y rió suavemente.

—¡Es usted incorregible! —dijo—. Nadie me había hablado antes de ese modo.

—Entonces será una saludable experiencia —contestó ella—. Aunque nunca vuelva a verme, tal vez recuerde lo que le he dicho y así estará alerta contra los que son capaces de darle una puñalada por la espalda cuando menos lo espere.

Broome rió de nuevo sin poder evitarlo.

—Si tal cosa ocurre, sin duda recordaré lo que me dijo… demasiado tarde.

—Será culpa suya, porque yo ya se lo he advertido —fue la réplica de Clara.

CAPÍTULO 2

Cuando el marqués llegó con Agamenón hasta el extremo más lejano del parque, tanto él como el caballo jadeaban. El animal comenzaba a reconocer que por fin había encontrado al amo que necesitaba. Aunque había probado cuantos trucos conocía para desmontarlo, el marqués seguía firme en la silla.

Hombre y animal habían adquirido un mutuo respeto durante lo que había sido una feroz y tempestuosa batalla, desde el momento mismo en que salieron de la caballeriza.

Ahora Agamenón se movía con cierta dignidad, para demostrar que aún se daba cuenta de su propia importancia; pero lo hacía en la dirección indicada por el marqués.

Éste pensaba con satisfacción que tenía un caballo digno de su habilidad y experiencia, con el que sin duda disfrutaría de innumerables batallas futuras, después de cada una de las cuales ambos sentirían un creciente y saludable respeto mutuo.

Al final del parque, había un terreno llano, cubierto de césped, en el cual el marqués vio que varios de sus caballos galopaban, conducidos por muchachos del establo, que competían entre sí.

Los observó durante unos minutos y luego se dirigió hacia su entrenador, que sostenía un cronómetro en la mano.

Se detuvo a su lado, pero no habló hasta que el hombre se volvió hacia él, terminados sus cálculos.

—¿Y bien, Johnson? —le preguntó—: ¿Cuál es el veredicto? —Ted Johnson, que llevaba ya seis años con el marqués y era considerado como uno de los mejores entrenadores del país, sonrió.

—Fly-catcher ganará la primera carrera en que lo inscriba, milord.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

—¿Y qué me dices de Rolo?

—En iguales condiciones, le ganaremos sin la mejor duda —contestó Ted Johnson con satisfacción.

Los ojos del marqués estaban fijos en los caballos, que trotaban hacia él, una vez terminada su prueba de velocidad.

Todos eran animales soberbios, pero había uno que cualquier conocedor de caballos reconocería como extraordinario. Era Fly-catcher. Broome le había hecho correr en una sola carrera pública, retirándolo luego.

Sabía bien que poseía lo que todo dueño de caballos soñaba: un animal invencible en cualquier competición con otros de la misma edad.

El año anterior, había creído que ganaría el Derby con un magnífico caballo, que había sido señalado como favorito desde el inicio de la temporada.

Luego, casi en el último momento, apareció en escena un rival, un caballo del conde de Matlock, llamado Dragón Verde.

Broome, que era un gran deportista, habría aceptado de buen grado la derrota si no hubiera sospechado que las reglas no habían sido respetadas.

Su yoquei le había asegurado que el del conde se le había “echado encima” y mostrado agresivo en la pista, de forma completamente antideportiva.

Pero Broome se dio cuenta de que hubiera sido inútil quejarse ante Matlock. Aparte de que le resultaba muy antipático, pues ya habían tenido anteriormente algunas escaramuzas bastante desagradables.

No cabía duda de que Broome despreciaba a Matlock y éste a él.

Aunque era difícil demostrarlo, Broome estaba seguro de que las instrucciones que el conde daba a sus yoqueis consistían en evitar que sus caballos ganaran, fueran cuales fuesen los métodos que se vieran obligados a utilizar.

Al comprender la gran promesa que representaba Fly-catcher, el marqués lo había sacado de su caballeriza de Epsom para trasladarlo a Broome, junto con varios caballos más.

Decidió no mostrárselo a la gente relacionada con carreras de caballos y presentarlo a última hora, como el conde había hecho el año anterior con Dragón Verde.

No existía la menor duda de que Rolo también era un caballo excepcional, el único de Matlock que realmente constituía una amenaza.

Como Broome aún no había revelado lo que se proponía hacer, se estaban haciendo fuertes apuestas a favor de Rolo.

—¿Se siente satisfecho con Fly-catcher, Johnson? —preguntó el marqués a su entrenador—. Desde luego, a mí me parece que está en magníficas condiciones.

Mientras hablaba, estaba observando al caballo que pasaba trotando junto a él. Por la sonrisa del jinete que lo montaba, era evidente que el animal había respondido a lo que se esperaba de él.

Los otros eran conducidos por los mozos de la caballeriza; pero Bateson, que era un yoquei distinguido y renombrado, llevó a Fly-catcher adonde se encontraba el marqués.

—¡Buenos días, milord!

—Buenos días, Bateson. ¿Cuál es su veredicto?

—¿Su señoría necesita preguntarlo? ¡Fly-catcher es el caballo más notable que he tenido el privilegio de montar!

—Esa es una gran alabanza viniendo de usted, Bateson.

—Procure que no lo vean, milord. Si un conocedor le pone la vista encima, se convertirá en el favorito.

El marqués sonrió, sin molestarse en explicar que él nunca apostaba a sus caballos.

De lo único que disfrutaba era de la satisfacción de ser el ganador. Le disgustaban los que sólo se interesaban por la cantidad de dinero que podían sacarle a un caballo.

Como no había más que decir, Bateson se alejó también con Fly-catcher hacia la caballeriza.

El marqués dio la vuelta con Agamenón y Ted Johnson, que cabalgaba junto a él, le dijo:

—Me dará gran satisfacción, milord, vencer al conde de Matlock después de la forma en que se jactó el año pasado de su victoria. Y no lo supe en aquel momento, pero Harwood, nuestro yoquei, quedó con dos grandes moretones en la espalda, como consecuencia de los golpes que le propinó el del conde.

El marqués miró rápidamente al entrenador.

—¿Quiere decir que le golpearon de forma deliberada con la fusta?

—Sí, milord. Pero Harwood es un hombre taciturno y no quiso hacer contra el conde acusaciones que no podría probar ante los jueces.

—¡Nunca había oído nada más vergonzoso! —exclamó Broome—. Si me lo hubiera dicho entonces… Pero no, Johnson: creo que Harwood hizo bien. Siempre resulta difícil probar con exactitud lo que sucede en una carrera: pero tú y yo sabemos que es un hombre honesto y que jamás mentiría en algo así.

—Ciero, milord. Por eso no lo mencionó. Pero me dijo confidencialmente, no hace mucho, que no tiene deseos de participar este año en el Derby, aunque su señoría se lo pida.

—¿Por qué no? —preguntó el marqués con voz tensa.

—Porque corren historias desagradables en el sentido de que todos los yoqueis que vencen al conde de Matlock sufren algún percance antes o después. En cierta ocasión, uno fue sacado de una zanja, más muerto que vivo.

Broome le miró con incredulidad.

—¿Me estás diciendo la verdad, Johnson?

—Es lo que Harwood me comentó, milord, y los dos sabemos que es hombre muy religioso, que va a la iglesia con regularidad, no bebe y nunca habla de más.

—Es cierto —reconoció el marqués—, pero casi no puedo creer que el conde de Matlock sea capaz de una acción tan despreciable.

Hubo un silencio antes de que Ted Johnson dijera:

—He oído, milord, aunque esto sí puede ser simplemente un chisme, que el conde está en dificultades y últimamente no ha podido hacer frente a sus deudas.

El marqués asintió con la cabeza, puesto que era más o menos lo que él sospechaba que sucedía. Pero, considerando que era un error intercambiar chismes con uno de sus empleados, hostigó a Agamenón con la espuela y, tras despedirse de Johnson, partió a galope.

No regresó a la casa, sino que recorrió varias veces con el caballo la pista de entrenamiento, a una velocidad que satisfizo a los dos. Cabalgaron una hora más por los campos que rodeaban el parque, para luego volver a un paso más moderado.

Mientras cabalgaba, Broome pensaba en el conde de Matlock, a quien hacía tiempo que consideraba un enemigo.

Se preguntó cómo podría poner fin a sus villanías sin causar un escándalo en el ambiente deportivo, hecho que todos los miembros del Club—Hípico trataban de evitar a toda costa.

Al cruzar el puente tendido sobre el lago, recordó que tenía otro problema: Clara.

Las líneas de dureza que habían aparecido en su rostro al pensar en el conde se suavizaron al recordar la inesperada aparición de la jovencita en el carruaje.

Recordó, divertido, la forma en que se había negado a revelarle su identidad y otros detalles de aquella sorprendente charla.

Sentada frente a él, había seguido negándose a contestar a sus preguntas sobre sí misma e intercambiando frases ingeniosas, de una manera que a él le pareció muy original, aunque impertinente, hasta que dijo:

—Como tengo mucho frío, porque no traigo abrigo, me gustaría compartir su manta de piel. Creo que sería mucho más fácil hacerlo si me sentara junto a usted.

Sin esperar respuesta, se levantó y sentó junto al marqués, tirando de la manta de marta cebellina con que él se cubría las piernas para taparse a su vez casi hasta la barbilla.

—Aunque no deseo abusar de su bondad, creo que si piensa ayudarme a ir a Francia tendré que pedirle prestada una capa o algo parecido, porque de otra manera me moriré de frío en el camino.

—Si eso sucede, será culpa suya —afirmó el marqués sin compasión—. Debía haber pensado que esta es la peor época del año para viajar.

—Por supuesto que lo pensé —replicó Clara—, pero me habría enfrentado a las nieves del Himalaya o al hielo de la Antártida antes que someterme a lo que me esperaba en Londres.

Broome la miró, expectante, pensando que tal vez le diría algo más sobre sí misma. Pero Clara permaneció sentada junto a él en las sombras, en un rincón al que no llegaba la luz de la luna, y sólo alcanzaba a ver vagamente la parte superior de su cabeza.

De pronto, ella se echó a reír.

—Ya sé lo que quiere usted saber —dijo—, pero le sugiero que lo olvide. El único problema consiste en saber si será usted lo bastante generoso como para enviarme a Francia con una acompañante. O, como ya he sugerido, si me dejará en la población más próxima para que me las arregle como pueda.

—Existe una alternativa mucho mejor —repuso el marqués—, y es la de que regrese usted al lugar de donde viene. Por muy desagradables que sean las condiciones que la aguardan allí, le aseguro que serán mucho peores las que encuentre en Francia o en cualquier pequeña población inglesa, donde los chiquillos se burlarán de usted en más de un sentido.

—Charlemos de algo más interesante —suplicó Clara—, o tal vez prefiera no hablar cuando viaja.

—Esa es una buena idea, ciertamente —contestó el marqués.

—Papá dice que las mujeres parlanchinas son siempre un fastidio; pero sobre todo cuando el movimiento de un carruaje les suelta la lengua y se vuelven indiscretas.

El marqués sonrió con cinismo pensando que, cuando él estaba a solas con una mujer, era algo más que la lengua lo que se le soltaba a ella. Pero esto no era algo que pudiera decirle a Clara.

Se produjo un leve silencio antes de que ella dijera:

—Ahora que estoy entrando en calor, empiezo a sentir sueño.

—Entonces trate de dormir.

—Lo haré, si me promete no aprovechar la oportunidad para tirarme a una zanja o devolverme a Londres en una diligencia.

—¿De veras cree que sería capaz de algo así?

Advirtió, por el movimiento de su cuerpo, que ella negaba con la cabeza.

—No, usted consideraría esa acción poco caballerosa —contestó Clara—. Así que confío en que me despertará, ya sea cuando lleguemos a Broome… o cuando tenga que dejarle.

Su voz pareció apagarse al decir las últimas palabras y Broome advirtió que se había quedado dormida.

Cuidadosamente, le alzó las piernas y se las acomodó sobre el asiento, observando al hacerlo que dormía con la tranquilidad de un bebé en su cuna. La cubrió mejor con la manta de piel y después se arrellanó a su vez y cerró los ojos, decidido a dormir también.

Fue incapaz de hacerlo, pues no dejaba de preguntarse quién podía ser Clara y qué debía hacer con ella.

Sin duda se trataba de una muchacha de buena cuna y bien educada. Le parecía además que, cuando la viera a la luz del día, descubriría que era también atractiva.

Antes de llegar a Broome tenía que tomar una decisión con respecto a ella. Llegar de Londres con una joven vestida como un chiquillo provocaría rumores que correrían como reguero de pólvora por todo el gran mundo.

—Tal vez fuese mejor aceptar lo que Clara le pedía y dejarla en el pueblo por el cual pasarían media hora antes de llegar a Broome.

Pero comprendió que esto era imposible.

Si Clara no sabía nada de los peligros que la acecharían aun disfrazada de muchacho, él los veía con toda claridad.

A causa de la inquietud que imperaba en todo el país, la que había hecho notar al Gabinete una y otra vez sin obtener respuesta, los actos de violencia habían aumentado considerablemente.

Tres cuartas partes de los miembros del gobierno eran pares del reino y, a pesar de todo lo que habían oído y de las advertencias del marqués, estaban decididos a reprimir toda expresión de descontento, en lugar de resolver las causas que lo generaban.

La libertad de expresión se había perdido en gran parte durante las guerras napoleónicas y esta supresión continuaba vigente.

De los dos mil quinientos hombres que se habían manifestado en el norte de Inglaterra como protesta por el precio del pan, veinticuatro habían sido condenados a muerte. Muchos otros eran puestos en prisión o deportados, y algunos hasta ahorcados por protestar contra los bajo sueldos y las insoportables condiciones de vida.

El marqués estaba convencido de que los problemas iban a intensificarse en un futuro cercano. Por esta razón le era imposible pensar siquiera en dejar sola a una jovencita que no tenía idea de las condiciones que prevalecían tanto en las ciudades como en el campo.

Su dinero, que ella consideraba como un seguro contra la adversidad, le sería arrebatado en cuanto algún trabajador hambriento se diera cuenta de que lo poseía. Y si ella se oponía a que se lo quitaran, lo más probable era que la maltrataran de una forma que no quería ni pensar.

“Lo mejor que puedo hacer”, decidió, “es enviarla a Francia como ella quiere y así dejará de ser responsabilidad mía”.

Pero la idea de lavarse las manos y desentenderse de lo que pudiera sucederle hizo que se sintiera a disgusto.

Aún no había decidido con exactitud lo que haría, cuando advirtió que sus caballos habían cruzado la verja de Broome y avanzaban por la avenida de frondosos y viejos robles que conducía a la casa.

Extendió la mano y sacudió suavemente a Clara por un hombro para despertarla.

—¿Qué… sucede? —preguntó ella incorporándose.

—Despierte. Hemos llegado a mi casa y supongo que, aun contra mi voluntad, debo ofrecerle albergue por esta noche.

Clara bostezó. Sin duda había estado sumida en un sueño muy profundo.

—¿Albergue… por esta noche? —repitió como si sus palabras le causaran un gran alivio. Enseguida preguntó—: ¿Y mañana me enviará a Francia?

—Consideraré la posibilidad —contestó él—, pero por el momento preferiría que mis sirvientes no la vieran con ese disfraz extravagante.

Quitándose la capa forrada de piel de los hombros, añadió:

—Será mejor que se ponga esto y, por lo que más quiera, oculte esos pantalones antes de que la ponga en manos de mi ama de llaves.

—¿Le escandalizan? —le preguntó ella sonriendo.

—Pues sí, me escandaliza que una jovencita de su edad sea tan poco pudorosa.

—¡Pamplinas! —replicó Clara—. Si no le escandalizaran las fiestas que celebra con sus amigos y que, según los rumores, ésas sí que son extravagantes, ¡no creo que yo sea capaz de escandalizarle!

El marqués iba a preguntarle qué había oído sobre sus fiestas cuando advirtió que el carruaje casi había llegado a la puerta principal, la cual estaba abierta.

Un haz de luz dorada caía sobre la escalinata, al pie de la cual había varios sirvientes.

—¡Cúbrase! —ordenó con voz aguda a la joven, como si se dirigiese a un soldado de su regimiento, pero Clara se limitó a reír con suavidad. Sin embargo, el marqués observó que se estaba poniendo sobre los hombros la costosa capa que él se había quitado. Como sospechaba, era de pequeña estatura y, cuando entraron en el vestíbulo iluminado, con su gran escalera de ébano y oro, pudo comprobar que la capa la cubría por completo, ya que casi llegaba hasta el suelo. Por lo tanto, su aspecto era bastante respetable.

—Traigo una invitada, Newman —le dijo al mayordomo—. Pida a la señora Peel que venga a verme tan pronto como le sea posible.

—Muy bien, milord.

El rostro impasible del mayordomo no expresó sorpresa alguna por el hecho de que se le solicitara que el ama de llaves, que tenía casi sesenta años, se levantara y se vistiera para recibir las instrucciones de su señoría a las dos de la madrugada.

Sin decir más, el marqués, seguido por Clara, entró en la biblioteca, sabiendo que allí habría emparedados, que siempre le tenían listos cuando llegaba.

De la cocina no tardarían en enviar un consomé, pues sin duda el chef le había estado esperando con impaciencia.

Después de que un lacayo le ofreció el consomé a Clara y ésta lo aceptó de buena gana, el marqués dijo:

—¿Hay algo más que le apetezca?

Era la primera vez que le dirigía la palabra desde que habían entrado en la casa. En realidad, ni siquiera la había mirado a la cara, porque en el fondo temía lo que pudiese ver.

Ahora, al verla sentada junto al fuego que ardía alegremente en la chimenea, muy envuelta en su capa de piel, observó que su apariencia era muy diferente a como esperaba.

Como tenía el cabello rubio, había pensado que sus ojos serían azules y tendría el aspecto algo insípido de la típica jovencita inglesa.

En cambio, el rostro de Clara tenía forma de corazón y sus ojos, en lugar de azules, eran decididamente verdes, un tanto oblicuos, lo cual le daba una expresión traviesa y provocativa, muy acorde con su forma de hablar.

Tenía un hoyuelo a cada lado de la boca, cuyas comisuras se curvaban hacia arriba, y su nariz era pequeña, recta y muy aristocrática.

A pesar de que el marqués la examinaba con una mirada penetrante, que hubiera hecho temblar a sus inferiores, los ojos de Clara brillaban alegres y su hoyuelos se hicieron más profundos cuando sonrió preguntando:

—¿Soy mejor o peor de lo que imaginaba?

—Estoy tratando de decidirlo —contestó Broome—. Desde su punto de vista, creo que bastante peor, porque sería imposible para mí enviarla a Francia con ese aspecto, ni siquiera acompañada.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Es usted demasiado joven y atractiva. Además, es indudable que procede de una familia respetable —respondió el marqués.

—¿Cómo puede ser tan… tan absurdo? —se alteró ella—. Usted no sabe nada de mí. Sólo soy una desconocida impertinente, que se ha entrometido en su vida privada porque necesitaba un medio de transporte. No quiero ser tratada como si fuera una dama aristocrática, ¡lo cual no soy!

—Eso es algo que debo juzgar yo. Pero aunque no sea aristocrática, es muy joven y se halla en una edad en que, le guste o no, necesita dama de compañía.

Clara soltó su taza y exclamó:

—¡Qué fastidio! Ahora tendré que huir de usted, como huyo de…

Se detuvo como si temiera que lo que iba a decir era demasiado revelador y, percatándose de que el marqués la escuchaba con atención, tratando de sorprenderla en alguna indiscreción, añadió:

—Puesto que ha sido tan generoso como para ofrecerme una cama donde pasar la noche, me gustaría acostarme cuanto antes. Estoy tan cansada que temo cometer indiscreciones sin querer, cosa que lamentaría mucho por la mañana.

—Le permito irse a la cama con una condición —contestó el marqués.

—¿Cuál es?

—Que me dé su palabra de honor, que me jure por lo que considere más sagrado que no huirá hasta que haya discutido conmigo lo que le conviene hacer.

Hubo un momento de silencio, al cabo del cual dijo Clara:

—¿Y si me niego?

—Entonces, muy a mi pesar, habré de ordenar que la encierren bajo llave o, lo que sería aún más incómodo para usted, mi ama de llaves dispondrá lo necesario para que una doncella duerma en su cuarto y la vigile.

—¿Cómo se atreve a sugerir tal cosa, haciéndose responsable de mí de un modo que considero una imposición?

El marqués lanzó una carcajada.

—Ahora se parece más una tigresa que a una jovencita —comentó—. Y una tigresa debe estar enjaulada.

—Tal vez haya cometido un error al escoger su carruaje para salir de Londres —observó Clara—. Se me ofreció la alternativa de viajar con un joven noble cuyo carruaje tenía sólo cuatro caballos. Pero como había bebido demasiado en casa del regente, habría podido salir de su carruaje sin que él se percatara siquiera.

Broome pensó que Clara era demasiado inocente para comprender la desagradable situación en que se habría encontrado dentro de un carruaje con un joven borracho; pero no valía la pena decírselo, así que se limitó a contestar:

—Mi ama de llaves llegará en cualquier momento. ¿Quiere que una de las doncellas se instale en su habitación o está dispuesta a darme su palabra de honor?

—¿Cómo sabe que la cumpliré?

—Como usted cree que yo me comportaré como un caballero.

En aquel momento, se abrió la puerta y Clara, como si el ruido la hubiera obligado a tomar una decisión, se apresuró a responder:

—Le doy mi palabra de honor.

Había una leve sonrisa en los labios del marqués cuando se volvió para saludar a su ama de llaves. Ésta, vestida de seda negra, aparecía imperturbable pese a que la habían sacado de la cama a hora tan intempestiva.

El marqués dejó a Agamenón a cargo de dos palafreneros, que tomaron las riendas con visible temor.

Después subió la escalinata exterior, pensando que tal vez Clara fuese tan difícil de domar como el caballo, al que acababa de darle una lección que no olvidaría.

Ya en el vestíbulo, le entregó a un lacayo su chistera, los guantes y la fusta. Newman, el mayordomo, se le adelantó para abrir la puerta del comedor, diciendo:

—Creo que la señorita ya ha comenzado a desayunar, milord. Le he dicho que no me parecía necesario esperar la llegada de su señoría.

El marqués no respondió. Entretenido con Agamenón se había retrasado casi dos horas; pero no tenía intención de disculparse ante una visitante indeseada a la que ni siquiera había invitado.

Entró en el comedor preguntándose qué aspecto tendría Clara por la mañana.

Ella estaba sentada ante una mesa redonda que había junto a la ventana. Al oírle entrar dejó el cubierto que tenía en las manos, se levantó e hizo una reverencia.

Llevaba un vestido sencillo pero bonito, que a primera vista parecía sentarle bien; pero el ojo experimentado del marqués advirtió un segundo después que la cintura le quedaba ancha, razón por la cual se la había ceñido con un cinturón de tela.

—Salió a montar. Me hubiera gustado ir con usted —dijo ella con tono de reproche.

—Buenos días, Clara —le saludó el marqués, muy serio, como para recordarle los buenos modales—. Si se me hubiera ocurrido, lo que no sucedió, no habría supuesto que trae usted el traje de amazona en un bolsillo.

Clara rió con suavidad y volvió a sentarse.

—Supongo que no habría considerado correcto que montara a horcajadas, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no!

El marqués se sirvió de la fuente de plata que le presentó un lacayo, en tanto que otro le servía el café, que bebía siempre que volvía de montar, a diferencia de sus coetáneos, que preferían el coñac.

El mayordomo le puso delante una parrilla con pan recién tostado y la mantequilla, y luego puso una campanita al alcance de su mano.

Clara, que había observado todas estas atenciones con expresión maliciosa, comentó:

—¡Con razón no se ha casado! No tiene necesidad de hacerlo cuando dispone de tantos sirvientes para mimarle. La señora Peel habla de usted como si fuera una gallina clueca, con un polluelo fuera de lo común.

El marqués contuvo el deseo de reír.

—Si trata de hacerme enfadar, Clara —replicó—, creo que es demasiado temprano. Además, tengo hambre.

—Sólo porque ha estado montando. Creo que es poco hospitalario no haberme dejado acompañarle. Estoy segura de que hubiera sido fácil conseguirme un traje de montar.

—¿Por qué supone tal cosa?

—Porque, aunque usted no lo crea, la señora Peel tiene todo un armario lleno de ropa que perteneció a sus familiares o a invitados que se han hospedado aquí y olvidaron algunas prendas. También hay trajes que usted ya no usa.

—Y que le ruego que no se ponga —dijo el marqués con voz aguda.

—Hay muchos. Y son más adecuados para mí que ese uniforme de Eton que traía puesto. Si voy a Francia, viajaría más cómoda vestida como un joven.

—Si la encuentro usando mi ropa —le advirtió el marqués—, juro que la trataré como a un hombre, dándole una buena azotaina. De hecho, es lo que se merece.

—Volvemos al mismo punto en que nos quedamos anoche —repuso Clara—. ¿Qué va a hacer conmigo?

—No lo he decidido —contestó el marqués—. Pero antes de tomar cualquier decisión, necesito saber mucho más sobre usted de lo que me ha dicho hasta ahora.

Se produjo un profundo silencio, al cabo del cual preguntó Clara:

—¿Qué es, con exactitud, lo que desea saber?

—En primer lugar, quién es usted —contestó el marqués—. En segundo, por qué huyó de su casa.

Clara apartó su plato y puso los codos sobre la mesa, apoyando la barbilla sobre las manos.

Viéndola envuelta en la luminosidad que entraba por la ventana, al marqués le pareció muy bonita, muy joven y diferente a todas las mujeres que había conocido antes.

Estaba acostumbrado a las bellezas convencionales, mujeres que, tras algunos años de casadas y haber dado a luz varios hijos, estaban dispuestas a divertirse coqueteando con el hombre más atractivo que conocían, el cual, invariablemente resultaba ser él.

Una ley tácita de la alta sociedad establecía que cuando un coqueteo se convertía en una relación ilícita, debía mantenerse tan en secreto como fuera posible. Los maridos, aunque sospecharan lo que sucedía, no deseaban confirmar sus sospechas.

Ivo Broome, con su actitud imperiosa y altiva, había disfrutado de los favores de algunas de las mujeres más hermosas de Inglaterra, y no cabía la menor duda de que el regente se rodeaba en su mansión de beldades cuyos atractivos no tenían igual.

El marqués no pudo determinar por qué el rostro de Clara tenía algo irresistible; pero el caso era que, después de haberla visto, estaba seguro de que no podría olvidarla fácilmente.

Tal vez, pensó, se debiese a su cabello, que se había cortado de forma caprichosa y llevaba de modo muy natural. Le daba un atractivo muy especial, que sólo había visto antes en lady Caroline Lamb.

Algo era innegable, desde luego; se trataba de una dama por nacimiento. No podía enviarla sola, ni siquiera acompañada por alguien de confianza, en el largo viaje hasta Francia. Hacerlo sería una muestra de irresponsabilidad.

Sin percatarse de ello, había estado observando a Clara fijamente y, una vez más, ella interrumpió su escrutinio diciendo:

—Espero que esté tomando en cuenta todos mis puntos buenos y que no se concentre deliberadamente en los malos.

—No la estoy admirando como mujer —replicó el marqués en tono seco—. Sólo trato de decidir qué debo hacer con usted como persona.

—Entonces, como persona, o más bien, como un paquete indeseado que se le ha venido a las manos por simple casualidad, ¡envíeme a Francia! Puedo ir como chico o como chica, según prefiera usted. Una vez que se libre de mí, no necesitará volver a recordarme siquiera.

El marqués tuvo la extraña sensación de que esto resultaría muy difícil. Aunque pareciera increíble, dado que la conocía sólo desde la noche anterior, sospechaba que, aun a su pesar, se preocuparía por ella.

—Mire —dijo—, le sugiero que me permita desayunar en paz. Después decidiré, una vez que me haya contado su historia, cómo y de qué forma voy a ayudarle. Pero debo advertirle que soy muy astuto y adivino si alguien me miente.

La risa de Clara volvió a estallar con espontánea alegría.

—¡Vamos! —dijo—. ¿Cree que no lo sé? ¡Claro que nadie podría mentirle sin que lo advirtiera! Usted tiene un instinto muy agudo, como lo tengo yo, y el mío me dice que va a ayudarme, sin importar lo mucho que patalee intentando salir de la red en que lo he apresado.

—¿Red? —preguntó Broome, sorprendido.

—¡Oh, no se asuste! —se apresuró a decir Clara—. Si cree que le he tendido una trampa matrimonial, está equivocado. ¡He decidido no casarme jamás y, por cierto, no pienso discutir al respecto con nadie!

El marqués la miró con renovado interés.

—Creo adivinar —dijo—, que usted huye porque quieren casarla.

Clara le sonrió.

—Es usted rápido de reflejos, ¿eh? Con toda franqueza, me sorprende que sea tan perspicaz.

—Su comentario es casi un insulto.

—No, de verdad que no. Pocos hombres tienen siquiera un ápice de su intuición. Deciden cómo son las mujeres y las etiquetan según una especie de patrón forjado a lo largo de su vida, con toda probabilidad, por la impresión que les dejaron sus niñeras, sus institutrices, sus profesores, y, desde luego, sus padres. ¿Y qué sale de todo esto? Pues la idea de que la mujer es una marioneta, una muñeca sin sentimientos y, por supuesto, carente por completo de inteligencia.

—¿Así piensa de su pretendiente? ¿Por eso no quiere casarse con él?

—¡Es horrible, odioso, asqueroso!… ¡Oh, prefiero morir a ser su esposa!

—Eso podría suceder fácilmente si no cuido de usted —observó el marqués con ligereza—. Pero no creo que el caballero en cuestión sea el único hombre del mundo.

—Es con el único que me permiten casarme.

—¿Y hay alguno otro que usted preferiría?

Ella le miró irónicamente.

—Ahora trata de “embellecer” la historia para que parezca más romántica, ¿verdad? ¡Pues no! Como ya le he dicho, no tengo intención de casarme con nadie. Está a salvo conmigo, si es eso lo que le preocupa.

El marqués soltó una carcajada.

—¡De veras que es usted franca, mi querida Clara, aunque no sea precisamente halagadora!

—¿Por qué debería serlo? He oído hablar de sus atractivos y de cómo las mujeres revolotean en torno suyo igual que tontas mariposas alrededor de una vela. Puedo asegurarle que, aunque se pusiera de rodillas implorándome que fuera su esposa, mi respuesta seguiría siendo negativa. Para ser sincera, ¡odio a los hombres, a todos los hombres!

Una vez más se expresaba con pasión casi violenta, como lo había hecho la noche anterior cuando el marqués la comparó con una tigresa. Después de un momento, él le preguntó con voz tranquila:

—¿Qué le ha hecho un hombre para que hable así?

Clara contuvo el aliento y en sus extraños ojos apareció una expresión que él no pudo interpretar. Al fin repuso:

—Me niego a hablar del pasado. Sólo me interesa el futuro. Y como usted parece tener cierta sensibilidad, trate de comprender, por favor, que debo escapar rápidamente. No quiero ser descubierta aquí ni en ninguna otra parte.

—¿Y si lo fuera? —preguntó el marqués—. ¿Qué sucedería?

Clara le miró y él descubrió un miedo en sus ojos que jamás esperó ver en ninguna mujer.

—Tal vez piense que soy demasiado teatral o que dramatizo la situación —repuso ella—; pero me mataré antes de aceptar lo que han planeado para mí. Le aseguro que el destino que me han preparado es peor que el más horrible infierno con que puedan amenazarnos en el más allá.

Aunque sus palabras eran dramáticas, las dijo con una voz tan baja y firme, que convenció al marqués de su sinceridad.

No rió ni discutió con ella.

Se limitó a hacer sonar la campanilla y, cuando apareció el mayordomo, aceptó un plato caliente que habían enviado de la cocina y ordenó que se llevaran los otros dos.

Cuando los sirvientes desaparecieron y los dejaron solos otra vez, vio que Clara le estaba examinando de la misma forma en que él la había estudiado a ella momentos antes.

Tomó algunos bocados antes de preguntar:

—¿Cuáles son sus conclusiones? ¿Ha encontrado algunos puntos buenos?

Clara rió.

—Unos cuantos. Pero creo que es usted un autoritario que asusta a la mayoría de la gente, aunque no a mí.

—¿Por qué no?

—Contestaré a esa pregunta más adelante, cuando haya descubierto si estoy en lo cierto respecto a lo que pienso sobre usted ahora.

—Me siento desilusionado —declaró el marqués—. Creía, después de todo lo que ha dicho, que era tan rápida de mente como para tomar decisiones al instante.

—Sé que puedo confiar en usted, si se refiere a eso. Y cuando dice que me ayudará, también sé que lo hará. Pero ahora le estaba considerando no en relación conmigo, sino simplemente como hombre.

—Una especie que, según me ha dicho, le disgusta.

—¡Odio a todos los hombres! Pero usted tiene ciertas cualidades que me recuerdan a mi padre.

—Como espero que eso sea un cumplido, me gustaría oír más.

—De manera sorprendente, porque es algo que no esperaba, creo que usted tiene sentido del humor.

—Gracias —respondió el marqués en tono burlón.

—Si quiere que le halaguen —dijo Clara—, hay muchas mujeres que pueden hacerlo. Tengo entendido que no sólo las del gran mundo, sino también las de ese demi monde que, de acuerdo con lo que me han dicho, las damas no deben saber que existe.

—Entonces, ¿por qué habla usted de él?

—Porque hombres como usted lo encuentran atractivo y a mí me interesa saber por qué, cuando tienen tantas cosas bellas y perfectas a su alrededor, van a buscar otras feas al arroyo o, más bien, a los bailes y las casas de placer que ninguna dama debe mencionar.

—Y usted misma no debería hablar de ellas —insistió el marqués.

—Me interesan sólo porque hacen el mundo mucho más complejo e inteligente en cierto modo, que la vida que, según dicen, debo llevar como debutante.

Suspirando, Clara agregó:

—Es una vida que a mí me parece sumamente aburrida. ¡No es más que un mercado matrimonial, en el que las mujeres tratan de pescar al besugo más grande!

Otra vez hablaba con furia contenida, lo cual hizo reír al marqués.

—Sus metáforas no son muy halagadoras, aunque comprendo lo que quiere decir. Pero, sin duda alguna, no pueden obligarla a casarse si no desea hacerlo.

—¡Es el primer comentario tonto que hace usted desde que nos conocemos! —le espetó ella sin miramientos.

—¿Quién la obliga a casarse? ¿Su padre, su tutor acaso?

—Es usted astuto y trata de obligarme a decirle cosas que no deseo que sepa. Si conociera la verdad, se empeñaría en que aceptase un destino que sería mi muerte, ¡se lo juro!

—No lo creo. Y además, me disgustan las declaraciones histéricas a la hora del desayuno.

El marqués había hablado de una forma que habría abrumado a la mayoría de la gente que conocía. Hombres o mujeres, habrían pedido perdón, tartamudeando, para luego caer en un silencio lleno de turbación.

Clara se limitó a reír y el sonido de su risa pareció girar en la estancia y confundirse con la luz del sol que se filtraba a través de las nubes grises.

—Es usted muy sutil y retiro lo que he dicho acerca de que es tonto —dijo—. Trata de hacerme perder los estribos para que le diga lo que quiere saber.

Volvió a reír y añadió:

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó el marqués con una sonrisa divertida.

—Aunque le parezca extraño, a diferencia de la mayoría de las chicas de mi edad, ¡leo! Y ahora aumentaré su curiosidad un poco más: nada de lo que he leído es tan pernicioso o degradante como lo que he encontrado en la vida real.

La forma en que dijo esto convenció al marqués de su sinceridad.

Parecía muy joven e ingenua; mas, sin embargo, al volver a hablar con aquella voz tranquila y contenida le dio la impresión de que era mayor y experimentada.

Apartó su plato y se arrellanó en el asiento.

—Quisiera que confiase en mí, Clara —dijo—. Si voy a ayudarla, como desea que lo haga, deber ser lo bastante sensata como para decirme la verdad y dejarme juzgar si la situación es tan terrible como usted cree.

Al decir esto, la miraba directamente a los ojos. Por un momento, pareció como si lo uniera una fuerza magnética e invisible que hizo difícil para ella volver la vista hacia otro lado.

Y, mientras se decía que no debía escucharle, que otra vez trataba de atraparla y hacerle decir lo que no deseaba, se abrió la puerta del comedor.

—¡El conde de Matlock, milord! —anunció el mayordomo.

Por un instante, Broome pensó que no había oído bien.

Pero, casi de inmediato, el hombre que más detestaba entró en la habitación, seguido por otros dos.

Hubo un profundo silencio, que rompió Clara al lanzar un grito, como el de un animalito caído en la trampa.

—¡Tío Lionel! —exclamó con voz trémula de miedo.

CAPÍTULO 3

Por un momento, el marqués se limitó a mirar al recién llegado con asombro.

El conde de Matlock era un hombre de edad madura, que en su juventud había sido considerado atractivo; sin embargo, tenía los ojos demasiado juntos. Ahora no sólo parecía acabado por una vida disipada, sino que además el odio con que miraba al marqués le daba una expresión muy desagradable.

Al entrar, sonreía con un aire triunfal que, en el primer momento, el marqués no pudo comprender:

No se puso en pie, sino que se limitó a decir:

—¿Me permite preguntarle, Matlock, qué hace usted aquí tan temprano?

Advirtió que el conde vestía ropa de montar, sus botas estaban cubiertas de polvo y sostenía en la mano un látigo. Era evidente que había llegado galopando y una rápida mirada a los hombres que le acompañaban confirmó esta idea.

Uno de ellos era un individuo de rostro alargado, nariz afilada y cabello rojizo, que parecía un hurón; el otro, para sorpresa de Broome, llevaba el blanco cuello de clérigo bajo su chaqueta de montar.

Tenía el cabello gris y un rostro tan delgado y cadavérico, que daba la impresión de que se estaba muriendo de hambre.

Haciendo caso omiso de Clara, el conde atravesó la habitación para enfrentarse al dueño de la casa.

—Estoy aquí, Broome, para informarle de que por fin le tengo donde siempre había querido: ¡a mi merced!

El rostro del marqués no se alteró.

—No sé de qué habla, Matlock. Creo que debería explicar no sólo su presencia en mi casa, sino también la de otras dos personas a las que tampoco he invitado.

—Permítame presentárselas —replicó el conde con ademán teatral—. Mi abogado, Israel Jacobs, de Lincon’s Inn, y el reverendo Adolphus Jenkins, a quien no creo que conozca, ya que la mayor parte de su feligresía está formada por los presos de la prisión de Fleet.

Hablaba en tono burlón, revelando la satisfacción que experimentaba.

El marqués advirtió que Clara había retrocedido, hasta quedar pegada a la pared, tan lejos del conde como le era posible.

Tuvo la impresión de que deseaba huir de allí, lo cual era imposible, debido a que los acompañantes del conde permanecían junto a la puerta, y las puertaventanas que daban al jardín estaban cerradas.

—Aún no entiendo por qué está usted aquí —insistió el marqués.

—Permítame explicárselo con claridad —contestó Matlock—. Le acuso, Broome, de secuestrar y abusar de una menor.

El marqués se puso tenso, pero no se movió. Tampoco se alteró la expresión de su rostro.

—¡Eso es mentira! —intervino Clara—. Él no me secuestró. Yo me escondí en su coche.

El conde no volvió la cabeza ni dio señal alguna de haberla oído. Sus ojos estaban fijos en el marqués, al mismo tiempo que decía con lentitud y claridad:

—Estoy dispuesto, Broome, a dejarle escoger entre enfrentarse a la acusación legal por un crimen que tiene como castigo la deportación y casarse con mi sobrina… pagándome diez mil libras por el privilegio de hacerlo.

Cuando terminó de hablar se produjo un silencio que al marqués le pareció más elocuente que todas las palabras que pudieran haberse dicho.

Comprendió con perfecta claridad que Matlock tenía la carta de triunfo en la mano y que no titubearía en utilizarla.

No sólo el triunfo de sus caballos le habían enfurecido siempre; también en numerosas ocasiones, se había visto obligado a denunciarlo al Club Hípico por infracciones contra las normas que regían las carreras de caballos.

En una ocasión había hecho que un caballo suyo fuera descalificado por una falta grave, después de que el conde había ganado aparentemente la carrera. El premio recayó entonces en Broome, cuyo caballo había entrado en segundo lugar.

Comprendió entonces que el conde jamás se lo perdonaría. Y ahora cruzó por su mente la idea de que, sin advertirlo, se había puesto a merced de un hombre que era su enemigo declarado y que debía de sentirse feliz al poder vengarse de él.

Pero lo más irritante era que había logrado, durante años, escapar a cuantas trampas le habían tendido para casarlo, ya que se le consideraba como el soltero más codiciado del gran mundo. No existía familia aristocrática en toda Inglaterra que no le hubiera recibido de buena gana como pariente político.

Pero había decidido, largo tiempo atrás, que no deseaba casarse, ni tenía intención de ser pescado por los ambiciosos padres que pululaban por los salones elegantes.

De forma vaga, pensaba que algún día tendría que casarse para engendrar un heredero y sabía con exactitud el tipo de mujer que llenaría los requisitos para ser marquesa de Broome. Desde luego, no pensaba unirse a una jovencita ignorante, con la cual se moriría de aburrimiento a las pocas semanas.

Había tiempo suficiente para que escogiera, con su gusto crítico y exigente, la esposa que se amoldase a la perfección a su modo de vida y que haría exactamente lo que exigiera de ella.

Pero la idea de enfrentarse a un ultimátum como el que le planteaba el conde era algo que no había pasado por su mente jamás, ni siquiera en la más absurda pesadilla.

Rápidamente, trató de buscar una salida. Con su actitud normal, distante y tranquila, dijo:

—Supongo que lo que dice Matock, no es más que una broma de pésimo gusto.

—No es ninguna broma, se lo aseguro —contestó el conde con voz aguda—. El señor Jacobs está dispuesto, si se niega usted a casarse, a presentar mi demanda, que ya he firmado, ante el comisario del condado. Dentro de unas horas será usted arrestado y sometido a juicio más adelante.

Se detuvo para observar el efecto de sus palabras, antes de continuar:

—Por otra parte, el reverendo Jenkins tiene en su poder una licencia especial que obtuve en Londres antes de salir, y que le permitirá casarle con mi sobrina en su capilla privada. ¡La decisión es suya, Broome!

El marqués contuvo el aliento.

Estaba a punto de decir que primero vería al conde y a sus parientes ardiendo en el infierno, cuando Clara lanzó otro grito y avanzó hasta el centro de la habitación.

—Si crees que voy a casarme con el marqués en esas condiciones —le espetó furiosa su tío—, estás muy equivocado. Huí porque trataste de casarme con ese hombre sucio y bestial. ¡Pero he decidido que no quiero casarme con nadie, y no me obligarás a que lo haga!

Matlock se volvió para mirarla por primera vez desde su llegada y el marqués notó el odio que había en sus ojos.

—Desafiándome otra vez, ¿eh? Bien, estoy dispuesto a concederte que has escogido un amante más presentable que Forstrath; pero te casarás con él… ¡y nada de histerias conmigo!

—¡No estoy histérica! —replicó Clara con vehemencia—. Sólo te digo que no me casaré con el marqués ni con ese hombre, sir Mortimer Forstrath. Y un matrimonio no es legal si la novia dice “¡no!”.

Sus ojos relampagueaban y sus palabras casi se atropellaban unas a otras. Sin contestar, el conde levantó la mano y la golpeó con tanta violencia en una mejilla, que Clara fue a dar en el suelo.

Con tanta rapidez que el marqués casi no podía creer que fuera posible, Matlock pasó el látigo que sostenía en la mano izquierda a la derecha y con todas sus fuerzas azotó el cuerpo de Clara. La golpeó dos veces antes que Broome se pusiera en pie de un salto, gritando:

—¡Basta! ¿Cómo se atreve usted a golpear a una mujer en mi casa?

Empujó a un lado la mesa del desayuno y avanzaba hacia el conde con los puños apretados en actitud amenazadora, cuando Israel Jacobs se interpuso en su camino.

Con profundo asombro, el marqués vio que tenía una pistola en la mano.

—Quédese donde está, milord —le ordenó el abogado—. Un tutor tiene sus derechos, uno de los cuales es castigar a su pupila si está lo merece.

Al mismo tiempo que su abogado hablaba, el conde miró por encima del hombro, antes de propinarle otro latigazo a Clara.

—¡Así es! —exclamó—. Y cuando yo acabe con esta renegada, se casará con el mismo diablo si se lo ordeno.

Volvió a levantar su látigo y lo hizo caer la espalda de Clara, que lanzó un grito de dolor.

Broome calculó que, si se movía con rapidez, podría arrancarle la pistola al abogado y que las probabilidades de hacerlo sin recibir un balazo eran de un cincuenta por ciento.

Entonces, en el momento que flexionaba los músculos para lanzarse sobre él, descubrió que el clérigo también le apuntaba con una pistola. La sostenía con mano temblorosa e insegura, pero esto no significaba que no fuera mortal su disparo.

Con dos armas apuntándole, no tenía la menor probabilidad de evitar salir herido, si no muerto, en aquel encuentro desigual.

Por un momento, permaneció indeciso. Entonces Clara volvió a gritar por efecto de un nuevo golpe. Sintiendo como si firmara su propia sentencia de muerte, el marqués dijo:

—Muy bien, Matlock. Usted gana esta escaramuza, que reconozco es un ejemplo de chantaje muy bien pensado.

El conde se volvió hacia él con expresión satisfecha.

—Me alegra que lo reconozca, Broome. Y ahora tal vez podamos concentrarnos en el negocio.

El marqués no contestó. Se limitó a cruzar la habitación para detenerse ante la chimenea, preguntándose con desesperación si habría alguna forma de escapar.

El abogado y el clérigo bajaron sus armas, pero no volvieron a guardarlas. Matlock miró nuevamente a Clara y el marqués tuvo la impresión de que apenas lograba contener los deseos de golpearla otra vez.

—Es una lástima —le dijo— que tu futuro esposo se haya rendido tan pronto, evitando que te dé la paliza que mereces. ¿Cómo te atreviste a huir de mi casa? —Esperó un momento, como si pensara que ella iba a contestar, y después continuó—: pero, ¡quién sabe!… Tal vez este matrimonio me convenga más socialmente que si te hubiera casado con Mortimer Forstrath.

Hablaba en un tono despectivo y desagradable que pareció envenenar la atmósfera. De pronto, el marqués comprendió a quién se refería.

Él no tenía ningún tipo de relación con sir Mortimer Forstrath; aún más, era un hombre al que jamás habría querido como amigo porque sabía que se trataba de alguien rechazado en todos los clubes a los que él pertenecía.

No podía recordar la razón precisa de esta actitud, pero tenía la convicción de que Forstrath no era un marido deseable para Clara.

Cuando Matlock terminó de hablar se acercó al marqués y se quedó a poca distancia de él. Los dos se miraron conteniendo su furia, como dos boxeadores en el cuadrilátero.

Con una sonrisa insidiosa en los delgados labios, el conde dijo:

—Necesito que primero me haga el cheque, Broome. La ceremonia tendrá lugar inmediatamente después.

Entre tanto, Clara se había levantado del suelo con visible esfuerzo.

Estaba muy pálida, a excepción de una de sus mejillas, enrojecida por el impacto de la mano de su tío.

Los latigazos que le había dado en la espalda le dolían horriblemente, pero su único pensamiento era que debía salir, llegar a la caballeriza y lanzarse al galope lejos de allí, antes de que alguien pudiera detenerla.

Por un instante recordó que el dinero y las joyas que había llevado consigo estaban arriba; pero en aquel momento no tenían ninguna importancia.

Debía escapar antes de verse obligada a casarse con el marqués, porque sabía que su tío no hablaba por hablar.

La noche anterior había escapado de su casa porque sabía que nada que pudiera decir, ninguna súplica, ninguna petición de misericordia la salvaría y su tío la obligaría a casarse con sir Mortimer Forstrath.

Quería el dinero que le iban a pagar por ella, así como librarse de su presencia, y le había dicho que la golpearía hasta dejarla inconsciente si seguía oponiéndose a sus planes.

Nunca se le ocurrió que, al refugiarse en el carruaje del marqués, su tío no sólo la descubriría, sino que además aprovecharía la situación como un medio para obtener el dinero que necesitaba con tanta desesperación y, al mismo tiempo, vengarse de su odiado enemigo.

Lentamente, paso a paso y con la esperanza de que nadie lo notara, se deslizó hacia la salida. Pero justo cuando llegaba a ella, Israel Jacobs retrocedió varios pasos para interponerse en su camino. No había necesidad de que dijera nada. Clara se limitó a quedarse junto a la puerta y, suspirando, supo que había sido derrotada.

Desde el otro lado de la habitación, el marqués dijo:

—Discutamos esto con sensatez, Matlock. Le daré el dinero; pero como bien sabe, no secuestré a su sobrina ni existe razón alguna para que me case con ella. Estuvo bien cuidada anoche por mi ama de llaves, que es una mujer muy respetable.

—Ningún magistrado consideraría compañía adecuada una sirvienta a sueldo para una joven inocente que pasó la noche con el noble marqués de Broome.

Y como si quisiera provocar aún más al marqués, Matlock añadió:

—Ya tuvo su diversión, Broome; ahora debe pagar por ella.

Sólo usando toda su fuerza de voluntad, Broome se contuvo de arrojar al conde al suelo de una bofetada.

—Le ofrezco quince mil libras —dijo en voz baja.

—Usted es un hombre muy rico, Broome —replicó el conde lanzando una carcajada—, y será muy ventajoso para mí decir que estamos emparentados. De aquí en adelante espero disfrutar de algo más que dinero.

Lo que decía era muy cierto y el marqués comprendió que sacaría el mayor provecho posible de una relación familiar entre ellos. Resultaba irritante que, además, exigiera como recompensa una cifra astronómica.

Como si temiera que estaba abusando de la situación y en cualquier momento el marqués perdería los estribos, Matlock se apresuró a añadir:

—¿Qué le parece si abreviamos el asunto? Como imagino que no tendrá un talonario de cheques en el comedor, le propongo que vayamos a su estudio, si es allí donde están.

El hecho de recibir órdenes del conde en su propia casa era un terrible insulto para Broome, pero volvió a controlarse. Cruzó la habitación y abrió la puerta.

Clara estaba de pie junto a ella. La miró, esperando que le precediera.

Moviéndose con lentitud a causa del dolor de la espalda, la joven salió de la estancia. El marqués la siguió y detrás de él marcharon Matlock y sus secuaces, visiblemente satisfechos por el éxito logrado.

Como desconocía el camino, Clara esperó a que el marqués se colocara a su lado para encabezar el recorrido hasta su estudio. Al llegar a la puerta, un lacayo la abrió de inmediato.

Entraron en la habitación, amplia y cómoda, en cuyas paredes colgaban cuadros de caballos, debidos al famoso pintor Stubbs. Los sillones era de cuero y, sobre el amplio escritorio, había un tintero de oro macizo y un secante grabado con el escudo de los Broome.

Cuando el marqués se dirigía hacia su sillón de madera tallada y alto respaldo, Clara se preguntó una vez más si no tendría oportunidad de escapar.

Pero con su tío y sus dos secuaces tras ella, decidió que era imposible. Notando que las piernas se negaban a sostenerla, se dejó caer sobre la alfombra que había junto a la chimenea y extendió las manos hacia el fuego.

Entonces advirtió que la sangre de las heridas producidas por latigazos, comenzaba a mancharle el vestido.

El marqués levantó la vista y también se percató de ello. Apretó los labios con fuerza y abrió un cajón de la mesa.

Cuando comenzaba a extender el cheque, observó que el conde había visto en un rincón una mesa con varias botellas y vasos.

Sin pedir permiso, se acercó a ella y sirvió, tanto para él como para sus acompañantes, una buena cantidad de brandy. Jacobs y el reverendo tomaron con visible ansiedad los vasos que les ofreció. Después Matlock levantó el suyo y le habló al marqués.

—Permítame beber a su salud, milord, deseándole felicidades.

Broome ni siquiera levantó la vista y el conde agregó en tono burlón:

—Pronto se dará cuenta de que Clara es difícil de manejar y muy testaruda. Por lo tanto, considero adecuado que mi regalo de bodas sea el látigo que uso para obligarla a obedecer. ¡Va a necesitarlo!

Fue al escritorio y arrojó sobre éste el látigo que aún llevaba en la mano.

El marqués ignoró el acto como el comentario. Se limitó a firmar el cheque; luego se puso de pie y lo dejó sobre la mesa.

Matlock se apresuró a apoderarse de él, lo examinó con todo cuidado para verificar que no había sido engañado y dijo:

—Está bien. Ahora tal vez quiera mostrarnos el camino hacia su capilla. Supongo que, como hombre temeroso de Dios, la tendrá en servicio.

Broome miró a Clara, quien, al oír las palabras de su tío había vuelto el rostro hacia ellos. Comprendiendo lo que se esperaba de ella, se puso lentamente en pie.

A pesar de que estaba aún más pálida que antes, avanzó hacia la puerta con dignidad, pasando junto a su tío con la cabeza alta.

Sólo cuando el marqués le abrió para que pasara, se le ocurrió una idea. En cuanto salió al pasillo, giró con rapidez, cerró la puerta e hizo girar la llave que había en la cerradura.

Entonces, levantándose las faldas, echó a correr hacia el vestíbulo y la puerta principal.

Como había supuesto, los tres caballos en que habían llegado su tío y los dos hombres que le acompañaban estaban fuera, custodiados por los palafreneros del marqués.

Bajó a la carrera la escalinata y literalmente saltó a la silla del caballo más cercano.

Ni siquiera pensó en montarlo de lado, sino que lo hizo a horcajadas sobre él y, tomando las riendas, partió antes que los palafreneros se dieran bien cuenta de lo que sucedía.

Al advertirlo, se limitaron a seguirla asombrados con la mirada, mientras ella se alejaba de la casa, en dirección al puente que cruzaba el lago.

No había avanzado mucho cuando se percató de que el caballo que montaba estaba muy cansado después de lo que debió haber sido un viaje agotador desde Londres.

Como seguramente su tío temía que se hubiera ido de Broome antes que él llegara, habría viajado a una velocidad que agotó al caballo.

Clara no tenía fusta ni espuelas y, aunque hundía los talones con fuerza en los flancos del animal, descubrió, aun antes de haber terminado de recorrer la avenida de entrada, que no podía lograr que avanzara más que a un trote corto.

Miró hacia atrás cuando llegaba a las grandes puertas de hierro forjado y vio a lo lejos dos caballos que la seguían.

No era difícil adivinar que su tío había obligado al marqués a tirar del llamador, o que tal vez lo había hecho él mismo. Un sirviente había acudido para abrir de inmediato la puerta que ella había cerrado con llave.

Traspuesta ya la verja, el camino corría a derecha e izquierda. Sospechando que el primero llevaba a Londres, giró hacia la izquierda. Por allí se transformaba pronto en un angosto sendero, bordeando el alto muro de ladrillos que en aquel punto rodeaba la propiedad del marqués.

Continuó cabalgando y haciendo todo lo posible por apresurar a su caballo, mas sin lograrlo.

Entonces, como sentía miedo de los hombres que la seguían, cuando vio una puerta abierta por la cual se entraba en un prado con una pequeña arboleda en el centro, cabalgó hacia ella.

Esperaba poder ocultarse allí; pero, al llegar a los primeros árboles, volvió la mirada y observó que un jinete se acercaba ya por el camino que ella acababa de dejar. Con el corazón oprimido, vio que era su tío. Seguramente su otro perseguidos había girado hacia la derecha.

Matlock hostigaba con la fusta a su montura, de modo que galopaba a mucha mayor velocidad que Clara.

Como los árboles eran bajos y sus ramas estaban desnudas en aquella época del año, en el momento que se disponía a entrar en el bosquecillo, Clara sospechó que su tío la había visto.

Percatándose de que su esfuerzo por escapar era inútil, consideró que sería más digno dar la vuelta y cabalgar hacia él.

El conde tenía el rostro enrojecido a causa del esfuerzo y cuando se encontró con ella en el centro del prado, gritó enfurecido:

—¡Maldita seas! ¿Qué demonios pretendes, estúpida?

—¡Escapar de ti! —contestó Clara con un último destello de valor, antes de que la invadiera la desesperación al comprender la inutilidad de su esfuerzo.

—¡Vas a volver conmigo ahora mismo! —gritó el conde—. Y si Broome ha escapado por tu culpa, te golpearé hasta hacerte desear no haber nacido.

—¡He deseado eso muchas veces desde que estoy contigo!

Matlock hizo girar al caballo hacia la puerta del prado y como no podía hacer otra cosa, Clara le siguió:

Una vez en el camino, cuando cabalgaban uno al lado del otro, el conde dijo:

—Si no fueras tan testaruda entenderías el gran favor que te hago al casarte con Broome. Tu posición social será la de la más alta aristocracia.

—¡Estaré casada con un hombre que me odiará por ser sobrina tuya!

En lugar de enfadarse, Matlock se echó a reír.

—¡Al fin le he vencido! —exclamó en tono de profunda satisfacción.

Clara permaneció en silencio y él continuó diciendo:

—¡Me ha humillado y menospreciado, ha sido una espina para mí en estos últimos cinco años! ¡Ahora soy yo el ganador y el noble marqués de Broome tendrá que morder el polvo!

—Ya tienes el dinero que querías —dijo Clara—. Déjame ir, tío Lionel. Di que no has podido encontrarme ni tienes idea de adónde he ido. Yo desapareceré y no me volverás a ver jamás.

—No pienso discutir contigo. ¡Te casarás con Broome y darás gracias por ello de rodillas! Ningún tutor podría haber hecho más por una pupila que ha sido sólo un dolor de cabeza para él.

—Tú no haces esto por mí —replicó Clara—. Siempre odiaste a papá, porque estabas celoso de él, y por eso me odias a mí también. Si doy gracias a Dios será porque ya no tendré que vivir contigo.

El conde lanzó una risilla de complacencia, que no era nada agradable oír.

—Así que aún te quedan humos, ¿eh? Creí que te los había quitado a golpes. Es una pena que no te hayas casado con Mortimer Forstrath, porque él no te habría pasado ninguna tontería.

Clara no contestó.

Se limitó a mirar la casa que se erguía frente a ellos y no dudó que su tío tenía razón en cuanto a que su vida con el marqués sería infinitamente preferible a la que hubiera llevado como esposa de sir Mortimer Forstrath.

De pronto se sintió muy débil, no sólo por haber perdido la batalla contra su tío, sino también porque la espalda le dolía de forma insoportable a causa de los latigazos.

Se adelantó para no oír más las risas y burlas del conde. Temiendo que en cualquier momento iba a desplomarse, trató de pensar sólo en mantenerse sobre la silla hasta llegar a la casa.

No supo cómo, mas lo consiguió.

Cuando tocó el suelo y observó que aún tenía que subir la escalinata, tuvo la sensación de que una densa y oscura niebla se alzaba para engullirla.

Al recobrar el sentido, Clara se encontró sentada en un banco de madera tallada, en la capilla privada de Broome.

Alguien sostenía un pañuelo mojado en agua de colonia sobre su frente, y un vaso de brandy cerca de sus labios.

Ella trató de apartarlo, pero entonces oyó que le marqués decía con tono seco e impersonal.

—Bébalo. Hará que se siento mejor.

Como era más fácil obedecer que discutir, Clara tomó un trago y sintió que el líquido bajaba, ardiente, por su garganta.

La oscuridad que aún la acechaba se esfumaba poco a poco y notó, por la forma en que el marqués apretaba el vaso contra sus labios, que deseaba que bebiese de nuevo.

Así lo hizo y su aturdimiento acabó por disiparse, permitiéndole darse cuenta de dónde estaba y lo que había sucedido.

—Ahora ya está bien —dijo una voz y, al mismo tiempo, retiraron el pañuelo de su frente.

Al levantar la vista, vio que el marqués estaba de pie junto a ella.

Resultaba difícil leer la expresión de sus ojos, pero sospechó, por lo apretados que tenía los labios y la tensión de su mandíbula, que estaba furioso. ¡Ojalá no fuese con ella!

—¿Quiere un poco más? —preguntó y, aunque su tono seguía siendo impersonal, tuvo la impresión de que había compasión en ella.

Negó con la cabeza.

—No…; no, gracias.

—En ese caso, sigamos con la ceremonia —dijo su tío con voz áspera.

Clara volvió la cabeza.

Vio que el conde estaba sentado en otro banco y el párroco que había traído consigo se hallaba de pie en los escalones del altar, con un libro de oraciones en la mano.

Con sus botas de montar polvorientas y el blanco cuello, única señal de su ministerio, resultaba incongruente como oficiante.

Sin embargo, Clara estaba segura de que su tío habría comprobado que estaba debidamente ordenado y el servicio matrimonial que iba a realizar, así como la licencia especial que había conseguido, eran legales y no podrían ser causa de que la unión se anulase en modo alguno.

En aquel momento comprendió que había fracasado y no había escapatoria posible, aunque una boda en tales circunstancias constituía una farsa y una burla contra el sacramento del matrimonio. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

El marqués, sin mirarla, había dado unos cuantos pasos y esperaba que Clara se colocara junto a él.

De forma instintiva, sin un pensamiento consciente, miró hacia el otro lado de la capilla y vio que en la puerta, tanto para evitar que ella saliera como para impedir que alguien entrara, estaba Israel Jacobs.

Tenía los ojos fijos en ella y Clara sintió como si él también se burlara de su impotencia.

Su tío se le acercó y extendió una mano hacia ella; pero cuando Clara no soportaba que la rozara siquiera, se apoyó en el banco que tenía delante y se puso de pie.

Al hacerlo, notó que la tela del vestido se había pegado a las heridas de su espalda y tuvo que hacer no poco esfuerzo para reprimir un grito de dolor.

Con gesto de dignidad, sabiendo que lo único que le quedaba era su orgullo, levantó una mano y se arregló un poco el desordenado cabello.

Después, sin mirar siquiera a su tío, recorrió la pequeña distancia que debía recorrer para colocarse al lado del marqués.

Éste no la miró.

El clérigo inició el servicio leyendo con lentitud, y a veces con voz inaudible, del libro que tenía en la mano.

—Yo, Ivo Maximilian, te tomo, Clara María, como esposa…

Al oír al marqués repetir las palabras con absoluta calma y en tono inexpresivo, Clara pensó que debía de estar soñando.

Luego, también como un sueño, oyó su propia voz:

—Yo, Clara María, te tomo a ti, Ivo…

Cuando pronunciaba estas palabras, comprendió que no sólo había perdido su libertad, sino también la posibilidad de realizar sus ilusiones.

Aunque había jurado no casarse nunca, en algún rincón de su mente subsistía la esperanza de encontrar un día al hombre diferente a todos los que había conocido hasta entonces.

Pero esto llegó a parecerle imposible, porque odiaba a su tío, primero, y después al monstruo que le había presentado como futuro esposo.

Entonces, aterrada, había pensado que todos los hombres eran como bestias y la perseguían y de las cuales tenía que escapar.

La crueldad de su tío, el odio que sentía por él, y el horror que la invadió al conocer a sir Mortimer, se habían combinado para hacer que decidiera no llegar a ser nunca propiedad de un hombre.

Se mantendría libre, a menos que, por algún milagro que consideraba improbable, llegara a su vida un hombre en quien pudiera confiar y digno de que le amase.

Ahora, cuando menos lo esperaba, cuando creía que había logrado huir para ser independiente, se veía encadenada al marqués para el resto de su existencia.

“Lo que Dios une, no lo separe el hombre”. Cuando el oficiante pronunció estas palabras, a Clara le pareció escuchar la trompeta del Juicio Final.

Y se dijo entonces que de algún modo, fuera como fuese, debía escapar del marqués.

CAPÍTULO 4

El marqués se encontraba de pie en la puerta, observando al conde y a sus dos compañeros que se alejaban bajo los robles.

Sólo los años que llevaba ejerciendo un fuerte control sobre sus sentimientos le habían permitido contener hasta el último momento los deseos que sentía de borrar a golpes la sonrisa de satisfacción y desprecio que había en el rostro de Matlock.

Al salir de la capilla, éste había dicho con la misma voz burlona de antes:

—Supongo, Broome, que no será lo bastante hospitalario como para ofrecernos una copa de champán para celebrar tan feliz ocasión, ¿verdad?

Sin contestar, el marqués se había apartado de Clara en cuanto terminaron de casarse y encabezó la comitiva que recorrió el pasillo desde la capilla al vestíbulo.

Al llegar, miró al conde de una forma que expresaba con toda claridad que debía marcharse de su casa.

Intuyó, por la expresión de Matlock, que éste trataba de decidir entre provocarle aún más o marcharse en silencio. Al fin, pareció optar por lo segundo. Se dirigió a la puerta principal y descendió la escalinata, para montar sobre su cansado caballo de un modo que trataba de ser una última muestra de desafío.

El abogado y el clérigo le siguieron y los tres se alejaron mientras Broome los observaba con un odio tan intenso que habría intimidado a cualquier hombre corriente.

Luego, con una última mirada a los tres jinetes que se perdían en la distancia, llamó a uno de los palafreneros que habían estado cuidando sus caballos y se disponía a volver a las caballerizas.

—¡Ben!

—¿Sí, milord?

—¡Ensilla a Trueno y tráemelo ahora mismo!

—Bien, milord.

El marqués, sintiendo que no podía enfrentarse a Clara, no regresó a la casa.

Por el sendero de grava, se encaminó al lago. La fina capa de hielo que lo cubría a primeras horas de la mañana se había quebrado y ahora los patos y los cisnes se deslizaban por el agua plácidamente.

Un pálido sol había logrado abrirse paso entre los nubarrones y arrojaba una luz tenue y dorada.

Era la primera vez que le derrotaban en una batalla; pero había sido una en la que no hubiera podido ganar de ningún modo. Todo había sucedido con tanta rapidez, que apenas podía creer que lo ocurrido no fuera una simple fantasía.

Mas subsistía el hecho innegable de que ahora estaba casado con una mujer a la que había visto por primera vez la noche anterior y en extrañas circunstancias.

“¡Casado!”

La palabra resonaba en su cerebro, que por el momento no parecía capacitado para enfrentarse a una situación casi inimaginable.

Se quedó mirando, abstraído, el lago, hasta que oyó las pisadas de un caballo que se acercaba. Se dio la vuelta y comprobó que el palafrenero le había llevado a Trueno, uno de sus caballos favoritos.

El marqués sospechaba que sólo haciendo ejercicio violento podría calmar un poco la furia que rugía en su pecho como una tempestad.

Saltó a la silla y, sin decir una palabra, se alejó al galope por una ruta que atravesaba el parque y por la cual podría correr hasta que tanto él como Trueno quedaran exhaustos.

En la casa, después de ver partir a su tío, Clara se dirigió a la escalera y la subió con lentitud.

Cada paso significaba un gran esfuerzo, ya que el dolor de las heridas se intensificaba por momentos.

Debido a su estado físico, no podía pensar con claridad en el matrimonio con el marqués y en todo lo que entrañaba.

Lo único que deseaba era acostarse y estar sola.

Logró llegar hasta su cama y se tendió en ella con cuidado de no lastimar su espalda más aún. Sin embargo, el dolor era tan insoportable que cerró los ojos y se aferró a la esperanza de perder el conocimiento…

Horas más tarde, Clara despertó de un sueño que en parte había sido desmayo; pero como no tenía deseos de enfrentarse a la realidad, se dejó vencer de nuevo por una especie de letargo.

Cuando volvió a despertar trató de darse la vuelta y, como la sangre de las heridas le había pegado la sábana, no pudo contener un grito de dolor. Al oírla, alguien corrió a su lado.

Era la señora Peel, el ama de llaves, mas a Clara le resultó difícil reconocerla en el primer momento.

—¿Está despierta, milady?

—Supon… go que… sí.

—Me pregunto si la señora marquesa se sentirá lo bastante fuerte para que la cambiemos a otra habitación. Todo está preparado ya, milady, y creo que debo ponerle ungüento en la espalda. Sólo así podrá meterse en la cama como es debido y descansar…

Como le pareció más fácil obedecer que oponerse, Clara permitió que la señora Peel la condujera, por un largo corredor, a ala sur de la casa.

Estaba demasiado cansada para que algo le interesara y sólo más adelante supo que había sido instalada en el dormitorio donde siempre habían dormido las castellanas de Broome, utilizado por última vez por la madre del marqués.

Cuando entró en él, lo único que sabía era que le dolía mucho la espalda y estaba agotada. Como un animalito herido, quería ocultarse en un rincón, lejos de todo lo que la asustaba.

Sintió mucho dolor cuando le quitaron el vestido; pero el ungüento que la señora Peel le aplicó sobre la piel abierta y cubrió con paños limpios y suaves, se lo calmó.

Le dieron de beber algo caliente que le supo a leche con miel, pero no tenía suficiente curiosidad para preguntar.

Ayudada por la señora Peel, se acostó en la amplia cama de postes tallados y sobredorados, que servían de apoyo a un dosel con ángeles, hojas y flores, igualmente tallados con exquisita maestría.

Pero nada de ello era real para Clara, que sólo podía pensar en poner la cabeza sobre la almohada y cerrar los ojos.

El ama de llaves corrió las cortinas sobre los tres grandes ventanales de la habitación y la joven, cuando se quedó sola, trató de volver a cerrar su cerebro a todo pensamiento y se concentró en lograr el sueño.

El marqués no regresó a la casa hasta bien entrada la tarde. El mayordomo, que tomó su chistera, los guantes y la fusta, le miró con disimulo y tuvo la impresión de que estaba agotado. Incluso parecía considerablemente más viejo que por la mañana.

Los sirvientes estaban estupefactos por lo sucedido, ya que se habían dado perfecta cuenta de que su amo había estado en la capilla con un clérigo y la extraña jovencita con la que llegara inesperadamente la noche anterior.

La señora Peel era la personificación misma de la discreción, mas las doncellas no habían resistido la tentación de contar en la cocina que la joven en cuestión tenía el cabello corto y vestía ropa masculina, un uniforme de Eton, bajo la capa de piel de su señoría.

—Un caballero de Londres ha venido a ver a milord —anunció el mayordomo—. Me he permitido conducirle al estudio.

Por un momento, el marqués pensó que podía tratarse de Henry Hansketh, pero era demasiado pronto para su llegada. Su primer impulso fue decir que no deseaba ver a nadie; pero los buenos modales le aconsejaron no actuar de tal modo con alguien que había ido desde Londres para verle.

Aunque deseaba bañarse y tenía hambre, se dirigió al estudio, decidido a despachar el asunto lo más rápido posible.

Un lacayo le abrió la puerta y, al entrar, Broome advirtió con sorpresa que su visitante era un miembro de la casa real.

—Buenas tardes, Bingham —saludó el marqués—. Le pido que me disculpe por haberlo hecho esperar. No aguardaba su visita.

—Decidí traerle yo mismo la información —contestó el señor Bingham—: Su majestad expiró anoche a las ocho y treinta y dos minutos exactamente.

—¡El rey ha muerto! —exclamó el marqués.

A pesar de que todos lo esperaban hacía tiempo, la noticia le sorprendió.

—Ha muerto —repitió el señor Bingham—: pero como hoy es el aniversario de la ejecución de Carlos I, la proclama del ascenso al trono del nuevo monarca no se efectuará hasta el lunes.

—Y, por supuesto, él espera que yo esté presente —concluyó el marqués, casi hablando para sí.

—Por esa razón me apresuré a venir, milord. Su majestad ya ha preguntado por usted.

—Gracias, señor Bingham… Y permítame ofrecerle una copa de champán. ¿O prefiere brandy?

—Champán, si me hace el favor.

—Se quedará aquí esta noche, por supuesto, y partiremos hacia Londres mañana a primera hora.

—Cuanto antes mejor. Su majestad se encuentra abatido por el dolor y no hay nadie a quien desee tener a su lado tanto como usted, lord Broome.

El marqués recibió el comentario sin mucho entusiasmo. Sabía lo temperamental que podía ser el nuevo rey. Siempre dramatizaba con exageración cuanto le ocurría. Comenzó a los veintidós años, cuando se hirió con un cuchillo en un acto de desesperación porque estaba decidido a lograr que la señora Fitzberger se casara con él.

Desde entonces, en cuanta ocasión se le presentaba, recurría para expresarse a histerismos bastante fastidiosos.

Mientras le servía al señor Bingham una copa de champán, Ivo Broome se decía que las escenas que el nuevo rey haría por la muerte de su padre eran lo último que deseaba presenciar, y menos después de lo que acababa de sucederle a él. Esto le hizo recordar a Clara. Si debía ir a Londres, ¿qué haría con ella? ¿Cómo anunciar aquel matrimonio inesperado?

La noticia de su unión con una joven de la que nadie había oído hablar jamás iba a causar casi tanta sensación como la muerte del rey.

Al tomar su copa, advirtió que el visitante no estaba bebiendo de la suya, sino que le miraba como esperando que dijera algo. Reaccionando, levantó la copa y dijo:

—¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!

—¡Dios salve al rey! —contestó el señor Bingham y bebió el champán como si necesitara un reconfortante.

Más tarde, tras dar instrucciones al mayordomo para que condujera al señor Bingham a una habitación para invitados, Broome subió al ala sur de la casa, esperando que su ayuda de cámara le tuviera listo el baño ya.

Mientras se bañaba, pensó, analizaría aquel nuevo problema que imposibilitaba que se quedara en el campo como se proponía.

Casi había llegado a su habitación, cuando por una puerta cercana vio salir a la señora Peel. Supuso que Clara había sido trasladada al cuarto continuo al suyo, lo cual significaba que toda la casa se había enterado de su matrimonio y ya habían comenzado a tratarla como nueva marquesa de Broome que era.

Por un momento, le enfureció el hecho de que se hubieran adelantado a sus instrucciones. Si hubiera podido obedecer a sus impulsos, habría mandado a Clara al desván, tan lejos de él como fuera posible.

Pero cuando la señora Peel le hizo una respetuosa reverencia, volvió a ejercer su control habitual sobre sí mismo y la escuchó con rostro inexpresivo.

—Milady ya está mejor. Pensaba pedirle autorización a su señoría para mandar llamar al médico, pero creo que ya no es necesario.

Broome se puso tenso. Si el médico del pueblo examinaba a Clara, no podría guardarse el secreto de que la flamante marquesa de Broome había sido golpeada de forma brutal, historia que correría de boca en boca por todo el condado.

—No deseo, señora Peel —dijo en tono autoritario—, que nadie se entere de las lesiones que sufrió la señora marquesa. Confío en que se encargará de que no se hable sobre ellas ni dentro ni fuera de la casa.

—Haré todo lo posible, milord —afirmó la señora Peel.

Hizo una nueva reverencia y el marqués se apartó de ella para abrir la puerta de su dormitorio, entrar y cerrar con cierta violencia.

La señora Peel lanzó un suspiro y se alejó por el pasillo.

Ivo Broome se habría sorprendido al saber lo acongojada que se sentía la buena mujer por el hecho de que se hubiera casado en circunstancias tan extrañas e inexplicables, con una joven que no sólo había sido maltratada de un modo que la parecía horripilante, sino que tampoco era el tipo de dama que ella hubiera deseado para esposa de su señor.

—¡Cabello corto y pantalones! —murmuró la señora Peel para sí, mientras se dirigía hacia otra parte de la casa—. ¡Dios mío! ¿A dónde vamos a parar?

El marqués y el señor Bingham cenaron juntos y discutieron con discreción lo que sucedería ahora en que, al cabo de tantos años de espera el regente ocuparía por fin el trono.

—Sólo espero, señor Bingham —dijo Broome—, que su majestad escuche, a diferencia del primer ministro y su gabinete, mis continuas advertencias acerca de que convine hacer reformas antes de que sea demasiado tarde.

Bingham, que era un hombre inteligente, movió la cabeza con pesadumbre.

—Las cosas están empeorando en el norte, milord. Pero, por desgracia, los que están en el poder parecen pensar que, si hacen caso omiso de lo que sucede, los problemas se solucionarán solos.

El marqués tenía una expresión sombría al decir:

—Lo que se necesita es bajar los precios de los comestibles, subir los sueldos y que la gente trabajadora sienta que el gobierno comprende sus problemas e intenta solucionarlos.

—Estoy seguro de que su majestad comprenderá lo que se necesita si su señoría habla con él.

Pero el marqués temía que el nuevo monarca, abrumado como estaba por problemas personales, no le prestase mayor atención.

Pensando en el desgraciado matrimonio del rey con la escandalosa princesa Carolina, la cual vivía en el extranjero haciendo literalmente “lo que le daba la gana”, Ivo Broome recordó a Clara con una nueva aprensión. ¿Y si ésta se comportaba igual que su alteza?

Aunque nunca hablaba de ello, se sentía muy orgulloso de su linaje. Sus antepasados formaban parte de la historia de Inglaterra. Los Bronley, pues éste era el apellido familiar, siempre habían destacado en la corte y participado en incontables batallas tanto en tierra como en el mar.

Él mismo se había cuidado siempre de no hacer nada deshonroso, que pudiera poner una mácula sobre el escudo que con tanto orgullo lucía en todas sus pertenencias.

Tratando de calmar el tumulto que surgía en su interior, se dijo que Clara, aunque había aparecido vestida de forma reprobable y con el cabello corto, era sólo una niña y no se la podía comparar con la desagradable princesa Carolina.

No sería difícil lograr que una chiquilla de dieciocho años se comportara en el futuro como era debido.

“Después de todo”, se dijo, “en tiempos de guerra tuve bajo mis órdenes a todo un regimiento”.

Sin embargo, tuvo la desagradable impresión de que una mujer, fuera cual fuese su edad, podía ser más difícil de manejar que un pelotón de soldados a los que se les había inculcado la idea de la obediencia.

Continuó charlando con el señor Bingham, pero cuando éste expresó su deseo de retirarse a descansar, el marqués decidió que debía avisar a Clara del repentino e inevitable cambio de planes.

Suponía que, al día siguiente, aún no estaría lo bastante bien como para viajar; pero tampoco deseaba dejarla sola mucho tiempo en Broome.

Aunque su presencia en Londres iba a plantearle dificultades, tenía la inquietante sensación de que era mejor que Clara estuviera cerca de él, para saber lo que estaba haciendo y planeando.

“Es mi esposa”, se dijo, “y cuanto antes le haga comprender que no aceptaré tonterías, mejor”.

Después de dar las buenas noches al señor Bingham, se dirigió a su dormitorio.

Había mirado el reloj del vestíbulo antes de subir la escalera y, como aún no habían dado las diez, supuso que no era demasiado tarde para molestar a Clara.

Decidió que, como el rey no sería proclamado como tal hasta el lunes, sería un error anunciar su matrimonio antes de la proclama. Esto significaba que aún disponía de algunos días.

“Esperaré hasta estar en Londres para saber con exactitud lo que sucede”, se dijo.

Llegó a la puerta de la habitación donde dormía Clara y titubeó.

Sería más natural que entrara por la puerta de comunicación que había entre sus dos habitaciones, separadas sólo por un pequeño gabinete, en el cual su madre solía pasar mucho tiempo. Era muy femenino y estaba amueblado con todos los objetos que la marquesa había atesorado: retratos de su hijo y de sus hijas cuando eran niños, otro de su esposo en lugar destacado y algunas bonitas pinturas de artistas franceses, que Ivo también admiraba.

Al entrar en el gabinete tras haber dado instrucciones a su ayuda de cámara para que hiciera el equipaje en el acto, le contrarió el hecho de que alguien lo estuviera utilizando de nuevo, sobre todo una esposa que no quería.

Decidió que lo más importante en aquel momento era establecer su relación con Clara de forma que no quedara en ella la menor duda de quién era el amo y de que debía actuar como correspondía a una esposa.

Como de costumbre, y de acuerdo con las órdenes del marqués, todo en Broome estaba listo para su uso inmediato y el gabinete, aunque no había entrado en él desde que volviera a la casa, estaba lleno de flores y las velas se hallaban encendidas.

Esto se hacía todas las noches cuando él estaba en Broome y, aunque nunca abría la puerta de comunicación entre el gabinete y su dormitorio, sabía que todo estaba dispuesto por si deseaba hacerlo.

Sin embargo, ahora tuvo la sensación de que la habitación había sido preparada para Clara y sus ojos se oscurecieron. Con deliberación, no miró el retrato de su padre colocado sobre la chimenea, ni uno muy hermoso que sir Joshua Reynolds había pintado de su madre y que se encontraba en la pared de enfrente.

Se dirigió rápidamente a la puerta de comunicación y, por un momento, se quedó con la mano extendida para hacer girar el picaporte, sintiendo una profunda repulsión. Todos sus instintos protestaban contra la mujer que le había arrebatado su amada libertad. Mas recapacitó y se dijo que no había sido culpa suya y sería injusto acusarla de lo ocurrido.

Dio la vuelta al picaporte y descubrió que la puerta estaba cerrada con llave. Trató de hacerlo girar de nuevo, para asegurarse de que no se había equivocado.

Como no podía creer que Clara se hubiera encerrado de forma deliberada, pensó que por alguna tonta omisión de la doncella, la puerta había quedado cerrada.

Consideró la posibilidad de ir por el pasillo y entrar en el dormitorio por la otra puerta, pero le pareció mejor llamar.

Levantó la mano y dio unos golpes no muy fuertes porque no quería que su ayuda de cámara se percatara de lo que sucedía.

Como nadie respondió, llamó de nuevo.

—¡Clara!

Creyó que no le había oído, pero después de un momento ella contestó:

—¿Qué? ¿Quién… es?

—Quiero hablar contigo. ¡Abre la puerta!

Tras una breve pausa, ella replicó firmemente:

—¡No!

—Es importante que habla contigo.

No hubo respuesta e Ivo pensó que tal vez ella se estaba levantando de la cama para abrir. Cuando habló de nuevo, estuvo seguro de que así era, porque oyó su voz más clara.

—¿Para qué desea verme? —preguntó Clara.

—Mis planes han cambiado y necesito explicártelos.

—Puede hacerlo a través de la puerta.

Ivo comenzaba a enfadarse.

—¡No seas absurda! —dijo con voz aguda—. No puedo hablar contigo a través de una puerta cerrada con llave.

—¿Por qué no?

—Porque es ridículo e innecesario.

—Ya me había acostado… Quiero dormir.

—Eso lo entiendo —repuso él con paciencia—; pero aun así, quiero hablar contigo y soy tu marido.

—Lo sé, pero no tengo deseos de hablar con usted a esta hora de la noche.

—Tal vez sea tarde, pero me han dicho hace un rato que estabas dormida y he preferido no despertarte. Ahora debo hablarte porque me voy a Londres mañana temprano.

Le pareció que ella estaba considerando lo que le había dicho.

—¡Abre la puerta, Clara! —ordenó—. Te diré lo que ha sucedido.

—¡No! —el monosílabo tenía un tono decidido.

Ivo resistió el impulso, extraño en él, de lanzarse contra la puerta y hacer saltar la cerradura si era preciso.

—Insisto en que hagas lo que te digo. Es importante que sepas por qué me voy a Londres.

—Puede dejarme una nota —contestó Clara—, a menos que desee que le acompañe. Pero la verdad es que no me siento lo bastante bien para viajar.

—No, no iba a sugerir eso; pero será necesario que te reúnas conmigo dentro de un par de días.

—Muy bien —contestó Clara—. Cuando me sienta mejor, trataré de cumplir sus instrucciones.

Ivo percibió que su voz se iba alejando y comprendió que había vuelto a la cama. Le resultaba increíble que le desobedeciera con tal deliberación.

Un momento después oyó su voz que decía desde lejos:

—¡Buenas noches, milord!

Y entendió que la conversación, si así podía llamársela, había terminado.

A la mañana siguiente, varias horas después de que el marqués partiera hacia Londres, la señora Peel le llevó a Clara el desayuno a la cama.

En la bandeja, iba también una carta escrita con mano firme. El sobre, dirigido a ella, mostraba una letra clara y vertical.

Clara pensó que la habría reconocido como la letra del marqués en cualquier sitio que la hubiera visto. Era como él: autoritaria, decidida y, en cierto modo, abrumadora.

Deliberadamente, porque sabía que a él le hubiera molestado de saberlo, desayunó antes de leerla.

Como se sentía mejor que la noche anterior, disfrutó de los huevos bien preparados, de la mantequilla reciente y de la jalea de membrillo, que era una de las especialidades de la cocina de Broome.

Sólo cuando terminó de comer casi todo lo que habían servido, tomó la carta del marqués y la abrió. Decía sin más preámbulos:

Su majestad, el rey Jorge III, murió el sábado por la noche. El nuevo monarca requiere mi presencia. Por lo tanto, me marcho a Londres y estaré en la mansión Broome, que en encuentra en la avenida del Parque.

Si te sientes lo bastante bien, sugiero que te reúnas conmigo mañana o pasado. Además de que considero que debes estar conmigo cuando anuncie nuestro matrimonio, necesitarás ropa que sólo puedes adquirir en la capital.

Si informas al señor Curtis, que está a cargo de la casa, de qué día estarás lista para viajar, dispondrá lo necesario para que lo hagas con toda comodidad, acompañada por una doncella.

I.B.

El marqués no había firmado la carta; se había limitado a poner sus iniciales entrelazadas al final de la página.

Clara leyó y releyó lo escrito. Le interesó saber que el rey había muerto y supuso que, después de esperar tanto tiempo, el príncipe heredero se sentiría emocionado y encantado de ascender por fin al trono y tener el poder suficiente para hacer lo que quisiera.

“Si yo fuese rey, aboliría el matrimonio”, pensó.

Recordó, igual que el marqués, que el nuevo monarca estaba casado con una mujer que le humillaba con su conducta y le había convertido en el hazmerreír de toda Europa.

De pronto, a Clara se le ocurrió que tal vez el marqués esperaba que ella se comportara del mismo modo, por ser sobrina de su tío.

“Lo detesto porque es mi marido, un marido a la fuerza”, pensó. “Pero sin duda papá y mamá desearían que me comportase como una dama, precisamente para distinguirme de tío Lionel”.

Como la espalda aún le dolía mucho, decidió que sería una tontería viajar a Londres antes de sentirse más fuerte.

Si estaba horrorizada y furiosa al saberse casada, entendía que los sentimientos de él también fuesen de violento rechazo.

Las numerosas veces que había oído a su tío criticarlo y menospreciarlo, había notado que, en cuestión de carácter, el marqués de Broome era justamente todo lo que el conde no era.

Pero se trataba de un hombre, y ella no quería estar casada con ninguno. Lo que más le preocupaba en aquellos momentos era saber cómo podría anularse el matrimonio.

Si no era posible debía tratar de huir, por difícil que resultase. Anhelaba la independencia de no pertenecer a ningún hombre, de ser ella misma y nada más.

No sería fácil, lo sabía bien y, a medida que avanzaba el día, se dio cuenta de que el marqués la tenía cuidadosamente vigilada, para evitar que escapara de él como había escapado de su tío.

Sin duda el marqués era lo bastante perspicaz para comprender que a ella no le interesaba la posición social que había logrado al convertirse en marquesa y que seguía interesada en huir a Francia para reunirse con su amiga o desaparecer del modo que fuese.

Así pues, lo había dejado todo dispuesto para impedir que escapara de Broome. Sus guardianes, sin embargo, le dieron explicaciones muy plausibles de aquellas medidas de precaución que se tomaban.

—Pensé que por la noche podía ofrecérsele algo, milady —dijo la señora Peel—, así que dejé a Janice durmiendo en el vestidor contiguo a su dormitorio. No necesita más que llamar y se encontrará a su lado en un momento.

—Gracias —murmuró Clara, aunque se daba cuenta de por qué Janice, una doncella madura, había sido puesta allí.

Al tercer día, decidió que ya era tiempo de que se reuniera con el marqués en Londres. Cuando bajó, lista para partir, no le sorprendió descubrir que haría el viaje acompañada no sólo por Janice, sino también por el señor Curtis.

Éste viajó en el mismo carruaje que ella y Janice que, vestida exactamente como debía ir una doncella, con su sombrero negro y envuelta en una gruesa capa del mismo color, iba sentada enfrente de ellos.

La señora Peel se había esmerado buscándole a Clara un traje de viaje elegante. El que encontró era muy favorecedor y se complementaba con un bonito abrigo forrado de marta cebellina y un manguito de la misma piel.

—¿Quién pudo dejar estas cosas tan bonitas olvidadas aquí? —le preguntó Clara.

—Pertenecen a la hermana más joven de su señoría, que ahora se encuentra en el extranjero, en un país cálido donde no necesita pieles. Estoy segura de que no le importará que usted las tome prestadas. Más adelante las guardaré con naftalina.

No mencionó lo que había sucedido con el uniforme de Eton que Clara llevaba puesto al llegar a Broome, y ella no se atrevió a preguntarle nada. Supuso, divertida, que tal vez lo había guardado por si algún niño llegaba a ponérselo en el futuro.

El sombrero no era tan elegante como los que Clara había visto en Londres, pero sí bastante bonito y la costurera de la casa le agregó unas cuantas plumas de avestruz, para hacerlo más digno de la flamante marquesa de Broome.

—¿Cómo supo usted que me había casado con su señoría? ¿Él se lo dijo?

Por un momento, el ama de llaves pareció desconcertada, pero contestó:

—La señora marquesa habrá advertido ya que en esta casa no sucede nada de lo que el señor Newman y yo no nos enteremos.

—Supongo que en todas las casas grandes sucede lo mismo —comentó Clara con una sonrisa.

Por la forma en que la señora Peel había mencionado al mayordomo, estaba segura de que, cuanto su tío dijera en el comedor, había sido escuchado desde el otro lado de la puerta.

No supo, hasta que no llegó a Londres, que el marqués se había puesto furioso cuando, antes de partir para ponerse a las órdenes de su majestad, había abierto los periódicos de la mañana y descubierto que Matlock, siempre decidido a tener la última palabra, había enviado a la prensa el anuncio de su matrimonio.

Sin embargo, no tuvo tiempo de expresar su furia antes de partir hacia la mansión Carlton para permanecer de pie, en el aire helado del salón, junto al monarca, los duques reales y el príncipe Leopoldo, oyendo leer al viejo Caballero de Armas la fórmula tradicional de ascenso al trono con voz lente y trémula.

Al día siguiente, el nuevo rey tenía los pulmones inflamados y se emitió un boletín con la inquietante noticia de que estaba enfermo de gravedad.

Ivo fue a la mansión Carlton y se enteró de que su majestad no había podido dormir, tenía el pulso acelerado, dolores en el pecho y gran dificultad para respirar.

El miércoles estuvo al borde de la muerte y todos en la casa andaban de puntillas, hablando en murmullos.

La princesa de Lieven, que en tales ocasiones, siempre tenía algo impertinente que opinar, le dijo a Broome:

—Si muere, las tragedias de Shakespeare palidecerán ante semejante catástrofe. Padre e hijo han sido muchas veces enterrados juntos y al mismo tiempo; pero, ¿dos reyes? Espero que éste mejore.

—Así lo espero yo también —declaró Ivo con sinceridad, preguntándose si, en caso de que el rey muriese, la reina Carolina intentaría se aceptada como regente.

La idea le horrorizaba de tal modo que, cuando volvía hacia la mansión Broome, su odio hacia Clara era más intenso que nunca. Y la situación no mejoró cuando le dijeron que ella había llegado.

Como la identificaba con su idea de la reina Carolina, casi esperaba que fuese de pecho prominente, rubicunda y se aspecto agresivo.

Pero cuando entró en el salón, donde le dijeron que le aguardaba, por un momento le fue difícil reconocerla. Al verlo acercarse, ella se levantó de la silla en que estaba sentada e Ivo advirtió lo pequeña que era. Su cabello rubio y ensortijado parecía reflejar la luz del sol.

Sus ojos parecían enormes, más oblicuos que nunca, cuando se levantaron hacia él. Y su expresión no era en modo alguno agresiva.

Clara hizo una reverencia y él se inclinó en un saludo formal. Y cuando volvió a mirarla, descubrió con verdadera sorpresa que Clara le tenía miedo.

CAPÍTULO 5

Las mujeres habían mirado a Ivo Broome de muchas maneras diferentes: con amor, deseo, celos, enojo y reproche. Pero no podía recordar que ninguna lo hubiera hecho antes con miedo.

Por primera vez desde su matrimonio, olvidó sus propios sentimientos de furia para pensar en los de Clara. Comprendió que el castigo que había recibido de manos de su tío era suficiente para aterrorizar a cualquier muchacha y hacerla temer a los hombres.

Sin mucha dificultad, se obligó a sonreírle de una forma que la mayoría de las mujeres consideraba irresistible.

—¿Estás mejor? —preguntó.

—Sí, gracias —contestó Clara—. Esperé a sentirme bien antes de viajar.

—Me parece muy sensato. Y ahora que estás aquí, creo que tenemos mucho de qué hablar. ¿Nos sentamos?

Notó que Clara lo hacía con cuidado, como si aún le doliera la espalda. Permaneció muy erguida, sentada en el borde del asiento y con las manos sobre el regazo.

Al sentarse frente a ella, observó que la expresión de sus extraños ojos aún era reservada y que, en sus verdes profundidades, aún había un destello de temor.

Ivo había pensado comentarle la preocupación que estaba causando la enfermedad del rey; en cambio, lleno de curiosidad, preguntó:

—¿Tu tío te golpeaba con frecuencia?

Clara volvió el rostro hacia otro lado y un leve rubor cubrió sus mejillas, como si se sintiera turbada.

—Siempre que le molestaba por algo —contestó.

—¡Es intolerable que hayas sido tratada de ese modo!

—Me odia porque odiaba a papá —declaró ella con sencillez.

—¿Por qué odiaba a tu padre?

—Porque era el primogénito y tío Lionel estaba celoso hasta la desesperación de su posición privilegiada. Papá era diferente en todos los sentidos: caballeroso, valiente y bueno. Todos le querían tanto como detestaban a tío Lionel.

La intensidad de su voz reveló a Ivo, con toda claridad, que tales eran también sus propios sentimientos.

—Tal vez facilitaría las cosas para los dos —le dijo— que me hablaras un poco acerca de tu familia y me explicaras por qué el conde de Matlock es tu tutor. Supongo que también tu madre ha muerto.

—Sí…, murió el año pasado.

—¿Y tu padre?

—Hace cinco años, dos días antes de heredar el título.

Ivo percibió una entonación extraña en la voz de Clara y la miró con fijeza. Como ella permaneciera en silencio, comentó:

—Sospecho que hay cierto misterio en la muerte de tu padre.

Clara pareció sobresaltarse y desvió la mirada.

—Creo —le dijo él— que lo más importante para lograr que nuestro forzado matrimonio funcione bien es que seamos absolutamente francos. Yo estoy dispuesto a serlo contigo.

—Muy bien —accedió Clara—, si quiere saber la verdad, yo creo, aunque no tengo forma de probarlo, que mi tío mató a su hermano; es decir, a mi padre.

Sus palabras impresionaron a Ivo, aunque pensó que hubiera podido preverlas. Pero Clara, al hacer tal acusación, estaba influida por el odio que sentía hacia su tío.

—¿Y si me cuentas con exactitud lo que sucedió? —preguntó, intentando que su voz sonara calmada.

Mientras Clara hablaba, los ojos de Ivo estaban clavados en su rostro, como si analizara con minuciosidad cuanto decía para decidir si era cierto o falso.

Lanzando un suspiro, ella inició su relato:

—Vivíamos mis padres y yo en la casa que ha pertenecido a los Matlock desde hace más de doscientos años. Al abuelo le gustaba que estuviéramos allí con él, porque de otro modo se hubiera sentido muy solo. Además, quería mucho a papá.

Se detuvo antes de añadir, con una voz que hizo comprender a Ivo que hablaba para sí misma más que para él:

—Éramos muy…, muy felices.

—¿Y qué sucedió luego?

—El abuelo enfermó y, aunque el tío Lionel nunca venía a casa si no era porque necesitaba dinero, papá consideró correcto informarle de que, según los médicos iba a morir. Yo no había visto a tío Lionel hacía algunos años y no le recordaba bien; pero en cuanto apareció comprendí el tipo de hombre que era. Me percaté de que ya estaba pensando en cuánto recibiría después de la muerte del abuelo y odiaba con intensidad a papá por ser el heredero.

—¿Y tu padre no se dio cuenta de ello?

—Papá siempre trató de ayudar a su hermano. Muchas veces le había dado dinero, aunque no era rico, para ayudarle a pagar sus deudas.

—Supongo que para entonces estaba otra vez endeudado, ¿no?

—Mucho, como supimos después, cuando vendió todo lo que había en la casa que no estaba vinculado legalmente a la herencia y, por tanto, era posible enajenar.

Al ver que el marqués la miraba con sorpresa, Clara explicó:

—Esto pasó después de la muerte de papá, cuando el tío Lionel lo había heredado ya todo.

—¿Cómo sucedió la muerte de tu padre?

—Dos días antes de que el abuelo falleciera, cuando todos sabíamos que ya no había esperanzas para él, papá y su hermano salieron a montar juntos… pero mi tío volvió solo.

Por un momento, pareció que a Clara le resultaba difícil continuar; pero se obligó a proseguir.

—Según dijo, ambos habían saltado una cerca muy alta; pero el caballo de papá cayó y lo arrojó al suelo con tanta fuerza, que se desnucó.

—Pero tú no crees que fuese un accidente, ¿verdad?

—Papá era un jinete extraordinario y conocía a la perfección cuantos obstáculos había en la finca. ¡Jamás habría dejado que su caballo intentara saltar una cerca demasiado alta para él.

—¿Por qué sospechas que tu tío fue el responsable de su muerte?

—Varios peones de la finca trajeron el cuerpo de papá —contestó Clara—. Aquella noche, ya bastante tarde, le pregunté a tío Lionel qué había sido del caballo de mi padre, recordando que llevaba su favorito, el que montaba siempre y con el que jamás había tenido la menor dificultad.

—¿Qué te contestó?

—Dijo que en la caída se había roto una pata y que, por lo tanto, se había visto obligado a pegarle un tiro.

Por la forma en que habló Clara, Ivo se percató de lo que sospechaba: tenía la suficiente falta de escrúpulos para pegarle un tiro al caballo en pleno salto, el resultado era una caída precipitada, que fácilmente podía causar la muerte del jinete.

Rompiendo el profundo silencio que se había hecho, Ivo preguntó:

—¿Crees a tu tío capaz de cometer un crimen tan infame?

—Mi madre pensó siempre, como yo, que así había sucedido. Pero decía que las acusaciones no le devolverían la vida a papá y sólo harían las cosas aún más desagradables para nosotras de lo que ya lo eran. Pasamos a depender económicamente del tío Lionel. Papá no tenía dinero propio. El abuelo le daba una pensión, de la misma forma que se la daba a su otro hijo.

Con expresión abstraída, como si estuviese mirando hacia el pasado, continuó relatando Clara:

—Como la agricultura fue tan perjudicada por la guerra, cuando la mayoría de los hombres partieron a luchar, las cosechas no fueron buenas, los arrendatarios se atrasaron en el pago de las rentas y todos nos vimos obligados a economizar.

—Las cosas son así en todo el país —observó el marqués—. En algunas zonas, la situación es desesperada.

Clara asintió lentamente con la cabeza.

—No teníamos nada. Tío Lionel no echó de la casa grande y no dio una casita en la finca. Sólo nos proporcionó los muebles más indispensables y no nos permitió conservar nada que tuviera algún valor.

Ivo pensó que esto debía haber sido muy humillante para ellas.

—Por fortuna —siguió Clara—, mamá pudo demostrar que el abuelito le había regalado dos caballos, uno en Navidad y otro para su cumpleaños, podíamos cabalgar a diario, cosa que a las dos nos gustaba mucho.

Miró al marqués como tratando de hacerle comprender lo importante que esto había sido para las dos y añadió:

—Tío Lionel cerró la casa señorial y regresó a Londres. Despidió a los sirvientes, se negó a darles pensión y actuó de una forma que me hizo sentir vergüenza de mi propia familia.

Ivo se dio cuenta de que era el tipo de conducta que podía esperarse de un hombre como Matlock. Pero no valía la pena decirlo, así que se concentró en saber lo que le había sucedido a Clara.

—Eso debió de ser en mil ochocientos quince —dijo. Era el año en que había terminado la guerra y él se escondió en el continente, a raíz de la victoria de Waterloo.

—Hubo hambre y muchas penalidades cuando los hombres comenzaron a volver a casa después de la guerra; pero la gran preocupación de mamá entonces era cómo proporcionarme una buena educación —explicó Clara y su voz se suavizó al agregar—: Por fortuna, ella tenía algunas joyas que mi padre le había regalado a través de los años y las vendió para que yo tuviera los mejores maestros. Pero esto supuso tener que vivir con mucha frugalidad y la imposibilidad de permitirnos caprichos de ningún tipo.

Otra vez su voz sonaba casi agresiva e Ivo advirtió que Clara no quería la compasión de nadie, y mucho menos la suya. Estaba relatando su historia tal como había sucedido, que era lo que él le había pedido que hiciera.

No dijo nada, pero sus ojos grises estaban clavados en el rostro de Clara, cuando ésta concluyó diciendo:

—Luego, el año pasado, mi madre enfermó. Se sentía muy desgraciada sin papá y, aunque significó un gran dolor para ella dejarme, yo comprendí que sería muy feliz volviendo a reunirse con él.

Ivo se dijo que esta declaración revelaba las creencias de Clara. Pocas mujeres entre las que él conocía, eran lo bastante religiosas como para tener fe en un más allá donde las estaría esperando el hombre amado.

—Después del entierro de mi madre —continuó Clara en un tono muy diferente—, apareció de nuevo tío Lionel.

—¿Hacía mucho que no le veías?

—Desde que cerró la casa y se marchó. Yo tenía trece años en aquel entonces… A su vuelta, en cuanto entró en la casa, comprendí que mi apariencia le sorprendió porque era diferente a lo que esperaba.

—¿Quieres decir que te miró con admiración? —preguntó Ivo.

Clara se encogió de hombros.

—Sólo sé, y no puedo explicar cómo adquirí esa convicción, que pensó que mi aspecto podía servirle de utilidad. Yo le odiaba porque le consideraba el asesino de mi padre y, al verle de nuevo, sentí además un miedo espantoso.

—¿Te dijo que debías irte a vivir con él?

—Me ordenó que hiciera el equipaje porque me llevaría con él a Londres —contestó Clara—. No tuve más remedio que obedecerle.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Poco antes de Navidad. Cuando veníamos hacia la capital, me dijo: “No quiero que lleves luto por tu madre ni tampoco llantos y gemidos en mi casa. Estás en edad de casarte y te buscaré un marido adecuado”.

—¿Qué contestaste tú?

—Le dije que no tenía intenciones de casarme con ningún hombre, a menos que le amara.

—Supongo que tu desafío le molestó.

—¡Me pegó! Esa fue su respuesta. Y cuando llegamos a su casa, que está en la plaza Grosvenor, y repetí lo que había dicho, me pegó de nuevo, pero con un látigo.

La expresión de Clara reveló que la experiencia había sido horrible para ella, pero se apresuró a continuar:

—No había nada que pudiera hacer. Me compró algunos vestidos, porque dijo que todo lo que yo tenía era para tirarlo a la basura. Intenté hallar un modo de escapar, pero no disponía de un penique.

Ivo la miró desconcertado, porque ella le había dicho, la noche de su encuentro, que llevaba veinte libras y las joyas que le enseñó.

—Yo sabía que no existía la menor posibilidad de huir, si no lograba hacerme con algo de dinero —agregó Clara—. Hasta que llegó la Navidad, no había podido conseguir siquiera un chelín.

—¿Qué sucedió entonces?

—Una amiga de mi tío vino a hospedarse en su casa… una mujer muy rica.

—¿Cómo se llamaba?

—Se hacía llamar marquesa di Cesari —explicó Clara—. Pero los sirvientes me dijeron que el título era falso y ella una cantante italiana, que estaba siempre bajo la protección de hombres ricos. Tenía las más fantásticas joyas que es posible imaginar y además era muy generosa.

Ivo comenzaba a comprender en su integridad la historia que tanto le había desconcertado. Las piezas iban encajando en su sitio como si se tratara de un rompecabezas.

Con renovada atención, siguió escuchando a Clara.

—La marquesa, que al parecer no lo era, parecía muy impresionada por mi tío porque tenía un título y estaba enamorado de ella o fingía estarlo.

—No era el tipo de mujer con quien debías haberte relacionado —comentó Ivo—. Estoy seguro de que tu madre no lo hubiese aprobado.

—Al principio no se me permitió asistir a las fiestas que daban —explicó Clara—. Pero una noche la marquesa, que en realidad era una mujer bondadosa, le dijo a mi tío: “¡Deja que la niña se divierta un poco! Después de todo, las fiestas de Navidad son para los niños”.

Para mí resultó emocionante asistir con un bonito vestido a la fiesta, aunque los invitados formaban una colección de gente rara. Creo que a mamá le habrían escandalizado tanto las mujeres como los hombres y, muy especialmente, sir Mortimer Forstrath.

Ivo recordó que había sido su intención efectuar investigaciones sobre ese caballero, pero la enfermedad del monarca había hecho que se olvidara del asunto.

—Era el hombre con quien tu tío quería casarte, ¿no es así?

Clara asintió con la cabeza.

—¡Desde el mismo momento en que le vi, sentí un miedo terrible! —contestó—. No me gustó la forma en que me miraba y, cuando me tocó, sentí que se me erizaba el vello.

—¿Por qué?

—Yo no entendía qué era lo que hacía tan repulsivo —contestó Clara—. Entonces Emily, la doncella que me atendía y que se había encariñado conmigo, me contó cosas sobre él.

—¿Qué te dijo?

La voz de Clara bajó hasta convertirse en un murmullo:

—Dijo que… frecuentaba una casa mala, que… pertenecía a una tal señora Barclay… donde caballeros como él pagaban grandes sumas de dinero para… maltratar a muchachas, algunas casi niñas.

Ivo se puso muy tenso y miró a Clara con asombro. ¡Ahora sabía de qué estaba hablando! Por supuesto, la señora Barclay tenía una casa de pésima fama, el tipo de sitio que él jamás visitaría. Sabía que había hecho una fortuna proporcionando placeres sádicos a hombres degenerados.

—¿Cómo pudo una sirvienta decirte tales cosas? —preguntó.

—Emily estaba preocupada por mí —contestó Clara—. Había oído hablar de sir Mortimer al ayuda de cámara de tío Lionel y sabía también que sir Mortimer Forstrath le había ofrecido diez mil libras a mi tío por permitirle casarse conmigo.

Ivo comprendió ahora por qué Matlock le había exigido aquella suma precisamente. Le parecía increíble que un hombre que se llamaba a sí mismo caballero hubiera descendido a niveles tan bajos y pensó que su antipatía por el conde, que sintió desde el momento de conocerle, estaba plenamente justificada.

—Ahora usted… ya sabe por qué hui —dijo Clara en voz baja.

—¿Y para ello tomaste joyas y dinero pertenecientes a la marquesa?

—Después de una fiesta que se dio para celebrar su cumpleaños y que duró hasta la madrugada, le ayudé a subir hasta su habitación. Se me permitió asistir porque sir Mortimer insistió en que estuviera presente; pero para mí fue una velada odiosa. Me pasé el tiempo tratando de rehuirle.

Su voz se tomó más aguda al decir:

—En cierto momento estuve a punto de clavarle un cuchillo. Pero comprendí que no lograría matarlo y que el resultado sería otra paliza de tío Lionel, que se ponía más violento cada vez que le decía que nunca, jamás, me casaría con un hombre así.

—Así que le robaste sus joyas a la marquesa cuando le ayudaste a acostarse —dijo con suavidad.

—Su doncella estaba abajo, divirtiéndose con el resto de la servidumbre —contestó Clara.

—Lo cual te permitió acostar a la marquesa y llevarte sus joyas.

—No las que tenía puestas. Eso habría sido una estupidez. Pero cuando fui a guardarlas en su enorme joyero, vi que en el fondo había dos piezas que nunca usaba. Como sabe, aún las tengo conmigo.

—¡Me había olvidado de eso! —exclamó Ivo—. Deben ser devueltas a su propietaria. No puedo permitir que mi mujer sea acusada de ladrona.

Los ojos de Clara se agrandaron cuando dijo:

—¡A tío Lionel le encantaría que me ahorcaran por eso! Por favor, permítame entregarle las joyas. Estoy segura de que se le ocurrirá alguna forma de devolvérselas a la marquesa sin que ella advierta que yo la había cogido… ¡Ah, estoy segura de que Emily haría eso por mí, si pudiera ponerme en contacto con ella!

—Ya lo pensaremos con cuidado. Primero termina tu historia.

—Está bien… Cogí el broche y la gargantilla, los llevé a mi cuarto y los escondí. Al otro día la marquesa tenía demasiada resaca como para levantarse. Me pidió que le llevara un pañuelo y, cuando lo buscaba en un cajón, vi que tenía una buena cantidad de dinero allí, en completo desorden, entre guantes, pañuelos y otras cosas.

Clara pareció avergonzada al explicar:

—Yo sabía que lo había obtenido jugando a las cartas y estaba segura de que no tenía la menor idea de cuánto había ganado. No se las arreglaba muy bien con el dinero inglés; decía que no lograba entender nuestra moneda.

—¡Y tú lo cogiste, aprovechando la situación!

—Debía escoger entre eso o quedarme y aceptar que me casaran con sir Mortimer. Tío Lionel ya me había dicho que estaba haciendo preparativos para que nuestro matrimonio se realizara dos semanas más tarde y que yo debía encargar mi vestido de novia.

—Ahora entiendo por qué decidiste fugarte. Tal vez; dadas las circunstancias, era lo mejor que podías hacer.

Por primera vez durante aquella charla, los ojos de Clara brillaron con expresión traviesa.

—¿De veras aprueba algo que yo haya hecho, milord? —preguntó en tono burlón.

Él se echó a reír.

—No me dejas alternativa.

—Encontré el uniforme de Eton en el desván, cuando exploraba la casa —explicó Clara—. Había bastante ropa, supongo que de papá o de tío Lionel cuando eran pequeños. También hay allí trajes que deben de tener un siglo por lo menos.

—Los desvanes de todas las casas grandes están llenos de tesoros —sonrió Ivo—. Recuerdo que mi madre encontró una vez en Broome un vestido bordado con diamantes auténticos. ¡Y llevaba cien años en el desván!

—¡Entonces, me dedicaré a la caza del tesoro si vuelvo allí! —exclamó Clara.

Ivo advirtió que había dicho “si vuelvo”, no “cuando vuelva”.

Al percatarse de que él lo había notado, Clara se apresuró a decir:

—Quiero hablar con usted sobre eso.

—Como quieras —accedió él—, pero permíteme decir antes que me alegra haber escuchado toda la historia sobre tu intento de fuga. Ahora entiendo por qué consideraste imperativo escapar.

—Me temo que ha sido una desgracia para usted que escogiera su carruaje, simplemente porque era de viaje e iba tirado por seis caballos. Sospecho que alguien me vio subir y se lo dijo a mi tío. Me imagino que el resultado hubiera sido el mismo, fuera cual fuese el vehículo escogido.

—Lo hecho, hecho está. Creo, Clara, que ambos somos lo bastante inteligentes para sacar el mejor partido posible a una situación tan desafortunada en principio.

—¿No es posible anular el matrimonio? Después de todo, tío Lionel le obligó a casarse con medios ilegales.

—Pero fuimos casado con todas las de la ley —replicó Ivo y, como esto le contrariaba profundamente, su voz sonó, sin él quererlo, fría, aguda y sentida.

—Tengo una sugerencia que hacerle —murmuró Clara.

—¿Cuál es?

—Si usted no tenía deseos de casarse, tampoco los tenía yo. Si… desaparezco, al cabo de un año o dos, podrá hacer que se me declare muerta y será libre de nuevo.

—Si esa idea fuera práctica, supongo que podríamos considerarla. Pero como debes comprender, si desaparecieras, tu tío me acusaría seguidamente de haberte asesinado y provocaría tal escándalo, que el país entero comenzaría a buscarte.

Clara le miró con asombro.

—¿De veras cree que tío Lionel haría una cosa así?

—Estoy seguro de ello; si no por otra razón, para obligarme a darle dinero por su silencio.

—¡Le odio! ¡Le odio! —exclamó Clara con vehemencia—. ¿Cómo es posible que pueda seguir medrando entre tanta perversidad? ¡Estoy segura de que mató a papá y tal vez haya asesinado a otras personas!

—Tales suposiciones son inútiles si no se tienen pruebas —señaló Ivo con frialdad.

—¿Qué puedo hacer entonces?

—La solución es bastante simple. Eres mi esposa y no te será difícil actuar como el mundo espera que lo haga quien ocupa esa posición.

Clara rió suavemente.

—Creo que usted sabe bien lo que dificulta esa solución —dijo—. ¿Cómo voy a vivir con alguien que me odia por ser sobrina de mi tío?

—Trataré de no recordarlo porque considerarte así sería muy injusto. Serás la sobrina de un hombre al que desprecio y estoy dispuesto a condenar por muchas razones, pero también eres la hija de tus padres, dos personas honorables.

Clara se levantó y atravesó la estancia para mirar por la ventana. Afuera había un pequeño jardín, con una hermosa estatua en el centro de un pequeño estanque lleno de peces de colores.

Pero ella no veía nada de esto. Pensaba en lo que sería su vida al lado del marqués. Aunque no era probable que él la maltratara como su tío, sería una existencia sin amor.

No podría sobrevivir en una atmósfera de odio y soledad como la que había sufrido mientras vivía en la plaza Grosvenor.

“Tendré que huir”, pensó. “Diga él lo que quiera, no me queda otro remedio”.

—¿Qué estás pensando, Clara? —le preguntó el marqués.

—¡Al menos mis pensamientos son míos! —replicó ella bruscamente.

—Creo que puedo adivinarlos. Tengo la impresión de que aún estás decidida a marcharte. En tal caso, quiero dejar bien claro que no lo permitiré.

Clara se volvió hacia él.

—¿Cómo puede ser tan… tonto? —le preguntó—. ¿Para qué quiere que me quede cuando sabe tan bien como yo que mi presencia le resultará intolerable? ¡Cada vez que me mire, recordará cómo fue humillado por el conde de Matlock! Aunque intente con todas sus fuerzas olvidarlo, será algo que convertirá nuestra vida en un infierno.

La forma en que habló Clara fue aún más sorprendente que lo que dijo. Ivo se levantó para cruzar la habitación y situarse frente a ella.

Clara no dijo nada; se limitó a mirarle con sus extraños ojos rasgados, que parecían contener una pregunta a la cual él no pudo responder. Tras guardar silencio unos instantes, dijo:

—Me desconciertas, Clara, porque eres distinta a cuantas jóvenes había conocido hasta ahora. Pero constituyes un problema que estoy decidido a resolver. Las cosas sería mucho más fáciles si tratamos de hacerlo juntos.

—Ahora se muestra usted muy sutil —señaló Clara—. Quiere que me ponga de su lado, para que le obedezca sin advertir siquiera que lo estoy haciendo.

Ivo lanzó una carcajada.

—En realidad, sólo pensaba en lo incómodo que será si continuamos discutiendo y riñendo de la mañana a la noche. ¡Y yo creía que la guerra había terminado y ya no tendría que enfrentarme a ningún enemigo!

—¡Yo no soy su enemiga! —exclamó Clara, furiosa.

—No, tienes razón —concedió él—; pero aunque estoy dispuesto a luchar contra todos los enemigos que surjan fuera de casa, resultaría insoportable tener uno dentro.

—Ahora se muestra usted conciliador y eso, estoy segura, es mucho más peligroso que cuando se pone feroz y me amenaza con cuantas armas tiene a mano.

Él volvió a reír de modo espontáneo y sincero.

—La verdad es que hablas de forma muy gráfica —comentó—. Tengo la impresión, Clara, de que mientras podamos reírnos, si no juntos, al menos de nosotros mismos, las cosas no serán tan sombrías como nos lo parecen en este momento.

Clara volvió a mirar al jardín e Ivo añadió:

—Como ahora tengo muchas cosas que hacer para su majestad, que exige mi presencia junto a su cama casi de forma constante, ¿podríamos establecer una tregua?

—Supongo que es posible —concedió Clara.

—Muy bien —dijo Ivo, con una nota de satisfacción en su voz—. Empezaremos por comprarte un ajuar. ¿Qué te parece?

Pensaba que resultaría imposible para una mujer rechazar una sugerencia tan generosa. En realidad, sabía bien que cualquier bella, fuera cual fuese su condición social, se habría puesto contenta al recibir tal proposición de su parte.

Pero Clara pareció titubear y él no pudo comprender por qué.

—Quiero que mis amigos admiren a mi esposa —le explicó—. Es importante hacerles creer que nos casamos por atracción mutua y no porque fuimos obligados.

—¿Usted no cree que… que dirá a todo el mundo lo que de verdad pasó?

—Lo dudo. Ha obtenido lo que para él supone una inmensa victoria. Y aunque creo que volverá a atacar, sin duda alguna esperará a ver el resultado de lo que ha logrado hasta ahora.

Clara se estremeció.

—Le tengo tanto miedo…

—Te juro una cosa, Clara: Ahora que eres mi mujer, si se atreve a tocarte de nuevo, ¡le mataré sin piedad!

La forma en que Ivo dijo esto, sin levantar la voz, resultó impresionante. Clara se volvió a mirarle con expresión de asombro.

—¿Habla en serio?

—¡Completamente en serio! ¡Detesto cualquier forma de crueldad! Siempre estoy dispuesto a castigar a cualquier hombre que maltrate aunque sólo sea a un perro, y puedo asegurarte que no hablo a la ligera cuando digo que mataría a un hombre que intentara dañarte del modo que fuese.

Clara le miraba con los ojos muy abiertos y él notó cómo el color sonrosaba sus mejillas, igual que si su declaración le hubiera devuelto la vida.

—Lo que acaba de decir —murmuró la joven—, me hace sentirme a salvo por primera vez desde que murió mi madre.

—Te aseguro que estarás completa y absolutamente a salvo, mientras permanezcas conmigo.

—Gracias —dijo Clara—, muchísimas gracias.

—He estado pensando —continuó Ivo— que tal vez tu tío crea que su plan falló si se da cuenta de que estoy contento con la situación que él mismo provocó. Si puedo convencer a mis amigos, que sin duda tendrán curiosidad por saber por qué nos casamos de forma tan extraña, de que lo hicimos porque era lo que deseábamos, el comentario acabará por llegar a sus oídos.

Clara unió las manos.

—¡Qué idea tan astuta! —aprobó.

—Imaginaba que apreciarías la sutileza que implica. Tendremos que hacer las cosas con cuidado para averiguar qué resulta de ello, y estar preparados para luchar contra tu tío a brazo partido, si se presenta la ocasión de hacerlo.

Clara asintió con la cabeza para demostrar que lo comprendía e Ivo continuó:

—Lo primero es hacer que aparezcas lo más bella posible, porque mis amigos esperarán que me haya casado con una auténtica beldad. Lo segundo es que, en público al menos, los dos aparentemos ser felices.

—Lo que quiere decir es que debemos hacer esta representación para mi tío, porque con ella le desconcertaremos, ¿no es cierto? —dijo Clara, como si razonara en voz alta.

—¡Exacto! Por eso te sugiero que, durante el tiempo que esté ocupado atendiendo a su majestad, tú te compres un guardarropa capaz de hacer que otras mujeres se pongan verdes de envidia cuando te vean.

Volvió a hacerse aquella breve pausa que Ivo ya conocía y preguntó:

—¿Qué te preocupa ahora?

Clara levantó la vista y respondió:

—Tal vez le parezca una tonta, pero como éramos tan pobres tras la muerte de mi padre, la poca ropa que tenía era la que mamá y yo podíamos confeccionar. Por lo tanto, temo que no tendré suficiente gusto ni los conocimientos necesarios para escoger lo que debo llevar como marquesa de Broome.

Él sonrió.

—Comprendo lo que dices y he sido muy tonto al no imaginar que te sentirías así. Sin embargo, existe una solución muy fácil.

—¿Cuál es? —preguntó Clara con aire dubitativo.

—Las costureras pueden venir aquí y juntos escogeremos tu ropa.

Pensó entonces cuántos vestidos había escogido antes, no sólo para las amantes que había tenido en su cómoda casa de Chelsea, sino también para otras que, aunque le amaban con sinceridad, siempre estaban dispuestas a meter los dedos en su amplio y generoso bolsillo.

Siempre le estaban pidiendo un vestido para cierta ocasión especial, pieles porque llegaba la estación o joyas para estar bellas a los ojos de él.

“Al menos, esta vez será la primera que compre algo para mi propia esposa”, pensó y, de manera inesperada, la idea le pareció divertida.

CAPÍTULO 6

—¡Son realmente preciosos, milady, lindísimos de veras! —exclamó Emily con sincera admiración cuando Clara le mostraba la ropa que las costureras le habían estado enviando los últimos días.

La joven pensaba lo mismo y era lo bastante honesta para reconocer que sólo gracias al marqués toda la ropa que le habían hecho era elegante y atractiva, porque ella no habría tenido la experiencia ni el buen gusto necesarios para saber con exactitud lo que le convenía.

Sacó del armario un vestido verde claro que combinaba con sus ojos y, cuando se lo ciñó al cuerpo, Emily exclamó:

—¡Le hace parecer como una mañana de primavera, milady! ¡Se lo digo de verdad!

Como sentía curiosidad por saber lo que sucedía en casa de su tío desde que ella se marchara, Clara se había sentido muy complacida cuando le avisaron que Emily quería verla.

—Tal vez parezca presuntuoso por mi parte, milady —le dijo la doncella con humildad—: pero me preguntaba cómo se encontraría usted desde que se fugó. El amo estaba furioso y se puso a gritar como un loco, hasta que Tim le dijo que la había visto subir a un carruaje, cerca de la mansión Carlton.

—Así que fue Tim quien me vio —exclamó Clara.

Tim era un mozo de cocina, que nunca le había sido simpático. Le parecía que no era un muchacho normal. Pero podía ser muy astuto cuando le convenía y los demás sirvientes no lo apreciaban porque con frecuencia le contaba al conde los errores que cometían.

—Sí, fue Tim —afirmó Emily—. A él le encanta pararse frente a la mansión Carlton para ver entrar y salir a la gente que acude allí. Y también se pone a mirar como un bobo las otras casas de la plaza. Yo no sé por qué le interesa tanto lo que sucede en ellas.

Clara se alegró de haber resuelto el enigma de cómo su tío había podido saber dónde estaba.

Aunque aún consideraba la idea de volver a escapar, esta vez del marqués de Broome, había estado demasiado ocupada con la adquisición del nuevo guardarropa como para detenerse a trazar un plan de fuga.

Además, era emocionante hablar con el marqués y su amigo, lord Henry Hansketh.

En realidad, nunca estaba a solas con su marido, excepto cuando las costureras llegaban para probarle los vestidos, pues a él le gustaba verlos y manifestar su oposición o sus reparos. Pero en ocasiones debía ir a su estudio para mostrárselos, ya que estaba allí trabajando.

Cuando no estaba fuera de la casa, siempre parecía tener mucho que escribir.

Clara se iba percatando de que el marqués tenía importante participación en todos los debates de la Cámara de los Lores, además de atender al rey con mucha constancia.

Su majestad se había recobrado al fin de la inflamación de los pulmones y, aunque había insistido mucho en su deseo de asistir al funeral de su padre, los médicos se opusieron con energía y le convencieron de que no debía correr tal riesgo.

Por lo tanto, se quedó en su casa mientras sepultaban a su padre; pero insistió en que el marqués de Broome permaneciera junto a él.

Ahora que ya no estaba físicamente enfermo, se mostraba excesivamente preocupado por la conducta de su esposa y no hablaba de otro tema. Ivo Broome se veía obligado a escuchar todas las extravagancias de la reina Carolina, que pasaba casi todo el tiempo en el Continente.

Tuvo igualmente que oír las largas declaraciones que el rey estaba recopilando con la esperanza de poder divorciarse de ella tarde o temprano.

La historia era tan sórdida, que, cada vez que volvía a su casa, Ivo se alegraba de que Clara hubiera resultado tan diferente a como había temido.

Tal como sospechó al conocerla, era inteligente e ingeniosa. Tenía gran habilidad para discutir y Henry Hansketh la encontraba muy divertida.

—Una cosa puede decirse de tu esposa, Ivo —le había dicho en privado a su amigo—. Nunca te aburrirá como solían hacerlo tus amantes.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Ivo con aire dubitativo.

—Tiene una mente muy original y una forma de decir lo que piensa totalmente fuera de lo común —contestó Hansketh—. Hay pocas mujeres así, y menos tan jóvenes como ella.

Ivo tuvo que reconocer que esto era verdad, aunque aún estaba resentido por la forma en que Matlock le había obligado a casarse con su sobrina.

Sin embargo, debía admitir que, las noches en que Henry, Clara y él cenaban juntos, la muchacha contribuía de forma inteligente a la conversación y era, además, muy buena oyente.

Para Clara resultaba una experiencia nueva que, aunque no quisiera admitirlo, le estaba haciendo perder el miedo al sexo opuesta.

Como la corte estaba de luto, no se celebraban fiestas y el marqués había comentado que sería un error que ella comenzara a conocer a sus amigos antes de que pudiese presentarla formalmente, haciendo de ello, según decía, “una gran ocasión”.

Para Clara, esto significaba que debía esforzarse en aparecer lo mejor posible, porque él se proponía demostrar que no había nada extraño en su matrimonio y, si se había mantenido con cierta reserva, era únicamente en espera de que el monarca estuviera lo bastante repuesto como para asistir a la presentación oficial de la nueva marquesa.

“Supongo que, en realidad, se siente avergonzado de mí, porque no soy el tipo de esposa con quien se habría casado de poder elegir”, se decía.

Tanto la señora Peel como su servidumbre londinense hablaban de él igual que si fuera un dios.

La mayoría de los criados, que le conocían desde que era un chiquillo, se sentían orgullosos de sus éxitos académicos en la universidad de Oxford y de sus triunfos militares durante la guerra.

Siempre estaban dispuestos a mostrarle a Clara recuerdos de sus años juveniles. Como todos suponían que estaba profundamente enamorada del marqués, pensaban que atesoraría cuantos recuerdos y anécdotas pudieran brindarle del hombre al que tanto admiraban.

En este clima de adoración, a Clara le era imposible permanecer indiferente a cuanto le contaban, aparte de que hubiera sido cruel y de mal gusto.

Por lo tanto, se sorprendió observando al marqués bajo una luz diferente. Fue su secretario, el señor Curtis, quien le habló sobre la importancia que su señoría tenía en política y cómo el primer ministro y los miembros de Gabinete le consultaban a menudo.

—¿Vienen algunas veces aquí? —preguntó Clara, pensando que le gustaría conocer al primer ministro y también al apuesto lord Castlereagh, el ministro de asuntos exteriores.

—Algunas veces lo hacen —contestó el señor Curtis—; pero casi siempre se reúnen en casa de lord Harrowby, que vive en la plaza Grosvenor.

—¡Ah, sí!, conozco esa casa. Está junto a la de mi tío. Él vive en el número cuarenta y tres y lord Harrowby en el siguiente.

—En efecto —asintió el señor Curtis—. Cuando los miembros del Gabinete estaban cenando en casa de lord Harrowby el 21 de junio de 1815, el asistente personal del duque de Wellington el coronel Henry Percy, entró en el comedor para anunciar la victoria de Waterloo y entregó el despacho del duque a lord Bathurst, que entonces era el ministro de la guerra.

—¡Qué emocionante! —exclamó Clara —. ¡Cómo me hubiera gustado estar presente!

—Me temo que esas cenas no se admiten damas —sonrió el señor Curtis.

—¡Es injusto que los hombres disfruten de todo lo mejor! —protestó Clara y el secretario no pudo reprimir la risa.

Clara hubiera querido saber, cuando vivía con su tío, acerca de las emocionantes fiestas que tenían lugar en la casa de al lado, y le preguntó a Emily:

—¿Sabes si lord Harrowby ha tenido muchos invitados últimamente?

—No lo sé, milady —contestó Emily—; pero puedo averiguarlo.

—¿Cómo puedes hacerlo?

Emily pareció turbada.

—Bueno… Lo que pasa, milady, es que uno de los lacayos de lord Harrowby me corteja e inventa todo tipo de excusas para venir a verme. Es muy parlanchín y me dice cuanto yo quiero saber.

Clara pensó que quizá no debía pedir tal información a los sirvientes, así que cambió de tema.

—¿Mi tío ha ofrecido muchas fiestas desde que me marché?

—Fiestas grandes, no, milady —contestó Emily—; pero hay un tipo muy extraño que viene mucho a casa y que, según Tim, estuvo en prisión por insultar a lord Sidmouth.

Clara había oído al marqués y a lord Hansketh hablar de lord Sidmouth y sabía que era el ministro del interior.

—¿Cómo es posible que mi tío pueda tener amistad con un hombre que ha estado en prisión? —se sorprendió.

—Es un señor apellidado Thistlewood —la informó Emily—. Tim insiste en que es un tipo muy peligroso.

—¿Por qué lo dice?

—No sé. Yo no hago mucho caso de Tim, que siempre dice cosas que le ponen a una los pelos de punta. Pero, ¿recuerda usted a Albert? ¿Sí? Pues Albert decía anoche que el tal señor Thistlewood y el amo están planeando algo y que a él no le sorprendería si fuese un asesinato.

Emily hablaba en voz baja, para hacer más impresionante sus revelaciones.

—No hablas en serio, ¿verdad? —inquirió Clara en tono ligero, mas de pronto recordó que, según sospechaba, su tío Lionel había asesinado a su padre. Si había sido capaz de un crimen semejante, no existía razón para que no cometiera otro.

Guardó el vestido que tenía en las manos dentro del armario y dijo:

—Supongo que Albert exagera, pero cuéntame lo que dice.

Cuando Emily terminó de hablar, Clara supuso que Albert debía haber estado escuchando detrás de la puerta mientras su tío había hablado con aquel individuo llamado Thistlewood.

—¡Creo que Albert dice muchas tonterías! —concluyó Emily—. Yo no escucho ni la mitad de lo que afirma; pero la próxima vez que venga a verlo, milady, le prometo que le habré sacado toda la historia.

Tras la marcha de Emily, Clara se quedó pensando en lo que le había dicho y decidió que no era probable que su tío se mezclara en actividades criminales. Sin embargo, no debía olvidar que los sirvientes siempre estaban muy bien informados de todo lo que sucedía en una casa.

A Clara le interesaban particularmente las fiestas de lord Harrowby porque sabía que su marido era invitado a ellas.

Por lo que le oía comentar con su amigo Henry, Clara se iba interesando cada vez más en la política. Sabía que los dos estaban preocupados por el hecho de que, a menos que se hiciera algo, estallaría una revolución que intentaría derrocar al gobierno.

Con frecuencia, según le parecía a Clara, se olvidaban de que ella estaba presente y hablaban con tanta seriedad, y de forma tan interesante, que ella hubiera querido anotar todo lo que decían para no olvidarlo.

“Debo averiguar quién es este Thistlewood”, decidió. “Tal vez sea la clase de persona que, según temen el marqués y lord Hansketh, pueden causar problemas”.

Aquella noche, Ivo llegó muy tarde de palacio porque el rey no quería dejarle ir. Se había visto obligado a oír declaraciones furiosas de su majestad contra caricaturas y panfletos que se vendían por las calles.

George Cruiskshank, William Home y muchos otros humoristas defendían a la reina Carolina y ridiculizaban al rey. A decir verdad, sólo un impresor publicaba artículos a favor del nuevo monarca.

—¡Es necesario hacer algo! —gritaba el rey con desesperación; pero Broome no podía ofrecerle una solución inmediata al problema.

Todos los días aparecían montones de libelos contra el monarca, cada vez más agresivos y vulgares; pero cualquier intento por frenar su venta resultaba inútil.

—Deberían comprender que esto alentará a la reina a comportarse pero aún de lo que ya lo hace —se lamentaba el rey con amargura, e Ivo sólo podía compadecerle de corazón.

Fue un alivio, después de estar hablando horas sobre la reina, y recordando todas las indiscreciones por milésima vez, encontrar a Clara esperándole en el salón.

Le pareció muy joven y, según admitió para sí, sumamente atractiva con uno de los nuevos vestidos.

Tenía el mismo color de sus ojos, como muchos otros, ya que Ivo había descubierto que un tono en particular de verde claro hacía que su piel pareciera muy blanca y destacara tanto el color de sus ojos como la luminosidad de su cabello.

También le confería, pensó, la apariencia de un duende surgido del bosque, lo que la hacía diferente a todas las demás mujeres con las que él se había relacionado y, aunque aún no podía confesarlo ni siquiera a sí mismo, le resultaba encantadora.

Al verle entrar, Clara se puso en pie de un salto.

—¡Es muy tarde ya! —señaló—. Comenzaba a preocuparme pensando que hubiera podido sucederte algo.

—Su majestad me entretuvo. Por cierto, la cosa se está convirtiendo en algo tan habitual que empiezo a cansarme de dar excusas.

—No es necesario que lo hagas. Comprendo la situación y el chef también. Estoy segura de que el retraso no afectará en nada la cena.

—Me cambiaré en cuestión de minutos —dijo Ivo y subió corriendo a su dormitorio.

Cuando bajó de nuevo, Henry, que se le había comunicado que la cena se serviría más tarde de lo acostumbrado, había llegado ya y estaba charlando con Clara.

Se encontraban sentados juntos en el sofá y, al entrar en el salón, a Ivo le pareció que hablaban de forma demasiado íntima.

Pasó por su mente la idea de que Henry, admirador declarado tanto de la belleza como de la inteligencia de Clara, pudiera estar tratando de enamorarla.

Mas enseguida se dijo que la idea no sólo era desleal, sino también absurda. Sin embargo, durante la cena volvió a ocurrírsele una y otra vez, lo que acabó por irritarle.

—Le preguntaba a Henry, antes de la cena —dijo Clara en el momento que les servían el postre—, si había oído hablar de un hombre llamado Thistlewood.

—Clara sospecha que ha estado en prisión —explicó Henry Hansketh.

—He oído hablar de él y no sé por qué te interesa un tipo así, Clara —contestó Ivo con frialdad.

Notó que tanto ella como Henry le miraban con curiosidad y continuó diciendo:

—Thistlewood es un mequetrefe, un caballero renegado que perdió su fortuna en el juego. Entonces se convirtió en una plaga, porque se dedicó a importunar a los miembros del Parlamento.

—Tengo entendido que estuvo en prisión durante un año, por insultar a lord Sidmouth —señaló Clara.

—Supongo que lo leíste en el periódico. Sí, actuó de una forma abominable y Sidmouth hizo muy bien en castigarlo con energía.

—Ahora ya ha salido de prisión.

—Si es así, y vuelve a molestar a los miembros del gobierno, no tardará en volver a ella.

—Pero podría crear problemas entre tanto —intervino Henry.

—No lo creo probable —dijo Ivo con firmeza y procedió a cambiar de tema.

Cuando Clara se fue a la cama, pensó en lo que se había hablado y estuvo segura de que si el marqués se enteraba de que Thistlewood se estaba entrevistando con su tío, sospecharía como ella, que planeaban alguna acción delictiva.

Por las charlas que había oído entre su marido y Henry Hansketh, Clara estaba segura de que la revolución que ambos temían no tendría lugar hasta que los descontentos encontraran un cabecilla.

Y un hombre al cual el marqués calificaba de “caballero renegado” sería precisamente la clase de persona capaz de organizar una rebelión, otorgándole dirección y propósito.

“Debo averiguar más por mediación de Emily”, pensó.

En el vestíbulo, ya a punto de marcharse, Henry le había preguntado a su amigo:

—¿Irás a montar al parque mañana por la mañana, Ivo?

—Sí, por supuesto.

—Entonces, nos encontraremos allí. Compré ayer un caballo y, antes de enviarlo a mi finca, me gustaría que lo vieras.

—Encantado —manifestó Ivo—. Por mi parte, en cuanto tenga autorización de su majestad, me propongo irme a Broome con Clara. Espero que nos acompañes.

—Sabes que jamás rechazo una invitación tuya —sonrió Henry—, ni desaprovecho una oportunidad de montar tus caballos.

—Yo mismo estoy ansioso de volver a montar a Agamenón. Tú no lo has visto, Henry.

—Estoy ansioso por hacerlo después de todo lo que me has hablado sobre él.

Clara escuchaba esta conversación con vivo interés. Ya sabía lo mucho que los caballos significaban para su marido. Había notado que, cuando hablaba de ellos, su voz adquiría un tono especial.

Divertida, se preguntó si algún día querría a una mujer tanto como a Agamenón.

Se había dado cuenta de que le irritaba tener que permanecer tanto tiempo en Londres y su única compensación consistía en irse a cabalgar por el parque, muy temprano, cuando lo tenía casi para él solo.

“En cuanto tenga mi traje de montar, le preguntaré si puedo acompañarlo”, se propuso.

Tenía la desagradable sensación de que él no la consideraba necesaria para disfrutar de su diaria cabalgada y que preferiría continuar yendo solo.

“Cuando vayamos a Broome”, decidió, “le demostraré lo bien que monto”.

Debido a las extrañas circunstancias de su matrimonio, se le hacía difícil pedirle al marqués favores especiales.

Aún pensaba que tal vez algún día tuviese que abandonarle. Por lo tanto, le había pedido a Emily que le buscara otro traje de muchacho en el desván de la casa de su tío.

—¿Qué hizo con el que llevaba cuando se fugó, milady? —preguntó Emily.

—El ama de llaves de Broome lo miró horrorizada y después seguramente lo quemó —contestó Clara.

Emily rió de buena gana.

—Yo siempre he pensado que lo que hizo fue muy valiente, milady. No puedo culparla, desde luego, cuando su señoría le pegaba de aquel modo y pensaba casarla con ese hombre horrible.

—Siempre te estaré muy agradecida por haberme dicho la verdad sobre sir Mortimer Forstrath. ¡Si no lo hubieras hecho, tal vez a estas alturas ya estaría casada con él!

Se estremeció al pensarlo y se dijo que, aunque no le agradaba la idea de estar casada, por lo menos el marqués no la maltrataba.

Sin embargo, por las noches seguía cerrando con llave la puerta de comunicación entre sus habitaciones y la que daba al pasillo. Desde aquella primera vez en que le dijo que quería hablarle, nunca había vuelto a hacer ningún intento de acercarse a ella por la noche.

En aquella ocasión, cuando el marqués llamó a su puerta, ella se había asustado mucho. Le parecía imposible, puesto que había sido obligada por su tío a casarse de modo tan absurdo, que Broome pensara en ella como mujer.

Debido a lo que sentía respecto a su tío, por sir Mortimer y, en consecuencia, por todos los hombres, la había aterrorizado la idea de que el marqués intentase aunque sólo fuera tocarla.

Ahora que le conocía mejor, estaba segura de que no estaba interesado por ella como mujer y lo único que le preocupaba era que no le avergonzase mientras llevara su apellido.

Poco a poco iba tranquilizándose. Su corazón ya no saltaba de miedo cada vez que le veía aparecer ni le observaba con temor como si fuera un animal salvaje que pudiera saltar sobre ella en cualquier momento.

Así como las cicatrices de las heridas empezaban a desaparecer de su espalda, y apenas podía verse ya, así su mente comenzaba a adaptarse a vivir con Ivo Broome en relativa armonía.

A la mañana siguiente le oyó salir de su dormitorio a las siete y media y supuso que iría a montar. Por primera vez sintió una urgencia repentina de acompañarle y estar junto a él. Cuando volviese, le preguntaría si podía ir a cabalgar con él a aquella hora en que Hyde Park estaba prácticamente vacío.

Y de pronto cruzó por su mente la idea de que tal vez él se citaba allí con alguna mujer atractiva, con quien solía pasear a caballo antes de casarse.

Los sirvientes no habían omitido, en sus relatos, los éxitos de su amo con las más famosas bellezas del gran mundo.

—Por un tiempo creímos que su señoría iba a casarse con la hija del duque de Newcastle —le había comentado el ama de llaves—. Resultaría difícil encontrar una joven más bella. Realmente habría estado guapísima luciendo los brillantes de los Broome en la apertura del Parlamento y en los bailes de palacio.

Tanto el ama de llaves como las demás doncellas discutían sobre cuáles habían sido las mujeres más hermosas que habían puesto el corazón a los pies del marqués, hasta que, percatándose de que Clara las escuchaba, volvían a sus relatos de cuando el marqués era niño.

Siendo tan apuesto, pensaba Clara, no era extraño que en su vida hubiese habido tantas mujeres. Sin embargo, él nunca había pensado en casarse con ninguna. Hubiese preferido seguir soltero e independiente, igual que ella.

“Si me fugo, nunca me encontrará y quedará libre otra vez”, se decía.

Mas se daba cuenta de que volvía a lo mismo punto en que empezaban y terminaban siempre sus fantasías: buscando la libertad, pero sin saber cómo lograrla.

—Aquí tiene usted, milady. Creo que le quedará tan bien como el otro —dijo Emily.

Había llegado por la tarde, después de que Clara regresara de dar un paseo en coche por el parque.

Mientras hablaba, Emily abrió un paquete mal hecho y sacó un traje de chico, constituido por pantalones y una chaqueta que, según pensó Clara, debió de pertenecer a su padre cuando era adolescente.

—Es más grande que el otro —comentó—; creo que lo pantalones me quedarán largos.

—Puede doblarles el bajo o, si quiere, yo se los arreglaré.

—Por ahora no voy a necesitarlos. Pero los esconderé donde pueda encontrarlos con facilidad cuando me hagan falta.

—Dudo que algún día los necesite, milady —observó la doncella—. No creo que quiera huir de su señoría. ¡Es un hombre tan magnífico! Incluso he oído que su majestad siente gran estimación por él.

Clara ya lo sabía y, además, le interesaba más otra cuestión.

—¿Tienes algo más que decirme sobre el señor Thistlewood? —preguntó.

—De él iba a hablarle —contestó Emily—. Albert dice que están pasando cosas muy extrañas. Dice que hasta el propio lord Harrowby está en peligro.

—¿Por qué?

—El señor Thistlewood le dijo a su tío que, si lograban librarse de lord Harrowby y los demás miembros del Gabinete, entonces podrían hacer que la gente, que ya está harta del gobierno, ocupara todos los edificios importantes, comenzando por el cuartel de Hyde Park.

Clara miró a Emily con incredulidad.

—Pero… ¿de qué hablas? Empieza por el principio y dime con exactitud qué fue lo que oyó Albert.

Como había hablado con voz aguda, temió haber asustado a Emily y que ésta se negara a hablar, así que añadió:

—Las dos sabemos que Albert escucha detrás de la puerta y no digo que yo lo desapruebe, porque estoy segura de que mi tío y el señor Thistlewood se proponen hacer algo malo y es importante que sepamos de qué se trata.

—Sí, desde luego; pero ya sabe milady cómo es Albert cuando cuenta algo. La mitad de la historia puede ser verdad y la otra mitad falsa.

—Sí, lo sé; pero, de cualquier modo, cuéntame lo que dijo.

—Este tal señor Thistlewood, según parece, cuenta ya con un buen grupo de seguidores y Albert cree que lo que planean es, cuando lord Harrowby dé su próxima fiesta, entrar por la fuerza en su casa y matar a todo el mundo.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Clara, estupefacta.

—Sin embargo, parece que es eso lo que el señor Thistlewood le dijo al amo y ya lo tienen todo planeado.

Clara permaneció en silencio unos momentos. Después inquirió:

—¿Dónde vive el señor Thistlewood?

—Albert no lo sabe. Pero se reúne con su gente en una caballeriza de la calle Cato.

—¿Dónde queda eso?

—Cerca de Edgware Road. Albert oyó decir que tienen toda clase de armas allí. Y que su revolución, cuando estalle, será sangrienta…

Clara se estremeció. Era, sin duda el tipo de intriga con que su tío disfrutaría. Sin embargo, le parecía imposible que realmente estuviera confabulando con los revolucionarios para derrocar al gobierno.

Había leído en el periódico lo que sucedía en el norte y sabía que el año anterior, durante una manifestación efectuada por cincuenta mil trabajadores del algodón que iban desarmados, el ejército había disparado contra ellos.

Este acto había provocado gran descontento en todo el país. Sin embargo, los miembros del Gobierno continuaban pidiendo medidas cada vez más represivas contra cualquier forma de rebelión o protesta.

—Averiguaré más por medio de Albert —prometió Emily. Era evidente que disfrutaba de poder proporcionarle a Clara la información que le pedía.

—Sí; hazlo, por favor. ¿Con qué frecuencia se reúnen esos hombres con el señor Thistlewood?

—Creo que todas las noches, milady. Albert dice que esta mañana oyó al amo decirle al señor Thistlewood en la biblioteca: “Trasmíteles lo que te he dicho, y ven a contarme por la mañana lo que te contesten”.

Clara no preguntó nada más y Emily se apresuró a marcharse. Poco después, Janice entró en la habitación para ayudar a su señora a cambiarse para la cena.

Clara escogió uno de los hermosos vestidos confeccionados para ella en la calle Bond y pensó, al mirarse al espejo, que el marqués se sentiría satisfecho de que aquél en particular fuera tal como él quería.

Era blanco, adornado con ramitos de magnolias, con hojas verde muy oscuro. Resultaba espectacular y muy diferente a todos los que Clara había visto antes.

Le parecía extraño que un hombre supiera tanto sobre vestidos. De pronto, comprendió por qué era tan experto en la materia. No se le había ocurrido nunca, hasta aquel momento, que ella no era la única mujer para quien Broome había escogido ropa. Sin comprender por qué, se sintió insatisfecha de su propia apariencia. Con un gesto de despecho, se dio la vuelta y se alejó del espejo.

Entonces miró el reloj y se dio cuenta de que era más tarde de lo que creía.

—Debo darme prisa —le dijo a Janice—. Su señoría se molestaría si llego tarde y echo a perder la cena.

—No creo que su señoría haya venido aún, milady.

—¿No? ¡Pero si casi son las ocho menos cuarto!

Sin decir más, Clara salió de su dormitorio y bajó rápidamente la escalera.

Bateson, el mayordomo, se encontraba en el vestíbulo.

—¿Ya llegó su señoría? —le preguntó.

—En este momento me disponía a enviar un mensaje a milady para comunicarle que su señoría avisó que lamenta no poder venir a cenar. Su majestad ha insistido en que lo haga con él.

Por un momento, Clara no contestó. Después, con tono impersonal, dijo:

—Por favor, diga al chef que estoy lista para cenar.

—Enseguida, milady.

Ivo Broome, al volver a casa, no pensaba en su esposa, que había tenido que cenar sola, sino en el rey y sus problemas.

Estaba ya harto de estos últimos y había informado al lord chambelán de que pensaba volver al campo dos días después.

—Debo huir de aquí —había dicho—. Cuanto antes lo haga, mejor.

Después, considerando que debía explicarse, añadió:

—He prometido cenar con el Gabinete mañana en casa de Harrowby. Pero será el último compromiso que acepte en Londres, por lo menos en una semana o tal vez dos.

—No le culpo —manifestó el lord chambelán—. Entre la muerte del viejo rey y la enfermedad de su majestad, no ha tenido usted oportunidad de disfrutar de su luna de miel.

—¡Es verdad! —convino Ivo, pero no agregó nada más.

Ahora, ya cerca de su casa, pensó que sería bueno para él tratar de conocer a Clara un poco mejor cuando estuvieran en el campo.

Ya se había dado cuenta de que le gustaban mucho los caballos y, sin duda, montaría bien. Supuso que le interesaría probar algunos de los suyos, que no fueran tan indomables como Agamenón, desde luego.

“Los caballos constituyen un interés que tenemos en común”, pensó.

Se encontró recordando lo atractiva que estaba la noche anterior con uno de los vestidos que prácticamente había diseñado él y con el cual, no le cabía duda, causaría sensación una vez que se reanudaran las celebraciones sociales tras el luto por el fallecimiento del anterior soberano.

El carruaje se detuvo frente a la casa y el lacayo corrió a abrir la puerta.

El marqués bajó y al entrar en el vestíbulo, Bateson le dijo:

—Perdone, milord, pero una muchacha llamada Emily insiste en ver a su señoría. Le he dicho que ya era muy tarde, pero ha insistido en esperar porque, según dice, se trata de una cuestión de vida o muerte.

El tono de Bateson revelaba que no creía el mensaje que transmitía.

Por un momento, Ivo se preguntó dónde había oído hablar de una tal Emily y por fin recordó que Clara le había contado que era Emily, una doncella, quien le había ayudado a escapar de casa de su tío.

—Veré a esa joven en el estudio —dijo.

Entró en la habitación indicada preguntándose qué iría a escuchar y por qué Emily no habría pedido hablar con Clara en lugar de con él.

Miró el reloj y, al ver que ya era casi medianoche, supuso que Clara ya estaría dormida y, con toda razón, Bateson había preferido no molestarla.

Se abrió la puerta y el mayordomo anunció en tono de desaprobación:

—La joven que desea verle, milord.

A primera vista, Emily le pareció al marqués una muchacha de aspecto muy respetable, cuidadosamente vestida de negro, con un sombrero del mismo color, atado con cintas bajo su barbilla. Un grueso chal de lana cubría sus hombros.

Ella hizo una reverencia y se quedó al lado de la puerta, esperando a que su señoría le hablara.

—Buenas noches —saludó Ivo—. Tengo entendido que se llama usted Emily y es una doncella que la señora marquesa conoció cuando vivía en casa de su tío.

—Así es, milord, y tenía que verle, tenía que verle porque la cosa es importante, ¡de veras!

—¿Pasa algo malo?

—Muy malo, milord. ¡Y todo por culpa mía! Pero le juro que jamás imaginé que la señora marquesa haría algo así cuando me pidió que le trajera ropa de chico. Pensé que lo que se proponía era alguna travesura simplemente; pero no esto, ¡se lo juro, milord!

La agitación de Emily hizo que Ivo la mirase, sorprendido.

Se sentó ante el escritorio, y le indicó a la doncella el asiento que había al otro lado.

—Siéntese, Emily, y explíqueme de qué se trata. Hasta ahora no he entendido una palabra.

Emily tomó asiento, estrujándose nerviosamente las manos.

—Cuando Tim me dijo que había visto a la señorita Clara… quiero decir a la señora marquesa, yo no podía creerlo —empezó.

—¿Quién es Tim? —la interrumpió Ivo.

—Es el pinche de cocina, milord. Siempre anda husmeando por todas partes. Fue él quien le dijo al amo que la señorita Clara había subido al carruaje de su señoría cuando se fugó.

—Entiendo… ¿Y qué ha visto ahora Tim?

—Vio a la señora marquesa entrar en el lugar donde se reúnen todos esos canallas. Cuando le hablé de eso, no imaginé que haría una cosa así. ¡Si la descubren, la matarán!

Ivo pareció desconcertado.

—¿Qué canallas? ¿A qué se refiere? ¿Y cómo sabe usted a dónde ha ido la señora marquesa?

—¡Tim la vio, milord! La vio no hace ni dos horas y, cuando vino a decírmelo, yo no podía dar crédito a mis propios oídos.

—¿Dónde la vio? —preguntó Ivo con voz tranquila.

Había aprendido, cuando interrogaba a sus hombres durante la guerra, que era un grave error gritar o dar prisa a quien estaba nervioso, porque con ello únicamente se lograba embrollar su declaración más aún.

—En ese sitio de la calle Cato, señoría —contestó Emily—. Allí donde se reúnen los revolucionarios que encabeza el señor Thistlewood.

Ivo se puso tenso.

—¿Ha dicho Thistlewood?

—Sí, milord. Es el hombre que ha estado yendo mucho a casa de lord Matlock últimamente para hablar con él. Albert, el lacayo, oyó lo que decían.

—¿Y qué era?

—Dice Albert que, en la próxima cena que dé lord Harrowby, piensan asesinarlo a él y a todos sus invitados.

Por un momento, Ivo se sintió demasiado sorprendido para responder. Después inquirió:

—¿Y usted le contó todo esto a la señora marquesa?

—Sí, milord; pero nunca pensé que iría a ver a los asesinos ella misma.

—¿Y dice que es lo que ha hecho ahora?

—Eso es; Tim la vio. Dice que iba vestida de chico, seguro que con la ropa que yo le traje. La vio entrar en esa caballeriza de la calle Cato poco antes que el señor Thistlewood y sus compinches llegaran.

Ivo apretó los labios y, tras unos momentos de reflexión, preguntó, aún con voz tranquila:

—¿Los vio entrar a ellos también?

—Sí, señoría.

—¿Le dijo cuántos eran?

—Unos veinticinco…, tal vez más.

—¿Y dice usted que es en la calle Cato?

—Sí, milord. Y Tim afirma que, si encuentran a la señora marquesa, de seguro la matarán.

—Entonces, esperemos que no la encuentren —repuso Ivo—. Gracias, Emily, por ser tan valiente como para venir a decirme lo que ocurre.

—Tenía que hacerlo, milord. ¡Tenía que hacerlo! Aunque pierda mi empleo, no podía dejar que esos malhechores mataran a la señora marquesa, ¿no cree usted?

—No, por supuesto que no —convino Ivo, reprimiendo una sonrisa—. Ahora, Emily, le sugiero que no vuelva usted a casa de lord Matlock. Podría estar en peligro por haberme traído esta información. Será mejor que se quede aquí. Mi ama de llaves le dirá dónde puede dormir y mañana discutiremos lo que hará en adelante.

Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Emily.

—¡Gracias, milord, gracias! —exclamó—. Estoy segura de que le habrá parecido muy extraño que haya salido corriendo de la casa después de hablar con Tim. Todos saben que yo quiero mucho a la señora marquesa… y que jamás permitiría que algo malo le pasara.

—Nada le pasará, no se preocupe, y usted estará a salvo aquí —le aseguró Ivo y tras estas palabras, salió al vestíbulo.

Mientras daba órdenes a Bateson con voz autoritaria se preguntaba si, pese a su afirmación, podría salvar a Clara y cómo lo haría.

CAPÍTULO 7

Mientras se dirigía hacia la calle Cato en el carruaje que solía utilizar en Londres, Ivo casi no podía creer lo que Emily le había contado.

Recordó que le había dicho a Clara:

—Esta noche cenaré en casa; pero mañana debo hacerlo con los miembros del Gabinete en casa de lord Harrowby.

Clara no había hecho ningún comentario y él no pensó que aquello tuviera ninguna importancia para ella.

Pero ahora estaba seguro de que la razón por la cual había ido a la calle Cato era para averiguar si la historia de Emily era verídica y si realmente intentaban asesinar a los miembros del Gabinete en casa de lord Harrowby a la noche siguiente.

Parecía increíble y, sin embargo, como el propio Ivo había aseverado con tanta frecuencia, las semillas de la revolución se habían ido esparciendo de forma constante y nadie había hecho nada para detener su florecimiento.

Para asegurarse de que Clara realmente había salido y no estaba dormida en su cama, al subir a cambiarse de ropa había abierto la puerta de su dormitorio.

Si hubiera estado cerrada con llave como todas las noches desde que se casara con él, habría comprendido que sus temores eran infundados.

Pero cuando la puerta se abrió, aun antes de que hubiera podido ver la cama vacía a la luz procedente del pasillo, se dio cuenta de que Clara, en un impulso, había cometido la mayor locura de su vida.

Ivo no subestimaba el peligro en que se encontraba. Después de ordenarle a su cochero que esperase en una tranquila placita cercana a Edgware Road, se encaminó solo a la calle Cato, manteniéndose en las sombras.

Como para entonces ya era más de medianoche, la zona estaba muy tranquila y había poco tráfico. Ni siquiera se veía el acostumbrado número de mendigos, que por lo común acechaban en la calle para pedir limosna o tratar de robarle a algún caballero que volvía a casa después de haber bebido demasiado.

Pero Edgware Road no era un lugar frecuentado por aristócratas y, cuando Ivo distinguió a alguien en la distancia, procuró ocultarse en las sombras para evitar cualquier incidente desagradable.

Encontró la calle Cato sin dificultad, ya que tenía una idea bastante correcta de dónde estaba situada.

Era una callejuela insignificante, con unas cuantas caballerizas ya en ruinas, frente a algunas casas sórdidas, desesperadamente necesitadas de reparación.

Muchas estaban desocupadas; pero había una taberna, cuyas ventanas arrojaban una luz mortecina sobre la calle empedrada e iluminaban la caballeriza que había enfrente. Ivo, más por instinto que por otra razón, sospechó que aquél era el lugar que Emily le había indicado.

La puerta, que tenía los goznes rotos, estaba sólo entornada; pero Ivo no se acercó a ella. Esperó en la sombra de un portal que había al otro lado. Al cabo de unos minutos, llegó a la conclusión de que la casa en cuya entrada se había refugiado se encontraba vacía. Las ventanas estaban rotas y la puerta medio desprendida del marco. Desde allí estuvo vigilando la caballeriza de enfrente y le pareció que un leve parpadeo de luz salía de su interior, pero no se sintió muy seguro.

Todo estaba muy silencioso y, precisamente por ello, parecía más amenazador.

Fue entonces cuando empezó a sentir un miedo desesperado por Clara.

“¿Cómo ha podido hacer algo tan absurdo?”, se preguntó. “¿Cómo se le ha ocurrido venir sola, vestida de chico, para espiar los planes de hombres que no vacilarían en matar a cualquier persona que pueda traicionarlos?”.

Debía reconocer que Clara tenía un valor tremendo. No creía que ninguna otra mujer que conociera se hubiese atrevido a correr un riesgo semejante.

En cambio, desde que conocía a Clara, ésta había hecho cosas casi increíbles. Era tan pequeña, bonita y delicada, que no soportaba la idea de que fuera maltratada, tal vez torturada, para que dijese lo que sabía antes de que la matasen.

Por primera vez desde que salió de su casa, pensó que tal vez debía haber llevado ayuda.

Sin embargo, si Emily tenía razón y había veinticinco hombres o más en la caballeriza, habría necesitado por lo menos un número igual para hacerles frente. ¿Cómo reunir a tantos amigos a aquella hora de la noche?

Cuando la espera comenzaba a parecerle insoportable y pensaba que debía hacer algo, la puerta de la caballeriza empezó a abrirse lenta y silenciosamente.

Visiblemente tranquilizado, convencido sin duda de que no había nadie por los alrededores, abrió un poco más y los hombres comenzaron a salir. Pertenecían al tipo exacto de individuos que Ivo esperaba que fueran contratados para una conspiración así.

No eran trabajadores humildes que tenían todas las razones del mundo para protestar contra el hambre y el desempleo, sino descontentos de una clase social superior, siempre dispuestos, en cualquier situación, a usar la fuerza bruta en lugar de razones.

Salieron en absoluto silencio, lo cual hacía su aparición aún más siniestra que si hubieran ido profiriendo amenazas.

Se alejaron rápidamente y en diferentes direcciones, como si hubieran recibido la consigna de no formar grupos. Por último, salió un hombre que Ivo estaba seguro de que era el cabecilla: Thistlewood.

Resultaba evidente que se trataba de un hombre de origen más elevado, que habría podido pasar por caballero.

Al mismo tiempo, aunque era difícil ver su rostro con claridad a aquella distancia, Ivo estaba seguro de que era el tipo cruel y brutal, que sólo pensaba en sus intereses personales y no en los hombres que arrastraba a problemas sin duda muy graves.

Thistlewood cerró la puerta de la caballeriza al salir.

No tenía cerradura de ninguna especie, pero Ivo supuso que aquella omisión era deliberada. Cualquier puerta cerrada con llave, en una calle como aquella, habría indicado que dentro había algo que robar y el lugar habría sido violado por los ladrones.

Tras cerrar la puerta, Thistlewood cuadró los hombros y, un poco titubeante, miró hacia la taberna como si tuviera necesidad de un trago.

Dio unos cuantos pasos hacia ella y, a la luz procedente de las ventanas, Ivo pudo verle con más claridad. Entonces supo que estaba mirando a un hombre nacido para el mal.

Había algo cruel en la apretada línea de sus finos labios e Ivo pensó también que parecía emocionado y satisfecho de sí mismo. Era evidente que el resultado de la junta le había dejado contento.

De pronto, pareció cambiar de opinión y se alejó por la calle Cato, en dirección a Edgware Road.

Ivo esperó a que se perdiera de vista. Entonces salió del portal donde estaba escondido y corrió a la caballeriza.

Abrió la puerta con mucha suavidad, ya que sabía, por su experiencia en la guerra, que muchos hombres habían perdido la vida al creer que el enemigo había abandonado un puesto determinado, sólo para encontrar que había dejado una guardia detrás.

Tras esperar unos segundos con la puerta ya abierta, entró. La caballeriza se hallaba a oscuras y olía a paja seca.

Enfrente había un piso superior donde los conspiradores debían haberse reunido. No se veía una escalera por ninguna parte, pero Ivo pensó que, antes de irse, sin duda Thistlewood la había escondido para evitar que alguien la robara.

Avanzó unos pasos más en la oscuridad y después se quedó inmóvil, escuchando.

Con mucha suavidad, en una voz tan baja que era poco más que un susurro, Ivo llamó:

—¡Clara!

Por un momento pensó que estaba equivocado y ella no se encontraba allí.

Pero enseguida percibió un murmullo de sorpresa y a continuación una voz muy débil que preguntaba:

—¿Eres… tú… realmente?

—Sí, Clara, soy Ivo —contestó él—. ¿Dónde estás tú?

—No… no puedo bajar.

Como era imposible ver nada en la dirección de donde provenía la voz femenina, Ivo abrió un poco más la puerta y entonces avanzó hacia el fondo de la caballeriza. Se detuvo y volvió a preguntar:

—¿Dónde estás?

—Estoy… aquí —contestó Clara, cuya voz sonó por encima de la cabeza de él.

Supuso que Clara había saltado de un pesebre roto a un pajar que había encima y quedaba sólo un poco más abajo que el piso superior donde se habían reunido los conspiradores.

Dio unos pasos más para quedar debajo de ella y levantó los brazos.

—No te dejaré caer —le prometió.

Clara echó una pierna por encima de la barandilla del pajar y se inclinó hacia adelante, para extender los brazos y tratar de aferrarse a los hombros de Ivo.

—No tengas miedo —la tranquilizó él—. ¡Salta!

Clara hizo lo que le ordenaba y cayó en sus brazos.

Ivo estaba preparado para el impacto y, cuando la sostenía, estrechándola con fuerza contra su pecho, notó que Clara le rodeaba el cuello con los brazos y decía en un murmullo, aterrada:

—¡Van a matarte! ¡Oh, Ivo, quieren matarte a ti y a todos los demás mañana por la noche!

Por el tono de voz y por la forma en que el corazón le palpitaba desesperadamente contra su pecho, Ivo comprendió lo asustada que estaba.

Sus brazos la oprimieron con más fuerza y, tratando de ver su rostro en la oscuridad, dijo:

—¿Cómo pudiste venir aquí? ¿Cómo has podido hacer algo tan increíblemente…?

Se detuvo.

Teniéndola a salvo en sus brazos, decidió que no había necesidad de palabras.

Sus labios encontraron los de ella.

Y al besarla descubrió que estaba enamorado.

Mientras esperaba al otro lado de la calle había estado preocupado y temeroso hasta la desesperación; pero ahora, con el alivio de saber que ella estaba a salvo, le iba invadiendo una alegría incontenible cuya causa sólo podía ser el amor.

Ivo no había pensado, no había imaginado ni por un momento que podía enamorarse de Clara, que representaba en cierto modo lo que desaprobaba en una mujer.

Pero ahora, con sus labios contra los de ella, supo que, aunque no hubiese querido admitirlo ni siquiera ante sí mismo, Clara se le había ido metiendo en el corazón cada vez más, hasta hacerle sentirse enamorado como nunca creyó que sería posible estarlo.

Para ella fue como si el cielo se hubiera abierto y de pronto se encontraba en un mar de luz, lejos de la oscuridad donde sólo había horror y miedo. Sin saber siquiera lo que hacía, se oprimió contra él y respondió a sus besos.

Cuánto tiempo estuvieron unidos por aquel beso, ninguno de los dos lo supo.

Por fin Ivo levantó la cabeza y, volviendo a la realidad, dijo:

—¡Por Dios, salgamos de aquí! ¡He tenido tanto miedo de que esos demonios te hubieran matado…!

—Se proponen… matarte a ti —murmuró Clara.

Sin embargo, Ivo comprendió, por la forma en que ella hablaba, que por el momento las palabras no significaban nada y que se había dejado arrastrar, como él, por el éxtasis del beso, en el que había ascendido hasta el cielo mismo. Ahora resultaba difícil volver a la tierra.

Aún con ella en brazos, se dirigió hacia la puerta.

Cuando llegó se detuvo y, como antes hiciera el conspirador, miró a un lado y otro de la calle.

No había nadie. Todo parecía tranquilo y desierto.

Entonces, rápidamente, porque aún tenía miedo de que algo le sucediera a Clara, la llevó al carruaje en que había llegado él.

La joven no hablaba e Ivo adivinó, sin necesidad de que se lo dijera, que seguía cautiva en el éxtasis que había experimentado cuando sus labios se unieron. Por eso le era difícil pensar en otra cosa.

Sólo cuando llegaban cerca del carruaje, ella logró reaccionar y preguntó:

—¿No quieres que vaya andando?

—Quédate donde estás —contestó él—. Aún tengo un miedo espantoso de perderte.

Sus brazos la estrechaban con fuerza y Clara pensó que nunca en su vida se había sentido tan segura y feliz como en aquel momento.

Al verlos llegar, el lacayo saltó del pescante y abrió la portezuela. Ivo acomodó a Clara en el asiento antes de subir a su vez.

El lacayo les cubrió las piernas con la manta forrada de piel y preguntó:

—¿A casa, milord?

—Sí, a casa.

Cuando el lacayo hubo cerrado para volver al pescante, y una vez que los caballos se pusieron en marcha, Ivo rodeó a Clara con un brazo.

En su mente surgió una pregunta, pero a la luz de la linterna de plata colgada sobre el asiento que había frente a ellos, vio el rostro de Clara levantado hacia él. Sus ojos, grandes y excitados, le miraban interrogantes y él decidió que lo único importante en aquel momento para él era besarla.

Como si aún estuviera dominado por el miedo al peligro que ella había corrido, la atrajo hacia sí con brusquedad y la besó ardorosamente, de forma posesiva como para convencerse de que no la había perdido.

Entonces se dio cuenta de que los sentimientos que Clara le inspiraba eran diferentes a todo lo que había experimentado antes.

Comprendía que los impulsaba el temor, pero había algo en aquel beso que lo hacía distinto a cuanto había dado o recibido en el transcurso de su vida.

No era sólo que deseara a Clara como mujer y que sus labios fueran suaves e inocentes. También había algo intensamente espiritual en sus sentimientos, que le revelaba, gracias a un instinto que nunca le había engañado, que ella era precisamente lo que siempre había buscado sin encontrarlo.

No podía explicarlo; sólo sabía que estaba allí y que la amaba con una emoción que ninguna otra mujer había despertado nunca en él.

Sólo cuando ya hacía un buen rato que avanzaban en dirección a la plaza Berkeley, Ivo levantó la cabeza y Clara murmuró con un tono emocionado que él no le había oído nunca.

—Te amo… ¡Oh, Ivo, te amo!… Pero no lo he sabido hasta no haber oído a esos hombres perversos haciendo planes para… ¡matarte!

Por fin él pudo hacer la pregunta que había tenido antes en la punta de la lengua.

—¿Cómo has sido capaz de hacer algo tan descabellado, tan peligroso, como ir sola a ese sitio? ¿Cómo has podido arriesgar de ese modo tu vida?

—Debía estar segura de que lo que Albert decía no era sólo una invención suya…; que si ibas a la cena de lord Harrowby mañana… morirías.

Su voz se quebró en la última palabra y él preguntó:

—¿Eso te hubiera preocupado? Creí que querías librarte de mí.

—¡Oh, no! Te amo, aunque no me había dado cuenta de ello —manifestó Clara—. Te quiero y deseo quedarme contigo…, por favor.

Durante un momento Ivo no contestó y ella preguntó temerosamente:

—¿No… no estás enfadado conmigo?

—No lo estoy —le aseguró él—: pero me asustaste como jamás en la vida me había asustado nada. ¡Oh, mi amor! ¿Me juras que nunca volverás a hacer algo así?

Notó que Clara se estremecía al oírle decir “mi amor”. Y, como si sus sentimientos fueran demasiado intensos, la joven ocultó el rostro en su cuello.

—Si permites que me quede contigo —murmuró—, me hallaré a salvo, pero debo estar segura de que tú también lo estarás.

—Yo también lo estaré porque, gracias a ti, la cena que Harrowby pensaba ofrecer a los miembros del gabinete no tendrá lugar mañana.

Clara lanzó un profundo suspiro de alivio; pero, cuando Ivo se disponía a volver su rostro hacia él para volver a besarla, advirtió que habían llegado a casa.

Sólo había un lacayo de guardia en el vestíbulo, porque Ivo había dado instrucciones a Bateson, antes de irse, en el sentido de que no lo esperasen. Sabía cómo estaba vestida Clara y no deseaba que más sirvientes de los necesarios la vieran con ropa masculina.

—Ve directamente a tu habitación, preciosa mía —dijo cuando el carruaje se detuvo—. Yo te subiré algo de comer y luego podrás contarme lo sucedido.

A la luz procedente del vestíbulo, vio la sonrisa que le dirigía ella y pensó que, a pesar de su extraño atuendo, ninguna otra mujer podía ser tan hermosa.

Cuando el lacayo abrió la portezuela, Clara se apartó suavemente de su marido y, momentos después, subía corriendo por la escalinata, casi antes que el sirviente se percatara de lo que sucedía.

Ivo despidió el coche y entró en la casa con calma. Entregó su chistera y su capa al lacayo de guardia y a continuación se dirigió al estudio para recoger la botella de champán que sabía estaba dispuesta y un plato con canapés de paté.

Los llevó escaleras arriba, pensado que se sentía más feliz que nunca en su vida.

Era como si el telón del escenario se estuviera levantando para revelar una obra que él jamás había visto; pero que sabía iba a ser más emocionante que cualquier otra cosa que hubiera soñado o encontrado nunca, porque Clara lo estaba esperando.

Su ayuda de cámara le ayudó a desnudarse y a ponerse una larga bata de seda que le llegaba hasta los pies. Luego, llevando el champán y los canapés, pasó a la habitación de Clara.

Aquella noche, la puerta no estaba cerrada con llave.

Al entrar, Ivo vio que ella estaba sentada en la cama. Con su camisón casi transparente y sus rizos rubios brillando a la luz de las velas, ninguna mujer podía estar más exquisita, femenina y deseable.

Tras dejar lo que llevaba sobre una mesa, se sentó en la cama, junto a Clara, diciendo con voz profunda:

—¡Estás aquí! Te he traído sana y salva y, por el momento, no puedo pensar en nada más.

—Tenía que ir para saber si era verdad que estabas en peligro —explicó Clara—. ¡Oh, Ivo, debes salvar también a todos los demás, porque se proponen matarlos!

—Hás de contarme lo que sucedió —le pidió Ivo.

Pero sus ojos estaban clavados en el rostro de ella, en la suavidad de sus labios…

—¡Te amo! —exclamó—. ¿Cómo no lo comprendí antes? No debes, en ninguna circunstancia, volver a arriesgar tu vida porque me perteneces.

—¿De verdad me quieres? —preguntó Clara—. No puedo creerlo.

—Yo haré que me creas. Ahora sé, cariño, que lo que siento por ti es lo que siempre había anhelado sin darme cuenta de ello.

Clara lanzó una exclamación de felicidad y dijo:

—¿Cómo pude ser tan tonta para no comprender, desde el momento en que te vi, que tú eras el hombre con el que yo soñaba, el que esperaba encontrar alguna vez, para amarle como mi madre amó a mi padre?

—Y como yo te quiero a ti.

Al decir esto, Ivo se inclinó para rodearla con los brazos.

Cuando la cabeza de Clara cayó en la almohada, él la miró prolongadamente, como si quisiera que su belleza se le quedara grabada para siempre en el corazón, antes de que sus labios se apoderasen de los femeninos.

El beso fue largo, lento y apasionado, aún más que los anteriores, hasta conseguir que Clara se rindiese a la pasión.

Clara se removió contra el hombro de su marido y preguntó:

—¿Cómo pude ser tan tonta y desperdiciar tanto tiempo, pensando que debía dejarte, cuando ahora sé que, si lo hubiera hecho, me moriría de añoranza?

—No morirás, mi bienamada. Va a vivir conmigo, para mí y, como ya te he dicho, mataré a quién intente arrebatarte de mi lado.

—Nadi podrá hacerlo ya. Antes… es que no sabía lo maravilloso que puede ser el amor.

—¿No te he asustado? —preguntó Ivo.

—¿Cómo podías asustarme cuando te amo tanto, tanto…?

—Me tenías miedo la primera noche que llegaste aquí —le recordó él—. Eso me ha preocupado desde entonces.

—Nunca volveré a tener miedo de ti, sólo por ti… en caso de que ese hombre horrible, Thistlewood, o tal vez tío Lionel, te hagan daño.

Como si sus palabras revivieran las agonías que ambos habían sufrido, Ivo la estrechó contra sí y puso los labios sobre su frente al decir:

—Supongo que tendrás que contarme lo que ha sucedido esta noche, aunque por el momento no puedo pensar en nada que no seas tú y en la felicidad que me has dado.

—Es tan maravilloso que me ames… que estés a salvo —murmuró Clara—; pero tendrás que salvar a lord Harrowby y a los demás.

—Por supuesto que lo haré —le aseguró él—; pero, antes, vuelve a decirme que me amas y que no estoy imaginando esta situación.

Clara lanzó una risilla de deleite.

—Parece increíble, ¿verdad? Hice que Emily me trajera otro traje de chico porque pensaba que debía huir de ti. Pero esta noche, cuando Emily me dijo que tío Lionel estaba planeando junto con ese Thistlewood, matar a todos los asistentes a la cena que lord Harrowby dará mañana, comprendí que tenía que salvarte.

—Podías haberme prevenido sin correr ese riesgo.

—Temía que no me creyeras. Sentí como si el destino me impulsara, obligándome a ir y descubrir la verdad por mí misma. Y sólo cuando estaba escuchando los proyectos diabólicos de esos canallas, comprendí cuánto te amaba. Pensé entonces que valía la pena arriesgarse con tal de salvar tu vida.

Sus palabras hicieron que Ivo la abrazara con más fuerza aún. Le besó las mejillas y buscaba ya su boca, mas se contuvo y dijo:

—Cuéntame toda la historia. Después podemos pensar sólo en nosotros mismos y olvidarnos de los conspiradores, por lo menos hasta mañana temprano.

Clara le puso una mano en el pecho, como si quisiera protegerlo.

—Fui a la calle Cato porque Emily me había dicho que esos individuos se reunían allí en una caballeriza. Recorrí todas las que había en la calle antes de encontrar la que era.

—¿Cómo lo supiste?

—En las otras había caballos o los pisos superiores se habían venido abajo, de modo que era imposible que alguien se reuniera allí.

—Continúa. Una vez que encontraste la caballeriza, ¿qué hiciste?

—Pensé que, si me descubrían, me vería en graves dificultades. Pero como la puerta estaba abierta, vi el pesebre roto y el pajar que había encima de él. Me dije entonces que, si podía subir a él, nadie que entrara en la caballeriza podría verme. Además, como quedaría junto a la pared del piso de arriba, podría escuchar cuanto se decía.

—Fue muy inteligente lo que hiciste, pero muy arriesgado.

—Sólo tuve que esperar unos quince minutos —continuó Clara—, antes de que apareciera el primer hombre. Puso una escalera, que por fortuna estaba guardada al otro lado, y subió al piso superior. Casi enseguida comenzaron a llegar los demás, uno a uno, y se pusieron a charlar por grupos hasta que apareció Thistlewood.

—¿Cómo supiste que era él?

—Porque le contestaron con mucho respeto cuando dio las buenas noches. Él les comunicó que había visto a mi tío… y que éste se empeñaba en que la primera persona a la que debían asesinar… ¡era a ti!

Había tanto horror en la voz de Clara, que el marqués la oprimió de nuevo contra su pecho, intentado calmarla.

—Todo ha pasado ya —dijo con suavidad—. Pero debes decirme qué ocurrió.

—El señor Thislewood les explicó todo el plan. Decidieron que uno de ellos iría a casa de lord Harrowby mientras se celebraba la cena y simularía que era un mensajero con un despacho especial.

Ivo escuchaba sin perder palabra y Clara continuó diciendo:

—Todos los demás se lanzarían al interior de la casa mientras el falso mensajero hablaba con el lacayo en la puerta. Planeaban asesinar a los miembros del Gabinete y también a los criados si oponían resistencia. Un hombre llamado Ings, que según oí es carnicero, dijo que se proponía cortarle la cabeza a lord Castlereagh y a lord Sidmouth.

Ivo contuvo el aliento. Apenas podía creer lo que oía, mas no interrumpió a Clara, que prosiguió su relato:

—Ya tenía dos bolsas listas para ellos y dijo que también quería la mano derecha de lord Castlereagh, que la consideraba un recuerdo muy valioso.

—¡Todos deben de estar locos! —exclamó Ivo.

—Hablaban como si lo estuvieran —convino Clara—. Cuando os hubieran asesinado a todos, prenderían fuego a un almacén de aceite que hay cerca de la plaza Grosvenor.

—¿Con qué fin iban a hacer esto?

—Thisrlewood comentó que el incendio atraería a una gran multitud, que se volvería loca de contento al ver a los miembros del Gabinete muertos. Luego se lanzarían todos a tomar el cuartel de Hyde Park.

—¡Nunca en mi vida había oído un plan más absurdo!

—Eso no es todo. Thistlewood dijo que, si lograban atraer a unos cuantos centenares de simpatizantes, saquearían el Banco de Inglaterra, ocuparían la Torre de Londres y abrirían las puertas de la prisión de Newgate.

—¡Un plan absolutamente increíble! ¿Y tú crees que tu tío esté al tanto de todo esto?

—Thistlewood hablaba de él con orgullo, y estoy segura de que fue el tío Lionel quien les dijo que podían establecer un gobierno provisional y proclamarlo en el propio Parlamento.

Ivo recordó que el conde de Matlock se había jactado de que lo tenía a su merced. Ahora las tornas se habían invertido: Matlock era quien estaba a merced suya y sería ahorcado como traidor. Sin embargo, no se lo dijo a Clara. Se limitó a preguntar:

—¿Qué más hablaron?

—Comprobaron el número de pistolas, picos y granadas de que disponían. Thistlewood les indicó el sitio donde recoger todas las armas antes de esconderse en la plaza Grosvenor mañana por la noche. También afirmó que tío Lionel le había dado una fuerte suma de dinero para comprar más armas, sobre todo pistolas.

Ivo estaba seguro de que Matlock imaginaba que la gratitud de los conspiradores le aseguraría un alto puesto en el nuevo gobierno, así que él podría sacar buen provecho económico de aquella revolución.

—¿Qué suponían que iba a ocurrir luego? —le preguntó a Clara.

—Todos juraron completo apoyo a ese Thistlewood. Declararon que le servirían con absoluta lealtad y le acatarían como gobernante del país, una vez que todos los miembros del actual gobierno hubiesen muerto.

Todo el plan era una locura condenada al fracaso, pensó Ivo. Sin embargo, aunque los conspiradores no lograran todas sus ambiciones, podían causar un daño terrible. Para empezar, matando sin dificultad, dado su número, a todos los invitados de lord Harrowby.

—Has sido muy valiente —le dijo, emocionado, a Clara—. Ya imagino lo agradecidos que van a sentirse los ministros cuando, mañana por la noche, los rebeldes sean arrestados y llevados a prisión. Sin embargo, no puedo involucrarte en esto.

Clara alzó los ojos hacia Ivo, que le explicó:

—Como esposa mía, como marquesa de Broome, surgirían muchos rumores molestos si se supiera que tú escuchaste lo que un sirviente había oído a través de la puerta y que luego, disfrazada de muchacho, fuiste a la guarida de los asesinos.

—Comprendo…

—Por lo tanto, sólo el primer ministro sabrá cómo obtuve la información que le proporcionaré mañana por la mañana a primera hora.

—Todo lo que importa es que tú estás a salvo —murmuró Clara—. Yo no quiero hablar más de esto ni pensar siquiera en ello. Sólo sé que, cuando oí decir que iban a matarte, sentí como si me hubieran clavado una daga en el corazón.

—Entonces debes comprender cómo me sentí yo cuando esperaba en la calle, temeroso de que, en cualquier momento, esos demonios pudieran descubrirte y torturarte…, tal vez acabar contigo.

Clara lanzó un grito y él, para tranquilizarla, continuó diciendo:

—Pero estás a salvo, completamente a salvo, y nunca más dejaré que tomes parte en algo tan peligroso.

—Ni yo siento deseos de hacerlo. Te amo y todo lo que quiero es complacerte, hacer que lo que tú desees que haga.

Ivo la miró con una ternura en los ojos que nadie había visto en ellos antes.

—Te amo tal como eres —aseguró—. Es extraño que yo lo diga, pero es cierto.

—Yo también te amo —manifestó Clara—. Cuando te aseguré que detestaba a todos los hombres y tenía miedo de ellos, ¿cómo hubiera podido sospechar siquiera que llegaría a amarte hasta el punto de sentir que todo mi cuerpo vibra por ti? Quiero que me beses, que me ames hasta que no pueda recordar nada… ni pensar en nadie que no seas tú.

La forma en que hablaba, con una pasión que Ivo nunca había percibido en ella, inflamó sus sentidos.

Se daba cuenta de que el desafío de Clara y su aparente odio hacia los hombres eran consecuencia del trato que había recibido a manos de su tío, cuando se sentía sola y desamparada en un mundo amenazador.

Pero, gracias a su carácter y su fuerza de voluntad, esto no la había destruido como habría sucedido a otras mujeres.

Clara había peleado, decidida a sobrevivir, a ser ella misma. Y aunque pretendía pagar el odio con el odio, en el fondo de su alma siempre había anhelado el amor.

Sintiendo que sus propias emociones eran abrumadoras, la obligó a mirarle y dijo:

—¿Qué he hecho yo para merecer a una mujer tan perfecta, tan adorable como tú?

—¿Lo dices en serio? Yo quería que me admirases, aunque no entendía que lo que en realidad deseaba era ser amada. Ahora soy tan feliz, que siento como si me llevaras hasta el cielo y pudiera tocar las estrellas… Sólo hay belleza y música a nuestro alrededor… nada horrible ni cruel.

Se estremeció al pronunciar las últimas palabras y él comprendió que estaba recordando la forma en que la maltrataba su tío.

—Olvídalo —le dijo con suavidad—. Tu tío está acabado. A partir de mañana se verá confinado en la Torre de Londres, y mucho me extrañaría que el tribunal no le condenase a muerte.

Sin embargo, Ivo sospechaba que, cuando Matlock supiera que la conspiración había sido descubierta y los insurrectos arrestados, se pegaría un tiro, sabiendo que no existía la menor probabilidad de que no le implicaran en la conspiración. Thistlewood le traicionaría, si no era así, y entre sus propios criados había testigos de su complicidad.

En circunstancias normales, Ivo habría sentido satisfacción por la derrota de un enemigo; pero ahora pensaba además en Clara y en el horror que Matlock había sembrado en su vida. ¡Ojalá fuese desapareciendo gradualmente y su recuerdo dejara de angustiarla!

Confiaba en que, protegida por su mutuo amor, Clara olvidaría el pasado y sólo conocería la gloria y la felicidad de estar junto al ser querido.

Como si supiera lo que su marido pensaba, ella dijo con suavidad:

—¡Te amo!… ¿Cómo puedo hacerte comprender que te amo y nada en el mundo me importa más que tú?

—Eso es lo que quiero que digas. Continúa, repítelo mil veces más.

Mirando sus ojos, brillantes de felicidad, que parecían llenarle el rostro, Ivo decidió que nunca había conocido la verdadera belleza hasta entonces.

El calor y la suavidad del cuerpo de Clara, así como sus dedos, que se aferraban a él como si temiera perderle, hicieron que la hoguera de la pasión volviera a arder en su interior.

Se propuso ser muy tierno y cuidadoso, porque Clara era preciosa para él. La despertaría al amor, pero paulatinamente, para que ella, por su propia voluntad, fuese respondiendo como una flor que abre sus pétalos un poco más cada día.

Amante experimentado como era ya había logrado hacerle sentir aquel éxtasis que, según confesaba la propia Clara, le hacía creerse elevada al cielo.

Pero Ivo sabía que aquello era sólo el principio.

Nunca en sus numerosos idilios, había tenido que enseñar el arte del amor a una mujer tan joven y exquisita como Clara. Era lo más excitante que le había sucedido en la vida.

Todas las demás mujeres que habían poblado su existencia eran sólo una sombra de la realidad que Clara representaba para él ahora.

Como pálidos fantasmas, los recuerdos de aquellos amoríos se esfumaban, se hundían en el pasado y, estaba seguro, no retornarían. Había encontrado al fin el verdadero amor, la otra mitad de sí mismo.

Clara, con su valor, su resistencia y su personalidad, tan fuera de lo común en una muchacha tan joven como ella, era el complemento de su propio carácter. La habría buscado antes si hubiera comprendido que la necesitaba como ahora lo sabía.

No sólo sintió deseo de ella, un deseo que iba creciendo más y más, sino también una profunda gratitud hacia el destino que le había permitido encontrar el ideal con que todos los hombres sueñan.

Como si la desconcertara un poco su silencio y la forma en que la miraba, Clara pregunto:

—¿Estás… pensando en mí?

—Sólo en ti, adorada mía. Tú llenas mis ojos, mi mente, mi corazón y mi alma…

—Eso quería oírte decir, porque es la forma en que yo te amo.

Tras una breve pausa, Clara agregó con suavidad:

—¿Por qué no me dices lo que quieres que haga para no desilusionarte? Te amo y quiero ser perfecta, absolutamente perfecta, pero será muy difícil para mí si no me ayudas.

—Sólo tienes que ser tú misma, amor mío —contestó Ivo, emocionado—. Así de sencillo.

Ella sonrió y los hoyuelos aparecieron en sus mejillas. Al mismo tiempo, una irresistible luz de alegría brilló en sus ojos.

—¿Será posible que yo haya atrapado al esquivo marqués? —dijo con sonrisa traviesa—. ¡Creía que era imposible!

—Yo lo creía también —confesó Ivo—; pero también te he atrapado a ti y te aseguro que no podrás escapar; ¡Nunca, jamás te perderé!

—Asegúrame que es así —rogó Clara—. Ámame, Ivo, haz que me sienta segura entre tus brazos.

Se acercó más a él todavía e Ivo sintió que la pequeña llama que se había encendido en ella se transmitía a su propio cuerpo.

Y mientras sus brazos la rodeaban y su corazón palpitaba contra el pecho de ella, supo que no eran dos personas, sino una sólo. Y juntos volaban hacia un cielo lejano, dejando atrás todo lo sórdido, maligno y cruel; todo aquello de lo cual su amor los protegería en adelante.

FIN

...

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