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PUNTO DE PARTIDA PARA UNA DECLARACION JURADA DE LA ESPERANZA

MORAIMADocumentos de Investigación6 de Mayo de 2022

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PUNTO DE PARTIDA PARA UNA DECLARACION JURADA DE LA ESPERANZA

José Humberto Guariguata Osorio

1.- Retazos de una autobiografía, aprendiendo a sistematizar el conocimiento sobre la práctica.

1.1.- Mapire, un campamento de trabajo voluntario y una pedagogía para la libertad.

Era un  agosto de la década de los setenta, pero en vez de disfrutar esas vacaciones con mis familiares y vecinos, descansando de la disciplina administrada por el Padre Oscar en aquel instituto de Aragua de Barcelona, especie de un seminario menor, preferí irme detrás de las bailarinas y  los enanos, que acompañaban a Beatriz y a Maria Olimpia, las dos monjas que  cantaban  las canciones de Mercedes Sosa y Pablo Milanes, y con las que todos los martes durante el año escolar, nos reuníamos, el Chino de Cantaura ,  el Flaco Matute, Levis Rodíguez,    las Hermanas Gamboa, Yunis Mata, Antonio Cedeño y yo, para leer y opinar sobre, el evangelio de Solentiname, Juan salvador Gaviota y el Principito.  

Pero en esta oportunidad, las dos misioneras no nos invitaban  a los círculos  literarios regulares, sino que convocaban a grupos más amplios de jóvenes, con  equipajes livianos y con disposición para todas las tareas necesarias, a  una ruta que nos llevaría  hacia las riberas del Orinoco, especificamente  a una población  agropesquero, llamada Mapire, al sur del Estado Anzoategui, donde nos esperaban un tal Padre Vicente y sus colaboradores. Del grupo de los martes, nos incorporamos el Chino de Cantaura y yo.

Debo confesar, que este llamado de María y Beatríz, coincidía con dos situaciones de mucho impacto para la vida extremadamente conservadora que  conocía hasta esos tiempos, mis padres se habían divorciado tres años atrás, y ese paraíso terrenal que significaba el hogar, la primera referencia y el primer lugar de mi seguridad personal, donde al principio siempre encontré no sólo el techo, la cama y el pan, sino sobre todo, las manos  más  cálidas de mujer protectora, que mi espalda haya disfrutado cada mañana y cada tarde, al momento que se  juntaban para mí, con  los  brazos que me cubrían  del hombre único que fue mi padre, se  desvaneció sin avisar, y pese a que el dolor había venido cediendo con el tiempo, yo todavía  quedaba en un abismo del que intentaba salir, pensando a veces que eso no era cierto, pero cuando me encontraba con la innegable realidad, aún con esa dureza del hecho, abrigaba una absurda esperanza de que eso se revirtiera, que ocurriera un milagro de  los  que prometen todas las religiones y los Partidos Políticos, pero como tampoco el milagro ocurrió, me dediqué a inventar alternativas, con una breve tendencia  a la rebeldía individual, que se iba procesando y encontrando canales menos agresivos en las reuniones de los martes, para las cuales el grupo  menos normativo de los cureros  nos fugábamos después de cena.

La otra situación de impacto en mi juventud, que contribuyó a ese tránsito personal de conservadurismo a rebeldía individualista, fue una decisión que tomó el padre Oscar con respecto a unos folletos que  reposaban en  la biblioteca del internado, entre los que estaban los títulos, “Camilo Torres. Cura o guerrillero?”, “La Vida de Monseñor Helder Cámara”, “El Hombre mediocre” , “El Concilio vaticano II” y los documentos de la “II Conferencia Episcopal Latinoamericana en Medellín”. Nuestro reverendo protector y director, ordenó retirarlos  y colocarlos en el patio, no sabíamos con cual propósito, pero yo precavidamente  calculé una futura  pira ardiente, por eso, con el sigilo de mi origen campesino salvé un ejemplar de cada uno y los resguardé, hasta el punto que viajaron ocultos en el lugar más recóndito del morral que llevé para Mapire.

Me imagino que para esa época, cuando por fin comenzaban a gustarme las aventuras, todavía mi madre, aún en medio de las graves circunstancias familiares, en las que nos encontrábamos todos los de nuestro más  íntimo círculo,   conservaba una de sus más grandes ilusiones, la de que su primogénito se ordenara de sacerdote y hasta llegara a ser un destacado purpurado, incluso, que por lo menos fuese, quien vigilara  las sandalias del  Santo Padre en los pasillos de su palacio.

Pero  en mi tránsito de conservador a rebelde, en esos días de agosto, salía del redil socialcristiano del padre Oscar a la exploración de nuevos horizontes, con  el anuncio de conocer a otro cura llamado Vicente, con el que realizaríamos un Campamento Juvenil de Trabajo Voluntario, para la reparación del Centro de Acopio de la Cooperativa de pescadores, actividad física, reflexiva y espiritual, donde confluimos muchachos y muchachas de distintos barrios y caseríos de la geografía nacional, pero también hijos de la pequeña burguesía caraqueña, con quienes pidiendo  colas llegamos al lugar, montados en camiones y jeepses.

En igualdad de condiciones, todos viajamos con nuestros enseres de dormir y de  aseo personal, nunca pretendiendo   ser carga para otros, también en nuestros morrales   llevábamos un cuaderno de notas diarias como los que  usan los antropólogos, además el setenta  por ciento de la alimentación, la que se complementó con creces gracias a la enorme solidaridad de la comunidad, que como todos los vecindarios de este territorio llamado Venezuela,  aún en las peores y más difíciles circunstancias, despliegan   nobleza y hospitalidad de las que estamos hechos desde Paraguaipoa hasta Güiria y desde Los Roques hasta el Amazonas, con la misma ternura que lo hicieron nuestros antepasados, cuando abrieron sus caminos al invasor europeo, enviado por  los reyes y por un Dios desconocido, sin percatarse que aquel era un ladrón, que venía con la cruz por delante y con la espada  escondida en la manga de la camisa.

En ese campamento, todos comenzamos a escuchar por primera vez “cuando nombro la poesía” y  “Flora y Ceferino” de Alí Primera, no solo como música de fondo, mientras batíamos la mezcla, pegábamos los bloques, frisábamos paredes, cargábamos carretillas de arena, preparábamos los alimentos, organizábamos la leña, nos reuníamos con los vecinos, limpiábamos las aulas donde dormíamos,  lavábamos los platos, colgábamos los chinchorros, sino que también “Flora y Ceferino”, sirvió de inspiración para las reflexiones grupales de más de tres horas nocturnas, donde las monjas, después de escucharnos a todos, insistían en la entrega al trabajo productivo, al compromiso social en las comunidades donde residíamos, a la vida apasionada por una causa justa más allá de lo inmediato, mientras que el Padre Vicente, intentaba explicarnos que  esa forma de vivir,  era una manera de acumular de fuerzas para profundizar la lucha de clases, sin perder de vista que lo más importante era la organización de los trabajadores.

Después de cada noche de  evaluación del día, de las reflexiones que hacíamos y de las orientaciones que  poco a poco comenzamos a construir entre todos,  además del cansancio físico que me acompañaba a causa del trabajo manual ,   se intensificaban el montón de preguntas que iban emergiendo en esa experiencia, que solo callaban cuando me vencía el sueño, pero  volvían a problematizar mis pensamientos en el transcurso de cada nuevo día. A veces cuando tenía alguna fuerza adicional,  describía en mi cuaderno de diario, las  actividades e impresiones  del día, reseñaba las reflexiones en las que andaba rondando, colocaba algún pensamiento personal, apuntaba las preguntas que mas me inquietaban y citaba  a los autores que en las conversaciones espontáneas del campamento, referían los compañeros del grupo con mayor costumbre de lectura.

A los quince días, culminamos la jornada, pero sin bailarinas y sin enanos, las unas y los otros ahora eramos un colectivo de muchachas y muchachos satisfechos de la misión cumplida, dos ejemplares  monjas, un cura integro e incorruptible, unos incansables  pescadores miembros de una cooperativa, todos y todas  con muchas ampoas en las manos, con unos cuadernos repletos de notas, esquemas, pensamientos, preguntas, con las pieles renegridas    por el sol, interpelados por la majestad del padre río, por la larga mirada de los Kariñas que nos enseñaron a pescar el morocoto y el boca chico, a arrancar la yuca amarga y  la dulce, a hacer cazabe y cachire y  a recoger el maíz tierno, increpados por la canción de Alí, enternecidos por los otros cantos de esos días, los de lucha y esperanza de Miguel Matos y el Grupo Amarantos, erguidos con otras canciones, “la era está pariendo un corazón...” de  Silvio Rodríguez, la del comandante sacando  a los mercaderes del templo, perdón!  “ llegó el comandante y mandó a parar” de Carlos Puebla,  haciendo nuestra  la poesía de Antonio Machado,  en la voz Joan  Manuel Serrat y hermanados con los niños  y niñas, que jugando se hicieron nuestros amigos.  

Varias veces, cuando recuerdo esa experiencia, me he planteado la misma reflexión, sobre cual es la estrategia correcta de eso en lo que desde ese momento he  sido un aprendiz,  el principio de la acumulación de fuerzas, que lo escuché por primera vez en ese campamento de intenso trabajo físico, de intensas reflexiones y de intensa afectividad entre nosotros, de la boca   del Padre Vicente, quien a la vez nos decía,  que no era suficiente la razón si queríamos ser victoriosos  en la lucha de clases,  y por lo tanto,  el argumento siempre debía venir   acompañado de una fuerza que organizara el amor en el seno del pueblo,  que solo de esa manera es que podíamos avanzar hacia la utopía  de  la convivencia perfecta, predicada a en todos los manuales de la esperanza.

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