Perra Memoria
karlita209714 de Mayo de 2014
3.843 Palabras (16 Páginas)324 Visitas
El tiempo es una línea. Cada uno de los puntos de esa línea es un episodio de nuestras vidas. Hubo un tiempo en que la línea de mi vida y la línea de la tuya se entrecruzaban maravillosamente. Ahora no, ahora mi vida es un punto solitario, como una isla a la que ningún náufrago ha de llegar.
Sería absurdo, ahora que ya no quieres oírme, pretender convencerte de que soy inocente. Ahora, tan distantes uno del otro, sólo nos queda pensar que siempre fuimos mejores en el recuerdo. Siempre vivimos así: construyendo recuerdos todo el tiempo. Más que la vida nos interesaba el recuerdo de lo vivido: la fotografía que quedaría guardada para admirar después. Era un poco como vivir sin emoción, pero respirando, besándonos, buscando la belleza de cada situación como si estuviéramos frente a una cámara.
Ahora contemplo todas esas fotografías y me doy cuenta de que esa época, cuando en la Universidad compartíamos las aulas de la facultad de letras, nos ha dejado recuerdos imborrables, recuerdos como heridas de puñal.
Una de mis fotografías favoritas es la de Barroco, el perro.
¿Te acuerdas del perrito que andaba siempre rondando por el comedor? Debes de recordarlo. Ese perrito de la espalda moldeada por la sarna, picada a cuchillazos. Le decíamos Barroco por esa piel tan artísticamente tallada. Cada vez que lo veías mendigando algún hueso entre los estudiantes, surgía en ti esa necesidad de gritar, ese deseo de desesperar a la gente y suicidarla. “Pobrecito” decías mirándolo con lástima, y eras capaz de quitarme la comida de la boca para dársela.
Barroco parecía perro, pero en realidad no era un perro. Era un príncipe guerrero encantado por una bruja que nunca aprendió cómo convertir a sus víctimas en sapos. Por eso, por encerrar entre sus carnes a un valiente guerrero, Barroco era un perro tan señorial, un caballero medieval con su exquisita coraza de costras. Nadie sabía cómo ni cuándo había llegado, pero se había quedado a vivir para siempre en la Universidad. Entre sus jardines, pasillos y corredores se paseaba como el rey que no fue, supervisando el buen orden de sus comarcas. Cuando caminaba, su andar era elegante y meticuloso, casi donjuanesco, de una elegancia más humana que perruna.
Tal vez por su carácter real, Barroco era un animal de horarios. Siempre esperaba la una y cuarto para entrar al comedor. Era la hora en que nosotros salíamos de clases. Así que, en realidad, lo que hacía era esperarnos para meterse al comedor burlando la vigilancia de los cocineros, escondido entre nuestras piernas. Claro que tú no necesitabas hacer uso del comedor universitario porque no compartías mi escalón de estudiante pobre. Todo lo contrario tú ibas en una escalera eléctrica, desesperada porque yo me iba quedando atrás.
Ese día mientras nos formábamos en la enorme cola para el almuerzo yo estaba inventando un mito según el cual Barroco tenía la espalda carcomida porque un ave gigantesca, con la cual se había enfrentado, se la había picoteado. Te preguntaba acerca de si preferías que al final la horrible ave muriera con el cuello destrozado por las fauces de nuestro barroco, o si preferías que sólo la hiciera huir malherida. De pronto me miraste a los ojos y dijiste:
- A que no eres capaz de robarte una sopa para mí.
La fila avanzaba como una enorme serpiente entre el edificio del comedor y unos jardines donde no crecía nada. Desde ahí se podía ver ese camino de polvo que atraviesa la Universidad, y más allá, al fondo, los edificios de nuestra facultad recortando la fotografía.
Conforme avanzaba la serpiente y nos acercábamos a la puerta podíamos sentir el olor de la sopa tibia y oír la terrible barahúnda que se armaba ahí dentro. El comedor era el único lugar en el que confluían estudiantes de todas las facultades. Todos entraban desesperados, comían a gritos, entre chistes y ensayos de exposiciones, y volvían rápido a sus clases. A esa hora parecía una taberna mexicana. Sólo la música de Agua Marina parecía ponerle un poco de orden a ese laberinto.
Me estabas mirando fijamente a los ojos, desafiándome, metiéndome de cabeza a uno de esos interminable juegos tuyos en los que la inteligencia iba siempre de la mano con el azar:
- A que no eres capaz de robarte una sopa para mí.
Conmigo a la cabeza la serpiente se introduce en el amplio edificio del comedor por una pequeña puerta. Avanzo tratando de no pisar a Barroco y tomo una bandeja. En el umbral hay una mujer que nunca sonríe, registrando las tarjetas. Frente a ella y detrás de una mesa de concreto está el coro de los cocineros. Uno te lanza casi como una estocada un cucharón de arroz; el siguiente, un cucharón de menestra, luego sigue el de la carne. Hay que mover con rapidez la bandeja para que te sirvan el arroz en el espacio que corresponde, para que no te vayan a echar la mazamorra sobre la menestra. Al tiempo que sirven, los cocineros van cantando: Avanza, avanza, Colorao. Mientras nosotros respondemos también en coro: Un poquito más de menestra, un poquito más de jugo en la presa, no seas malo, compañero. Al final de la mesa están las sopas ya servidas. Sólo se puede tomar una. De pronto noto que el cocinero que las sirve se agacha cada cierto tiempo. Es en ese momento que aprovecho. Ya tengo tu sopa en la mano, siento el calor del metal y el tibio olor de las verduras. Sólo me resta huir.
- GRRR…. ¡Guau, guau, guau!
Es la vieja que controla las tarjetas que se me viene encima tronando, echando espuma por la boca, ladrando a placer, diciéndome que las raciones están contadas, que no hay presupuesto, que Fujimori y Montesinos se llevaron toda la plata…. Y luego me arranca la sopa de las manos, como quien te arrebata la soga de la que cuelgas a un abismo.
Volteo a mirar hacia las mesas que están envueltas en una niebla azulina. Algunos rostros asoman riéndose de mí entre la atmósfera que se disipa, y en medio de ese claro de luz que resurge me miras sonriendo, moviendo un pie coqueto, intentando salvarme del bochorno. Mientras que, a un lado, Barroco, el perro sarnoso, filosofa sobre lo ocurrido, mirándome.
A ti te gustó el cuadro antes que a mí. Desde el mismo momento en que te lo mostré. Yo en cambio aprendí a quererlo con el tiempo, a fuerza de remirarlo y buscarte en él. No sé cómo llegó a mi vida, a la pared de mi habitación de estudiante pobre. Era un cuadro muy extraño: un cuerpo flotando en un charco de tonos rojos. No era un cuerpo femenino, tampoco masculino, ni siquiera podía decirse que fuese un cuerpo humano (era un montón de miembros evanescentes). Pero la delicada sensualidad de esas piernas, su tibieza, me hacían pensar en ti. El autor lo había firmado como Pantaleón. Cada día al despertar abría los ojos y el cuadro era lo primero que veía. Pasaba largo rato mirándolo, buscando una señal, un rasgo, un gesto que me aclarara por qué al mirarlo no podía dejar de pensarte. Después de un tiempo empecé a tener la certeza de que ahí no había ninguna metáfora, sino que la verdad de ese rojo sangre estaba delante de mí, simplísima, directa. Contemplar ese cuadro me exasperaba y seducía, casi tanto como descubrir tu hermosa desnudez de espada troyana en mi habitación después de escaparnos de las clases de estadística.
- El movimiento del río es como una caricia.
Estabas desnuda de pie junto a la ventana. La ciudad, efectivamente, parecía, del otro lado del río, una isla de luces y el agua producía un murmullo suave como el roce de dos cuerpos desnudos. Eran la tierra y el agua que según tú se amaban y gemían. Yo estaba en silencio sentado en la cama, sin atreverme a tocarte todavía. Luego te pusiste a dar vueltas por toda la habitación, girando, tocando con las yemas de los dedos los cuadros de las paredes. Algunos de ellos los había pintado yo mismo. Pero como siempre, preferías quedarte mirando el cuadro del tal Pantaleón. Qué hermoso era entonces sentirse así, verte desnuda de espaldas mirando ese cuadro, sabiendo que en unos minutos nuestras pieles se iban a juntar, que nos íbamos a devorar el uno al otro. Qué hermoso era prolongar la espera.
En aquel entonces vivíamos un tiempo de paraíso virgen. Nuestras líneas recién se habían cruzado y por ello todo era un continuo descubrimiento. Nos gustaba preguntarnos por lecturas que considerábamos una exclusividad personal: Amaranta y Aureliano devorándose mutuamente, Juan Pablo muerto de celos matando a María Iribarne, y soñábamos con hacer el amor en la cama de Van Gogh, ésa que está en su habitación en Arles.
Ahora que recuerdo todo esto me arrepiento de no haberte pintado. Podría poseer para siempre tu vida del mismo modo en que los hombres primitivos poseían de antemano, por la pintura rupestre, la vida de los animalillos que cazarían al día siguiente. Pero nunca lo hice, nunca me sentí lo suficientemente bueno para esa mirada, para la caída exacta de tus cabellos, tus ojos de pájaro asustado y esas orejotas.
“Hace mucho tiempo que los hombres abandonamos la costumbre de comer carne cruda. Ahora nos aterra la idea. Sin embargo alguna vez, hace millones de años la carne cruda nos salvó la vida. Es bastante probable, incluso, que las primeras hordas humanas hayan tenido que devorar carne humana para sobrevivir. Claro que después descubrimos el fuego y la alta cocina, y conforme nos fuimos civilizando empezó a darnos miedo “la barbarie que dejábamos atrás”. Por eso desde entonces la carne siempre ha sido
...